28/7/08

RARAS FORMAS DE AMAR

En los últimos días las circunstancias me han forzado a tomar dos decisiones en extremo difíciles.
Una fue decirle a Martín que no quiero vivir con él, que quiero vivir solo el resto de mi vida.
La otra fue responderle a Sofía si mantenía la promesa que le hice cuando nos divorciamos: que si ella llegaba a los cuarenta años y no tenía esposo ni novio y no había tenido un hijo, yo me comprometía a darle un hijo.
Lo de Martín fue doloroso porque es el hombre que más he amado y creo que todavía lo amo y lo amaré siempre, aunque él se enamore de otros hombres. Pero no podía seguir postergando esa decisión. Los últimos años nos veíamos una vez por semana en Buenos Aires y así estaba bien para mí. No para él: me decía que quería vivir conmigo como una pareja convencional. Por eso vino a Miami. La fantasía no duró un mes.
No es por falta de amor a Martín que quiera vivir solo. Es porque si vivo con él siento que pierdo demasiada libertad y que mis manías, caprichos, inapetencias y desidias le disgustan y lo irritan y que verlo tan a menudo socava mi cariño por él.
Martín lo tomó como un acto de egoísmo, como una traición. Me dijo que voy a arrepentirme, que lo estoy desperdiciando, que saldrá a buscarse un novio y que no acepta mis condiciones de ser ante todo amigos y vernos una vez al mes en Buenos Aires.
No pierdo la fe de que con el tiempo podamos ser amigos y con suerte seguir siendo amantes.
Lo de Sofía me tomó por sorpresa, a pesar de que cada cierto tiempo mi madre, viendo a alguno de sus nietos, me decía: ¿Cuándo vas a tener un Jaimecito? Yo me reía y le decía que nunca, que con dos hijas ya soy feliz. Pero mamá insistía e insistía, ella es terca y quiere su Jaimecito.
Yo pensaba que Sofía había olvidado la promesa que le hice saliendo de unos cursos que nos obligaron a tomar en Miami cuando nos divorciamos, unos cursos para enseñarnos a ser buenos padres divorciados que, por supuesto, eran una estupidez y eran dictados por unos sujetos que parecían infelices precisamente porque no se habían divorciado. Aquella tarde la noté tan triste que le dije: Siempre te amaré. Siempre. Y si cumples cuarenta años y estás sola y no has tenido un hijo y quieres tenerlo, te prometo que yo te lo daré. Ella me abrazó y me dijo que por eso me quería tanto, porque estaba loco.
No hace mucho, Sofía cumplió cuarenta años y los celebró en Lima con sus mejores amigas y amigos. No pude estar con ella porque tenía que hacer el programa en Miami, soy un esclavo de la televisión. Pero le di una sorpresa: le regalé el auto de sus sueños porque la camioneta que habíamos comprado cuando nos divorciamos y ella volvió a Lima ya le daba muchos problemas. Creo que me quiso un poco más cuando se subió a ese auto tan lindo. Lo merecía sin duda: ella me había regalado dos hijas preciosas, adorables, y ningún regalo que yo pudiera darle compensaría jamás los que ella, contra viento y marea, me había dado.
El otro día estábamos paseando por Le Marais, porque Camila, nuestra hija mayor, pidió ir a París por sus quince, y mientras las niñas se divertían mirando ropa, le pregunté a Sofía: ¿Qué puedo darte para que seas más feliz?
No dudó en responderme: Un hijo, el hijo que me prometiste.
Me quedé helado. No supe qué decir. Pero no podía echarme atrás: le había hecho esa promesa y ahora ella tenía cuarenta y seguía sin tener un hijo ni padre potencial a la vista.
La verdad es que, aunque me sorprendió, me sentí halagado. Lo primero que le dije fue: No creo que sea capaz de tener una erección, las pastillas han acabado con mi apetito sexual. Ella se rió y me dijo que era una excusa tonta y que, si aceptaba el reto, ella se encargaría de derrotar a las pastillas y provocarme una erección (y no dudé de que lo conseguiría sin dificultad). Luego lo pensé un poco, me tomé mi tiempo y comprendí que no podía ser un cobarde, que tenía que cumplir mi palabra, que era mi destino.
Puse, sin embargo, ciertas condiciones: el niño nacería en Miami, de ninguna manera en Lima; Sofía y nuestras hijas se mudarían a Miami; yo seguiría viviendo solo, en una casa a distancia que pudiese recorrerse caminando o en bicicleta de donde ellas eligieran vivir, es decir que estaban obligadas a vivir en la isla de Key Biscayne; y preservaría mi absoluta libertad sexual o amorosa.
Ninguna de esas condiciones fue aceptada, salvo la última.
Sofía me dijo tranquila y amorosamente que el niño nacería en Lima, que ella no quería irse de Lima y nuestras dos hijas tampoco, y que estaba loco si pensaba que se mudarían a Miami, una ciudad que ella no soportaba en verano y a duras penas podía tolerar en invierno.
Sin embargo, aceptó que siguiera viviendo solo. Es más: para mi sorpresa, me lo pidió. Me dijo: Yo no quiero vivir contigo. Yo quiero tener un hijo contigo, pero seguir viviendo sola con las niñas. Tú puedes vivir donde te dé la gana y venir a visitarnos cuando quieras.
Me quejé. Le dije que me parecía injusto condenar al niño a vivir en una ciudad donde crecería a la sombra de mi fama oprobiosa y que en los Estados Unidos sería más libre y feliz y que además en el Perú un candidato de izquierda ganaría las próximas elecciones presidenciales y no podía tolerar que mi familia viviera bajo un régimen socialista autoritario que conculcaría las libertades.
Sofía me dijo que yo siempre predecía catástrofes políticas que nunca ocurrían y que no estaba dispuesta a ceder: el niño y ellas vivirían en Lima, punto.
Le pedí que al menos fuera a dar a luz a Miami para darle al niño la ciudadanía norteamericana, que nuestras hijas ya poseen, dado que nacieron en Washington y Miami, y que Sofía y yo también poseemos, gracias a ella, claro está.
Sofía me dijo que haría el embarazo y el parto en Lima y que el niño podía ser ciudadano norteamericano aun naciendo en Lima, sólo había que inscribirlo en el consulado.
No me quedó más remedio que aceptar sus condiciones. Tenía que cumplir mi promesa de impregnarla de un varón y era rigurosamente justo que ella eligiese con toda libertad en qué circunstancias lo traería al mundo.
Surgió luego el espinoso tema del nombre, pero por suerte hubo coincidencia inmediata: De ninguna manera se llamaría Jaime. No podíamos traumatizarlo de ese modo. Pero quizá podíamos llamarlo James o Jimmy o Jim o Jimbo. Era cosa de ir pensando.
Me sentí orgulloso de que, después de tantos años, Sofía siguiera considerándome un buen padre, una persona confiable. Pero sobre todo me halagó que siguiera deseándome en cierto modo, que estuviera dispuesta a hacer el amor conmigo una o varias veces, todas las que fuesen necesarias para quedar embarazada.
Esa fantasía se difuminó apenas me dijo: Lo que sí te pido es que me des tu esperma en un pomito, si no te molesta.
En ese momento me sentí tan humillado que le dije que si quería tener un hijo conmigo, estaba obligada a hacerme el amor todas las veces que fuesen necesarias, que de ninguna manera le daría a mi hijo en un pomito.
Era sólo una broma, me dijo ella, y me abrazó.
Pero no estoy tan seguro de que fuese una broma.

21/7/08

LA FURIA DEL ACTOR

El actor me escribe, sorprendiéndome: Hola,
(Me sorprende la coma, que sugiere que escribió algo que luego borró o quiso escribir y reprimió. Es en todo caso una coma prometedora).
Respondo: ¿Cómo estás?
Me escribe: No bien,
(De nuevo, la coma me intriga, pues al parecer delata cierta angustia o desasosiego, unas ganas de decir algo que quedan frustradas).
Le escribo: ¿Por qué? ¿Puedo ayudar en algo?
Me pregunta: ¿Quién sabe de esto?
Le escribo: Tú, Martín y yo. Martín es mi chico y lo amo.
Me escribe: Dame tu número.
Le escribo: No me gusta que me den órdenes. Las cosas se piden bonito.
Me escribe: No entiendo, no te he hablado mal, ¿o sí?
Le escribo: Me dices: dame tu número. Suena un poco duro. Podrías decir: ¿te puedo llamar? El sábado estaré en Lima. Si te provoca, nos vemos en algún lugar discreto.
Vuelvo a escribirle: No sé por qué pienso que podríamos haber sido muy felices juntos y me da pena que no fuese así.
Me escribe: No creo que nos podamos ver, tal vez será en otro tiempo.
(Lo que más me duele es que diga “en otro tiempo”. Pudo decir “más adelante” o “en un tiempito”, pero “en otro tiempo” suena a en otra vida, a nunca).
Resignado, le escribo: Suerte entonces, que todo vaya bien.
Educado, se despide: Gracias, a ti también.
Le escribo: Estoy en Lima, qué pena no verte. Sales lindo en Somos.
A despecho de mi orgullo, insisto: ¿No piensas venir a Miami o ir a Buenos Aires? Me encantaría verte.
Le escribo, sin exagerar: Desperté soñando contigo. Habías venido a mi casa con una chica que era tu novia. La chica se llamaba Kanta y me saludaba con cariño. Luego tú me dabas un beso en la mejilla y me regalabas una camisa marrón.
Por fin me escribe: He conocido a una chica, pero no sé.
Le escribo: Me pasa igual. Conozco chicas lindas, me acuesto con ellas, pero no puedo enamorarme de una mujer. Voy el fin de semana a Lima, veámonos, la vida se pasa y no nos veremos nunca y sería una pena.
Le escribo: Estoy en Lima. Te quiero aunque no me creas.
Me escribe: No confío en ti.
Le escribo: Yo tampoco confío en mí. Tampoco confío en ti. Nadie confía en nadie. Y no exageres el papel de víctima. Un escritor escribe lo que tiene que escribir y tú fuiste mi primer hombre y todo lo que escribí evocando ese momento inolvidable lo hice con amor y ternura. Si te molestó, fue por las malas razones, por miedo o vergüenza. Yo siempre sentiré orgullo de que fueras mi primer hombre y de que me gusten los hombres. No lo escondo y soy feliz así. Y creo que decir “es mi vida privada y de eso no hablo” es una salida cobarde. Entiendo que no confíes en mí y haces bien. Yo soy un escritor y lo seré hasta la última puta palabra que escriba, así como tú eres un actor y lo serás incluso cuando se te caigan los dientes.
Me escribe: Esta vez sí te inspirastes (sic). Fuera de todo, tengo que proteger a mi hijo. Lo hago por él, sólo por él.
Le escribo: Te entiendo. Da miedo. Pero no lo estás protegiendo, lo estás haciendo más vulnerable. Yo sé que lo amas. Yo también amo a mis hijas. Pero lo mejor es que sepa quién eres de verdad y que se lo digas tú. Cuando yo les conté a mis hijas se cagaron de risa y les dio igual porque saben que las amo, eso es lo único que les importa, no con quién tiro o no tiro. El problema de escondérselo es que tal vez algún día alguien le diga a tu hijo lo que tú no tuviste el valor de decirle y llegar tarde no sería bueno. Mi consejo es que no tengas miedo de decírselo porque no es una cosa mala. Él te amará siempre y mucho más si eres franco y le muestras tus debilidades. Mis hijas saben que estuvimos juntos y conocen a Martín y lo quieren y no tienen complejos y en el colegio sus amigas me adoran. En cambio esconderlo trae todo un manto de culpa que al final le da al asunto un aire de maldad o perversión. Porque, mira, si a un heterosexual famoso le preguntan si le gustan las mujeres, jamás diría: “es mi vida privada, de eso no hablo”.
Me escribe: Lo que me jodió es que tuvistes (sic) que hablar. Carajo, si quieres habla de tu vida, pero no de los demás, al resto déjalo tranquilo. Tú quieres tirarte del avión, hazlo solo pero no conmigo. Jamás le diré a mi hijo esta mierda.
Le escribo: Creo que te equivocas. Porque “esta mierda” es tu vida, tu pasado. Y si te avergüenzas de eso, haces mal. Y me temo que tu hijo lo sabrá igual, aunque quieras ocultárselo. En cuanto a mi derecho a hablar, de nuevo te equivocas. Primero, porque un escritor tiene derecho a contar su vida, en ficción o directamente en memorias, y al contarla, contar sus amores, y que tú fueras mi primer hombre no es ni será nunca una cosa menor. Segundo, porque nunca conté nada de manera vulgar o hiriente hacia ti, si te hirió fue porque no tienes el valor de aceptar la verdad y ahora la llamas “una mierda”. Y tercero, aun si no fuera escritor, no puedes exigirles a todos tus amantes hombres (que, como bien sabes, no han sido pocos) que por el resto de sus vidas guarden secreto absoluto de ti sólo porque no quieres salir del clóset. La metáfora del avión no es exacta. Más exacto sería decir que tú decidiste quedarte en clóset y quieres que todos tus amantes nos quedemos en el clóset en solidaridad contigo.
Me escribe: Tú crees que eres feliz así. Yo no lo creo. Porque te dieron un espacio y la gente se caga de risa de cada tontería que hablas, ya crees que eso es la felicidad. Estás loco, no sé qué parte de la vida no la haz (sic) vivido, pero no sabes nada todabia (sic). No me gusta tu programa y lo sabes bien, ¿y? Esta chica es linda, pero no sé, hay algo que le falta...
(Esa última confesión me hace gracia y me hace pensar en una frase que escribí en mi primera novela: “Tener sexo con una mujer es como comer comida vegetariana: sientes que te falta un pedazo de carne”).
Le escribo: Eres cómico. No soy feliz, pero soy razonablemente feliz porque vivo solo y tengo dos hijas que me aman y no tengo que ocultarles que me gustan los hombres y porque me llevo bien con la madre de mis hijas y porque tengo un chico al que amo y eso me basta para ser medianamente feliz. También soy feliz porque soñaba con ser un escritor y me atreví y publiqué varias novelas que han ganado algunos premios y han sido traducidas a varios idiomas (incluyendo el mandarín, imagínate) y me han hecho ganar bastante plata, pero sobre todo el orgullo de haber escrito las cosas que me salieron de los cojones. No soy feliz únicamente por el programa, como dices, pero también me hace feliz tener un programa en Miami y otro en Lima donde tengo absoluta libertad creativa para decir lo que me da la gana. Y “todavía” se escribe todavía con v chica, no “todabia” con b grande y sin acento. Y “has vivido” se escribe “has” no “haz”. Y si mi programa te parece “una basura” como dijiste en televisión y lo que viviste conmigo, “una mierda”, ¿por qué pierdes tu tiempo escribiéndome? Sigue disfrutando de tu apasionante vida en el clóset.
Me escribe: Lo siento.
Le escribo: Todo bien. Sólo quiero que sepas que algún día me gustaría darte un abrazo antes de que nos vayamos de acá.

