26/2/08

LA MUJER QUE ESPERA

En agosto de 1961, mi madre y mi padre se casaron ante un cura español en la iglesia Virgen del Pilar, en San Isidro. Pasaron su luna de miel en la hacienda de mi abuelo materno, al norte de Lima.
Mi padre cojeaba desde niño. Había enfermado de osteomelitis, una infección en los huesos, cuando tenía cinco años. Tenía que usar un zapato más alto que el otro. Sus padres lo llevaron a un colegio internado en Londres, pero no se acostumbró y regresó a Lima.
Como regalo de boda, mi abuelo paterno les regaló un departamento en la calle Pezet, con vista al campo de golf de San Isidro.
Pocos meses después, mi madre quedó embarazada por primera vez. En setiembre de 1962, tuvo una hija. La llamó Doris, como ella. (Mi madre no sabe por qué sus padres la llamaron Doris Mary, un nombre infrecuente en Lima y tal vez en cualquier lugar. Le pregunto si fue por la actriz Doris Day. Me dice que no, pues ella nació en 1940 y Doris Day se hizo famosa en los cincuentas. Me dice que alguna vez sus padres le dijeron por qué la llamaron así, pero ya lo olvidó).
Pocos meses después, quedó embarazada. En diciembre de 1963, tuvo a su segunda hija. La llamó Carol porque la hija de su vecina Alice se llamaba Caroline. Estuvo a punto de llamarla Alice y no Carol.
Pocos meses después, quedó embarazada. En febrero de 1965, nací yo. Me llamaron Jaime, como mi padre y mi abuelo paterno. (En ciertas reuniones familiares, mi lugar en la mesa estaba señalado por una tarjeta que decía Jaime III).
Pocos meses después, quedó embarazada. En enero de 1967, nació un bebé que murió en la incubadora por problemas respiratorios. Lo llamaron Jaime Emmanuel. A la mañana siguiente mi padre me llevó al colegio. Con sorpresa noté que una lágrima caía debajo de sus anteojos oscuros.
Un año y pocos meses después, mi madre quedó embarazada. En noviembre de 1969, tuvo un hijo. Lo llamó Arturo porque mi padre decía que era “un nombre viril”.
Como ya no cabíamos en el departamento de San Isidro, mi abuelo paterno les regaló una casa muy grande, de ocho mil metros cuadrados, en Los Cóndores, en las afueras de Lima.
Muy pocos meses después, mi madre quedó embarazada. En diciembre de 1970, tuvo un hijo. Lo llamó Oscar. “Me parecía un nombre muy internacional”, dice.
Muy pocos meses después, volvió a quedar embarazada. (Mi padre estaba sin trabajo). En diciembre de 1971, tuvo otro hijo. Lo llamó José. No sabe por qué eligió ese nombre ni los siguientes. “Sólo quería nombres en español, no en inglés”, dice.
(Alarmado, mi abuelo materno le dijo a mi madre: “Si sigues quedando embarazada todos los años, no vas a tener zapatos para todos tus hijos”).
Meses después, quedó embarazada. En abril de 1973, tuvo otro hijo. Lo llamó Miguel.
Meses después, quedó embarazada. En diciembre de 1974, tuvo un hijo. Lo llamó Felipe.
Meses después, quedó embarazada. Al tercer mes, perdió al bebé. No supo si era hombre o mujer.
Meses después, quedó embarazada. En mayo de 1977, tuvo un hijo más. Lo llamó Javier.
Un año y meses después, quedó embarazada. En diciembre de 1979, tuvo un último hijo. Lo llamó Andrés.
Entonces, por consejo de su siquiatra, el doctor Silva, y de sus asesores espirituales del Opus Dei, decidió que no seguiría durmiendo con mi padre y se fue a dormir sola al cuarto que había sido mío, al fondo de la casa. (Yo me había ido a vivir a casa de mis abuelos maternos cuando tenía quince años). “Lo mejor de ese cuarto es que olía a tierra húmeda en las mañanas”, dice.
Entre agosto de 1961, en que se casó, y diciembre de 1979, en que nació su último hijo, mi madre tuvo doce embarazos y diez hijos que sobrevivieron hasta hoy.
