1/5/08

EL PÁJARO CANTA HASTA MORIR

De pronto, una tarde de abril, llega un pájaro que hace su nido en un árbol frente a mi casa y no se cansa de cantar día y noche.

Al comienzo es divertido y hasta inspirador, pero luego empieza a fastidiar porque no para de trinar en distintos registros más o menos agudos y cuando uno quiere dormir o escribir y el pájaro sigue proclamando su felicidad ya termina por ser irritante.

Lo raro es que canta a toda hora y por lo visto no duerme. Pensaba que los pájaros cantaban a unas ciertas horas, al amanecer por ejemplo, pero este es un pájaro extraño que canta por la mañana, por la tarde, por la noche, a toda hora.

No es que haga un ruido escandaloso, es sólo un pájaro trinando, pero es un ruido persistente, que no cesa, un ruido que acaba por molestar porque uno supone que canta de ese modo tan estridente porque está feliz. Lo que más irrita entonces no es su infatigable vocación cantarina sino la certeza de que ese advenedizo es mucho más feliz que uno o es todo lo feliz que uno nunca será y además nos lo recuerda cada diez segundos.

Por eso salgo una noche a las cuatro de la mañana, harto de sus impredecibles exploraciones musicales, que son distintas una de la otra, como si estuviera buscando un modo de expresar su alegría que siempre resulta insuficiente o imperfecto y justifica por ello un gorjeo o cántico más, me acerco al árbol, lo veo trinando con un júbilo que ofende y decido que debe morir.

Han sido muchos días soportando sus gorgoritos odiosos, toda una semana oyéndolo proclamar lo estupendamente bien que se la está pasando allí arriba de ese árbol y de ese cable vecino de alta tensión: por su culpa no puedo dormir la siesta, no consigo escribir más de tres líneas, despierto de madrugada torturado por sus recitales, me encuentro fatigado, de pésimo humor.

El pájaro feliz debe morir. No me gusta matar a nadie, pero en este caso es un acto de legítima defensa. Debo elegir entre su felicidad que no tiene límites y mi derecho a vivir en paz o al menos en silencio.

Busco unas piedras y las arrojo con todas las fuerzas de las que soy capaz. No consigo darle. El pájaro se asusta y vuela hasta una palmera media cuadra más allá. Por un momento se calla por fin. Regreso a la casa pensando que no molestará más.

Vana ilusión. No pasan más de diez minutos y de nuevo está en el árbol frente a mi casa, anunciándonos a los vecinos de la calle que es allí donde ha decidido instalarse, residir, fundar familia, dar conciertos gratuitos y expandir su felicidad con curiosos quiebres vocales.

Recuerdo entonces la sabiduría de mi padre, que solía tener en casa toda clase de armas de fuego: pistolas, revólveres, carabinas, rifles, escopetas. Recuerdo aquella mañana en que vació los cartuchos de su escopeta sobre unas palomas que arrullaban y defecaban en el techo de la casa, conspirando contra nuestro merecido derecho al descanso. Entonces, siendo un niño, pensé, al ver a mi padre disparando contra las palomas, que era un acto de crueldad. Ahora pienso que fue un acto heroico, admirable, un acto de legítima defensa que restauró la paz que esas palomas nos habían arrebatado.

Como no tengo armas de fuego en esta casa de Miami, salgo de nuevo a la calle con el monedero que traje de Buenos Aires la semana pasada y le tiro al pájaro cantor todas las monedas argentinas que tengo conmigo, con la esperanza de que alguna de ellas le dé en el pecho, lo derribe y acabe con sus trinos enloquecidos. Monedas de un peso, cincuenta centavos, veinticinco centavos, diez y cinco centavos vuelan por los aires y pasan lejos del pájaro, que, soberbio, altanero, sigue piando y gorjeando sobre mi cabeza, indiferente al sufrimiento que causa en mí, humillándome, recordándome que su felicidad impúdica nunca será la mía y que, si bien yo salgo en televisión y él no (o todavía no), tiene sin embargo más poder que yo, pues nada puedo hacer para acallarlo y tengo que someterme, lleno de rencor, a los dictados caprichosos de su garganta musical.