GUERRILLAS AMOROSAS

Lo curioso de las peleas amorosas es que a veces se originan por las situaciones más inocentes o por malentendidos absurdos o por sospechas que están divorciadas por completo de la realidad.
Los amantes que más se aman pelean a menudo no por falta de amor sino por exceso de amor, que es como una droga que los intoxica y los hace ver alucinaciones peligrosas.
Esto es lo que me pasó en los últimos días, una guerrilla amorosa de la que todavía no me recupero.
El origen de la pelea estuvo dictado por la casualidad y desprovisto de malas intenciones. Yo estaba editando el programa que presento en Miami y tocaron la puerta. Faltaba poco para el programa y a esa hora no me gusta que nos interrumpan. Abrí. Era Manuel, un reportero chileno del canal. Me dijo que venía de entrevistar a uno de los magnates ecuatorianos que viven en Miami y cuyos canales habían sido incautados por el gobierno de Quito ese mismo día. Me ofreció la entrevista antes de emitirla en el noticiero del canal. La acepté y agradecí el gesto. Se fue presuroso. No estuvo más de un minuto en la sala de edición y no alcanzó siquiera a darme la mano.
Vimos la entrevista y nos pareció valiosa. Extrajimos tres fragmentos. Los pasé durante el programa. Al presentarlos, agradecí a Manuel y dije que era un “excelente periodista”.
Esa noche encontré un correo de Manuel agradeciéndome por elogiarlo en el programa. No le contesté porque estaba cansado.
Al día siguiente regresé de montar bicicleta a eso de las siete de la tarde, cuando el sol ya no quema, la hora más propicia para salir por la isla, y, mientras me quitaba la ropa para meterme en la piscina, mi rutina de todas las tardes, sonó el celular. Era Martín, desde Buenos Aires. Estaba furioso. Martín odia a Manuel, lo odió desde que lo conoció. Piensa que Manuel está enamorado de mí y quiere ser mi novio. Acababa de ver en Youtube las imágenes de mi programa, cuando decía que Manuel era un “excelente periodista”. También había visto un comentario que yo hacía sobre mi renuencia o desinterés en servir a los demás, a la patria. Al parecer había dicho: “Yo sólo sirvo a mis hijas, a la madre de mis hijas (que es como mi hija), a mi madre y a mis amantes incontables. A nadie más”. Pero no había mencionado a Martín, el hombre al que más he amado. Y en ese mismo programa había elogiado a Manuel, el hombre al que Martín más odia en todo el mundo.
Fue demasiado para él. Me dijo que lo había humillado, que lo había traicionado, que era un sujeto sin escrúpulos ni sentimientos, que no me quería ver nunca más, que ahora sí era el final definitivo, que nunca me perdonaría esa agresión tan cobarde e innoble. Me dijo luego algo que me impresionó:
-Sos un negro culosucio. No tenés moral.
Nunca nadie me había llamado así, negro culosucio. Me encantó el insulto.
Por supuesto, no me metí a la piscina. Ya no tenía tiempo. Subí a la ducha, me vestí y corrí a la televisión. La televisión tiene, entre otras ventajas, la cualidad terapéutica de que, cuando el público te aplaude y se ríe de tus bromas, te olvidas de tus problemas amorosos y te sientes un tipo listo e ingenioso (lo que es mentira) y no te sientes para nada un negro culosucio.
Al llegar a casa encontré un correo de la madre de Martín. Se llama Inés y ha sido siempre muy cariñosa conmigo, aunque cuando Martín le contó hace años que estábamos saliendo juntos, ella le dijo: “Preferiría que salieras con Peña que con ese peruano del orto”. Peña es Fernando Peña, un genial actor y comediante argentino, homosexual, ácido, irreverente, provocador, que tiene sida, aunque eso no le impide seguir demostrando su incalculable genialidad.
Inés me había escrito un correo titulado: “Daño al pedo”. Me intrigó el encabezamiento, presentí que me haría reproches por el daño que, sin querer, había provocado en su hijo, al elogiar en televisión a su peor enemigo y al no mencionarlo explícitamente entre las personas a las que declaraba servir, aunque uno podía alegar que él podía contarse entre mis “amantes incontables”, que, por supuesto, son contables, contables con uno o dos dedos, o con los dedos de una mano.
El correo de Inés carecía de introducciones afectuosas. Decía: “Cuando leí lo que escribiste sobre el viaje, me entristecí y me dieron ganas de llorar. ¿Qué se siente cuando se logra angustiar a alguien? No conozco el mecanismo. Nunca hice daño conscientemente”.
Inés se refería a una crónica reciente en la que contaba, entre otras peleas o malentendidos (mi hija menor me pedía euros, mi hija mayor me decía que nadie leía mis libros, Sofía me decía que antes de tener un hijo conmigo prefería adoptar), que, en el vuelo a Buenos Aires luego de tres semanas en Europa, Inés y Martín no se habían hablado una palabra, porque estaban hartos de verse las caras tres semanas seguidas. Esto, al parecer, había lastimado a Inés, que ahora me acusaba de hacerle daño conscientemente, de angustiarla y hacerla llorar.
Estuve a punto de responderle, diciéndole que ella también hacía daño conscientemente, porque de otro modo no me hubiese enviado ese correo, y que si bien yo podía hacer daño cuando escribía, también podía no hacer daño cuando no escribía, por ejemplo cuando la invitaba con Martín a París o cuando le prestaba dinero a Martín para que le comprase un departamento a ella, de manera que mi capacidad de hacer daño literariamente a veces podía contrapesarse o neutralizarse con mi capacidad para no hacer daño o incluso hacer el bien económicamente. Pero me contuve y preferí no decirle nada. Tampoco me disculpé porque nunca me ha gustado disculparme por las cosas que escribo: un escritor escribe de las cosas que tiene que escribir y esas cosas no siempre pueden ser felices y que una madre y su hijo se peleen después de tres semanas juntos es sólo una situación humana, comprensible, que sólo podría resultar hiriente si es mirada con excesivo orgullo.
A la tarde siguiente, porque las pastillas me hacen dormir hasta las tres, encontré un correo de Martín, en el que me informaba que se iba de nuestro departamento, que se llevaba sus cosas, que no lo vería más.
Le rogué que no se fuese, le sugerí que nos diésemos una tregua, le pedí que ante todo fuese mi amigo y no mi novio celoso y le reenvié el mail de su madre. Me respondió: “Seguro que le habrás dicho que no puede criticarte porque la invitaste a París. Es todo tu estilo. Además yo podría decir cosas mucho peores de tu madre”. (Martín y mi madre no se conocen, aunque me encantaría que se conocieran, creo que podrían llevarse bien).
Martín se ha ido a vivir con su madre. No quiere verme más. Le he rogado que vuelva al departamento, que me perdone, pero me ha dicho que lo nuestro se terminó, que no lo veré más, que soy un mal recuerdo para él.
Esta tarde he ido al correo y he encontrado la cuenta de mi tarjeta de crédito. Allí figuran, entre otros gastos, los hoteles en que se han hospedado la bella Sofía y mis adorables hijas en París y Londres y aquellos en que se alojaron el bello Martín y su adorable madre en Madrid y París.
Al escribir el cheque para sufragar los gastos de esas personas a las que sirvo y seguiré sirviendo con el mayor gusto (y a las que no mencioné debidamente en televisión), no pude evitar sentirme un negro culosucio (aunque no sé bien lo que es eso). Pero no me arrepiento, es lo que soy: una buena persona cuando no escribo y una mala persona cuando escribo.