Entre agosto de 1961 y diciembre de 1979, transcurrieron 220 meses. Mi madre estuvo embarazada 102 de esos 220 meses.
Entre agosto de 1961 y diciembre de 1979, mi madre estuvo embarazada el 46 por ciento del tiempo.
Mi madre nació a principios de abril de 1940. Pronto cumplirá 68 años. Ha vivido unos 814 meses hasta el día de hoy. De esos 814 meses ha estado 102 meses embarazada. Es decir que ha estado embarazada el 12.5 por ciento de toda su vida. Si consideramos que su vida adulta comenzó a los 18 años, ha estado embarazada el 17 por ciento de su vida.
Le pregunto a mi madre si recibía sus embarazos con alegría o preocupación. Me dice que se alegraba pero que al comienzo no se lo decía a mi padre, que trataba de ocultarlo todo lo que podía. Le pregunto por qué ocultaba los primeros meses de sus embarazos. Me dice que tal vez por pudor o por temor a que mi padre lo tomase mal.
Le pregunto si nunca pensó en cuidarse para no quedar embarazada. Me dice que no se le ocurrían esas cosas, que le parecía normal quedar embarazada una y otra vez.
Le pregunto si alguien le sugirió que se cuidase, que dejase de tener tantos hijos. Me dice que nadie le dijo nada, ni sus padres ni sus amigas ni nadie, y que además ella no veía a nadie porque “vivíamos en una casa en la punta del cerro que era tan grande que no tenías vecinos”.
Le pregunto si mi padre se alegraba cuando ella le decía que iban a tener un hijo más o si la noticia lo abrumaba. Me dice que se alegraba con los hijos que llegaban casi todos los años, pero no sé si creerle.
Le pregunto si tenía antojos durante los embarazos. Me dice que su principal antojo eran los chocolates, pero sólo al final del embarazo, no al comienzo, porque en los primeros meses tenía náuseas. Y que también le daba antojo oler la tierra y a veces masticarla. (Ella dice ahora que sólo la olía, no la masticaba, pero hace unos años me contó que a veces necesitaba desesperadamente masticarla, no pasarla, sólo masticarla y luego escupirla).
Le pregunto cuál de sus hijos estuvo más cerca de morir. Me dice que Miguel. Cuando tenía cinco años, cayó desde las gradas hasta la arena de la plaza de toros. Sobrevivió de milagro. Cuando era un muchacho, tuvo en accidente en un auto deportivo. Sobrevivió nuevamente.
Le pregunto si mi padre alguna vez intentó cuidarse para no tener tantos hijos. Me dice que no se acuerda, pero que en aquella época no se conocían esas cosas que ahora usan los jóvenes para no tener hijos. “Yo a tu papá lo quise muchísimo”, dice. “Ahora que no está, me doy cuenta de cuánto lo quise”.
Hace pocos días, mi madre vino a verme por mi cumpleaños a una playa a cien kilómetros al sur de Lima. Almorzamos juntos. Me regaló un disco con fotos de cuando yo era niño. Le hice muchas preguntas. No se acordaba de nada o casi nada, pero parecía una mujer serena y feliz. “Tengo la familia más linda del mundo”, me dijo, de espaldas al mar.
Esa noche, inquieto por la furia de las olas, me quedé pensando que la historia de mi madre, la mujer que esperaba y esperaba y no se cansaba de esperar, tal vez podría considerarse un pequeño milagro y que a veces las mejoras cosas que te pasan son precisamente aquellas que no planeas, como esos diez embarazos imprudentes, de los que muchos en su familia se alarmaban con razón, y que ahora, tantos años después, la llenan de amor, todo el amor que ella merece.

18/2/08

MI CHICO MALO

Un sábado tranquilo en Miami escribo una columna recordando con cariño a Sofía, la madre de mis hijas, y diciendo que siempre la voy a querer y que cuando ella cumpla cuarenta años en abril la llevaré a París.
No le mando la columna a Martín porque sé que no le va a gustar. Martín y Sofía no se conocen ni se quieren conocer. Martín me pide que le mande la columna. No se la mando. Me hago el tonto.
