31/12/07

FIESTAS A LAS QUE NO ME INVITAN

Paso dos semanas de diciembre en Lima. No acaba de sentirse todavía el verano. Ciertas mañanas una niebla espesa esconde el campo de golf. He cambiado de hotel. No me quedo más en el hotel de siempre. Ya no me quieren. Han despedido a algunos empleados que me contaron secretos escandalosos. No debo dormir más allí. He vuelto a dormir en el hotel donde traté de suicidarme cuando tenía veinte años.
No consigo dormir bien. Mi siquiatra argentino me ha recetado antidepresivos y ansiolíticos. Los tomo con reservas en el mismo hotel donde tantos años atrás tragué un frasco de somníferos. Duermo diez horas corridas. Al día siguiente soy otra persona, una persona aún peor. Me arrastro, me duermo a cada rato, me siento un pusilánime, un gordo viejo, un hombre sin futuro, acabado, derrotado. Duermo en las camas de mis hijas, con el perro Bombón hecho un ovillo a mis pies. Renuncio a las pastillas argentinas. Prefiero el insomnio.
Lo que me salva es la pastilla que me recomendó la madre de Martín. La llevo siempre conmigo y me resigno a tomarla los días peores. Como estoy de vacaciones, me drogo suave y convenientemente, tal como me prescribió con amor la madre de Martín. Esa droga, aplicada en dosis pequeñas, me convierte por unas horas en un hombre feliz, paciente, tolerante, sin apuro, de espíritu risueño, con ganas de cantar las canciones de Sabina y Serrat. Llevo en la muñeca izquierda el reloj de esfera ancha que me regaló el gran poeta y pirata Joaquín Sabina. Ese reloj me ha cambiado la vida. Ese reloj y las drogas de Marta me devuelven un cierto optimismo que creía perdido para siempre. Desde que uso el reloj de Sabina, me siento más joven, con ganas de volver a pecar, de recuperar los placeres innombrables de las noches vírgenes de esta ciudad. Debo ir con cuidado, sin embargo. Ya no soy un muchacho. Pero este reloj me engaña, por fortuna.
En otros tiempos me hubiera entristecido que mi tío, el gerente brillante al que admiro, no me invite a su almuerzo navideño y que mi prima favorita, a la que siempre encontré irresistiblemente encantadora, tampoco me invite a su fiesta de casamiento, en la que me cuentan que cantó con la simpatía desbordante, arrolladora, que me embrujó desde niño en su casa de playa, en la que nunca faltaban uvas verdes. Pero ahora no me da pena que prescindan de mí. Me parece una decisión irreprochable. Saben que soy indiscreto y lo cuento todo. Hacen bien en no invitarme. Yo tampoco me invitaría. Y una fiesta es mucho más divertida cuando te la cuentan, los chismes aderezados con esa refinada maldad tan nuestra. Y tengo el reloj de Sabina y las drogas de Marta para recordar que todavía hay unas pocas personas que me quieren, aun sabiendo que no sé guardar secretos y que mi manera torpe de querer es escribiéndolo todo, incluso lo que no debiera, especialmente lo que no debiera.
Pronto cumpliré años y me tienta la idea de organizar una fiesta, pero no una fiesta lujosa, perfecta y ensimismada como la que di cuando cumplí treinta y cinco en un hotel de Miraflores, sino una caótica, peligrosa, popular, una fiesta a la que no podría invitar a mi prima ni a mi tío, pues no se sentirían a gusto y deplorarían mi mal gusto, pero a la que invitaría a ciertas personas a las que quiero rotundamente, por ejemplo a todas las empleadas que han servido y sirven a mis hijas, que son, en orden de veteranía, Meche, Gladys, Aydeé, Gisela, Rocío y Laurita, a las que me encantaría sentar a una mesa y atender como reinas esa noche, y al correcto y educado Paolo, chofer de mis hijas que escucha música clásica y recorre la avenida Javier Prado una y otra vez, sin desmayar, sin quejarse, siempre dispuesto a salir de nuevo a complacer algún capricho o extravagancia de mis hijas, alguna visita a la peluquería de ellas o de Bombón, y a un cantante popular al que quiero como si fuera de mi familia, el gran Tongo, que espero que me acompañe esa noche, si finalmente doy la fiesta, lo que parece improbable. Quiero que esa noche o cualquier noche Tongo, Mechita, mi madre y yo cantemos la pituca en inglés y que Tongo pronuncie un discurso conmovedor sobre su vida y la mía, sobre el encuentro improbable entre su destino y el mío, un discurso desmesurado, que nadie entienda y nos haga llorar. Y luego quiero que mis hijas y yo bailemos las canciones de Tongo sabiendo que no es Sabina pero que hay en ellas otras formas de poesía incomprendida que resultan igualmente admirables y me devuelven una cierta fe en la humanidad, en el sinsentido agobiante que es vivir estos días de diciembre en esta ciudad en la que ya nadie o casi nadie me quiere ver, a menos que sea en la televisión, que es la única forma de verme sin correr el peligro de ser delatado.
La noche de Navidad, en casa de la madre de mis hijas, resulta inesperadamente feliz. Mis hijas y yo cantamos la pituca en inglés viendo los videos de Tongo. Sofía nos deleita con una cena espléndida. El perro Bombón come tanto pavo que ya no puede comer más y se tiende a mis pies, asustado por el fragor de la pirotecnia del barrio. El pavo ha sido horneado con finas hierbas durante siete horas y lo cargan en hombros como si fuera un cortejo fúnebre Aydeé y Meche. Sofía está guapísima. Me digo que tengo suerte de ser padre gracias a ella. No sé qué me haría sin mis hijas y Sofía y el reloj de Sabina y las drogas de Marta esta noche de Navidad en la que uno se siente más gordo, más solo y más pavo. Cuando muera, quiero que Aydeé y Meche carguen mi cuerpo henchido como cargaron al pavo siete horas horneado y que alguien cante la pituca en inglés, sólo porque esa canción es como la vida misma en su mejor expresión: no se entiende, no tiene sentido, pero te hace reír.
Las niñas me regalan un sillón que hace masajes. Sentado en ese sillón de cuero, aprieto botones y recibo golpes, sacudones, vibraciones y frotamientos en la espalda y los pies. Es una sensación maravillosa, estimulante. Es un regalo estupendo. Con mi nuevo sillón de masajes desde el cual escribo estas líneas, ya no necesito que nadie me invite a su almuerzo navideño o a su fiesta de casamiento. Tengo a mis hijas, a la madre de mis hijas, que es como mi madre y mi hija también, y que me hace muchos regalos lindos y compra todos mis regalos de Navidad con una pasión que admiro pasmado, tengo a Martín, mi chico argentino que detesta la Navidad y no regala nada y se queda solo en su casa odiando al mundo y bailando solo como el divo espléndido que yo amo para siempre, tengo a mi madre que no conoce a Martín y que tal vez no lo conocerá nunca pero que me quiere más allá de la razón, que es como yo la quiero igual. Y tengo las pastillas de Marta y las canciones de Tongo y el reloj de mi amigo, el pirata y poeta Joaquín Sabina, con el que quiero pasar todos los días con sus noches que me queden de vida. Y tengo este sillón que me hace masajes mientras escribo. No necesito nada más, salvo que me cuenten las fiestas a las que no me invitan.