LA VIDA EN BICICLETA

Todas las tardes salgo a montar bicicleta cuando el sol ya no quema. Antes me tomo una pastilla sedante para disfrutar más del paseo.
Sólo recorro las calles más apacibles de la isla, aquellas por las que rara vez pasa un auto o alguien caminando o corriendo.
La prudencia aconseja evitar dos calles en las que hay unos perros sueltos que me han perseguido ladrándome y al parecer queriéndome morder, dos perros a los que quisiera matar y no he matado todavía porque no he encontrado la manera de hacerlo sin que me detenga la policía. Podría dispararles con mi carabina de perdigones, pero sería en extremo difícil y peligroso manejar mi bicicleta con una carabina en la mano y sería todavía más complicado apuntarles en movimiento y disparar con precisión. Además, está probado que no tengo buena puntería, porque al pájaro que canta frente a mi casa le he disparado decenas de veces y nunca le he dado y los balines le pasan tan lejos que a veces ni se mueve, se queda allí cantando como burlándose de mí.
Nunca he montado bicicleta más rápido que con un perro ladrando y persiguiéndome. Nunca me he sentido más orgulloso de mí que cuando lo dejé rezagado, exhausto, babeando. Una cierta euforia o confianza en mis aptitudes atléticas me indujo a seguir pedaleando con el mismo vigor. Poco más allá resbalé y caí en la pista mojada por la lluvia. Por suerte el perro estaba ya lejos y no vino a morderme.
A veces pienso dispararme un perdigón en el pecho, pero no lo hago porque creo que sería un suicidio ineficaz además de ridículo y ya fracasé una vez tratando de suicidarme con pastillas.
Nunca imaginé que sería tan feliz tomando tantas pastillas. Mi padre hubiera sido un hombre menos violento y torturado si hubiese tomado las pastillas que yo tomo y que nadie me ha recetado. A las tres de la mañana tomo una que me hace dormir boca arriba, a las ocho de la mañana tomo otra que me hace dormir boca abajo y destapado y con los más absurdos e inconfesables sueños eróticos, a las dos de la tarde tomo unas pastillas antidepresivas que me hacen rechinar los dientes con la vehemencia que sentía cuando tomaba cocaína y antes de salir a montar bicicleta a las siete de la tarde tomo una pastilla que me ayuda a ver las cosas con una calma insólita, milagrosa.
La contemplación de la vida, o de las casas y los árboles y los gatos y los canales, que son los paisajes habituales de mi vida y me gustaría que lo fuesen el resto de lo que me queda por vivir, es perfecta a la velocidad morosa de la bicicleta, no a la velocidad de la camioneta en la que tengo que prender muy a mi pesar el aire acondicionado ni a la velocidad de mi cuerpo exhausto caminando con unos zapatos que compré por correo y me quedan grandes. Es decir que la bicicleta parece ser el observatorio más lúcido y exacto de la vida en movimiento y las cosas que me rodean, cosas que no alcanzo a advertir cuando manejo y que ciertamente tampoco advertiría si caminase, porque en esta isla hace tanto calor que no se puede caminar y cuando lo he intentado todo me ha parecido feo y triste, probablemente por el cansancio que me provocaba caminar bajo tanto calor y entre gente que pasaba en autos y me gritaba cosas optimistas y se ofrecía a llevarme cuando yo ni siquiera sabía adónde iba.
Había dejado de montar bicicleta porque las llantas se habían desinflado y las cadenas, oxidado, pero hace unos meses, con ocasión de la visita de Martín, decidí llevarlas a la tienda de un hombre flaco y taciturno que practica yoga y parece la persona más feliz de esta isla, en la que casi todos hacen alarde del dinero, a diferencia de él, que se mueve en bicicleta y se sienta en el parque a meditar y nos mira con una serenidad beatífica que le envidio y acaso proviene de su amor por las bicicletas y su desinterés por el dinero y el lujo.
Uno no debería vivir en una ciudad en la que no pueda montar bicicleta, me digo. No sé si montar bicicleta es un buen ejercicio, me tiene sin cuidado, no tengo ningún interés en vivir más años de los que sean estrictamente necesarios, pero me parece que hacerlo me permite un conocimiento más preciso y cabal de mis dimensiones humanas y, a la vez, un cierto deslumbramiento ante las bellezas insospechadas de mi barrio: los gatos que me miran con una inteligencia superior a la que poseo, las mucamas que se protegen del sol con paraguas y me saludan con una alegría tropical que nunca será mía, las chicas adolescentes que me ignoran y se ponen pantalones cortos bien apretados y me recuerdan con qué facilidad podría ser yo un criminal si alguna de ellas me mirase y me guiñase el ojo y me permitiese tocar ese cuerpo que las leyes me prohíben tocar, las mujeres que corren cantando una música que sólo ellas escuchan, las ardillas esquivas, los pájaros que se obstinan en cantar sobre los cables de luz, las casas espléndidas en las que nunca viviré y a las que nunca me invitarán porque un escritor impúdico y desleal no es bienvenido en las fiestas de aquellos que preservan una cierta reputación (una reputación que a menudo es falsa), los obreros de construcción y los jardineros ilegales y los limpiadores de piscinas que me quieren y me saludan porque saben que ellos, como yo, no tienen reputación y eso curiosamente nos hermana, nos hace iguales.
Otra de las ventajas de observar la vida desde una bicicleta en movimiento es que a uno se le ocurren cosas que no pensaría manejando un auto, caminando o corriendo. Es decir que probablemente la velocidad de la bicicleta corre pareja con la de mis pensamientos o tiene el ritmo propicio para estimularlos, lo que no ocurre en modo alguno con otros medios de transporte, incluido por cierto el tren (que está sobreestimado) y el avión (en el que debo dormir con todas las pastillas que sean necesarias para evadir sin atenuantes la espantosa realidad de tanta gente cerca).
Montando bicicleta he recordado que una vez le escribí a mi padre desde Madrid una carta en inglés y he pensado que tal vez fue una manera de decirle que si no podíamos ser amigos en español, tal vez podíamos intentarlo en inglés, pero él nunca respondió.
Montando bicicleta he comprendido que estoy moralmente obligado a vivir y morir en un lugar lejano del que vivieron mis padres y abuelos.
Montando bicicleta he pensado que debo llevar siempre conmigo unas pastillas lo bastante letales para acabar con mi vida.
Montando bicicleta he visto con claridad el rostro de la persona que ordenó que dejasen una serpiente muerta en el buzón del correo de mi casa.
Montando bicicleta he pensado que en mi familia hay una tradición por defender causas equivocadas (mi tío, al dictador cubano; mi abuelo, al dictador chileno; mi madre, al Opus Dei; mi padre, a los golpes militares) y me he preguntado si no me ocurrirá que después de pasarme media vida diciendo que soy homosexual terminaré descubriendo, ya tarde para desmentirlo, que lo que necesito desesperadamente es que un hombre me ame como no me amó mi padre, pero que tener sexo con un hombre no me interesa mayormente.

MI VIDA INTERIOR

Le pregunto a Lola, mi hija menor, qué quiere que le regale por su cumpleaños. Me dice: Euros. Sorprendido, le pregunto: ¿No prefieres dólares? Me dice: No, cien euros son ciento sesenta dólares, prefiero euros.
Le pregunto a Camila, mi hija mayor, si quiere leer los dos primeros capítulos de la novela que estoy escribiendo. Me dice: No, gracias, no me interesa, además tengo un montón de tareas. Le pregunto si puedo usar su nombre en la novela o si prefiere que le cambie de nombre. Me dice: Me da igual, ponme el nombre que quieras, igual nadie lee tus libros, papi.
Le pregunto a Sofía, la madre de mis hijas, si se ha quedado con ganas de tener un hijo. Me dice que sí, que le encantaría. Le digo que todavía es joven, que apenas tiene cuarenta años, que podría tenerlo. Me dice que no ha encontrado al hombre adecuado, que dependerá de la suerte, del destino. Le digo: Si no encuentras al hombre adecuado, siempre puedes usarme a mí. Me dice: Gracias, pero creo que prefiero adoptar.
Le pregunto a Martín cómo fue el vuelo de regreso de Madrid a Buenos Aires. Me dice que fue horrible, que había muchos niños que lloraban, que no pudo dormir, que su madre y él no hablaron una palabra en las doce horas y media de vuelo. Le pregunto por qué se peleó con su madre. Me dice que después de tres semanas de viajar con ella, ya no la aguantaba más y que apenas entraron al avión y se sentaron, él se puso su iPod y ella se lo quitó para decirle algo sin importancia y él se molestó y le dijo: No me hables en todo el vuelo, no te soporto más, sos una soberbia. Su madre le respondió: Y vos sos un neurótico, no sé cómo Jaime te aguanta. No hablaron en todo el vuelo, no hablaron mientras esperaban las maletas en Ezeiza (y las maletas tardaron casi una hora en aparecer), no hablaron en el taxi de regreso a casa (y había bastante tráfico en la general Paz). Llegando al edificio de su madre, Martín dejó las maletas en la puerta del ascensor y se fue sin darle un beso. Su madre le preguntó: ¿No vas a ayudarme a subir las valijas? Martín le dijo: No me jodas, me estoy meando, me voy a casa. Le pregunto si se arrepiente de haber viajado con su madre a Europa. Me dice: No me arrepiento, tenía que hacerlo, pero ni loco viajo con ella nunca más.
Le pregunto a mi madre si algunos de mis hermanos siguen molestos con ella porque salió en mi programa de televisión. Me dice: Sí, amor, siguen molestos, ni siquiera me saludaron por el día de la madre. Le digo que no entiendo por qué están molestos si nadie hizo nada contra ellos ni habló mal de ellos. Me dice: Es que dicen que una señora de mi posición social no puede salir en la televisión, dicen que es una cosa de mal gusto, que tu programa es más para la gente del espectáculo, de la farándula, no para una señora bien, de su casa. Le digo que no entiendo a mis hermanos. Me dice: En el fondo siguen molestos porque no vendí mis acciones cuando ellos me dijeron y por eso dejamos de ganar plata. Le pregunto: ¿Cuánto dejaste de ganar? Me dice: No sé bien, pero creo que más de un millón de dólares. Le pregunto: ¿Y ya vendiste por fin? Me dice: No, no he vendido nada. Le digo: Pero siguen bajando, mamá. Me dice: Sí, siguen bajando y tus hermanos sufren por eso. Le pregunto: ¿Y cuándo piensas vender? Me dice: Cuando Dios quiera, amor. Le pregunto: ¿Dios es tu agente de bolsa? Me dice: Sí, y Él me dará una señal. Me río. Ella dice: Ya verás que volverán a subir y que ganaré más de lo que perdí por no vender cuando me dijeron, Dios no me falla nunca y San José María tampoco.
La señora cubana de la peluquería de Key Biscayne me dice: Chico, yo no sé por qué al mar que hay entre Miami y La Habana le dicen El Estrecho de la Florida. Yo me vine en balsa hace años y te digo una cosa: ¡Ese mar de estrecho no tiene nada! Cuando estás allí en la balsa, es una inmensidad que no se acaba nunca, es muy sumamente ancho ese mar, no se ve ni dónde termina. ¡Qué va a ser estrecho eso, chico! ¡Yo no entiendo por qué le siguen llamando estrecho!
La cajera de la peluquería me dice que está enamorada de un cantante famoso. Le digo que ese cantante no tiene interés en las mujeres, que no se haga ilusiones. Me dice que ella está segura de que el cantante es bien macho. Le digo: No estés tan segura, no creo que le gusten las mujeres. La cajera me dice: A mí me gustan bien machos, me gustan los militares, los uniformados. Le pregunto: ¿Te gusta que te peguen? Me dice: Sí, me encanta, me gusta que me den fuerte, me gusta que me cojan como el toro se coge a la vaca. Me río. Le digo: Qué raro que te guste ese cantante, no parece un toro. Me dice: Tú tampoco y tú también me gustas.
La señora que me corta las uñas de los pies me dice: No te va a doler. Es mentira, me duele mucho, me quejo. Le digo: Esto duele más que el sexo. No se ríe. Me dice: No sé, chico, tú sabrás. Se hace un silencio. Luego me dice: Me encantó la entrevista que le hiciste a tu madre, pero no me gusta que hables de tu vida privada en televisión. Le digo: Comprendo.
Le pregunto a Sofía si sabe lo que tiene que hacer cuando me muera. Me dice: No, ¿qué quieres que haga? Le digo: Quiero que me incineren y luego quiero que tiren las cenizas a la piscina de la casa de mi madre y después quiero que mi madre y mis hermanos se metan a la piscina y si hay un cura del Opus dando vueltas por ahí, que se meta también. Me dice: No es gracioso. Le digo: Yo sé, pero eso es lo que quiero.
Le pregunto a Sofía si sabe cómo debe repartirse mi patrimonio cuando me muera. Me dice: ¿No habías escrito un testamento nuevo con tu abogado? Le digo: Sí, pero es bueno que lo sepas de todos modos. Me dice: Dime. Le digo: 30 por ciento para Camila, 30 por ciento para Lola, 20 para ti, 20 para Martín y el resto para tu madre. Me dice: No es gracioso. Le digo: Yo sé, pero así está escrito en mi testamento.
Le pregunto si sabe lo que tiene que hacer con mi ropa interior cuando me muera. Me dice: ¿Con tu ropa interior? Le digo: Sí, con mi ropa interior. La mandas al Opus Dei como prueba de que tuve vida interior.
Le pregunto si recuerda lo que debe decir mi epitafio en caso de que no me incineren sino que me entierren, que es lo que ella y mis hijas prefieren. Me dice: ¿Qué quieres que diga tu epitafio, gordi? Le digo: “Supo dar y recibir”. Se ríe. Le digo: Y debajo, un añadido en letras más pequeñas: “Y es cierto que goza más el que da”. No se ríe.