Tampoco le mando la columna a Sofía. Prefiero que la lea el lunes en el periódico.
Cuando despierto el lunes, encuentro dos correos electrónicos.
El de Sofía dice: “Me has hecho llorar como una niña”.
El de Martín dice: “¿Pensabas que si no me mandabas la columna iba a ser tan tonto de no leerla? Claro, si me consideras un revolcón y a Sofía, el amor de tu vida, seguramente no esperabas que tuviera un par de neuronas para entrar a internet y leer esa mierda que escribiste. Tan tonto no soy. La tonta es Sofía, que desperdició su vida con vos. Yo por suerte todavía no cumplí treinta. Dentro de unos años sólo serás un mal recuerdo. Adiós”.
Regreso a la cama y sigo durmiendo. Desde que uso los inhaladores, duermo mejor.
Al despertar, le escribo a Martín. Le digo que escribí esa columna sin ninguna mala intención hacia él. Le digo que lo hice por cariño a Sofía, no porque lo quiera menos a él. Le digo que él no es un revolcón para mí, que lo amo hace años y que nunca amé a nadie como lo amo a él. Le explico que escribí que el amor está en las pequeñas cosas y no en los revolcones como una manera de decir que a Sofía la sigo queriendo a pesar de que ya no nos acostamos. Le pido perdón por lastimarlo. Le digo que lo extraño y que venga pronto a Miami y que comprenda que siempre voy a querer a Sofía pero es otro tipo de amor, un tipo de amor que no lo amenaza.
Martín me escribe: “Yo no te amo y no te extraño. Estoy harto de vos”.
Al día siguiente le escribo preguntándole si puedo llamarlo. Me responde: “Es mejor que no me llames”.
Llamo a Sofía y hablamos de las niñas pero no me dice nada de la columna.
Le escribo a Martín diciéndole que escribiré una columna sobre él. Me responde: “No escribas nada. Ya es tarde. Siempre piensas primero en Sofía. Esta vez me ha dolido mucho y no lo voy a dejar pasar”.
Cada día que pasa sin oír su voz es un día triste y vacío. Ya me acostumbré a llamarlo todos los días y preguntarle si durmió bien, si fue al gimnasio, dónde almorzó, qué comió, si vio a su mamá y a su sobrina, cómo está quedando el departamento de su mamá, qué pasó con el vecino que le dejó una nota a su mamá diciéndole “calla a ese perro de mierda o te voy a denunciar”, por qué su mamá le dejó una nota diciéndole “da la cara, gordo cagón”, por qué su mamá no regala la perra a alguien que tenga una casa.
Los días pasan en silencio, sin saber de él. No debo llamarlo. Me lo ha dicho: “Estoy harto de vos. Ya no te amo”.
Yo todavía lo amo, creo que siempre lo amaré. No me resigno a imaginar mi vida sin él.
Alguna gente dice que el amor no se puede explicar. Yo puedo entender por qué amo a Martín. Creo que hay un buen número de razones para amarlo.
Es el mejor amante que he tenido, el que más placer me ha dado.
Es el cuerpo que más he deseado, el que mejor se ha enredado con el mío.
Es un hombre de pocas palabras. Detesta a las personas que hablan mucho.
En el acto del amor dice palabras sucias, brutales, que uno no sospecharía de él.
Amo verlo bailar. Es un espectáculo que me provoca inmenso placer.
Le gusta dormir solo. No puede dormir a mi lado.
Le gusta ir al cine solo y en función de matiné.
No le interesa la política. No habla de política.
Odia viajar en avión. Prefiere quedarse en casa.
Detesta a los niños ruidosos, incluyendo a los niños ruidosos de su familia.
No tiene barriga. No tiene rollos. No tiene panza. No tiene grasa. Es flaco y duro.
Mide diez centímetros más que yo. Es realmente alto.
Es un gran jugador de fútbol. Juega mucho mejor que yo. Es rapidísimo. Tira la pelota hacia delante y no lo alcanza nadie. Corre como una gacela.
Amo verlo jugar fútbol, casi tanto como verlo bailar.