A la mañana siguiente, ojeroso, exhausto, mirándome en el espejo, viendo con pavor una cara miserable que ya no reconozco, decido que ese pájaro no puede derrotarme tan fácilmente y que, como buen hijo de mi padre, compraré un arma de fuego y lo reduciré a un puñado de plumas volando por los aires cálidos de esta isla después del estrépito que acabará con su corta vida cantarina.

El pájaro canta hasta morir y este no será una excepción, sólo que seré yo quien decida, apretando el gatillo, cuándo debe morir, cuál será su último gorgorito feliz.

No es nada fácil comprar una carabina de perdigones en Miami, o no lo es al menos para mí: hay que manejar por autopistas congestionadas, perderse por barrios en los que una salida equivocada o una llanta pinchada puede costarte la vida, caminar por los pasillos de un gigantesco almacén, firmar autógrafos falsos y sonreír falsamente para las cámaras de los celulares de los clientes que me reconocen y se preguntan qué diablos hago allí, negociar con el vendedor, explicarle lo que uno entiende por perdigones o balines, mostrarle documentos de identidad vencidos, inscribirse en un registro que llegará a manos de la policía y pagar más dinero del que uno imaginaba.

De regreso a la isla, manejo muy despacio, temeroso de que me detenga la policía y encuentre en el asiento trasero esa carabina de aire comprimido que acabo de comprar.

Ahora estoy en el balcón del cuarto de mis hijas, apuntándole al pájaro jubiloso y oyendo con deleite el que será su último quiebre musical. Me dispongo a apretar el gatillo cuando el auto azul convertible del vecino venezolano pasa lentamente y él me ve allí arriba, parapetado con un arma, y me saluda con un gesto de extrañeza y yo escondo la carabina, como si estuviera haciendo algo malo, y un poco más allá veo que marca unos números y habla por el celular.

Ha sido un infortunio que el vecino venezolano me pillase en el momento en que apoyaba la carabina sobre el balcón. Debo actuar rápidamente. Apunto al pájaro cantor y disparo. El pájaro cae y algunas de sus plumas quedan suspendidas en el aire. Un ramalazo de euforia recorre mi espinilla. Me siento orgulloso de ser quien soy. Me siento un digno hijo de mi padre. Que vengan otros pájaros musicales, que acá los espero con una lluvia de plomo para que sepan quién manda en esta calle.

Cuando estoy entrando al cuarto de mis hijas, oigo a un pájaro trinando exactamente como cantaba el que había derribado. Tal vez he matado por error a un pájaro inocente que no era mi enemigo. Tal vez ha llegado otro cantante aficionado de esa familia artística a seguir torturándome. Salgo con la carabina, dispuesto a clavarle un balín en el vientre, cuando veo que se acerca el auto de la policía.

HUMO EN LA CIUDAD

Los doctores en Miami me dijeron que, teniendo los pulmones infectados y un cuadro agudo de asma, no debía viajar a Buenos Aires. Les pregunté: ¿Quién no está infectado? ¿Se puede vivir no infectado? ¿No soy yo mismo una infección?

La doctora en Lima me hizo un dibujo atropellado para explicarme que la parte inferior de mis pulmones aparecía negra en las placas, como si fuera un veterano fumador, y que, si no conseguíamos limpiarla con un ataque de antibióticos, tendríamos que extirparla para evitar un cuadro canceroso. Dijo también que sólo estaba usando la mitad superior de mis pulmones y que por eso me faltaba aire y cuando salía a correr por el parque me pasaban caminando las señoras mayores, una humillación que yo mismo le había relatado: Corro tan despacio, doctora, que me pasa la gente caminando. La doctora me pidió que cancelara el viaje a Buenos Aires.

Pero todos esos doctores amables, a quienes no he pagado haciéndoles creer que ya les pagará el seguro cuando en realidad no estoy asegurado, no sabían que, infectado o no, tenía que viajar a Buenos Aires para celebrar que Martín cumplía treinta años, treinta años que por su cara de bebé parecen veinte (y por eso a veces algunas señoras despistadas me preguntan si es mi hijo), treinta años de los cuales yo lo he tenido conmigo los últimos seis, porque antes él salía con chicas lindas que querían ser cantantes famosas.