SANTO CABRÓN

Una manera de medir la soledad es contar el número de veces que suena el teléfono de tu casa.
Para que la medición sea confiable debes estar solo en tu casa un día entero, lo que tal vez ya revela una predisposición a la soledad o a investigar el grado de soledad en el que vives.
También es preciso que ese día no hables con nadie, salvo con las personas que te llamen y sólo brevemente con ellas. Pero no debes llamar a nadie porque eso puede provocar que llamen contestando tu llamada y por consiguiente puede perturbar la fidelidad de la medición que nos ocupa.
En el caso de que tengas celular, es mejor dejarlo apagado, no sólo el día de la medición, sino, a ser posible, siempre, y encenderlo sólo para escuchar, si acaso, los mensajes, unos mensajes que con seguridad no vas a responder, porque son de personas que llaman para pedirte cosas y odias a la gente que te busca para pedir favores.
Si el teléfono no suena tres días seguidos (sin incluir las noches, porque lo desconectas para dormir) y si son dos las líneas telefónicas que tienes en tu casa (una para las cosas personales, otra para las del trabajo) y son seis en total los aparatos telefónicos instalados en tu casa (entre inalámbricos y fijos, todos los cuales desconectas antes de tomar las pastillas para dormir), no conviene que saltes a la conclusión atropellada de que nadie te quiere: si nadie te llama es apenas que nadie quiere hablar contigo, no necesariamente que nadie te quiere. Puede que haya personas que te quieren en silencio, que es una manera noble y elegante de querer, o que te quieren sin conocerte bien, que es una manera menos meritoria porque el afecto se basa en una percepción que a menudo es engañosa o irreal, o que te quieren precisamente porque no te conocen del todo, es decir que si te conocieran no te querrían y tampoco te llamarían.
Pero el hecho cierto, probado y contado es que durante tres días consecutivos el teléfono no ha sonado y eso te ha dejado pensativo, aunque no exactamente preocupado.
En rigor sí ha sonado, pero esas llamadas eran de personas que te hablaban en inglés con voz de robot y te preguntaban si eras otra persona que seguramente había usado antes ese mismo número y te querían vender cosas o te querían cobrar cuentas pendientes o te querían sacar dinero de alguna manera taimada. Es decir que las únicas personas que te han llamado esos tres días andaban buscando a otra persona, no a ti (y tú has fingido ser esa otra persona, hablando como mujer, sólo para indagar qué querían, y era que esa mujer, que tal vez ya está muerta, nunca devolvió un libro a la biblioteca pública) o querían tu dinero, no a ti.
No es agradable que una persona se acuerde de ti sólo para pedirte dinero (y en esto incluyo a la familia), pero es mucho peor no tener dinero, porque en ese caso tampoco van a acordarse de ti y ni siquiera te van a llamar. Al menos cuando te llaman para pedirte dinero sabes que no te llaman por cariño, lo que no es alentador, pero también sabes que esa persona tiene menos dinero que tú, y eso puede servir de consuelo (y en esto sigo incluyendo a la familia, que tampoco me llama porque sabe que siempre encuentro una mentira para no prestar dinero).
Algo habrás hecho mal para que nadie te llame ni siquiera para pedirte dinero, es lo que me digo montando bicicleta por las calles más tranquilas de la isla, convenientemente sedado por las pastillas.
O algo habrás hecho bien, me digo luego. Porque no cabe duda de que cuando mejor estás es cuando nadie te molesta.
Lo que me lleva a otra cuestión, más ardua por cierto de medir y probar: la mejor versión de mí es sin duda aquella que sólo yo puedo ver. Es decir que la persona que más exactamente soy, la versión menos impostada o deshonesta de mí, aparece con más nitidez cuando estoy a solas. Es decir que cuando estoy con alguien siempre miento porque trato de ser alguien mejor o alguien distinto, no sé si mejor, pero sí más amable y educado, de quien en realidad soy. Es decir que la compañía humana (o incluso la de animales domésticos) no resulta en modo alguno propicia para mi bienestar, aun si se trata de personas (o de mascotas) a las que quiero.
Si esto es verdad (y para mí indudablemente lo es, aunque no podría probarlo, pues sólo puedo probarlo ante mí mismo), soy más feliz cuando estoy solo, porque entonces soy una peor persona.
Se podría inferir lógicamente de lo anterior que soy una mala persona, porque si me siento bien siendo una mala persona y me siento mal tratando de ser una buena persona, es que a no dudarlo lo que me resulta natural es ser una mala persona y lo que me procura cierto grado de razonable bienestar es aceptarme como una mala persona y quererme como una mala persona y cultivar esas cosas malas de mí, por ejemplo la pereza, el egoísmo, la mezquindad, un cierto desprecio por la vida humana en general y por la mía en particular.
No sé si esto que es cierto para mí lo sea también para otras personas, pero a veces pienso que algunas personas son infelices porque no saben que en esencia son malas y se engañan y tratan de ser buenas o virtuosas y ese esfuerzo, esa obstinación, esa terquedad por ser mejores no las hace buenas pero sí más infelices.
Tal vez las personas saben que cuando están a solas son peores, y por eso muchas le huyen a la soledad, porque no quieren recordar las miserias que habitan en ellas, porque esas miserias se disuelven o se encubren o se confunden cuando estás con otras personas y entonces tu verdadera identidad se entremezcla con las de los demás y ya nada es verdadero, salvo el esfuerzo por no ser quien eres, por buscar en los demás lo que nunca hallarás en ti porque no tienes el valor de buscarlo, de mirarte a la cara y decir: soy un cabrón y me encanta ser un cabrón y lo que me divierte es ser un cabrón y lo que me aburre es tratar de ser un santo. Santo cabrón es lo que soy.
Que no suene el teléfono o que sólo suene por error puede ser entonces una señal alentadora, por la que no deberías preocuparte: por una parte, parece revelar que eres una mala persona feliz y por otra, tal vez pone en evidencia que las personas que te conocen (y en esto sigo incluyendo a la familia) saben que eres una mala persona y que eres más feliz estando solo o sola (en mi caso, digamos sola). Es decir que la frecuencia del timbre del teléfono, más que medir el grado de soledad en el que voluntariamente te has confinado, lo que mide es cuánto te conoces y cuánto te conocen los demás.
El buzón del correo de tu casa también parece ser un instrumento confiable de medición sobre tus calidades como persona y la información que los demás poseen sobre dichas calidades. Porque después de tres días de silencio telefónico has salido a recoger la correspondencia, has abierto el buzón y has encontrado una culebra negra que por suerte estaba muerta.
Sólo una mala persona encontraría una culebra muerta en su buzón de correo.