Sus mejores amigos son heterosexuales.
Duerme con medias.
Me encanta el olor de su ropa después de dormir.
Le gusta Miami pero no tanto como Madrid y nunca tanto como Buenos Aires, su ciudad.
Ama a su madre. No puede vivir lejos de ella. Vivían a sólo cuatro cuadras. Le compró un departamento para vivir a una cuadra. Se ven todos los días. Se adoran. Se cuidan. Se pelean. Se dicen todo. No hay secretos. Yo también amo a su madre. Creo que ella me quiere o que ya se resignó a mí.
Se echa en el piso a escuchar música mirando el techo.
Se echa en el piso a escuchar un programa de radio de una locutora vulgar y divertida.
Se molesta cuando lo toco caminando por la calle.
Puede ser muy bueno como puede ser muy malo y esos cambios son impredecibles. Puede ser muy atractivo cuando es muy malo.
No es religioso pero tiene estampitas religiosas y a veces reza sin ninguna convicción.
No le gusta mirar fútbol, sólo le gusta jugarlo. No ve fútbol en televisión. Cuando juega la selección de su país, quiere que pierda para que los adictos al fútbol sufran.
Es la persona más obsesivamente limpia que he conocido.
A pesar de que tiene cuerpo de modelo, le gusta leer, siempre está leyendo algo.
Se ríe de mí. Dice que tengo mal gusto. Dice que soy “un aparato”. Casi todo el mundo le parece “un aparato”. Lo amo cuando me dice: “Sos un aparato”.
Es intenso, paranoico, inseguro, autodestructivo. Sus hermanos le dicen que está loco. No está loco, pero a veces puede parecerlo. Y cuando lo parece, lo amo más.
No le importa que yo tenga trece años más que él, nunca le importó. Cuando le preguntan si es mi hijo, dice que sí.
Escribe con placa dental para no morderse la lengua. Si no se pone la placa dental, es capaz de morderse hasta hacerse daño.
No tiene ningún interés en conocer a toda mi familia. No tiene ningún interés en volver a Lima.
Adora a mis hijas, les compra regalos, las acompaña a comprar ropa de tienda en tienda, las espera pacientemente mientras ellas se prueban de todo, les carga las bolsas, nunca se cansa, nunca se queja, me deja sentado en un café con diarios y revistas y se va con ellas, ningún otro chico en el mundo haría eso por mí.
Lo amo por todas esas razones y por una más: Porque siempre soñé con un chico malo como él y pensé que ya era demasiado viejo para encontrarlo y de pronto apareció y me permitió conocer esa forma de amor que mi educación y mi familia me prohibían pero que mi corazón me urgía a probar.
Y lo amo por una razón más: Porque a veces me dice Jaimín.

11/2/08

LAS PEQUEÑAS COSAS

No sé qué me haría sin ella. Todo sería infinitamente más triste y difícil sin ella.
Cuando estoy lejos, como ahora, me doy cuenta de cuánto la quiero y cuánto alegra mis días cuando me sonríe y me abraza y me lleva a pasear con sus vestidos de verano que se le andan volando y ella tiene que sujetar, pudorosa.
En algún tiempo lejano dudé de mi amor por ella, le dije que no podíamos estar juntos, que yo había nacido para estar solo. Ella me dejó ir, me dejó vivir todas las aventuras que yo necesitaba vivir.
No es que quiera volver a casarme con ella. No es que quiera dormir con ella. No es que quiera amarla con la pasión con que nos amamos cuando éramos jóvenes, una pasión que se extinguió con los años, como tenía que extinguirse. Es que la necesito para estar bien. Necesito ver su cara. Necesito verla sonreír. Necesito saber que está contenta, tranquila, ilusionada, segura de que mi amor por ella no se fue, no se irá, seguirá hasta el final. La quiero como si fuera mi hija o mi mejor amiga o mi hermana, la quiero como si fuera lo que en realidad es, la mujer que más he amado sin saber que la amaba.