26/12/07

EL INTRIGANTE

Un tal Manuel Ceballos le escribe insultos y amenazas a Martín desde una cuenta de Yahoo México. No es la primera vez que lo hace.
El tal Ceballos le dice a Martín que es un tonto, un mantenido, un parásito, un bueno para nada. También le dice que yo no lo quiero y que lo engaño con otros amantes.
Ceballos no conoce a Martín ni me conoce a mí, pero, a juzgar por sus correos, nos odia y quiere que nos peleemos. Por eso le escribe a Martín diciéndole insidias y maldades.
Martín, que está en Buenos Aires, me llama por teléfono a Lima y me dice en tono airado que el tal Ceballos no es un mexicano que nos odia sin conocernos sino un chileno que vive en Miami y nos conoce a los dos. Luego me pide que tome represalias contra ese chileno, que él cree que es el autor de esos correos venenosos.
Le digo que no puedo tomar represalias contra el chileno porque no tengo ninguna prueba de que él sea el autor de esos correos.
Martín se molesta y me dice que soy un tonto, que es evidente que el chileno lo odia y está obsesionado conmigo y se ha camuflado tras la identidad de Manuel Ceballos para sembrar cizaña entre nosotros. Luego me pide que, si de verdad lo quiero, llame a Miami y, usando del poder que me da la televisión, haga despedir al chileno.
Le digo que no puedo hacer eso, que tengo que estar seguro de que el chileno es Manuel Ceballos antes de tomar represalias contra él.
Martín me acusa de tener “amigos ridículos” que se obsesionan conmigo y lo odian. Cita a una amiga que se hizo un tatuaje con mi nombre. Me acusa de no tener amigos sino seguidores fanáticos a los que yo manipulo. Me asegura que el chileno es Manuel Ceballos y está enamorado de mí y por eso intriga contra nosotros.
Le digo que voy a investigar quién diablos es Manuel Ceballos. Martín pierde la paciencia, levanta la voz, discute a gritos conmigo, cuelga bruscamente el teléfono.
El tal Manuel Ceballos ha conseguido lo que quería: que Martín y yo nos peleemos a gritos.
Contrato a dos expertos cibernéticos para que consigan meterse en la cuenta de Ceballos en Yahoo México y me den a leer sus correos. Sólo quiero saber si el tal Ceballos es el chileno o un perturbado que no me conoce. Mi intuición me dice que no es el chileno, pero no puedo probárselo a Martín, y él está seguro de que es el chileno quien lo ha insultado y me ha acusado de serle infiel “con un amante en cada puerto”.
Los expertos cibernéticos no consiguen penetrar en la cuenta de Ceballos. Me dicen que pueden filtrarse en cuentas de Hotmail o de Gmail, pero no en una de Yahoo.
Frustrado, le escribo a Ceballos diciéndole miserable y cobarde y exigiéndole que deje de escribirle a Martín. También le digo que amo a Martín como nunca nadie lo amará a él.
Ceballos me contesta diciéndome gordo cantinflas, gordo de un amor en cada puerto, gordo mentiroso, gordo cobarde, gordo rastrero. También me dice que él ha sido mi amante y que la última vez que nos acostamos fue el 24 de noviembre “en nuestro hotel favorito”. Por supuesto, envía copia de ese correo a Martín.
Lo que más me duele es que Ceballos me diga gordo tantas veces, porque es una acusación que, como es obvio, no puedo rebatir.
Martín me cree: no conozco a Ceballos, el 24 de noviembre estuve en Buenos Aires, no me he acostado nunca con ese sujeto que intriga desde las sombras. No sé si me cree cuando le digo que no tengo amantes escondidos. Ciertamente no me cree cuando le digo que no soy un gordo mentiroso. Me dice que, aunque me duela, es verdad que estoy gordo y que soy un mentiroso. Luego me dice que eso prueba que Ceballos es el chileno: si bien miente sobre nuestro encuentro furtivo del 24 de noviembre, sabe que soy un gordo mentiroso, lo que, según él, revela que Ceballos me conoce, que es el chileno.
Le escribo a Manuel Ceballos diciéndole que si vuelve a molestar a Martín, me vengaré de él y se arrepentirá.
Contrato a una persona para que me diga quién es Ceballos y dónde vive. Si Martín tiene razón y es el chileno de Miami, pediré que lo despidan. Pero no creo que sea él. Sospecho que es un pobre diablo que no me conoce y que ha leído alguna de mis novelas o la novela de Martín y se ha obsesionado con nosotros.
Me dicen que hay un Manuel Ceballos en Lima que ha escrito contra mí en foros cibernéticos. Ha dicho que soy un racista, que no soy santo de su devoción, que no ve mi programa, que me detesta.
Hay un Víctor Manuel Ceballos en México que trabajó como coordinador de producción del programa Corazones al límite de Televisa y luego como asistente del programa Caiga quien caiga de Azteca. Le dicen La Zorra.
Hay un Manuel Ceballos en México que es escritor de temas históricos y religiosos.
Hay otro Manuel Ceballos en México que ha publicado crítica de arte en el diario El Universal y que puede ser el escritor de temas históricos y religiosos y también puede ser La Zorra, aunque esto último parece improbable.
Hay un Manuel Ceballos que es un actor que vive en Phoenix, Arizona, y que ha actuado en una película independiente.
Hay un Manuel Ceballos que es extremeño y árbitro de fútbol de la segunda división en España.
Hay un Manuel Ceballos que es boxeador peso mediano en Argentina.
Hay un Juan Manuel Ceballos que vive en el Perú y es ingeniero agrónomo y puede que sea el que ha escrito en foros cibernéticos insultándome.
Mis sospechosos son dos: el Ceballos que vive en el Perú y cada tanto me ataca en foros y el mexicano de la televisión al que apodan La Zorra.
Le cuento todo esto a Martín. Se molesta. Me dice que es obvio que Ceballos es el chileno y que estoy perdiendo el tiempo. Me molesto. Le digo que es un testarudo. Me gusta esa palabra. Es un insulto elegante. Martín me cuelga el teléfono.
Consigo los teléfonos del Ceballos mexicano al que le dicen La Zorra y del peruano que me ha atacado en foros cibernéticos. Los llamo y les dejo mensajes amenazantes: “Soy el gordito cantinflas. Si vuelves a molestar a mi chico, te mandaré un par de matones para que te rompan las piernas”. Después de dejar esos mensajes, siento que ha sido inútil. Si yo escuchara un mensaje así, no me daría miedo.
Llamo a Martín a las tres de la mañana y le digo que estoy seguro de que nuestro enemigo es La Zorra, el mexicano, aunque no descarto que sea el peruano. Martín me dice que está seguro de que Ceballos es mi ex amigo chileno, que Ceballos, o sea el chileno, ha sido y sigue siendo mi amante, que el 24 de noviembre me encontré con él en algún hotel o albergue transitorio de Buenos Aires. Luego me dice que está harto de mí y que deje de llamarlo.
El intrigante ha conseguido lo que quería: Martín le cree a él más que a mí y no quiere hablar conmigo. Tendré que romperle las piernas. El problema es que no sé quién es ni dónde vive. Pronto lo sabré.