19/7/08

TU MADRE SABE MEJOR

-De ninguna manera van a servir cerveza en tu fiesta -dice Sofía.
-Pero en todas las fiestas sirven cerveza, mami -dice Lola.
-Es una fiesta de trece años -dice Sofía.
-Pero van a venir chicos de quince -dice Lola-. Tengo un montón de amigos de quince.
-¿Y qué? -pregunta Sofía.
-¿No entiendes? -dice Lola-. Todos los chicos de quince toman cerveza. Todos.
-Mala suerte -dice Sofía-. En la fiesta de mi hija de trece años no se va a servir cerveza. Yo no lo voy a permitir.
-Dicen que está bueno ir al Escorial -dice Martín.
-Me da fiaca -dice Inés-. Todos los monumentos son iguales.
-Eres una pancha -dice Martín-. ¿Adónde querés ir?
-Llévame a H y M, dale -dice Inés.
-Pero ya fuimos ayer y nos quedamos horas, mami -dice Martín.
-Sí, pero no compré un cinturón colorado que me encantó -dice Inés.
-¿Cuánto costaba? -dice Martín.
-Quince euros -dice Inés.
-Bueno, vamos, pero lo comprás con tu plata -dice Martín.
-¿Y después me podés llevar allí frente al palacio Real para que la china me haga otro masaje? -pregunta Inés.
-Es un quemo que te hagan masajes en una plaza enfrente de todo el mundo -dice Martín.
-Es que no sabés cómo tengo la espalda toda contracturada -dice Inés-. Debo haber dormido en una mala posición.
-Siempre dormís en una mala posición -dice Martín.
-¿Vas a venir por el día del padre, amor? -pregunta mi madre.
-No, mamá, me voy a quedar en Miami -digo.
-Pero ¿cómo vas a estar lejos de tus hijas el día del padre?
-Ya lo celebramos el domingo pasado.
-Pero tienes que estar con ellas este domingo, si no vienes se van a quedar desconcertadas.
-¿Tú crees?
-Sí, claro, tienes que venir, si no tus hijas se van a quedar traumadas.
-Pero no es tan importante, mamá, ellas saben que las quiero, no tengo que ir a Lima para demostrarles que las quiero.
-¿Cómo te vas a quedar solito por el día del padre? ¿Quieres que vaya hasta allá para traerte?
-No, mamá, mil gracias.
-Mira que si me lo pides, yo voy feliz.
-No, gracias, qué amor.
-Y no te preocupes, que yo me pago mi pasaje y si quieres el tuyo también.
-Mi papi me ha dicho que me da permiso para que sirvan cerveza -dice Lola.
-No me importa lo que él diga, acá la que decido soy yo -dice Sofía.
-No es justo, tú no vas a pagar la fiesta, la paga mi papi -dice Lola.
-La pagará tu papá, pero él no sabe cómo son las fiestas -dice Sofía.
-Tú tampoco sabes -dice Lola.
-Yo sí sé -dice Sofía-. Yo iba a fiestas cuando tenía tu edad y nadie tomaba cerveza.
-Eso era hace treinta años, mamá -dice Lola-. Ahora las cosas han cambiado.
-No quiero que en la fiesta de mi hija haya chicos borrachos vomitando -dice Sofía.
-Nadie va a vomitar, mamá -dice Lola.
-¿No sabes que hay una cosa que se llama “coma alcohólico”? -dice Sofía-. La gente se muere por tomar.
-¿Y entonces por qué tomas? -pregunta Lola.
-Yo sólo tomo socialmente -dice Sofía.
-Ja -dice Lola-. Socialmente. Todos los fines de semana llegas oliendo a trago.
-No me faltes el respeto -dice Sofía-. Soy tu madre. Y soy mayor de edad.
-¿Y a los mayores de edad no les da coma alcohólico? -pregunta Lola.
-No camines tan rápido -dice Inés.
-Pero vas como una tortuga a uno por hora -dice Martín.
-Yo camino normal, vos caminás demasiado rápido, no sé por qué andás tan apurado si estamos de vacaciones -dice Inés.
-Porque tenemos que ir al Prado y después a Atocha para comprar el tren a Sevilla y a este paso de tortuga no vas a conocer nada -dice Martín.
-No quiero conocer nada -dice Inés-. Lo que quiero es ir al café Oriente a tomarme un gazpacho.
-Está bueno ese café -dice Martín.
-Lo malo que es tan caro -dice Inés-. Diez euros un gazpacho. ¿Cuánto es eso en pesos?
-¿No podés hacer vos el cambio? -dice Martín.
-Es que me olvido -dice Inés.
-Cincuenta pesos -dice Martín.
-No puedo creer lo caro que es todo acá -dice Inés.
-¿Entonces no vamos al Prado? -dice Martín.
-No, mejor no, necesito sentarme y tomar algo -dice Inés-. Además los museos son todos iguales.
-Y los gazpachos también -dice Martín.
-No, el del café Oriente es el mejor del mundo -dice Inés.
-¿Le estás haciendo caso a la doctora? -pregunta mi madre.
-No del todo -digo.
-Tienes que hacerle caso en todo, amor.
-No puedo. Me ha dicho que duerma desnudo.
-¿Eso te ha dicho?
-Tal cual. Dice que ella duerme desnuda. Y que es absurdo que en Miami duerma tan abrigado.
-Bueno, si la doctora, que es una eminencia, te recomienda eso, por algo será, hazle caso.
-Traté, pero no pude.
-¿No pudiste dormir, amor?
-Me quedé dormido, pero me despertaba a cada rato con pesadillas.
-Mi Jaimín, no sabes cuánto me preocupa tu salud.
-Tuve las pesadillas más horribles. Sólo aguanté dos horas y me vestí.
-¿Y te pusiste medias?
-Sí.
-Pero, mi amor, es Miami, cómo puedes dormir con medias, es algo contranatura.
-Todo en mi vida es contranatura, mamá.
-¿Tú tomas cerveza? -pregunta Sofía.
-Obviamente no, mamá -dice Lola.
-Entonces no tiene sentido que sirvan cerveza -dice Sofía-. Yo a los trece tampoco tomaba cerveza.
-Por eso eres una traumada -dice Lola.
-No me hables así -dice Sofía-. No es normal que los menores de edad tomen cerveza.
-Mi papá dice que sí -dice Lola.
-Tu papá no sabe lo que es normal -dice Sofía.
-¿O sea que mi papá es anormal? -dice Lola.
-Yo no he dicho eso -dice Sofía.
-Sí lo has dicho -dice Lola.
-Lo que he dicho es que lo normal es que los mayores tomen cerveza y los menores no -dice Sofía.
-Pero mi papá es mayor y no toma cerveza -dice Lola.
-Eso es anormal -dice Sofía.
-Le voy a decir a la masajista que sólo puedo darle quince euros, veinte es mucho -dice Inés.
-No podés regatearle el precio, todas esas chinas son de una mafia filipina, después sale el jefe y nos caga a pedos -dice Martín.
-Lo que más extraño es el verde -dice Inés-. Me enferma tanto cemento, tanto concreto.
-Estamos en Madrid, mami -dice Martín-. ¿Qué querés?
-No sé, pero en Buenos Aires hay más verde -dice Inés.
-Y sí -dice Martín.
-No puedo creer que tu papá venía a Europa a ver partidos de rugby y nunca me trajo -dice Inés.
-Te prohíbo que hables de papá -dice Martín.
-Tu abuela dice que Mili llora toda la noche -dice Inés-. Se ve que me extraña.
-Que le dé un alplaz y que no joda -dice Martín.
-La próxima vez la traigo, no sabés cómo la extraño -dice Inés.
-¿Sabés lo que cuesta viajar con una perra? -dice Martín.
-Entonces no viajo más -dice Inés-. No puedo dejarla a Mili.
-¿Preferís estar con esa perra histérica que con tu hijo en Madrid? -dice Martín.
-Lo que me gustaría es estar los tres juntos en el café Oriente -dice Inés-. ¿Sabés lo que le gustaría a Mili el tostón de cerdo?
-¿Te llevaste a Miami la foto de tu papi que te regalé enmarcada? -pregunta mi madre.
-Sí, mamá -digo.
-¿La has puesto en tu mesa de noche?
-No, mamá.
-¿Dónde la has puesto? ¿No la habrás dejado en Lima?
-La tengo en el clóset.
-¿Por qué en el clóset, amor?
-No sé. No puedo verla.
-Pero si tu papi sale lindo, sonriendo.
-Sí. Pero cuando veo la foto me da miedo.
-Pero tu papi está en el cielo y te quiere, mi amor.
-Puede ser. Pero cuando tengo pesadillas siempre aparece él.
-Pon la foto de tu papi en tu mesa de noche y vas a ver que se terminan las pesadillas, amor.
-No puedo, mamá. No puedo.

EL SEXO Y LAS PASTILLAS

Martín ha decidido abreviar sus días en Miami conmigo para invitar a su madre a Madrid y París, donde pasarán tres semanas. Cuando llegó a principios de mayo, me dijo que se quedaría todo el verano en Miami y volvería a Buenos Aires con la llegada de la primavera porque no soportaba el frío de su ciudad. Pero sólo ha pasado un mes y ahora parece que no soporta el calor de Miami y entonces vuelve a Buenos Aires a pesar de la ola de frío para llevar a su madre a Europa. Me da pena que se aleje de nuevo, pero también me alegra que Inés, que ha sufrido tanto en los últimos tiempos –perdió a una hija y se separó de su esposo–, pueda hacer este viaje con su hijo.
Tal vez debería hacer un viaje con mi madre, invitarla a Madrid y París como Martín ha hecho tan generosamente con la suya, pero, a pesar de lo mucho que nos queremos, tengo miedo de que, estando tanto tiempo juntos, hablemos de las cosas que nos distancian y terminemos discutiendo. Ella nunca aceptará el amor entre personas del mismo sexo como algo natural y yo nunca sentiré simpatía por la rigidez moral del Opus Dei ni por los cardenales que ella admira. Ese abismo nos separa y me temo que nos separará siempre. Podríamos viajar juntos y no hablar de nada de eso, pero no sé de qué hablaríamos si no podemos hablar de las cosas que de verdad importan, como el amor.
Por lo demás, no tengo ganas de viajar a ninguna parte, ni siquiera a Lima, donde están mis hijas, a quienes extraño los fines de semana que me quedo en Miami, a pesar de lo bien que me tratan en el spa del Ritz, donde puedo dar fe de que la felicidad existe y viene en la forma de una bata muy suave, unas sandalias de jebe, una cámara de vapor, un cuarto de relajación con muchas velas y luz tenue y música sosegada y un muchacho cubano que me trae tés verdes con miel y me pregunta si deseo un masaje más en la espalda. Mis hijas no quieren pasar sus vacaciones de julio en Miami porque dicen que ya se hartaron de Miami, de las compras en Aventura, de las películas todas las tardes en los cines de Lincoln Road, de las noches sofocantes en mi casa porque no enciendo el aire acondicionado y tienen que prender ventiladores que hacen el ruido de un helicóptero y a veces terminan durmiendo en los cuartos de abajo y hasta en la cocina sólo para refrescarse con el aire acondicionado que yo, egoísta, no tolero en el segundo piso. Por suerte mis hijas no me tienen miedo como yo temía a mis padres y me dicen que ya no se divierten conmigo en Miami y que lo que quieren hacer en julio es ir a París. No sé por qué están tan seguras de que deben ir a París y no a Madrid o a Barcelona, donde yo la paso mejor que en París. Ellas lo tienen claro: es a París adonde quieren ir, y por supuesto Sofía, su madre, no puede estar más de acuerdo y no hace el menor intento por disuadirlas.
Así como ellas están hartas de Miami y en particular de mi casa no demasiado ventilada de Miami, yo estoy harto de subir y bajar de aviones, de hacer filas en aeropuertos, de que mi vida social consista exclusivamente en hablar con gente en aviones y aeropuertos, gente con la que a menudo preferiría no hablar, y por eso les digo a mis hijas con mucha pena, y con mi ya conocido egoísmo de padre ausente, que no las acompañaré a París y que si no quieren estar en Miami conmigo tendrán que ir a Europa con su madre. Pensé que ellas se sentirían tristes o contrariadas de no pasar sus vacaciones conmigo y reconsiderarían sus planes, pero me llevé una sorpresa que dolió: las chicas estuvieron encantadas de que Sofía las acompañe a París y yo pague el viaje y me quede en Miami echándolas de menos.
Serán entonces las primeras vacaciones que mis hijas y yo no estemos juntos y no ha sido fácil para mí aceptarlo, pero Camila ya tiene casi quince años y es una mujer fuerte, segura, independiente, que sabe lo que quiere, y lo que quiere es irse a París y no precisamente conmigo porque sabe lo odioso y egoísta y caprichoso que soy con los horarios para dormir y las temperaturas del cuarto y las fatigas que me asaltan y entonces ella, que no es tonta, sólo me pide que le pague el viaje a París y que no se lo eche a perder imponiéndole una presencia que, ya está claro, tal vez le molesta un poco a estas alturas de su adolescencia feliz, menos en todo caso de lo que le molesta, si acaso, la presencia de Sofía, que duerme en la cama con ellas, sin medias las tres, y que va al mismo ritmo infatigable que las bellas Lola y Camila, que tanto se le parecen.
Tratando de ser un buen padre y, a la vez, un buen perdedor y, de paso, un buen amigo de Sofía, que insiste en compartir las vacaciones de las niñas –dos semanas con ella y dos, conmigo– y que, por supuesto, yo pague también su parte de las vacaciones, he renunciado a mis dos semanas con ellas para que puedan pasar todo el mes en París y no estén en Miami aburridas y acaloradas y durmiendo en la cocina cerca del frío de la refrigeradora y acompañándome a la tele y pensando que podrían ser más felices en París, pero he tomado una decisión mezquina y rencorosa de la que no me enorgullezco pero que en cierto modo me parece justa: si van a viajar con su madre y no conmigo y si insisten en ir a una ciudad tan cara como París, deberán hacerlo en los asientos más angostos de clase económica, a los que ellas no están precisamente acostumbradas, porque las tarifas en ejecutiva a París, y más en julio, cuestan una fortuna, y quedarse en un hotel de tres estrellas, pues ya bastante me duele pagar unas vacaciones de las que no seré parte, a no ser por las fotos que me manden todos los días a mi correo electrónico y por las cuentas que me lleguen a la tarjeta de crédito. No soy, por lo visto, tan buen perdedor ni buen padre, porque mi plan secreto o ya no tanto es que ellas comprendan que si no vienen a Miami conmigo, a la rutina perezosa de las películas y las siestas y las tardes en la piscina y las compras renuentes por mi parte en Aventura, entonces tendrán que renunciar a ciertos privilegios, por ejemplo los asientos más anchos de ejecutiva y las compras irrestrictas en Aventura porque siempre he creído culposamente que la manera de suplantar mi ausencia física como padre es comprarles toda la ropa que quieran.
Mientras Martín y su madre paseen por Madrid y París, y mis hijas y su madre recorran incansables las calles de París, y quizá algún día Sofía y Martín caminen las mismas calles y no se reconozcan y mis hijas se queden calladas porque no quieren delatar que ese chico alto y flaco es el amigo de su padre, yo estaré en bata y sandalias en el cuarto de relajación del Ritz y me consolaré pidiéndole al cubano que me traiga unas fresas más y que me haga ese masaje en la espalda que me hace pensar que la felicidad existe pero cuesta cien dólares la hora. Así todos seremos felices y espero que el cubano también.