Ella sabe que no soy el hombre del que debió enamorarse. Ella sabe que se equivocó conmigo, que no debió dejar a su novio por mí. No es tonta y lo sabe. Pero como no es tonta tampoco piensa estas cosas y acepta que el azar entreveró nuestras vidas de un modo que ya es definitivo y por eso sabe que a estas alturas lo mejor es aceptarnos como somos y aprender a querernos a pesar de nuestras miserias, esas pequeñas miserias que uno sabe que no van a cambiar, que son parte de ti.
La verdad es que me casé con ella muerto de miedo. Ella sonreía y trataba de calmarme. Después de tantos años, ahora pienso que fue una gran cosa casarnos y una gran tontería divorciarnos. Hubiera sido lindo seguir casados hasta el final, viviendo cada uno donde le dé la gana, como vivimos ahora, y viéndonos cuando realmente nos provoca, como nos vemos ahora, y durmiendo con quien cada uno tenga que dormir, porque sólo se vive una vez y la libertad no se negocia, pero aceptando que nuestro amor estaba escrito y debió quedar escrito y no ser borrado. Da igual, esos papeles y esas firmas no valen nada. Lo que cuenta es cómo ella me abraza, cómo me mira, cómo me habla por teléfono, como me dice todavía esas palabras suaves y dulces que me decía cuando empezamos a querernos.
Hubiera sido tan fácil que ella eligiese odiarme. Mucha gente pensó que yo la había humillado, que la había sometido a unos escándalos bochornosos, que no debía hablarme más. Un periódico de Lima, el más tradicional e influyente de la ciudad, publicaba cartas de lectores indignados que, en nombre del honor y las buenas costumbres, le pedían que cambiase el apellido de nuestras hijas. Muchos en su familia le rogaban que me olvidase, que me borrase por completo de su vida, que se fuera a vivir lejos de mí. Ella no les hizo caso. Ella me entendía, sabía que yo tenía que hacer todas esas cosas y que nada de eso ponía en entredicho nuestro amor, ese pacto secreto de querernos libremente hasta el final, honrando a las hijas que ella me dio contra la opinión de medio mundo, esas personas que le decían que mejor abortase, que no le convenía quedar atada a mí, que yo iba a ser el peor padre del mundo, un padre malo, egoísta, degenerado, un padre ausente. Ella siguió creyendo en mí y comprendió y perdonó todo lo que tuvo que comprender y perdonar, que no fue poco, y creo que al hacerlo se hizo más fuerte y más sabia y en cierto modo también encontró unas formas más serenas de felicidad que quizá le hubieran sido negadas si hubiese elegido el camino de la dureza y el rencor, si hubiese decidido ser mi enemiga, como muchos le aconsejaban.
Pero ella eligió ser mi amiga. Si no podíamos ser los esposos felices, la pareja convencional, quizá podíamos tratar de ser amigos, respetando que cada uno tuviese unos amantes de los que era mejor no hablar para no lastimarnos más de lo que ya era inevitable. Y fue así como, en lugar de alejarnos, nos fuimos conociendo y queriendo más. La libertad que nos dimos resignados, pensando que era una derrota, terminó siendo un estímulo formidable para el amor, una victoria compartida, un discreto triunfo moral que nos hermanó.
El amor está en las pequeñas cosas, no en los revolcones que uno se da en la cama. Ella me demuestra su amor todos los días, en las pequeñas cosas.
Si mis calzoncillos están viejos, ella me compra los que ya sabe que me gustan.
Si necesito un terno nuevo, ella me consigue el más lindo.
Si el chofer choca mi camioneta, ella no me dice nada para evitarme un disgusto y paga la reparación.
Si me siento mal y no paro de toser, ella me consigue citas con los mejores médicos y me lleva y me espera y me aconseja y me compra los inhaladores para que pueda respirar mejor.
Si estoy por llegar a la ciudad, ella ordena que compren las granadillas y las uvas y los plátanos y los jugos de mandarina que sabe que me hacen feliz.
Si es domingo, me espera en su casa con la carne a la parrilla y unos postres exquisitos que ella misma ha preparado.
Si alguien dice algo bueno de mí, me lo cuenta. Si alguien dice algo malo de mí, no me lo cuenta.