Le había prometido a Martín que daríamos una fiesta peligrosa y excesiva, como supongo que tienen que ser las buenas fiestas, para celebrar sus treinta años que parecen veinte (y que son trece menos que los míos) y ningún doctor ávido por esquilmarme ni mancha negra en mis pulmones me privaría del placer de verlo bailar extasiado toda la noche, lleno de mojitos y estimulantes, que es, por cierto, el único modo en que bailamos, dada mi bochornosa impericia para bailar: Martín dando saltos como un lunático y yo sentado, mirándolo no menos extasiado, saltando imaginariamente con él y bebiendo champagne rosado dulzón.

Saliendo de Ezeiza al amanecer, un viento helado me recordó que había llegado el otoño: cuatro grados, decían los locutores en la radio.

Martín estaba despierto cuando llegué, duchándose porque tenía que ir al médico (él y yo vamos al médico todas las semanas, sólo que él les hace caso), y, apenas se vistió, me enseñó las ventanas herméticas alemanas que habían instalado en la sala y los cuartos, para protegernos del frío y neutralizar los ruidos de la calle. En la cocina, sin embargo, seguía la ventana vieja e inútil de siempre, tan oxidada que no podía cerrarse. No la habían cambiado por decisión de la arquitecta, que convenció a Martín de hacer unas reformas y achicar el tamaño de la ventana. Cuánto habríamos de lamentarnos de no cambiarla (la ventana o la arquitecta) los días siguientes.

Como la ventana de la cocina seguía sin poder cerrarse y el frío se colaba por sus rendijas, manteníamos cerrada la puerta de la cocina para que la crudeza del otoño no se sintiera en todo el departamento, lo que nos permitía vivir en tres temperaturas: la de mi cuarto, muy cálida; la de la cocina, helada; y la del resto del departamento, tibia para Martín, algo fría para mi gusto.

Una madrugada desperté ahogándome. No podía respirar. Pensé que era la enfermedad que había vuelto para estropearme la fiesta. Salí de mi cuarto. No supe dónde estaba. No podía ver qué había en la sala, dónde estaban las cosas: todo estaba cubierto y difuminado por el humo, una densa nube de humo que se había filtrado por la ventana de la cocina y, como Martín había olvidado cerrar la puerta de la cocina al irse a dormir, había invadido todo el departamento, escamoteando de nuestra visión el lugar habitual de las cosas, confundiéndonos en la inquietante ambigüedad de la niebla, que nunca se sabe de dónde viene ni dónde termina. Me asusté. Corrí a despertar a Martín. Le dije: Se está quemando el edificio, salgamos rápido. Martín se puso unas zapatillas y salió corriendo. No tuve que cambiarme porque, como es común en mí, había dormido con ropa de calle y zapatos. Me puse un saco y salí detrás de Martín. Bajé a toda prisa las escaleras llenas de humo. A salir a la calle, advertí con perplejidad que el humo estaba en todas partes: en la vereda y sobre la pista de antiguos adoquines y envolviendo los autos y sobre las copas de los árboles y en las canchas de tenis y escondiendo la luz del semáforo y borrando los suaves contornos del rostro de Martín, que, demudado, parecía un fantasma en ropa de dormir. Podría haber sido un momento romántico, si yo no hubiera empezado a toser.

¿De dónde venía todo ese humo? ¿Qué dioses sañudos nos lo habían mandado? ¿Qué se había quemado o seguía quemándose para que tanto humo se instalara sobre la ciudad, esparciéndose por calles y plazas, entrometiéndose en las casas, penetrando las fosas nasales, infectándonos sin compasión? Recordé lo que les dije a los doctores: ¿Quién no está infectado de algo? El humo había llegado para infectarnos a todos.

Ya era tarde. Ya el departamento había sido colonizado por el imperio del humo. Me puse la mascarilla que uso en los aviones, me eché en la cama y me enteré, viendo la televisión, del origen del humo: alguien había quemado miles de hectáreas en las afueras de la ciudad, obligándonos, deliberada o accidentalmente, casi da igual, a respirar un aire viciado, pestilente, tóxico, aunque a la mañana ciertos diarios asegurasen que el humo no hacía daño, sólo fastidiaba.

Pero a mí, aun con la mascarilla puesta, no me dejaba respirar, lo que quizá era menos culpa del humo que de la mascarilla. Lo cierto es que estaba asfixiándome. Y además discutíamos con Martín, porque yo le decía que si hubiese cambiado la ventana de la cocina no estaríamos tragando humo.