EL PADRE AUSENTE

Martín ha decidido abreviar sus días en Miami conmigo para invitar a su madre a Madrid y París, donde pasarán tres semanas. Cuando llegó a principios de mayo, me dijo que se quedaría todo el verano en Miami y volvería a Buenos Aires con la llegada de la primavera porque no soportaba el frío de su ciudad. Pero sólo ha pasado un mes y ahora parece que no soporta el calor de Miami y entonces vuelve a Buenos Aires a pesar de la ola de frío para llevar a su madre a Europa. Me da pena que se aleje de nuevo, pero también me alegra que Inés, que ha sufrido tanto en los últimos tiempos –perdió a una hija y se separó de su esposo–, pueda hacer este viaje con su hijo.
Tal vez debería hacer un viaje con mi madre, invitarla a Madrid y París como Martín ha hecho tan generosamente con la suya, pero, a pesar de lo mucho que nos queremos, tengo miedo de que, estando tanto tiempo juntos, hablemos de las cosas que nos distancian y terminemos discutiendo. Ella nunca aceptará el amor entre personas del mismo sexo como algo natural y yo nunca sentiré simpatía por la rigidez moral del Opus Dei ni por los cardenales que ella admira. Ese abismo nos separa y me temo que nos separará siempre. Podríamos viajar juntos y no hablar de nada de eso, pero no sé de qué hablaríamos si no podemos hablar de las cosas que de verdad importan, como el amor.
Por lo demás, no tengo ganas de viajar a ninguna parte, ni siquiera a Lima, donde están mis hijas, a quienes extraño los fines de semana que me quedo en Miami, a pesar de lo bien que me tratan en el spa del Ritz, donde puedo dar fe de que la felicidad existe y viene en la forma de una bata muy suave, unas sandalias de jebe, una cámara de vapor, un cuarto de relajación con muchas velas y luz tenue y música sosegada y un muchacho cubano que me trae tés verdes con miel y me pregunta si deseo un masaje más en la espalda. Mis hijas no quieren pasar sus vacaciones de julio en Miami porque dicen que ya se hartaron de Miami, de las compras en Aventura, de las películas todas las tardes en los cines de Lincoln Road, de las noches sofocantes en mi casa porque no enciendo el aire acondicionado y tienen que prender ventiladores que hacen el ruido de un helicóptero y a veces terminan durmiendo en los cuartos de abajo y hasta en la cocina sólo para refrescarse con el aire acondicionado que yo, egoísta, no tolero en el segundo piso. Por suerte mis hijas no me tienen miedo como yo temía a mis padres y me dicen que ya no se divierten conmigo en Miami y que lo que quieren hacer en julio es ir a París. No sé por qué están tan seguras de que deben ir a París y no a Madrid o a Barcelona, donde yo la paso mejor que en París. Ellas lo tienen claro: es a París adonde quieren ir, y por supuesto Sofía, su madre, no puede estar más de acuerdo y no hace el menor intento por disuadirlas.
Así como ellas están hartas de Miami y en particular de mi casa no demasiado ventilada de Miami, yo estoy harto de subir y bajar de aviones, de hacer filas en aeropuertos, de que mi vida social consista exclusivamente en hablar con gente en aviones y aeropuertos, gente con la que a menudo preferiría no hablar, y por eso les digo a mis hijas con mucha pena, y con mi ya conocido egoísmo de padre ausente, que no las acompañaré a París y que si no quieren estar en Miami conmigo tendrán que ir a Europa con su madre. Pensé que ellas se sentirían tristes o contrariadas de no pasar sus vacaciones conmigo y reconsiderarían sus planes, pero me llevé una sorpresa que dolió: las chicas estuvieron encantadas de que Sofía las acompañe a París y yo pague el viaje y me quede en Miami echándolas de menos.
Serán entonces las primeras vacaciones que mis hijas y yo no estemos juntos y no ha sido fácil para mí aceptarlo, pero Camila ya tiene casi quince años y es una mujer fuerte, segura, independiente, que sabe lo que quiere, y lo que quiere es irse a París y no precisamente conmigo porque sabe lo odioso y egoísta y caprichoso que soy con los horarios para dormir y las temperaturas del cuarto y las fatigas que me asaltan y entonces ella, que no es tonta, sólo me pide que le pague el viaje a París y que no se lo eche a perder imponiéndole una presencia que, ya está claro, tal vez le molesta un poco a estas alturas de su adolescencia feliz, menos en todo caso de lo que le molesta, si acaso, la presencia de Sofía, que duerme en la cama con ellas, sin medias las tres, y que va al mismo ritmo infatigable que las bellas Lola y Camila, que tanto se le parecen.
Tratando de ser un buen padre y, a la vez, un buen perdedor y, de paso, un buen amigo de Sofía, que insiste en compartir las vacaciones de las niñas –dos semanas con ella y dos, conmigo– y que, por supuesto, yo pague también su parte de las vacaciones, he renunciado a mis dos semanas con ellas para que puedan pasar todo el mes en París y no estén en Miami aburridas y acaloradas y durmiendo en la cocina cerca del frío de la refrigeradora y acompañándome a la tele y pensando que podrían ser más felices en París, pero he tomado una decisión mezquina y rencorosa de la que no me enorgullezco pero que en cierto modo me parece justa: si van a viajar con su madre y no conmigo y si insisten en ir a una ciudad tan cara como París, deberán hacerlo en los asientos más angostos de clase económica, a los que ellas no están precisamente acostumbradas, porque las tarifas en ejecutiva a París, y más en julio, cuestan una fortuna, y quedarse en un hotel de tres estrellas, pues ya bastante me duele pagar unas vacaciones de las que no seré parte, a no ser por las fotos que me manden todos los días a mi correo electrónico y por las cuentas que me lleguen a la tarjeta de crédito. No soy, por lo visto, tan buen perdedor ni buen padre, porque mi plan secreto o ya no tanto es que ellas comprendan que si no vienen a Miami conmigo, a la rutina perezosa de las películas y las siestas y las tardes en la piscina y las compras renuentes por mi parte en Aventura, entonces tendrán que renunciar a ciertos privilegios, por ejemplo los asientos más anchos de ejecutiva y las compras irrestrictas en Aventura porque siempre he creído culposamente que la manera de suplantar mi ausencia física como padre es comprarles toda la ropa que quieran.
Mientras Martín y su madre paseen por Madrid y París, y mis hijas y su madre recorran incansables las calles de París, y quizá algún día Sofía y Martín caminen las mismas calles y no se reconozcan y mis hijas se queden calladas porque no quieren delatar que ese chico alto y flaco es el amigo de su padre, yo estaré en bata y sandalias en el cuarto de relajación del Ritz y me consolaré pidiéndole al cubano que me traiga unas fresas más y que me haga ese masaje en la espalda que me hace pensar que la felicidad existe pero cuesta cien dólares la hora. Así todos seremos felices y espero que el cubano también.

LA MALA NOCHE

Extrañamente en Lima duermo mejor que en Miami. No me pongo ropa de dormir, hace ya algún tiempo dejé de cambiarme de ropa para dormir. Me dejo caer en la cama con la misma ropa que he usado durante el día. No me quito los zapatos, no veo por qué debería quitármelos. Me echo boca abajo. Antes he prendido en máxima potencia la Electrolux portátil que compré en Buenos Aires. Acerco mis pies al calefactor. El aire caliente me hunde en un sueño profundo. Despierto unas horas después, bañado en sudor, los pies ardiendo. A veces consigo dormir seis horas.
Si no tengo el calefactor Electrolux argentino quemándome los zapatos, me dan pesadillas –mi padre me insulta y me pega; mis hijas se pierden o se ahogan; los aviones caen mientras rezo ya tarde– y cuando despierto estoy furioso, irritado, con ganas de pelearme con alguien y además no paro de toser y expectorar cosas innombrables y Sofía se impacienta porque escupo en sus macetas y en sus alfombras importadas y en sus revistas de decoración, que es donde más me gusta escupir porque siento que es mi manera de decorar la casa.
En Miami las noches son peores. El calefactor Electrolux argentino no funciona. He hecho todo lo posible para hacerlo funcionar pero he fracasado. He comprado otros calefactores pero ninguno funciona igual, ninguno me quema los pies, son tibios y débiles y botan un aire ridículo y no sirven para nada. No es fácil encontrar un calefactor en Miami, nadie los necesita, salvo los enfermos y los locos. La mayor parte tienen un termostato incorporado que apaga el aire caliente cuando se llega a la temperatura máxima. Esos son los más despreciables. Los pies se me enfrían y despierto furioso y pateo el calefactor de cuarenta dólares que compré en el Sears de Coral Way después de tomarme fotos con las vendedoras uniformadas que todavía no se han enterado de que no soy heterosexual y aun si les dijera que no lo soy tampoco me creerían porque uno cree lo que quiere creer.
En Miami duermo boca arriba porque boca abajo me asfixio. No prendo el aire acondicionado porque el frío en cualquiera de sus formas es el mejor aliado de la enfermedad. No puedo precisar la naturaleza de la enfermedad. Es incierta, misteriosa y obstinada. No me deja respirar, no me deja dormir, no me deja escribir, no me deja hacer el amor ni creer en el amor. No quiero saber el nombre de la enfermedad ni su exacto lugar de alojamiento. Sé que vive conmigo y que me ha poseído con amor perverso e incomprendido y que tengo la batalla perdida. Sé que esos bichos son mis bichos y quieren quedarse con mi cuerpo y yo siempre le di mi cuerpo a cualquier mal bicho que lo deseara poseer. Por eso no voy a ningún médico. O voy y cuando me dicen que tienen que sacarme sangre me escapo. O voy y cuando me hacen esperar más de una hora me largo escupiendo en los pasillos alfombrados de esa clínica de lujo los bichos que me habitan.
En Miami prendo un radiador de aceite en un cuarto y otro radiador igualmente pesado en el cuarto de al lado y nunca sé dónde despertaré porque en un cuarto se escuchan los ladridos del perro del vecino y en el otro los cantos del pájaro feliz y los gritos de los niños del parvulario que han abierto frente a mi casa y entonces voy de una cama a otra buscando el silencio esquivo, imposible y tratando de que el calor de los radiadores me devuelva al sueño y neutralice el avance de los bichos que me roban el oxígeno y se quedan con lo mejor de mí.
Nunca duermo más de dos horas y cuando despierto bajo a la cocina y ataco a las cucarachas con el aerosol de Mr. Clean (que tanto se parece a Mc Cain) y a pesar de la mala noche me siento feliz cuando consigo matar a una de esas cobardes malnacidas que merodean la basura y seguramente están esperando a que me muera.
Entonces vuelvo a alguna de mis camas según los ladridos del perro o los exabruptos musicales del pájaro cantor o los chillidos de los niños del parvulario o los ruidos del jardinero de la casa vecina que aspira la hierba cortada con una máquina satánica que hace el peor de todos los ruidos posibles. Y como nunca puedo volver a dormir y ya es media mañana y siento que estoy a punto de enloquecer y salir a la calle disparando perdigones al jardinero, al perro, al pájaro cantor y a las maestras del parvulario, sé que es el momento de entrar al baño y elegir la pastilla que me haga morir un poco.
No es una elección fácil porque son cuatro pastillas distintas y cada una tiene su probada eficacia y sus efectos secundarios. Los Alplax que me regaló la mamá de Martín en Buenos Aires son buenos porque me relajan y me vuelven una persona mejor, pero no me hacen dormir más de tres o cuatro horas y al día siguiente me dejan la boca reseca. Los Lunesta que me vende Henry en la farmacia sin pedirme prescripción son mejores porque me hacen dormir seis o siete horas, pero al día siguiente me dan resaca, me duele la cabeza, me vuelven tacaño y miserable y me paso el día insultando imaginariamente a mis enemigos, que no son pocos. Los Stilnox que me recetó la doctora en Lima son peligrosos, pero por eso mismo los que más me tientan: no dejan resaca, me hacen dormir profundamente y boca abajo y con los radiadores apagados, lo malo es que me hacen alucinar y me dan sonambulismo y a veces despierto sin zapatos en el sillón de la cocina o en calzoncillos en el sillón de la sala y no recuerdo cómo llegué allí ni dónde me quité la ropa y esos cambios bruscos de temperatura me dejan al día siguiente con una tos odiosa y la sensación de que la enfermedad recrudece cuando tomo los Stilnox que Jack Nicholson le dijo a Heath Ledger que dejase de tomar porque podían costarle la vida. Pero cuando uno está loco de no poder dormir se toma una pastilla o varias sabiendo que se juega la vida y no importa, lo que importa es dormirse aun si después ya no despiertas. Y luego están los Klonopin que una amiga cubana metió en mis bolsillos una noche y volvió a darme cuando nos encontramos en Buenos Aires y que son espléndidos porque me hacen dormir hasta ocho horas en la misma posición y con zapatos y sin radiadores y sin escuchar niños ni pájaros ni perros ni maestras jardineras, pero al día siguiente no puedo moverme de la cama, me quedo echado viendo televisión y no puedo hablar con nadie, ni siquiera con Martín, y sólo me provoca salir a montar bicicleta y escupir en los jardines de las casas más lindas de la isla y cuando a la noche voy a la televisión estoy tan idiotizado que a duras penas puedo hablar, sólo quiero seguir montando bicicleta y escupiendo la enfermedad en los jardines de los que están sanos.
Las noches peores pongo en mi mano derecha un Alplax argentino, un Lunesta azulito que tal vez ya expiró porque tengo muchos y algunos muy antiguos, un Stilnox peruano que seguro es pirata y un Klonopin cortado por la mitad porque así me los dio mi amiga cubana y los miro y los huelo y pienso tomármelos todos juntos a ver qué pasa, cuántas horas duermo, cómo me cambia el humor al día siguiente, pero después recuerdo que les he prometido a mis hijas llevarlas en julio a París y entonces tiro las pastillas sobre la cama y la que más cerca termina de mi almohada es la que finalmente meto en mi boca.

