27/8/08

CAMILA CUMPLE QUINCE AÑOS

Camila cumple quince años y no tengo un regalo, pero eso no importa, porque ella sabe cuánto la amo, con qué orgullo y admiración la contemplo, qué fácil y natural me resulta ser feliz y reírme a su lado. Su regalo formal es una laptop nueva que me ha pedido y le traeré pronto de Miami y no pude traerle ahora porque tuve que llevarle a Martín a Buenos Aires la laptop que dejó en mi casa en Miami y no podía viajar con dos laptops. Por suerte Cami es comprensiva y me dice que no hay apuro y que si le doy su regalo de quince en Navidad estará todo bien, pero yo le prometo que en dos semanas vuelvo a Lima con la laptop que me ha pedido.

El regalo oficial, que ya le fue concedido, fue un viaje a París con su madre y su hermana Lola, y con prescindencia de mí, a explícito pedido suyo, que tuvo la sabiduría y la franqueza de decirme que dicho viaje se haría espeso, agrio y fatigoso si yo, que ando siempre bostezando y tomando pastillas para dormir, las acompañaba muy a su pesar. Sin duda tenía razón y mi ausencia multiplicó infinitamente la felicidad que mis tres chicas lindas hallaron en las calles, parques, museos y cafés de París, pero especialmente en las tiendas de ropa, allí donde, como ellas bien saben, no tengo paciencia para esperarlas.

El regalo oficioso o implícito o que viene por añadidura es la fiesta de quince, que ha provocado ciertas discusiones domésticas. Mi posición ha sido en esto intransigente: la fiesta se hará de todos modos, aunque Camila no quiera. Esa prepotencia moral tiene una explicación digamos sentimental: hace poco más de un año, una amiga argentina murió de cáncer antes de cumplir los treinta años y me dijo, cuando le quedaban pocas palabras, que aquello de lo que más se arrepentía en la vida era no haber hecho una fiesta de quince. Me hizo prometerle que les haría fiestas de quince a mis hijas aunque ellas no quisieran. Prométeme, me dijo. Porque si no hacés la fiesta, después te pasás el resto de tu vida pensando cómo hubiera sido tu fiesta, que es lo que me pasó a mí.

No ha sido difícil convencer a Camila de hacer la fiesta, lo complicado ha sido ponernos de acuerdo su madre, ella y yo en el lugar y las circunstancias en que dicha fiesta habrá de ocurrir. Camila no quiere que la fiesta sea en su casa, que es la casa de su madre, porque yo no tengo casa en Lima, yo duermo en hoteles, y tampoco quiere que sea en un hotel, dice que le parece una huachafería, y tampoco quiere que sea la típica fiesta de quince en la que la agasajada parece un florero con tacos y su padre baila un valsecito con ella y todo es dramáticamente triste, previsible y vulgar. Camila quiere una fiesta pequeña, relajada, informal, con sus mejores amigas y amigos, y en una discoteca con aire libertino, no cualquier discoteca, una de moda, que ella y sus amigas ya eligieron, por supuesto. Sofía, su madre, ve con espanto la idea de que la fiesta se haga en una discoteca (y en esa discoteca de malandrines), pero luego, negociando con el dueño, apenas Sofía advierte que tendría todo el sector vip, que no es pequeño, para hacer una fiesta paralela con sus amigas y amigos, sus reparos morales se deshacen y de pronto le parece genial celebrar los quince de Cami en esa discoteca mientras ella celebra sus guapísimos cuarenta años detrás de las cortinas vip y entre ríos de champagne que mitiguen, si acaso, la pena del esposo que no tiene (pero del amigo que sí encontró en mí, y que por supuesto no estará en ese sector vip ni en ninguna parte de la discoteca, porque ese día estaré en Vancouver visitando a mi querido hermano Javier, hombre bueno y noble si los hay, y a sus bellísimas Nicole y Joanne, que hacen la familia más linda que mis ojos miopes han visto en mucho tiempo).