18/12/07

RUIDOS ??

Me veo obligado a dejar el hotel frente al campo de golf porque los ruidos escandalosos que hacen los jugadores de la selección peruana de fútbol, alojados en los pisos de arriba, y los chillidos histéricos, inflamados de un patriotismo de corta vida, de sus admiradoras reunidas frente a la puerta del hotel, me impiden dormir.
Escapo unos días a Buenos Aires. No sé de qué escapo, supongo que de la vida pública de Lima, de las obligaciones familiares. Me refugio en el departamento de San Isidro, donde usualmente consigo dormir bien. No tengo suerte en esta ocasión. Están haciendo obras en el departamento de arriba. No hace mucho murió su dueña, una señora mayor, y los hijos están refaccionándolo. El ruido es agobiante y comienza a las nueve de la mañana. Cuando suspenden los trabajos a las cinco de la tarde, tomo un ansiolítico y duermo unas horas para no enloquecer.
Me refugio en un hotel en el campo, a la altura del kilómetro sesenta de la autopista a Pilar. Es una casona antigua, de dos pisos, con habitaciones grandes y bien dispuestas, una piscina de buen tamaño y un amplio jardín por el que a la noche, después de cenar, caminamos Martín y yo. El teléfono de Martín no para de timbrar. Es Inés, su madre, que está muy triste porque Enrique, su esposo de toda la vida, la ha dejado. Martín ama a su madre, le tiene paciencia, la escucha, le da consejos. Pero el teléfono suena y suena. Martín me dice que llevará a su madre a pasar la navidad en ese hotel en el campo para alejarse del bullicio insoportable de las fiestas y para que ella sienta menos la ausencia de Enrique.
Un día de sol abrasador, vamos a almorzar a Morgana, un restaurante del centro comercial de Pilar. En la mesa vecina, un sujeto habla a gritos en inglés. Parece un turista de la India o Pakistán. Parece orgulloso de que sabe hablar inglés y tal vez por eso lo habla en ese tono ofensivo, vulgar. Quien lo escucha y asiente dócilmente (quizá porque es su empleado) es un tipo que parece argentino y chapurrea un inglés trabado. No soportamos los gritos y pedimos que nos cambien de mesa. La camarera, una rubia que seguramente piensa que algún día triunfará como actriz y nos mira con cierto desdén, dice que no podemos cambiarnos de mesa porque aquel sector al fondo, lejos del parlanchín odioso, “no está habilitado”. Le pregunto quién tiene que habilitarlo, si no ella misma, que, por lo visto, se resiste a caminar unos pasos más. No me responde. Nos vamos del restaurante odiando al gritón y alegrándonos de no haber ido nunca a la India ni Pakistán.
Al día siguiente nos invitan a una fiesta en el Alvear. No podemos resistirnos a los encantos de ese hotel. Martín maneja a toda prisa, le pido que vaya más despacio. Escuchamos un disco de Mica. Martín canta eufórico. Ningún sonido que provenga de él podría molestarme. Es un momento feliz.
En el salón del hotel hay tanta gente que no se puede caminar. Aparecen unos mariachis y un cantante argentino, suben al escenario, estalla la música. Entre las muchas conversaciones más o menos mentirosas que se funden en el ambiente y el estruendo alegre de los mariachis, a duras penas se puede hablar. Hablo con un diseñador que tiene caballos en Palm Beach. Hablo con el dueño de un restaurante famoso, que me invita a comer al día siguiente. Hablo con una amiga actriz y su novio, con el que se va a casar en el otoño. Hablo a gritos y todo o casi todo lo que digo es mentira, pero unas mentiras encantadoras, dichas con absoluta convicción. Al cabo de una hora, cansado tanto gritar, me voy con Martín a comer al restaurante del hotel. Está lleno, no tienen una mesa libre. Sin embargo, nos acomodan un ambiente privado. Martín está precioso, toma champagne. Es otro momento feliz.