DOS HERMANOS SE PELEAN

A fines del año pasado mi hermano Javier viajó a Buenos Aires a pasar unos días conmigo. No conocía la ciudad y yo le había prometido desde que éramos chicos que algún día iríamos juntos a ver buen fútbol y comer rico.
Unos días antes de su viaje le pregunté si tenía ganas de conocer a Martín, mi amigo íntimo, con quien compartía un departamento en esa ciudad. Tenía el temor de que, por razones morales o religiosas, por la educación que habíamos recibido en casa, Javier no aprobase mi relación con Martín y se incomodase al verlo. Por suerte me respondió que estaría encantado de conocerlo.
Le dije que, dado que Martín y yo dormíamos en cuartos separados y no teníamos un cuarto para alojar a los amigos de paso, prefería invitarlo a un hotel muy bonito, en el centro de San Isidro, frente a la catedral. A Javier le pareció una buena idea, así podía moverse con más libertad.
Una noche Martín se quedó en el departamento viendo televisión y Javier y yo salimos a comer. Yo sentía que estaba descubriendo a un hermano. Siempre lo había tenido entre mis favoritos, y por eso quise que fuera el padrino de mi hija mayor, pero estaba sorprendido por su inteligencia, su sentido del humor, sus aptitudes para la conversación risueña y relajada y su encantadora capacidad para tomarse todo con calma. Nunca me había sentido tan amigo de un hermano y tan hermano de un amigo. Era un hallazgo que no dejaba de alegrarme en cada pequeño momento que compartíamos: en el auto, rumbo a los campos de Pilar; tomando el té en la terraza de John Bull; en el bar del hotel Plaza (donde conocí a Martín); caminando por las calles laberínticas de barrio Parque Aguirre, donde le decía que quería irme a vivir cuando me retirase de la vida pública.
Esa noche, después de cenar, caminamos de regreso al hotel y, al llegar, nos sentamos a conversar en el patio de esa vieja casona, oyendo el rumor de los autos que corrían sobre la pista empedrada del casco histórico.
Fue entonces cuando Javier me contó cómo estuvo a punto de matar a golpes a nuestro hermano José unos años atrás.
Se encontraron en una discoteca de Miraflores, bien entrada la madrugada. Javier tenía veintidós o veintitrés años, José estaba por cumplir treinta. Los dos habían tomado bastante, aunque estaban acostumbrados a tomar bastante. En algún momento, José le dijo para llevarlo a casa de nuestros padres, donde ellos todavía vivían. Javier subió a la camioneta de José. Todo estaba bien, hablaban de mujeres, se reían. Siempre habían tenido éxito con las chicas. José salía con una artista muy linda; Javier, con una estudiante de arquitectura de pelo ensortijado y ojos celestes. De pronto, algo se torció. José le preguntó por mí, sabiendo que Javier y yo éramos amigos. Javier dijo que no sabía nada de mí. José dijo algo contra mí. Javier no quiso decirme qué fue lo que dijo José. Pero fue algo que le molestó. Probablemente me criticó por decir que era bisexual o por publicar ciertos libros o por separarme de Sofía, mi esposa, con quien él y nuestro hermano Oscar se llevaban muy bien, casi diría que mejor que yo. Lo cierto es que dijo algo contra mí y Javier se molestó y me defendió. Le he preguntado varias veces a Javier qué dijo exactamente José y, a pesar de la confianza que nos tenemos, se ha negado a decírmelo, lo que me hace pensar que fue algo muy duro, muy tremendo, algo que tiene pena o vergüenza de decirme porque piensa que podría herirme.
Cuando llegaron a la casa de mis padres, ya estaban discutiendo violenta y acaloradamente. José seguía criticándome, burlándose de mí o insultándome, no lo sé bien, y Javier insistía en defenderme, cuando hubiera sido mejor renunciar a ese empeño imprudente e inútil. Todos dormían en los cuartos de arriba. Javier y José entraron a la cocina, abrieron la refrigeradora, se sirvieron algo para tomar. Javier no se dejaba intimidar por los modales bruscos de su hermano mayor. Lo seguía enfrentando. José perdió la paciencia y lo empujó. Javier estuvo a punto de caer. Si no repelía la agresión, quedaría como un cobarde. Nunca antes alguien en esa casa de tantos hombres jóvenes (somos ocho hermanos) había osado desafiar la supremacía física de José. Javier fue el primero y por eso lo sorprendió: le dio dos golpes de puño en la cara, llenos de ferocidad, y lo arrojó al piso.
Cuando José se levantó, tenía la cara ensangrentada.
-Te voy a matar -le dijo.
Enseguida se abalanzó sobre su hermano menor, estudiante de arquitectura, notable jugador de fútbol, escritor furtivo de cuentos sobre la amistad y el amor y otros malentendidos, con la certeza de que cuatro o cinco golpes bien dados confirmarían su hasta entonces indiscutido liderazgo como el macho brutal de la casa, al que todos tenían miedo. Menuda sorpresa habría de llevarse: si bien Javier se permitía los modales refinados de un artista, había heredado de nuestro padre un talento para la pelea callejera, la riña física y el combate inesperado con el taxista que se le cruzó en la calle, el peatón que piropeó insolentemente a su chica o el borrachín de la discoteca que se burló de mí, su hermano con fama de maricón, y ese talento lo había entrenado tumbando a golpes a aquellos enemigos ocasionales y lo había fortalecido haciendo pesas, pesas y más pesas en el gimnasio y en su cuarto del tercer piso, como si hubiera estado esperando este momento, el momento de pelearse con José, borrachos los dos, en la cocina de nuestros padres.
Con aplomo y sangre fría, Javier esquivó los golpes, encajó algunos, neutralizó otros y luego dejó escapar a la bestia que llevaba encerrada y lo atormentaba, al hombre lleno de furia que lo hacía chocar carros en el malecón, empujar e insultar a policías uniformados y tomar rabiosamente, con ánimo autodestructivo, en la fiesta por mis treinta y cinco años: fue tal la paliza que le dio a José, que lo dejó en el piso, lleno de sangre, con varios dientes menos y los ojos tan hinchados que no podía ver. Aquella madrugada, por defenderme, Javier estuvo a punto de matar a José, y aun ahora mi madre asegura que cuando bajó corriendo a ver qué pasaba (pensando que habían entrado ladrones), los encontró con cuchillos en la mano, pero Javier lo niega, dice que nadie agarró un cuchillo, que mamá vio tanta sangre que creyó ver cuchillos.
José estaba tan malherido que Oscar tuvo que llevarlo a la clínica Americana, donde estuvo internado unos días. Javier recuerda riéndose que cuando se lo llevaban a la clínica, dejando manchas de sangre a su paso, José alcanzó a gritarle:
-¡Esa judía que te estás agarrando es una puta!
Al día siguiente Javier fue a la clínica a visitarlo y se pidieron disculpas. Pero ya nada volvió a ser igual. Desde entonces, mi padre y mis hermanos entendieron que a Javier había que tratarlo con respeto y que en él cohabitaban extraña y maravillosamente un artista sensible y una bestia peligrosa. Y tal vez entendieron también que si decían cosas vulgares aludiendo a mi sexualidad, podían terminar en una clínica con los ojos reventados.
-No fue la primera vez que tuve que sacarle la mierda a alguien por defenderte, James -me dice Javier, y luego toma un poco de vino tinto.
Luego hace una pausa y añade:
-Y no será la última.


LA ENTREVISTA

La primera vez que le pedí a mi madre que me diera una entrevista en mi programa de televisión me dijo que no era el momento porque mi padre, su esposo de toda la vida, el padre de sus diez hijos –yo, el tercero de ellos–, había muerto hacía poco y ella todavía estaba muy triste.

La segunda vez que se lo pedí me dijo que le diera unos días para pensárselo bien. Pasados esos días, me dijo que tenía ganas de venir al programa, pero que algunos de mis hermanos, enterados de la invitación, se habían escandalizado y se lo habían prohibido. Del modo más conciliador, me explicó que no quería problemas en la familia y que por eso prefería no darme la entrevista.

La última vez que se lo pedí, hace menos de un mes, no lo dudó:

-Ahora sí estoy segura de que quiero ir.

Le pregunté si mis hermanos, aquellos que se habían opuesto, no le harían problemas.

-No les voy a decir nada –respondió en tono risueño–. No les tengo que pedir permiso.

La felicité y le dije que a su edad, sesenta y ocho años, debía hacer lo que a ella le pareciese bien, sin dejarse intimidar por nadie.

Al día siguiente volví a llamarla y le pregunté si había cambiado de opinión.

-Yo no cambio de opinión –me dijo–. El domingo estaré en tu programa.

Para que estuviera tranquila, le dije que no saldríamos en directo sino que grabaríamos, así no tenía que acostarse tarde esa noche, pues ella suele dormirse antes de las diez, la hora en que comienza el programa, y que podría ver una copia de la grabación en su casa y decirme si algo no le gustaba para suprimirlo antes de que saliera al aire. Se quedó contenta con la idea de grabar por la tarde y tener derecho a veto por si decía algo de lo que luego se arrepentía (un privilegio que, por cierto, no le había dado nunca a ningún invitado, pero era mi madre y era el día de la madre).

Todo estaba bien un día antes de la grabación. Era sábado, acababa de llegar a Lima y pasé por casa de mi madre a saludarla, comer empanadas y asegurarme de que todo estuviera bien para la grabación al día siguiente.