Por suerte, el dueño de la discoteca es un muchacho amable y encantador, que no pierde la sonrisa y los buenos modales para decirme, calculadora en mano, que la fiesta me costará más o menos como otro viajecito a París, pero todo sea por el consejo que me dio mi amiga antes de morir: si Camila no hace la fiesta, se pasará la vida arrepentida. Superados los odiosos asuntos del dinero (que implican la revisión minuciosa, billete por billete, de todos los dólares, y el consiguiente rechazo de algunos por parte de sus asistentes), y sellado el acuerdo con un apretón de manos, anuncio, para consternación de Camila, Sofía y el dueño, que no permitiré que se fume o beba alcohol en toda la discoteca, incluyendo el sector vip. Mi anuncio es repudiado violentamente por mi hija, su madre y el anfitrión. Se me explica que los muchachos a cierta edad ya toman sus cervezas y que si hacemos una fiesta y sólo servimos limonada y coca-cola humillaremos vilmente a mi hija. Se me hace entender que algunos de los chicos que irán a la fiesta suelen fumar (que es lo que yo hacía a esa edad), y que habrá un patio al que podrán salir a fumar, de modo que no intoxiquen a los no fumadores. Me queda claro, sin embargo, que Sofía (que fumó a escondidas los ocho años que estuvimos casados, sin que yo me diese cuenta) fumará en su sector vip sin salir a ningún patio a congelarse. Se me hace entender, por último, que la seguridad de la fiesta se ocupará de que ningún muchacho consiga tomar más de dos cervezas en ningún caso, para lo cual les pondrán unas cintas de papel en la muñeca a las que perforarán un pequeño agujero cada vez que se les entregue una cerveza. Se me promete que todo saldrá bien y no habrá escenas de vandalismo ni pandillaje y que nadie caerá en coma alcohólico ni desflorará a una ninfa embriagada. Resignado, ruego a los dioses que protejan a mi hija esa noche para que todos se diviertan sanamente y bailen con frenesí esos ritmos patibularios que están de moda y para que nadie se emborrache y haga escenas violentas ni vomite sobre los pechos de mi hija. Dios, no te lo pido por mí, que nada merezco por dudar de tu dudosa existencia: te lo pido por ella, por Camila, por sus quince, porque todo lo que pasa esa noche después no se olvida, según me dijo mi amiga antes de morir.

El destino quiso que Sofía me diese una hija que yo no quería tener, que la llamase Camila porque así lo tenía pensado hacía años, que Camila me educase en el amor, las risas, la ternura y la felicidad, que mis mejores quince años sean sus primeros quince años y que la noche que hará su fiesta yo no pueda estar con ella porque es la única noche que nos pueden alquilar la discoteca y yo ya había comprado el pasaje para estar esos días con mi hermano Javier en Vancouver. Pero Camila, tan bella, tan fuerte, tan espléndida y honesta, tan buena amiga, me dice: No te preocupes, papi. Mucho mejor que te vayas de viaje. La fiesta saldrá bravaza si tú no estás. Lo mejor es que dejes todo pagado y te vayas. Porque si tú estás, empiezas a fregar con el humo y el trago y el volumen de la música. Así que ándate a Vancouver nomás, pero no te olvides de dejar todo pagado.

18/8/08

IMPOTENCIA

Ningún hombre está preparado para volverse impotente a los cuarenta y tres años. Yo ciertamente no lo estaba.

Desde que hace unos meses empecé a tomar pastillas para dormir y antidepresivos, advertí que mi apetito sexual menguaba, declinaba, se extinguía.

No lo noté porque alguien intentara hacer el amor conmigo, pues vivo solo la mayor parte del tiempo y así es como deseo vivir hasta que muera, sino porque, como consecuencia de los trastornos que dichas pastillas provocaron en mi organismo, interrumpí un hábito que hasta entonces había practicado -con perdón de mi madre- religiosamente: masturbarme todas las noches, después de leer, antes de dormir, menos por lujuria o excitación que como una técnica relajante que me indujera al sueño.