A mediodía del jueves tengo cita con la masajista. Es una señora gorda, mayor, de anteojos. Martín dice que le da asco imaginar que esa señora lo toca. La mujer me dice que me tienda boca abajo. Obedezco. Masajea mi espalda sin el rigor que yo quisiera. No quiero que me hable. Me habla. Me pregunta qué me pareció el discurso de Cristina. Le digo que no lo vi. Me dice que a ella le encantó. Dice: “Esa mujer tiene unos ovarios impresionantes”. Sólo escuchar la palabra “ovarios” en boca de la veterana masajista destruye por completo la posibilidad de que las fricciones de sus manos en mi piel resulten placenteras.
A la tarde tengo cita con el siquiatra, el doctor Farini, que es también el siquiatra de Martín y su madre. Caminando por la avenida Las Heras, envuelto en una nube de humo gris que despiden los colectivos vetustos, me siento como en Lima. Me duele la cabeza o, como dice Martín, “se me parte la cabeza”. Martín dice esas expresiones curiosas, que me hacen reír. Cuando está caliente, me dice “te voy a partir al medio”. Tomo dos ibuprofenos en un bar de Las Heras y caminamos tapándonos los oídos porque el ruido de esa avenida es insoportable para dos chicos suaves como nosotros.
El doctor Farini me pregunta cuál es mi conflicto. Le digo: “Hay demasiado ruido, doctor”. Me dice que estoy deprimido. Me receta un antidepresivo nocturno y otro diurno. Le pregunto si cuando duermo también estoy deprimido. Me dice que sí. Compro los antidepresivos. Leo las indicaciones. Uno de ellos, el nocturno, podría generar priapismo, es decir una erección tan prolongada que llega a ser dolorosa. Martín se ríe y me dice que debería tomarlo también de día.
Camino al aeropuerto a las seis de la mañana, el remisero no para de hablar. Me tomo un alplax y dos ibuprofenos para soportar esa cháchara cruel sobre política. Le digo, medio dormido, que Chávez me parece un cretino. El taxista levanta la voz, se declara revolucionario y admirador del matón venezolano. Mientras habla a los gritos, baja la ventanilla y trata de espantar una mosca. Al hacerlo, pierde un segundo el control del auto y casi nos estrellamos. Le digo: “Por favor concéntrese en la ruta”. Pero el sujeto sigue discurseando.
Llegando a Lima a mediodía, me refugio en un hotel antiguo y señorial, en el que quise suicidarme cuando era joven y pensaba que nunca encontraría a un hombre como Martín. Intento descansar. Poco después comienzan unos ruidos brutales. Están ampliando el hotel, construyendo más habitaciones porque pronto habrá no sé qué convención. Pido que me cambien de habitación. Escapo del hotel.
En casa de mis hijas no puedo escribir porque los perros ladran y ladran. Le pido a la empleada que abra la puerta y los deje salir a la calle. Ella me dice que en el barrio quieren envenenarlos. Ojalá, le digo.
A la noche regreso al hotel. Me han cambiado de habitación. A las dos de la mañana, duermo por fin en medio de un silencio largamente deseado. Poco dura la felicidad. A la siete y media del domingo estalla un fragor de música electrónica. Hay una maratón cuyo punto de partida es exactamente frente al hotel. De pie frente a la ventana, veo a centenares de hombres y mujeres, vestidos en indumentaria blanca, deportiva, saltando y bailando al ritmo de los pasos que marcan, desde el escenario, tres jovencitas sobreexcitadas, saltimbanquis, en mallas naranjas. Detesto a toda esa gente feliz, optimista, sudorosa, que no me deja dormir. El doctor Farini tiene razón, debo estar deprimido. Salgo del hotel, subo a la camioneta y termino en la avenida Javier Prado. No sé adónde ir. Tengo que irme a vivir al campo con Martín. ��

17/12/07

MIS CHICAS CUBANAS

Poco antes de las dos de la tarde de un viernes soleado de diciembre, llego a un restaurante de la isla y me siento a esperar a mis tres amigas cubanas, a las que he invitado a almorzar para despedir el año. Todavía me sorprende que mis chicas cubanas, que tanto me hacen reír y a las que veo casi todas las noches, sean tan mayores: dos son bisabuelas y una, abuela. No tarda en llegar la menor, Thais. Guapa, elegante, distinguida, vestida de blanco, con una collar de piedras rojas semipreciosas, carga un bolso en el que trae regalos para mí, para mi amigo Martín que está en Buenos Aires (con quien ella intercambia correos electrónicos a menudo), para Catita, la sobrina de Martín. A pesar de que no le gusta manejar, Thais ha venido manejando desde su casa en Coral Gables. Cumple setenta y un años hoy lunes, pero parece que tuviera sesenta o menos, tal vez porque todas las mañanas va al hotel Biltmore y hace aeróbicos acuáticos en la enorme piscina del hotel. Está casada con un médico que ama la ópera, tiene tres hijos, se divierte haciendo collares y dice que estaba deprimida hasta que me conoció. Me vio una noche en televisión, vino a verme al estudio, me trajo regalos, me contó que había perdido a un hijo cuando él tenía apenas veinticinco años, me enseñó fotos de su hijo, me dijo que yo le recordaba a su hijo y desde aquella noche nos hicimos amigos. Todos los lunes, Thais me lleva al estudio una bolsa llena de exquisiteces para que no me falte comida toda la semana y no tenga que ir al supermercado. Desde que la conozco, creo que he engordado. Tiene una debilidad por los mejores chocolates y yo tampoco sé resistir esa tentación viciosa que ella estimula en mí. Poco después llegan al restaurante mis otras amigas, Esther y Delia. Son inseparables, van a verme al estudio casi todas las noches. Esther es alegre, de risa fácil, siempre de buen humor; Delia es más tímida y callada. La que maneja el pequeño auto coreano (“mi máquina”, lo llama ella) es Esther. Delia camina con cierta dificultad, apoyada en un bastón. Esther tiene ochenta años, pero, como se ríe todo el tiempo, parece de setenta, una niña que ha envejecido sin dejar de ser niña. Delia ya cumplió ochenta y tres. Yo le digo a Delia que nunca conocí a una mujer de esa edad tan despierta, tan curiosa, tan atenta a todo, tan joven. Las admiro a ambas, siempre llenas de energía y vitalidad, siempre diciéndome cosas amables y riéndose de cualquier cosa. Mis chicas cubanas y yo pedimos la comida. Thais elige la milanesa de pollo; Esther y Delia, el bacalao. Me cuentan cómo llegaron a Miami, jovencitas las tres, Thais enamorada, dispuesta a casarse con el hombre que todavía hoy es su esposo, Esther ya casada, con hijos, huyendo de la dictadura, Delia también casada, con hijos, sin hablar inglés, sin saber cómo se ganarían la vida. Tuvieron que pasar por toda clase de privaciones y sacrificios, eran pobres, trabajaban como enfermeras, como vendedoras de almacenes, limpiando baños, multiplicándose para cuidar a sus hijos, acompañar a sus esposos y ganar dinero. Dejaron atrás un país, un buen pasar, unos recuerdos, una vida llena de promesas. Nada de eso las hizo duras o amargadas ni las envenenó de rencor. Han tenido vidas tremendas, sorteado adversidades brutales, peleado sin descanso para sacar adelante a sus familias y no por eso han dejado de ser buenas, cálidas, traviesas, coquetas, juguetonas. Yo les digo que son mis chicas cubanas y ellas se ríen y Esther me dice “¡cállate!” y yo me río con ellas y las quiero porque inexplicablemente