En un momento de angustia fui a la clínica y dije que no podía respirar y pedí que me durmieran y me hicieran respirar de un balón de oxígeno.

Cuando desperté, ya era el cumpleaños de Martín. Le di un abrazo y nos fuimos caminando, yo todavía sedado. El humo seguía allí, pero ya uno se acostumbraba y tal vez hasta lo disfrutaba, como si tuviese una cualidad literaria, como si una ciudad hecha de gente borrada por el humo fuese por eso mismo un lugar propicio para vivir y morir, como si aquella nube maloliente y gris no fuese otra cosa que el recuerdo impertinente de que todos somos también grises y malolientes.

Martín sugirió que cancelásemos la fiesta, pero yo me negué. El humo la hará inolvidable, le dije. Aquella noche Martín bebió todos los mojitos que pudo y yo me quité la mascarilla con la que recibía a los invitados para beber champagne rosado dulzón hasta emborracharme como hacía mucho que no me emborrachaba. Y en algún momento uno de los jóvenes que ponían la música no tuvo mejor idea que disparar una ráfaga de humo sobre la pista de baile. Y Martín estalló en una carcajada al ver que esa ráfaga de humo vino directamente hacia donde yo estaba sentado. Y luego, al verme toser en medio del humo de pastizales quemados y artificios de discoteca, se molestó tanto que cogió la tijera con la que su amigo Nico cortaba las pastillas estimulantes, subió al segundo piso y le dijo al chico que ponía la música que si volvía a dispararme humo lo mataría con esa tijera. Y cuando vino a bailar de nuevo a mi lado lo besé entre tanto humo, sin estar seguro de que era él.

MIGUELITO

La señora D vive sola en una casa grande con muchos cuartos que eran de sus hijos, que ahora ya no están porque se casaron o se fueron a otros países.

La señora D no se siente sola porque es atendida risueña y amorosamente por dos jóvenes a su servicio, Lucy y Manuel, que se conocieron en esa casa y ahora están enamorados y han anunciado que pronto se casarán en una iglesia que todavía están buscando, lo que hace muy feliz a la señora D, que los quiere como si fueran sus hijos y que tal vez dejaría de quererlos como si fueran sus hijos si se casaran civilmente y no bendecidos por la religión que tanto la ha confortado a ella.

La señora D está llena de amor. Ama a su Creador, el Altísimo, cuya casa visita cada mañana antes de desayunar y a quien a veces, al elevar una plegaria, llama Flaquito, Papito o Cholito, pues son ya muchos años de encendidas pláticas con Él y es casi natural que de tan antigua familiaridad surja ese trato de confianza, salpicado de diminutivos afectuosos. Ama a su esposo, que ya no está, a quien imagina en el Cielo, gozando de la paz que le fue esquiva entre nosotros. Ama a sus hijos, a todos sus hijos, aunque comprensiblemente ama de un modo más parejo y consistente a aquellos hijos que comparten su fe religiosa y de un modo más atormentado, pero no por eso menos intenso, a cierto hijo díscolo que, poseído por la soberbia, ese venenillo que le inocula el Diablo en su astucia infinita, se declara agnóstico y se burla del cardenal. Ama a sus empleados domésticos, a los que suele bautizar, confirmar y educar en el camino de la santidad, un camino que ella ha recorrido sin desmayar. Ama a las cajeras del supermercado, a las vecinas pedigüeñas, a los tullidos que la esperan después de misa, al presidente converso, a sus amigas del colegio, a todos los habitantes del país que la vio nacer y del que nunca quiso irse. Y últimamente ama a Miguelito, con quien desayuna, almuerza y cena todos los días.

Miguelito es un pollo pálido y amarillento que nació hace dos meses y llegó a esa casa en compañía de sus cuatro hermanos, metidos todos en una caja de cartón. Uno de los hijos de la señora D tenía que viajar y le pidió a su madre que cuidara a los pollos mientras él estuviera de viaje. La señora D aceptó encantada, sin saber que en pocos días morirían de hambre, frío o tristeza cuatro de los cinco pollos, los que fueron enterrados en ceremonia laica, exenta de rezos, en el jardín de la casa.