Lo hacía siempre con las luces apagadas para evitar el disgusto de ver la flacidez decadente de mi cuerpo y solía pensar en Martín, un joven argentino que me ama obstinadamente a pesar de que le he dicho con crueldad que quiero vivir solo, y a veces pensaba también en un actor torturado y talentoso que fue mi primer hombre. /ltimamente pensaba en una mujer muy joven, de veinte años, Lucía, a la que veo en Lima cada cierto tiempo y que ha dejado la universidad para ser escritora y que me permite mirarla, tocarla y besarla y terminar sobre ella, pero no entrar en ella.

Empecé tomando una pastilla para dormir, Lunesta, y un antidepresivo, Prozac, hace tres meses. Después de tantas noches insomnes, agónicas, volví a dormir profundamente y sentirme bien. Pero con las semanas fui tomando más y más pastillas para dormir más profundamente y sentirme mejor. Está claro que tengo una personalidad adictiva, fue evidente cuando era joven y tomaba cocaína. Ahora todas las noches tomo 3 Lunestas, 2 Klonopin, 4 Xanax y 3 Stilnox. No los tomo todos a la vez. Los voy combinando cada vez que despierto, haciendo coctelitos que me hundan en sueños abismales. No ignoro que corro ciertos riesgos mezclando tantos barbitúricos que me han vendido sin prescripción. Pero encuentro cierta belleza mórbida en el hecho de tragar las pastillas y no saber si será la última noche. Cuando despierto a las tres de la tarde, no sólo me siento feliz porque he dormido como un bebé sino porque curiosamente estoy vivo, porque algún dios indulgente me ha regalado un día más. Cada día es entonces un suceso imprevisto y sobrecogedor, un pequeño milagro, lo que sin duda embellece y quizá hasta ennoblece mi existencia, porque sé que mi vida vale nada y que el mundo no perdería nada si me cremasen y arrojasen mis cenizas al mar de Key Biscayne, una isla en la que la felicidad no me ha sido del todo esquiva, como le he pedido a Sofía que haga a mi muerte.

Por la tarde ya no tomo un Prozac sino ocho, en dos sesiones: cuatro al levantarme y cuatro antes de ir a la televisión. Y siento que levito y soy en extremo bondadoso, que mi paciencia es infinita, que encuentro compasión para perdonar las peores vilezas de mis enemigos, que Mika y Carla Bruni son mis amigos y cantan conmigo en la camioneta.

Toda esta masiva e imprudente ingestión de químicos entraña sus riesgos, desde luego, y uno de ellos, que yo ignoraba, es la inhibición del deseo sexual (siendo además que nunca he sido desinhibido en esa materia, a pesar de que algunos de mis libros puedan dar esa impresión). Ya las últimas semanas en Miami había dejado de masturbarme, no tenía nunca una erección y cuando Martín me sugería decirnos obscenidades calenturientas en el teléfono, le decía que no tenía ganas y él se molestaba conmigo.

Pero estaba seguro de que casi tres meses después de no vernos, cuando llegase al departamento de Buenos Aires y tuviese a Martín desnudo a mi lado, no tendría ninguna dificultad en conseguir una erección y amarlo como él, mi chico lindo, merecía que lo amasen: desmesuradamente.

Obviamente, mis cálculos estaban errados. A pesar del deslumbramiento que me provocó verlo desnudo en la luz tenue de su habitación, y del empeño que puso en complacerme y obsequiarme toda clase de posturas y tocamientos a fin de despertar mi alicaído órgano sexual, y de la ferocidad con que froté ese colgajo pusilánime que se resistía a obedecerme y entrar en batalla, el fracaso fue absoluto, humillante, y una hora después, simplemente nos rendimos, Martín entendió con sabiduría que eran las pastillas y no la falta de amor lo que me impedía complacerlo y yo hice lo que tenía que hacer para que él pudiese terminar con una penosa sensación de derrota.

Por eso cuando me fui a dormir me sentía un pedazo de mierda, un inútil, un comatoso sexual, un impotente a los cuarenta y tres años. Tuve que tomar más pastillas que las acostumbradas para evadir la realidad.