me siento feliz con ellas, olvido mis problemas, comprendo que son nada comparados con los que esas mujeres alegres y aguerridas han tenido que enfrentar y de los que han sabido salir airosas. Las tres perdieron hijos y me lo cuentan con tristeza pero al mismo tiempo con serenidad, resignadas a las maldades incomprensibles con las que nos golpea el destino. El hijo de Thais se llamaba Héctor y murió de sida a los veinticinco años. Me enseña fotos en blanco y negro de Héctor. Era guapísimo, parecía un actor de cine, vivía como un príncipe en Manhattan en los tiempos de Studio 54. Adoraba a su madre y ella moría de amor por él, aun hoy muere de amor por él, lo recuerda cada día, lo cuida en sus pensamientos y oraciones, cree ver cosas de Héctor en mí. Soy en cierto modo ese hijo que ella perdió y ella es en cierto modo mi madre cubana, una de mis madres cubanas, y así se lo digo siempre que puedo. Esther tenía un hijo muy lindo que se llamaba Jorge. Era un adolescente, tenía apenas catorce años, la edad que tiene ahora mi hija mayor. Me enseña una foto de Jorge, un chico bellísimo, la mirada inocente de un ángel. Un día Jorge y sus amigos fueron a la playa. Jorge se arrojó al mar desde cierta altura, se golpeó la cabeza y murió allí mismo. Esther me lo cuenta sin quebrarse, sin llorar, sin sentir compasión por ella misma, con una fortaleza asombrosa, como si me estuviera contando la vida de otra persona. Estuvo casada casi cincuenta años con Bebo, un cubano del campo, un hombre bueno. Me enseña la foto de Bebo, ya me la había enseñado antes. Bebo murió a poco de que cumplieran las bodas de oro. Vivían en un apartamento cerca de la línea del tren, a Bebo le gustaba el silbido del tren, sentía que estaba en el campo. Esther está orgullosa de sus hijos. Me habla de su hijo Luis. Sus palabras están cargadas de amor. Me cuenta que Luis tiene un compañero, Juan, el español. “A Juan lo quiero como a un hijo”, dice. Cuando dice eso, yo siento que la quiero como si fuera un poco su hijo también y admiro la sabiduría de esa mujer que cree en Dios pero también en la alegría y en el amor, en todas las formas del amor. Delia es más tímida y callada y sólo interviene cuando le hago preguntas. Eso me gusta de ella, que sabe escuchar. Es inteligente, aguda, refinada en sus bromas y observaciones. Como Thais y Esther, perdió a un hijo y me lo cuenta con admirable dignidad. Se llamaba Mario, tenía cuarenta años o poco más cuando murió de sida. Delia lo cuidó y acompañó hasta el final, como la madre ejemplar que es. Me enseña una foto de Mario, un hombre guapo, de traje y corbata, sonriente. Me enseña su tarjeta, con una dirección en Coconut Grove. Me habla de su Mario con una ternura y una devoción que me conmueven. Todo en Delia es suave y delicado, y el modo en que evoca a su hijo lo es también. Mis tres chicas cubanas comen panqueques con dulce de leche y me piden que llame a Martín, mi chico argentino. Saben que está en Buenos Aires y que yo lo quiero mucho. Cuando voy a verlo todos los meses, le mandan cartas y regalos. Saben que Martín perdió a su hermana Candy hace un par de meses y por eso lo quieren más y se preocupan por él. Llamo a Martín. Le digo que estoy con mis chicas cubanas. Martín se ríe, me dice que estoy loco. Le digo que ellas lo quieren saludar. Mientras veo a Thais, a Esther y a Delia hablando con Martín, diciéndole cosas lindas y animándolo a que venga pronto a Miami, pienso que soy más feliz desde que conozco a esas tres mujeres bellas y adorables y pienso también que es así como me gustaría que mi madre me quisiera.