Sólo uno sobrevivió, Miguelito. La señora D pensó que también moriría, pues no quería comer, temblaba y caminaba a duras penas. Estaba deprimido, asegura ahora la señora D, acariciándolo en su regazo. Entonces decidió amarlo sin reservas, adoptarlo como si fuera un hijo más. Lo llamó Miguelito, en un acto de amor a uno de sus hijos, que tan feliz la hacía, un muchacho bondadoso, de gran corazón, que la llenaba de besos y regalos y la hacía reír como ella nunca había imaginado que una señora podía reírse, tanto que pensaba que esas risas podían estar reñidas con el ejercicio adusto de la fe. Lo llevaba a misa en su cartera, lo hacía dormir a sus pies (pues Miguelito se rehusaba a dormir en la alfombra y trepaba a la cama), le rezaba el angelus, le cantaba avemarías y hasta lo dejaba picotearle el rosario, le disparaba aire caliente con la secadora y lo sentaba en su regazo cuando comía. Pero Miguelito no mostraba interés en comer.

Hasta que un día la señora D vino a descubrir accidentalmente lo que Miguelito quería comer, aquello que le salvaría la vida y lo haría crecer hasta convertirse en un pollo robusto y trepador, que no se resignaba a vivir a ras del suelo y saltaba a los zapatos de su protectora y escalaba luego hasta sus faldas. Harta de tantas polillas en su cuarto, cogió un matamoscas y aplastó a una sin misericordia. Tan pronto como los restos de ese bicho alado y marrón cayeron en la alfombra, Miguelito corrió jubiloso hacia ellos y los devoró con una determinación que la señora D no había visto nunca en él. Entonces siguió matando polillas y viendo a Miguelito comérselas sin vacilar. Esto cambió la vida del pollo, que empezó a engordar y crecer, como cambió también las de la señora D y Lucy y Manuel, que ahora pasan horas cazando polillas con matamoscas.

A la noche, antes de meterse en la cama, la señora D se obliga a matar diez polillas. Para evitar que Miguelito se las coma al caer, lo encierra en el baño y lo oye piar con un desgarro que la conmueve. Pero ella necesita matar diez polillas para meterlas luego a la pequeña refrigeradora de su cuarto y estar segura de que, al despertar, cuando Miguelito salte de la cama, podrá servirle un desayuno fresco y reparador, consistente en diez polillas refrigeradas, que él comerá sin hacer ascos, aunque sin duda preferiría comerlas “fresquitas”, como dice la señora D, es decir, recién emboscadas y machucadas.

Uno de sus hijos le ha dicho a la señora D que es una locura que lleve a Miguelito a misa en su cartera, que rece el rosario con él, que le sirva diez polillas heladas cada mañana. Pero la señora D le ha contestado que ella quiere a Miguelito como si fuera su hijo, que es un pollito muy sufrido que no conoció a su madre y vio morir a sus cuatro hermanos y que nada de malo tiene amarlo como ella ama a ese pollo con ínfulas humanas.

Como nadie está libre de ganarse enemistades, Miguelito las tiene también, y son las palomas del barrio que, apenas ven que le sirven a ese pollo mimado sus bichos acompañados de maíz, arroz y pan (lo que varía según las instrucciones que da la señora D: sírvanle pan con polilla a Miguelito o sírvanle polilla con arroz para que no se aburra), bajan impacientes, lo asustan a aletazos, alejándolo del plato, y se disputan esa comida que no era para ellas.

Al ver a aquellas palomas comiéndose la comida de su Miguelito adorado, la señora D no ha dudado en subir al cuarto de su marido que ya falleció, sacar la escopeta, meterle dos cartuchos, apuntar desde la ventana y descargar una lluvia de plomo sobre ellas. Nunca imaginó la señora D, declarada enemiga de las armas y la violencia, que sentiría tanta felicidad matando palomas.

Ahora, todas las tardes, después de alimentar a su Miguelito en el comedor de la casa (pues en el jardín el pobre se trauma al ver una paloma y pierde el apetito), la señora D le pide a Lucy que lleve a Miguelito a dormir la siesta, saca la escopeta, se sienta en la terraza y espera pacientemente a que alguna paloma se pose sobre las ramas de los árboles del jardín. Cuando eso ocurre, se encomienda al Creador, apunta a la paloma, dispara, siente un ramalazo de euforia al ver la explosión de plumas volando por los aires y dice, encantada:

-Una cagona menos.

Luego manda a Manuel a recoger la paloma muerta y arrojarla por encima de la pared a la casa del vecino.