Las noches siguientes no fueron muy distintas. Martín y yo probamos con paciencia toda clase de técnicas, juegos, exploraciones, impudicias y acoplamientos para que yo lograse una erección, pero nada sirvió, nada me calentó, nada me la puso dura. Martín comprensiblemente perdió la paciencia y procedió a complacerse en solitario, resignado a mi impotencia. Sentí, en esos momentos de tristeza, que me amaba aun siendo impotente, y por eso lo amé más.

Antes de irme de Buenos Aires, llamé a una amiga con la que había jugado sexualmente cada cierto tiempo. Se llama Penélope, está casada con un actor, tiene un hijo apropiadamente llamado Diego Armando y hace entrevistas para un programa frívolo de televisión. Así me conoció, entrevistándome, preguntándome tonterías, y así nos hicimos amantes ocasionales. Penélope accedió a venir a mi departamento la noche que le propuse, la última que pasaría en esa ciudad. Le sugerí a Martín que se uniese a la aventura como protagonista o mero espectador, pero él dijo que le daba asco esa chica, esa negra villera de Caballito, y que prefería irse a bailar y dejarnos solos. Penélope llegó diez minutos tarde y me besó con ese aire travieso que me sedujo cuando la conocí. No estaba tan linda como hacía diez años: el tiempo, la maternidad y los amores furtivos (tiene marido y tres amantes) la habían desmejorado un poco. Pero seguía siendo guapa, atrevida y muy graciosa en la cama.

Le advertí que me había vuelto impotente y que por eso la había llamado, para que, haciendo alarde de su maestría erótica, me devolviese una erección, aunque fuese la última. Ella hizo todo lo que pudo (se desvistió bailando, me contó sus peores desmanes eróticos, sus más encendidas fantasías, besó y succionó durante horas mi finado pene, que en paz descanse) y yo puse también algo de mi parte, tratando de jugar como habíamos jugado tantas veces, pero, a las dos de la mañana, y considerando que Martín podía llegar en cualquier momento, nos rendimos o nos aburrimos o nos reímos de esa situación tan cómica y absurda. Luego se fue y me dijo que me quería igual y que le parecía lindo tener un amante escritor impotente.

Cuando llegó Martín, le confesé mi fracaso. No me contés nada, que me da asco, dijo él, adorable. Ya sabés que me encantan las mujeres, pero odio las vaginas.

Así estamos. He descubierto en Buenos Aires que me he vuelto impotente. He llegado a Lima abrumado por la certeza de que esta impotencia no tendrá cura, a menos que deje los somníferos y antidepresivos. Pero está claro que si tengo que elegir entre dormir bien y sentirme leve y risueño o tener esporádicas erecciones, elijo la impotencia crónica.

Sólo me da pena porque estaba ilusionado con tener un hijo con Sofía. Ella es mi última esperanza. Ella o alguna pastilla que me despierte del coma sexual. Ruego auxilio a los médicos amigos.

11/8/08

LAS PEQUEÑAS ESTAFAS

Me han estafado cuatro veces. Lo curioso es que cuando recuerdo esas estafas no me molesto ni me lleno de rencor o deseos de venganza. En cierto modo recuerdo con aprecio a esas personas ingeniosas e inescrupulosas que burlaron mi buena fe y me embaucaron, como si en lugar de perjudicarme me hubiesen hecho un favor, al recordarme mi condición de tonto de campeonato.

La primera vez que me robaron fue cuando vivía en Georgetown. En aquellos tiempos Sofía y yo compartíamos un departamento en la calle 35 y ella estudiaba una maestría y yo porfiaba por escribir. Pasaba todo el día en el departamento, escribiendo. Al caer la noche, salía a caminar. Una de esas noches, caminando de regreso al departamento, un hombre y una mujer jóvenes, de buen aspecto, se acercaron y me dijeron con modales refinados que vivían en Virginia y se habían quedado sin dinero para echarle gasolina al auto y necesitaban un préstamo que me pagarían al día siguiente, domingo. Les pregunté cuánto necesitaban. Me dijeron que cien dólares. No dudé en darles el dinero. A cambio me dieron una tarjeta con un teléfono. Me pidieron que los llamase para traerme el dinero al día siguiente. Fueron tan encantadores que hasta me ilusioné con que ese préstamo fuese el comienzo de una amistad. Al día siguiente los llamé. El teléfono no existía. Nunca más los vi. Pero ahora curiosamente los recuerdo con cariño.