14/12/07

LOS SUEÑOS INCUMPLIDOS

Enrique, el padre de Martín, con quien Martín se lleva mal, siempre se llevó mal, interna a su tía Otilia, una anciana, en una clínica geriátrica en las afueras de Buenos Aires, obtiene de ella un poder para disponer de su patrimonio, vende el departamento de Otilia en Palermo, mete el dinero en efectivo en una mochila y le promete a la anciana que le pagará el geriátrico hasta que se muera. No le dice lo que está pensando: que le conviene que Otilia se muera pronto. Inés, la mujer de Enrique, encuentra la mochila llena de dinero en el cuarto de huéspedes de su departamento de San Isidro, saca unos billetes furtivamente y se compra un mueble moderno. Va a mudarse pronto a un departamento que Martín, su hijo, ha comprado generosamente para ella, a tres cuadras del que ahora ocupa, en el que Inés ha vivido los últimos veinte años. Enrique descubre que faltan unos billetes en la mochila y se lo dice a Inés en tono airado. Ella reconoce que los sacó sin decirle nada y le pide disculpas. Enrique se enfurece, dice que ese dinero no es suyo, es de su tía y está reservado para pagarle el geriátrico hasta que se muera. Inés se ríe y le dice que no es para tanto, que sólo fue una travesura. Inés y Enrique discuten. Inés se queja de que él no la quiere, no la lleva nunca al cine o a pasear. Le pide que se vaya de la casa. Enrique no lo piensa dos veces: se va con la mochila, dando un portazo. Inés piensa que Enrique volverá al día siguiente, que se trata de una pelea más, una de las muchas que han tenido en los treinta y cinco años que llevan casados. Enrique no vuelve. Inés lo llama, le pide que tomen un café, le dice que la casa sin él se siente rara. Se reúnen a media tarde en un café de la calle Chacabuco que se llama Cosquillas. Inés le pide perdón, se emociona, llora discretamente, tratando de que no la vean. Enrique le dice que está harto de ella, que no va a volver, que quiere vivir solo y cumplir sus sueños. Inés queda sorprendida, no esperaba eso de su esposo de toda la vida, siente que ese hombre no es el que ella creía conocer. No entiende a qué se refiere cuando él habla de cumplir sus sueños. Enrique alquila un departamento no muy lejos de su barrio de siempre. Pasa los días en el club de rugby con sus amigos. Se siente libre. Algunos lo miran mal por haber dejado a su mujer en ese momento tan delicado, después de la tragedia que se abatió sobre la familia, pero a él no le importa. Inés lo extraña, se arrepiente de haberlo echado de la casa, se da cuenta de que con él no estaba bien, pero sin él está peor. Se consuela con el afecto de su perra Lulú, que duerme en su cama y le lame los dedos de la mano. Martín lleva a Inés a un siquiatra en Recoleta, el doctor Farinelli, que le receta antidepresivos más potentes. Inés los toma, pero igual está triste y llora. Martín está furioso con su padre, le parece que no debió dejar a su madre de esa manera, tan bruscamente, sólo dos meses después de la tragedia que golpeó a la familia. Quiere que su madre se enamore de un hombre muy rico que le consienta todos sus caprichos. Fumando en el balcón de su departamento, Enrique piensa: Me conviene cambiar a mi tía Otilia a un geriátrico más barato. Me conviene que la vieja se muera cuanto antes. Acariciando a su perra Lulú, Inés piensa: ¿Vendrá Enrique a la comida de Navidad? Si no viene, me voy a morir de la pena. Trotando en la faja estática del gimnasio, Martín piensa: El tarado de mi padre se va a gastar toda la plata de la mochila y va a regresar con el caballo cansado, pero cuando eso ocurra lo voy a echar, porque mamá va a vivir en el departamento que he comprado para ella y ni en pedo dejo que el boludo de papá vuelva a joderle la vida. Echado en un asiento del avión sin poder dormir, Joaquín piensa: Voy a comprar la peluquería de Wally. Joaquín estaba cortándose el pelo un lunes por la tarde en el barrio de San Isidro cuando Wally le contó que estaban vendiendo la peluquería y que él no la podía comprar y por eso tendría que irse pronto a buscar otro local, lo que sería muy malo para su negocio, pues corría el riesgo de perder parte de su clientela. Joaquín se interesó en el negocio, preguntó el precio de la peluquería, consiguió que el vendedor hiciera una rebaja sustancial y entregó un dinero –una “seña”, en lenguaje argentino– para reservar la primera opción de compra. Wally le prometió que le pagaría una renta superior a la que pagaba. Joaquín pensó que sería divertido ser dueño de una peluquería por varias razones: parecía un buen negocio, ayudaría a Wally –a quien consideraba un excelente peluquero- y podría decir que se había retirado de la televisión para dedicarse, junto con Martín, a un asunto más provechoso, el de la peluquería en la calle Martín y Omar (una calle cuyo nombre le encantaba). Joaquín recibe un correo electrónico que dice urgente en mayúsculas y con varios signos de exclamación. Lo ha escrito Eva, una señora que trabaja como empleada doméstica en casa de la abuela de las hijas de Joaquín. Eva le pide un préstamo para comprarse una casa. Es una cantidad considerable, que sorprende a Joaquín: más de lo que cuesta la peluquería de Wally. Eva le dice que no aguanta más a la patrona Diana, que necesita irse de esa casa en la que ha vivido los últimos veinte años casi como esclava de Diana, trabajando duramente a cambio de un salario modestísimo, y que quiere comprarse una casa de tres pisos y ocho habitaciones en el barrio de Salamanca, no muy lejos de la casa de su patrona Diana, de la que quiere irse para no volver más. Eva le promete que le pagará en diez años, alquilando algunas de las habitaciones de la casa. Joaquín no le contesta. Le tiene cariño a esa mujer noble y hacendosa, de firmes convicciones religiosas, pero le parece imprudente prestarle tanto dinero y esperar diez años a que ella, con suerte, si alquila todas las habitaciones de la casa, le pague. De paso por Lima, se ve obligado a decirle a Eva que no le prestará el dinero porque le parece que ella no podrá pagarlo. Eva se siente humillada. Todos los bancos le han dicho que no le prestarán ni un centavo y ahora el joven Joaquín le niega el dinero de su casa de Salamanca con ocho cuartos de los que ella pensaba alquilar seis. Abrazada a su osito negro de peluche, Eva piensa: El joven Joaquín es bien malo, qué le costaba ayudarme, yo en diez años todito le hubiera pagado y tendría mi casa propia y podría traer a mi mamá de Huancayo. Manejando despacio una camioneta a la que ya le suena todo, Joaquín piensa: Tengo miedo de que me secuestren. Contando los días para que Joaquín compre la peluquería, Wally piensa: Cuando venga Joaquín, ¿le cobraré doce pesos por corte o no debería cobrarle nada porque ahora es el dueño? Maquillándose levemente antes de ir a un concierto de su amiga Sol, Martín piensa: Si Joaquín me quiere, pasará la Navidad conmigo en Punta del Este, como me prometió. Comiendo empanadas frente al televisor, Inés piensa: Enrique no me quiso nunca, si me quisiera no me hubiera dejado llorando en el café Cosquillas. Fumando en el bar del club, Enrique piensa: Pude haber sido un buen jugador de rugby, el matrimonio me jodió la vida. En el baño del avión, Joaquín piensa: Quiero pasar la Navidad con mi chico en Punta del Este.