Si mi madre se queja de que no voy a verla, ella le lleva flores y regalos y la engríe y si es necesario la acompaña incluso a la iglesia y rezan por mí, aunque ella sabe que esos rezos son inútiles y que no voy a cambiar como mi madre quisiera.
Si le digo para viajar, siempre está lista. Si le digo que mejor no viajamos porque estoy harto de tantos aviones, no se molesta, entiende.
Si es Navidad, compra regalos para todos, vuelve a ser una niña, goza de un modo que me da envidia.
Si hay un cumpleaños, compra los sánguches y los dulces más ricos, se ocupa de que todo salga perfecto.
Si necesito cambiar de hotel, me hace las reservas, me consigue las mejores tarifas.
Si necesito un departamento, visita diez o quince y elige el mejor para mí, sabiendo que ella no dormirá allí conmigo.
Si estoy por salir a la televisión y me doy cuenta de que mis zapatos están sucios y viejos, ella viene corriendo con unos zapatos nuevos que yo no sabía que tenía, ella siempre me da esas sorpresas magníficas.
Si le pregunto qué quiere hacer en abril cuando cumpla cuarenta años, me dice que quiere ir a París con las niñas y conmigo. Y yo le digo que iremos a París y ella será mi traductora y caminaremos las mismas calles que caminamos hace tantos años, cuando fuimos de luna de miel, ella embarazada de nuestra hija mayor, y la besaré en la mejilla y le diré al oído, sin que las niñas se den cuenta, lo que entonces sentía borrosamente y ahora sé que es verdad y lo será siempre para mí:
-Eres la chica más linda del mundo.

4/2/08

EL AMOR SIN NOMBRE

La periodista colombiana que me sedujo en un hotel del malecón de Santo Domingo y me aseguró que algún día yo sería presidente de mi país y ella, la primera dama.
El botones peruano del hotel Plaza de Manhattan que apareció uniformado en mi habitación con las frutas de cortesía y, para mi sorpresa, me ofreció otras cortesías que no pude rechazar.
El camarero francés de Lincoln Road al que pasé a buscar a las once de la noche apenas cerró su restaurante y llevé a un hotel decadente de la avenida Collins, en el que chilló extrañamente como una gata en celo.
La loca alcohólica con aires de millonaria estropeada que vino a verme en un teatro en Bogotá y terminó conmigo y su mejor amiga en la suite con chimenea de Casa Medina.
La insaciable estudiante pelirroja que estaba haciendo una tesis sobre alguno de mis libros y me usó como material de investigación en el hotel Intercontinental de Santiago, mientras yo trataba de investigar por qué ella gritaba tanto.
El modelo español que vivía en el Decoplage de South Beach y sólo me buscaba para sacarme plata y comprar más drogas que luego me invitaba y yo rechazaba con orgullo.
El modelo argentino que vivía en un piso muy alto de South Point, con vista a Fisher Island y a los cruceros que salían del puerto de Miami, y que había estudiado educación física y soñaba con ser un actor famoso y terminó siendo un actor famoso de telenovelas en México.
El modelo uruguayo que había sido Mister Universo y secretamente deseaba ser Miss Universo y no salía a la calle sin maquillarse y echarse laca en el pelo.
La estudiante de medicina de Portland, Oregon, que conocí en un vuelo entre Miami y Madrid y perdió el tren a Barcelona y vino a verme llorando a la suite del Wellington y a la que le dije “no te preocupes, sólo vamos a dormir”, sabiendo que mentía, que no íbamos a dormir nada.
La estudiante de literatura de la universidad Católica de Santiago que me decía “Gabrielito” por el personaje de mi novela La noche es virgen y que curiosamente resultó siendo virgen y no me dejó ver la final del mundial de fútbol (Brasil-Alemania) porque quería perder la virginidad.
El turista brasilero que se me acercó en la playa de Miami para decirme, sin disimular su magnífica erección, que quería bañarse en el mar conmigo.
El argentino rubio y delgado que conocí en la tienda de ropa Antique Denim de Palermo, la tienda más gay de Buenos Aires, y que odiaba mi corte de pelo y mis entrevistas de televisión y la ropa vieja y agujereada que me ponía todos los días y que me decía que algún día sería un diseñador famoso.