Fui estafado por segunda vez cuando me había mudado a Miami, resignado a que tenía que trabajar en televisión porque el dinero de los libros no alcanzaba para nada. Me había hecho conocido en esa ciudad con un programa de entrevistas. Una mañana estaba desayunando con mis hijas en el hotel Sonesta de Key Biscayne (que por desgracia cerró no hace mucho y en el que viví largas temporadas) cuando se acercó un señor alto, enjuto, barbudo, de traje y corbata, con aire de caballero a la antigua. Me dijo su nombre, me contó que era colombiano, me dio su tarjeta, llevaba un apellido tradicional, me dijo que era admirador de mis programas y se sentó a la mesa con nosotros y pidió un café. Luego nos contó que la noche anterior había cenado en un restaurante en Coconut Grove y le habían robado un maletín en el que llevaba todo: el dinero, las tarjetas de crédito, su pasaporte. Y ahora no tenía cómo sacar dinero en Miami para pagar la cuenta del hotel y regresar a Bogotá. Me rogó con exquisitos modales y hablando con esa propiedad tan colombiana que lo socorriera de ese apuro humillante, que le prestara mil dólares para pagar el hotel y volver esa misma tarde a Bogotá. Prometió que me mandaría la plata tan pronto como llegase. No dudé en decirle que me esperase allí mismo, que iría al banco a sacar la plata y volvería en quince minutos. Camino al banco con mis hijas, les pregunté si pensaban que debía prestarle el dinero. Estás loco, me dijo Camila, nunca te va a pagar. Yo no le creo nada, no me gusta su cara, dijo Lola. Pero yo ignoré esas advertencias, saqué el dinero, volví al hotel y se lo entregué. Nunca más volví a verlo. Llamé a sus números y tampoco existían.

El tercer hurto fue el que más me dolió porque lo perpetró un hombre que había trabajado conmigo en Miami y al que consideraba mi amigo. Era un peruano de origen humilde, avispado y trabajador, que se ganó mi confianza apenas lo conocí. Me pareció ingenioso, astuto, muy eficiente, con esa inteligencia de la calle que poseen los peruanos que han salido de muy abajo y aprendido a sortear las condiciones más adversas. Este amigo, al que contraté como productor de mi programa, dejó de trabajar conmigo cuando Telemundo me contrató y poco después despidió: me dijeron que respetarían mi contrato hasta el último día, pero que preferían pagarme no para que saliera en televisión sino para que no saliera en ella. Mentiría si dijera que no dolió. Unos años después, retirado yo de la televisión y dedicado a escribir, mi amigo me propuso un negocio en Colombia: yo viajaría una semana, grabaría catorce episodios como anfitrión de un festival internacional del humor y me pagarían un dinero nada despreciable. Acepté y le prometí el quince por ciento del contrato, lo que le pareció justo. Cuando llegué a Bogotá, él ya estaba allá y me dijo que por razones contables o tributarias ya había firmado el contrato en mi nombre. Me lo dijo en el hotel Casa Medina, tomando el té al lado de la chimenea. Me dijo que el contrato se había firmado entre la televisora y él, que el dinero se transferiría íntegramente a su cuenta en Miami y que, apenas lo recibiese, retendría el quince por ciento y me daría mis honorarios. Por supuesto, le creí: era mi amigo, habíamos jugado fútbol con nuestros amigos los Crousillat (que me lo presentaron en Miami, y a quienes sigo considerando mis amigos). Pues grabamos los catorce programas (que salieron espantosos) y él volvió a Miami y yo volé a Buenos Aires, donde me había ido a vivir. Pasaron los días y las semanas y mi amigo no me transfería el dinero ni me llamaba ni contestaba mis correos. Simplemente había desaparecido. Lo llamé a sus teléfonos de Miami, pero los había cambiado. Estaba claro, me había timado. Pero esta vez no me quedé tan tranquilo. Llamé a su hermana en Miami, una buena mujer, enfermera, que también había trabajado conmigo, y le pedí que le transmitiera a su hermano un mensaje simple y claro: si no me pagaba, daría una rueda de prensa en Lima y otra en Miami, denunciándolo como estafador (una fama que ya había ganado en Lima con modelos eróticas que llevaba de gira y luego lo denunciaban por no pagarles), algo que en realidad jamás hubiera hecho. La amenaza surtió efecto: mi amigo me escribió sin demora, diciéndome que el banco le había confiscado el pago de la televisora colombiana porque él estaba muy endeudado, al borde de la quiebra, y prometió que me iría pagando de a pocos. Reconozco que tuvo el mérito de, meses después, venir a mi casa y pagarme una fracción, creo que la tercera parte, de lo que me debía. Luego lloró miserias, me dijo que estaba endeudado hasta el cuello, que nunca había querido estafarme, y yo le creí y me dio lástima y le dije que no me debía nada, que el asunto quedaba zanjado. Pero desde entonces sentí que no podía confiar más en él.