No sabía de qué hablaríamos, qué le preguntaría, sólo sabía que debía escucharla con cariño, sin cuestionarle nada, sin discrepar o tratar de rebatir sus argumentos, sin plantear temas conflictivos ni ponerla en aprietos. Tenía claro que, ante todo, debía evitar dos territorios minados: el de mi sexualidad y el de la religión. Siendo ella del Opus Dei, y teniendo la certeza de que el amor entre personas del mismo sexo ofende su sentido de la moral, no debía preguntarle lo que me hubiera encantado:

-¿De verdad crees, mamá, que soy heterosexual? ¿Por qué crees que el amor homosexual es malo? ¿Sabes que hace años estoy enamorado de un hombre? ¿No te gustaría conocerlo?

Pero si nunca le había preguntado nada de eso en privado, tampoco debía sorprenderla e incomodarla preguntándoselo en televisión.

Mi plan era halagarla, darle mucho amor, preguntarle cosas simples de su vida, cómo era de joven, por qué le gustaba correr olas, por qué le gustaba saltar a caballo, cómo conoció a papá, por qué se enamoró de él, por qué tuvieron diez hijos, qué le hubiera gustado estudiar en la universidad, cómo entró al Opus Dei, si había leído mis libros, qué pensaba de ellos, cosas así, pero evitando en todo momento el menor atisbo de discusión, dándole siempre la razón y expresándole mi amor sin reservas, después de tantos desencuentros que, debido principalmente a mi sexualidad disidente y a mi condición de agnóstico, habíamos tenido y seguíamos teniendo.

Aquel sábado en casa de mamá hablé con mi hermano Arturo y luego por teléfono con mi hermana Carol y mis hermanos Javier y Miguel y ninguno me dijo nada de la entrevista. Supuse que mamá había mantenido el plan en secreto y nadie en la familia sabía nada.

Pero el domingo a mediodía sonó el celular. Era mi hermano José. Me dijo que, junto con mi hermano Oscar, quería reunirse conmigo esa tarde. Le dije que estaba viendo un partido de fútbol argentino y que pensaba almorzar luego con mis hijas. Le pregunté de qué se trataba. Me dijo que mamá no debía venir al programa, que era una falta de respeto a la memoria de nuestro padre, que si él estuviera vivo no lo permitiría, que mamá no era un personaje público y por eso no debía salir en televisión, que al llevarla a mi programa yo estaba dividiendo a la familia y creando problemas. Lo escuché con calma y le dije que respetaba su opinión pero no la compartía y que al final quien debía decidir libremente era mamá y que ella ya había decidido venir. José alegó que mamá no quería venir al programa pero que lo hacía como un sacrificio para sacarme del hoyo negro en que yo vivía. Insistió en reunirnos con Oscar. Dijo que toda la familia se oponía a la entrevista. Le dije que no valía la pena reunirnos porque sería una discusión tensa y desagradable y que aun si todos mis hermanos se oponían a la entrevista, la decisión final era de mi madre y sólo de ella y de nadie más.

Mamá llegó radiante, serena y guapísima al estudio. Parecía feliz. Era su noche. Se sentía querida. La acompañaban Carol y Miguel, con gran generosidad. Quizá tenían temores o reservas comprensibles pero, ante todo, respetaban su decisión, como correspondía. Le dije a mamá que hablásemos como si estuviésemos en la sala de su casa, con naturalidad. Así será, me dijo.

Poco antes de comenzar me contó que mi hermana Doris, su hija mayor, la había llamado para decirle que no debía venir al programa, que era una tonta, que no tenía sentido del humor, que era muy aburrida, que iba a quedar mal, que yo me iba a burlar de ella y que le prohibía que mencionásemos su nombre en la entrevista. Me sorprendió, pero luego recordé que alguna vez Doris me había escrito un correo prohibiéndome hablar o escribir de ella y, en particular, de los años en que fue monja. Le dije a mamá que nadie podía prohibirle hablar libremente de sus hijos y que no tuviera miedo, que ya era una mujer mayor y tenía que ser libre de ir adonde quisiera y decir lo que pensara, sin dejarse asustar o manipular por nadie.

Nunca quise y admiré tanto a mi madre como esas dos horas en que hablamos en televisión. Estuvo tranquila, valiente, divertida, elegante, amorosa, irradiando la bondad que siempre la iluminó y la hizo tan adorable y especial. Sentí su cariño y creo que ella sintió el mío y por suerte no hablamos de las cosas que nos separan sino de las demás, que nos unen tanto. Sentí que, aunque sea del Opus Dei y nunca pueda presentarle al chico al que amo, era mi madre y la amaba exactamente como era y no necesitaba que fuera distinta o mejor para amarla completamente.

Por eso, cuando esté por llegar el día en que ella y yo nos alejemos para siempre, tal vez recuerde aquellas horas en televisión como uno de los momentos más estupendos y memorables de todos los años en que tuve la inmensa suerte de ser hijo de mi madre.


EL PERFECTO IDIOTA NORTEAMERICANO

Hace ocho años voté por primera vez como ciudadano norteamericano en un colegio de Key Biscayne. Lo hice por George W. Bush. Me parecía que Gore era soso, aburrido y altanero y que había cierta justicia en que Bush vengara la derrota que su padre había sufrido ante Clinton y Gore. Recuerdo que cuando estaba esperando mi turno para votar unas señoras ricachonas decían que había que votar por Bush porque Gore era un comunista encubierto.

No tardé en arrepentirme. Ya entonces empezaba a sospechar que yo era capaz de gruesas idioteces y que esas idioteces eran tan repetidas y sistemáticas que parecían configurar un claro patrón de conducta. Aquel voto por Bush el año 2000 (uno de esos votos tan disputados en la Florida que acabaron por darle el triunfo, tras el escándalo de los recuentos chapuceros y las protestas de Gore) fue la prueba definitiva e irrefutable de que yo era un idiota peligroso y sin cura. En efecto, fui uno de esos habitantes de la Florida que, demostrando que el sol hace daño, le dimos el triunfo a Bush. Sé que merezco un castigo. Ya Dios se ocupará de ello. Después de todo, es su oficio.

Años después conocí a Gore en unas conferencias pintorescas (y muy bien pagadas) a las que nos invitaron en Guayaquil y le dije que había votado por él y que debía volver a ser candidato para impedir la reelección de Bush. Gore me agradeció secamente, obsequiándome no una sonrisa sino el aborto de una sonrisa, pero creo que, no siendo tonto, advirtió mi condición de embustero. Su esposa Tipper, una mujer encantadora, me trató con más simpatía. Nos hicimos fotos, conversamos durante la cena de asuntos naturalmente frívolos, nos reímos y en algún momento me contó que no conocían el Perú. Le dije que era dueño de un hotel en Machu Picchu y que estaban invitados cuando quisieran, lo cual por supuesto era mentira, porque el hotel no era mío sino de la familia de mi esposa y yo no lo había visitado nunca porque la familia de mi esposa me detestaba (su familia, no ella) y no sólo no dejaría entrar a un invitado mío sino que tampoco me dejaría entrar a mí, como en efecto nunca me invitó ni me dejó entrar. Tipper, sin embargo, me creyó y apuntó mis teléfonos en Miami y por supuesto nunca me llamó y a la mañana siguiente se fue muy temprano a las Galápagos con Al y las chicas.

En las elecciones del 2004 no dudé en votar por Kerry. Lo hice a pesar de que en una ocasión agentes del servicio secreto me impidieron trotar por una calle adyacente a su imponente mansión de cuatro millones de dólares en Georgetown (que no hace mucho vendió en cinco), interrumpiendo bruscamente mis ejercicios aeróbicos y conminándome a mostrarles unos documentos de identidad que no llevaba conmigo y burlándose cuando les dije que era peruano y profesor de literatura por un semestre en la universidad de los jesuitas en aquel muy estimable barrio de Georgetown. Lo hice porque pensaba que Bush era probadamente incompetente (algo que debí saber cuando voté por él), porque no me parecía razonable invadir un país para derrocar a un dictador e implantar a sangre y fuego la democracia (un modo de exportar la democracia que ponía en entredicho su proclamada superioridad moral) y porque me parecía injusto pagar mis impuestos para que los iraquíes se comportasen como suizos, cuando ellos no parecían interesados en comportarse como suizos sino en que las tropas norteamericanas se largasen cuanto antes para seguir entrematándose los sunnis, kurdos y chiitas sin que vengan unos forasteros a matarlos a ellos. Pero también voté por Kerry porque su esposa Teresa, la reina del ketchup, me parecía brillante y porque si él se había casado con una viuda con un patrimonio de dos mil millones de dólares, su inteligencia estaba fuera de discusión.

Este año no sé por quién votar y tampoco sé si, siendo políticamente el perfecto idiota que soy, debería votar. Los tres candidatos en carrera me gustan. Barry Obama (Barry le dicen sus amigos) me gusta porque es joven y habla claro y se opuso a la guerra y ha demostrado ser un candidato formidable que hizo crujir la maquinaria de los Clinton, que se creía imbatible. Y me gusta porque es negro, hijo de un africano, con una abuela en Kenya que no habla inglés y cría gallinas. Hillary Clinton me gusta porque cuando el mundo supo que Bill le manchaba el vestido de Gap a Monica y la descarada no lo lavaba y además se lo contaba a una amiga que no era tal, Hillary actuó como una mujer de Estado y no como una mujer despechada y sólo por eso merece ser presidenta, porque se ha tragado millones de sapos para serlo y ahora viene un tremendo sapo llamado Barry Obama que quiere estropearle el sueño y ella, claro, no se lo va a tragar. John McCain me gusta porque lo torturaron en Vietnam y no se volvió loco o no del todo y no dejó atrás a sus compañeros de combate y es duro y leal y cree que la guerra debe seguir toda la vida y después también y tiene el coraje de decirlo a sabiendas de que es inmensamente impopular y uno siente que, a diferencia de Bush, si él pudiera ir a la guerra iría encantado y pelearía en primera fila, y me gusta también porque su esposa Cindy tiene cien millones de dólares que heredó de la industria cervecera de su padre, lo que revela que, como Kerry, McCain tiene buen criterio para elegir a sus colaboradoras.

El problema es que ninguno me gusta del todo. Obama no me gusta porque durante veinte años fue a una iglesia en el sur de Chicago donde el pastor Jeremiah Wright decía cosas racistas y venenosas contra los blancos y los judíos, decía por ejemplo que los Estados Unidos crearon el sida para matar a los negros y que se merecían los atentados terroristas del 11 de setiembre y que Dios debía maldecir a ese país, y porque Obama eligió a ese charlatán, que vive por supuesto en una mansión y maneja dos Mercedes, para que lo casara con Michelle, bendijera su casa (la casa que le compró un rufián de Chicago) y bautizara a sus dos hijas, y además tomó el título de un sermón de Wright, The audacity of hope, para su segundo libro. Hillary no me gusta porque ya estuvo ocho años cogobernando y ahora quiere ocho años más en la Casa Blanca, después de doce años de Bush padre e hijo sumados, ¿no será mucho? Y tampoco me gusta porque dice que quiere contestar el teléfono rojo a las tres de la mañana, cuando ningún presidente debería contestar nunca el teléfono a esa hora porque, sin dormir bien, seguro que tomará la decisión equivocada, que si Bush y Blair hubiesen dormido la siesta, a lo mejor no invadían Iraq. Y McCain no me gusta porque tiene setenta y un años y a esa edad nadie debería postular a un cargo público ni a ninguna forma de trabajo honrado y porque quiere que las tropas norteamericanas se queden en Iraq un siglo más si fuera necesario, lo que a estas alturas no se entiende y parece un trauma de sus años cautivos.

Entre tantas dudas, lo que es seguro es que le haría un favor a mi país adoptivo si lo exonero de mi voto y que si algún día improbable me encuentro con alguno de los tres candidatos le diré que voté por él y enseguida lo invitaré a mi hotel en Machu Picchu.