La chica distraída que decía que era mi hada protectora y me esperaba, pasada la medianoche, afuera del canal de televisión en Lima, y que vivía sin plata, ayudando a los niños con retraso mental y tratando de olvidar que su madre se quería suicidar cada cierto tiempo.
El joven banquero francés, recientemente casado, impecablemente peinado, que se sentó a mi lado en el avión, me dio su tarjeta y me dijo en perfecto español que nunca había estado en la cama con un hombre pero que, después de leer mis novelas, sentía una curiosidad creciente por vivir esa aventura, a escondidas por supuesto de su esposa.
La estudiante californiana que asistió a mis clases en Georgetown y siguió siendo mi amiga cuando ya no era mi alumna y se mudó a Nueva York para trabajar como fotógrafa y se enamoró de un banquero muy guapo del que me mandaba fotos en traje de baño.
La chilena misteriosa de apellido aristocrático que se fue a vivir a Los Angeles.
La preciosa actriz lesbiana que conocí en un café de la avenida Wisconsin, en Georgetown, en mi semestre de profesor.
El taciturno residente de Virginia que manejaba un BMW negro y me alquiló el primer departamento que tuve en Georgetown, hace más de quince años.
El profesor de gimnasia del hotel Plaza de Buenos Aires, tan solícito para mostrarme el sauna y alcanzarme las toallas al salir de la ducha.
La periodista de un canal cultural de Buenos Aires que me llevó una tarde de invierno a un restaurante a orillas del río, en San Isidro, y, leyendo un papel que no había escrito, me preguntó cosas que no nos interesaban, porque lo que a mí me interesaba saber era por qué le había puesto el nombre de un futbolista famoso (Bochini) a su perro.
La argentina que conocí en Amsterdam en un café de marihuana, que me dijo que era sobrina de uno de los hombres más ricos de su país y era una experta catadora de hierbas jamaiquinas y colombianas.
El estudiante de la universidad de Georgetown que se vestía como Dylan y fumaba como Dylan y quería cantar como Dylan pero que en la cama no podía ser como Dylan, lo que lo hacía llorar.
La joven madrileña que tenía un novio colombiano y había perdido a su madre recientemente y escribía cuentos muy tristes y que me pedía que nos sentásemos en la última fila de los cines vacíos de su barrio, en función de matiné.
El bombero voluntario de Chicago, de paso por Washington, que conocía las montañas del Perú mejor que yo y que hablaba un español rudimentario y conmovedor cuando hacía el amor.
La mujer muy tatuada y algo casada, muy joven, con aire lunático, que me pidió que le firmase un libro en la feria de Montreal y que más tarde me tocó la puerta de mi habitación y se quitó la ropa apenas le abrí, sin decirme nada, quizá porque tenía la calefacción encendida y hacía calor.
El tejano con sombrero que se alojó en el hotel Park Plaza de Miraflores y era idéntico a mí, lo que había descubierto viéndome en la televisión, de paso por Lima, y me dejó en la recepción del hotel un sobre con su foto para demostrármelo, y al que, sin dudarlo, llamé a Houston y fui a ver, en un acto obsceno de narcisismo mutuo.
El tripulante aéreo de nariz protuberante que me contaba los chistes más divertidos y quería ser un humorista famoso y se sabía los secretos de medio mundo y se sentaba a mi lado en los vuelos a Miami sin importarle que sus superiores le dijesen que eso estaba prohibido.
La agente inmobiliaria de Key Biscayne que me enseñó una casa frente al mar, se echó en la cama de la habitación principal y me miró como no imaginé nunca que esa bella mujer casada me podía mirar.
La agente inmobiliaria sueca de Key Biscayne, madre de tres hijos, recientemente divorciada, que me enseñó una vieja casa Mackle y me llevó luego al bar del Sonesta a tomar unas copas y rompió a llorar, recordando la traición de su ex marido, y me pidió que la abrazara.
A todas esas personas les dije que las amaba, y ahora no recuerdo sus nombres.