La cuarta y última estafa resultó la más dolorosa porque me costó mucho dinero. Un amigo de Sofía, el padre de una de sus mejores amigas, le ofreció vendernos un apartamento de tres pisos frente a un club de golf. El edificio estaba ya levantado y sólo faltaban los acabados. Sofía, el caballero y yo caminamos por los pisos de concreto que nos ofrecía, admiramos la vista, decidimos que en el tercer piso haríamos un gimnasio y una pequeña piscina y le pedimos un descuento. Nos lo rebajó de 250 a 225 mil dólares si pagábamos al contado. Eso hicimos. Siete años después, el edificio sigue sin acabarse, deshabitado, fantasmal. Nunca nos entregaron el departamento ni nos lo entregarán, por supuesto, lo que me obligó a seguir quedándome en hoteles en Lima. Y ahora, haciendo las cuentas, reparo en el hecho de que hace veinte años o más he vivido en Lima siempre en hoteles: en el hostal El Olivar de San Isidro (una casona antigua que creo que ya no existe), en dos hoteles de la avenida Pardo, en el Park Plaza, en el Golf Los Incas, en el Country y en muchos otros hoteles a los que considero mi casa los días que paso por Lima.

No guardo rencor a quienes me robaron con engaños amables y persuasivos. Más bien les agradezco porque me recordaron que soy un idiota, lo que es conveniente no olvidar para que no me sigan timando tan fácilmente.

5/8/08

EL LOCO CUBANO

César cumple cincuenta y ocho años y estamos celebrándolo en el lounge del Ritz del Grove, donde nos han servido la comida porque el restaurante ya está cerrado. Es pasada la medianoche y venimos del programa que hacemos todas las noches, César dirigiendo los controles, yo hablando como un charlatán.

César es mi amigo hace quince años, desde que llegué a hacer televisión en Miami. Nació en La Habana, sus padres eran muy ricos, pero cuando Fidel capturó el poder, huyeron a Miami y lo perdieron todo. César es un millonario sin dinero, un aristócrata al que sólo le quedan los modales bohemios y extravagantes, el cubano más divertido, genial y enloquecido que conozco (y no son pocos los cubanos que he conocido todos estos años en Miami).

Más que mi amigo, César es mi hermano y no sabría explicar bien por qué. Tal vez lo que nos une es la certeza de que él está loco y yo también y que ninguno de los dos tiene cura posible y que a pesar de ello o debido a ello la pasamos estupendamente bien haciendo lo que nos da la gana en una ciudad en la que muchos caen esclavizados por las cuentas y el dinero.

César no tiene dinero, salvo su sueldo de la televisión, pero vive como si tuviera una fortuna. Vive solo, tiene muchas mujeres a las que visita y se coge pero con las que no se compromete, maneja un Mercedes antiguo descapotable y viste ropa vieja, gastada, que no ha perdido una cierta elegancia, como si fuera un millonario venido a menos, que es en realidad lo que es, su historia, la historia de su familia.