3/12/07

LA PERRA CHINA

Nunca me gustaron los perros. Nunca imaginé que caminaría por esta casa con un perro blanco siguiéndome a cada paso y echándose a mi lado cuando me siento a escribir, a leer el periódico o a ver televisión. Nunca pensé que terminaría compartiendo las pechugas de pollo a la plancha que me sirven a la hora del almuerzo con ese perro que espera que le arroje pequeños pedazos furtivamente, sin que me vean mis hijas o las empleadas, que me tienen prohibido darle de comer nada que no sea su comida balanceada. Ese perro blanco que se pasea por esta casa como si fuera suya, subiéndose a las camas y los sofás y lloriqueando si lo dejamos solo, fue comprado hace tres meses a un precio en dólares que me pareció desmesurado y abusivo, teniendo en cuenta que quien lo vendió es mi primo hermano (pero ya se sabe que el espíritu de lucro quiebra con facilidad las lealtades familiares), y fue llamado Bombón por mi hija menor, la responsable de que ese inquieto animal llegase a la casa, a pesar de que su madre, su hermana y yo nos oponíamos de un modo enfático, alegando que ya teníamos cuatro perros en el jardín y no queríamos vivir con un perro caprichoso y chillón dentro de la casa. Mi hija, que siente un amor por los animales que sin duda no proviene de mis genes, sólo tuvo que llorar un poco para acallar las discusiones, imponer su voluntad y obligarnos a comprar un perro de la raza, el color y el sexo que había elegido: Bichon Frisé, blanco, macho. Si bien es formalmente de ella, yo siento que ese perro me quiere más a mí, aunque no ignoro que su amor es interesado y tiene precio: lo he comprado a escondidas, cada vez que le dejo caer un pedazo de pollo, de jamón, de lomo, de queso. Cuando llego a la casa de algún viaje, el perro hace unos mohines escandalosos, ladra con una histeria calculada, me lame los dedos de las manos y mordisquea mi pantalón hasta que consigue lo que se propuso: abro la refrigeradora y, sin que me vean las niñas, que creen que lo quiero matar con una salchicha barata de la bodega (como intoxiqué y estuve a punto de matar al caniche de un cantante famoso), le doy un poco de buena comida, lonjas de jamón o pollo, no esa horrible comida balanceada que lo obligan a tragar para que sus deposiciones sean bien sólidas y no apesten. No podría decir que el cariño que ese animal siente o finge sentir por mí (todos exageramos a menudo nuestros afectos para poder comer bien) me resulte incómodo en modo alguno. Me hace gracia que me siga a todas partes, incluso al baño; que llore cuando no lo subo al sofá, como si se sintiera disminuido o incluso humillado por estar en la alfombra; que cuando lo miro fijamente, sin hablarle, me sostenga la mirada, como si tratara de decirme que en realidad soy tan vago como él aunque un poco más idiota; y que me muerda el pantalón para llevarme de regreso a la refrigeradora, donde sabe que se esconde la felicidad, esa felicidad que le resulta esquiva cuando estoy de viaje. Afuera, en el jardín, sólo quedan tres perros chow chow, dos marrones, uno negro, perros chinos, perros leones, porque Simba, la más vieja, la primera chow chow que llegó a esta casa como un regalo para nuestra hija mayor, hace ya catorce años, ha muerto hoy en la mesa de operaciones de una veterinaria (curiosamente también de origen chino), que trató de que Simba se recuperase de un accidente que ocurrió hace pocos días y acabó por costarle la vida. Antes del accidente, sabíamos que a Simba le quedaba poca vida y por eso la cuidábamos especialmente. Según mis hijas, que saben mucho de estas cosas o se las inventan, los chow chow suelen vivir entre diez y doce años y ella tenía ya más de catorce, caminaba a duras penas y parecía sorda y ciega, pues no respondía cuando la llamábamos y los pedazos de salchicha le rebotaban en el hocico cuando yo se los arrojaba y luego no podía encontrarlos en el piso y los otros perros se los comían antes de que ella pudiera olfatearlos a tiempo. Esa tarde, un sábado, Simba dormía a la sombra de la camioneta azul, Sofía encendió la camioneta, Simba al parecer no escuchó el motor o no pudo reaccionar a tiempo o no vio nada, Sofía retrocedió y Simba lanzó un alarido desgarrador cuando la llanta posterior hizo crujir su cadera. No pudo levantarse más. No volvió a caminar. Quedó tendida en un charco de orín, gimiendo de dolor. Una semana después, murió de un infarto, anestesiada, en la mesa de operaciones. Yo no quería que la operasen y así se lo dije a la veterinaria, a mis hijas y a Sofía. Yo sugería que la pusieran a dormir. -No es justo que sufra tanto -dije, cuando la veterinaria nos comunicó que debía hacerle tres operaciones para que, con suerte, volviera a caminar. -El que está sufriendo eres tú, porque no quieres pagar la operación -me dijo mi hija menor. La operación a la cadera costaba quinientos dólares. Luego, si sobrevivía, la operarían en la columna, por otros quinientos, y en no sé qué huesos desviados o dañados, por trescientos más. -Me parece una locura gastarnos tanta plata en operar a una perra vieja, ciega y sorda, que igual se va a morir pronto -dije. La veterinaria me lanzó una mirada de fuego, no sé si por amor a la perra o porque quería ganarse la plata. Mi hija menor dijo: -La vamos a operar. -Se va a morir en la operación -dije. Luego le pregunté a la veterinaria: -Si se muere, ¿nos va a cobrar por la operación? La mujer, en su uniforme verde, no lo dudó: -Sí, señor. Enseguida añadió en tono compasivo: -Pero si la perra fallece, se le hace un descuento. -¿De cuánto? -pregunté, soportando las miradas hostiles de mis hijas. -De un cincuenta por ciento -dijo ella. -Entonces haga todo lo posible para que se muera -dije, pero la mujer no se rió y me miró con un aire de desdén o superioridad moral que me obligó a retirarme. Esta tarde, mientras trataba de escribir con el perro Bombón dormitando a mis pies, sonó el teléfono. La veterinaria nos había dicho que la operación duraría unas cuatro horas y que nos llamaría apenas concluyese. Era temprano para que llamase. Era ella, sin embargo. Sofía se puso al teléfono. La mujer le dijo: -Señora, lamento informarle que la perra ha fallecido. Sofía le agradeció, colgó y me dio la noticia. Mentiría si dijera que fue una mala noticia. Le pedí que me dijera las palabras exactas que le había dicho la veterinaria. Repitió: -La perra ha fallecido. Me reí. Supongo que soy una mala persona porque no me apenó que hubiese muerto. Sólo pensé que la operación me costaría la mitad y que ya no escucharíamos más sus gemidos. Sofía sonrió conmigo, aliviada. Supongo que es una mala persona. Supongo que por eso me enamoré de ella. Ahora mis hijas duermen sin saber que la perra está muerta. Sofía y yo hemos pensado que la enterraremos en el jardín, allí donde ella se comía a las palomas que atrapaba. Cuando yo muera, quiero que me entierren en ese jardín, con Bombón a mis pies, y que la veterinaria pronuncie el discurso fúnebre.