A César no le importa el dinero, lo que le gusta es sentirse libre y despertar a la una de la tarde y escuchar música triste y melancólica y andar persiguiendo mujeres solteras o casadas, jóvenes o no tanto, porque su vicio son las mujeres y no pasa un día sin que se monte a alguna, generalmente en condiciones furtivas que ponen en riesgo su vida, lo que, desde luego, multiplica el placer de esos encuentros. César no trabaja y desde que lo conozco creo que nunca ha trabajado porque lo que hacemos en televisión no es trabajar sino divertirnos, hacer un programa risueño, libertino, caótico y encabronado como la vida misma.

Pero esta noche que cumple años César está triste, y no porque esté haciéndose viejo, que cualquiera diría que tiene mi edad o poco más, ni porque una mujer le ha dicho que tiene que operarse la papada para disimular las arrugas, ni porque su auto de colección ha colapsado. Está triste porque esa tarde ha peleado con Sophie, su hija.

César ha amado a muchas mujeres, siete para ser exactos, siete mujeres con las que vivió y a las que celó y poseyó con la fiebre obsesiva de los peores amores que son también los mejores, siete mujeres de las que se casó con tres y cuyos divorcios despiadados lo dejaron sin lo poco que tenía. Ahora ama a una mujer joven pero no vive con ella y por eso la ama más, porque ella, que es dueña de peluquerías, cubana por supuesto, amante del sexo en todas sus variaciones, también prefiere que, después de las refriegas del amor, cada uno se vaya para su casa. Pero la mujer que César más ha amado y sigue amando es Sophie, su hija de veintitrés años, con quien pensaba almorzar ese día, el día de su cumpleaños.

Amándola como la ama, César peleó con Sophie a los gritos y canceló el almuerzo y ahora, después de varios tragos, me lo cuenta, abatido. Fue un mal día, dice. Me volví loco. Perdí el control. Pero tú sabes como soy, que digo lo que pienso y no sé mentir.

César en general se lleva bien con Sophie, aunque no se ven con frecuencia y le molestó que su hija se casara no hace mucho en el Ritz, porque la boda le costó una fortuna y él está ahorrando para comprarse una casita en Costa Rica frente al mar y largarse de Miami y toda la locura cubana y pasar sus últimos años tumbado bajo un cocotero bebiendo buen trago y cogiéndose ticas o forasteras que van a esas playas en busca de los misterios de la naturaleza, unos misterios en los que César es un experto porque dice, pidiendo un trago más, que, con sus años, la pinga se me pone dura como esta mesa y no me corro nunca antes de una hora.

César había quedado en buscar a Sophie a mediodía para ir a comer hamburguesas en el Conrad. Fue puntual. A las doce estaba abajo del edificio, esperándola. Pero ella se había ido a la peluquería, le pidió por teléfono que la esperase. Tardó una hora. Esa hora esperándola en el auto alquilado (porque su Mercedes se había estropeado) lo volvió loco, sacó la bestia indomable que lleva dentro. Además tuvo la mala suerte de que un guardia de seguridad se acercase y le dijera que allí no podía estacionarse. Y César le respondió gritando que la calle era de todos y que se fuera al carajo. Y el guardia lo insultó y pateó el auto. Y César bajó y se trenzó en una riña a golpes y patadas con el guardia. Y como, aun siendo pendenciero y buen peleador, tiene ya sus años y la cara algo arrugada y las canas pintadas (lo que yo le digo que es una mariconada, pero él me dice espera a que te salgan canas, cabrón, y ya vas a ver cómo te las pintas tú también) salió perdiendo en ese combate desigual con el vigilante, que lo dejó golpeado y humillado y lo obligó a mover el auto. César llamó entonces a Sophie y le preguntó a gritos dónde estaba y ella le dijo que saliendo de la peluquería, que la esperase un ratito más, pero él la mandó sin rodeos al carajo y le dijo que por su culpa se había peleado con un malandrín balsero ilegal hijo de mala madre y que cancelaba el almuerzo y que todo se había jodido por culpa de ella, de su maldita impuntualidad, de su maldita adicción a la peluquería.

Apenas cortó, se arrepintió. Pero no volvió a llamarla. Se fue a su casa, apagó el teléfono, se echó a dormir la siesta y decidió que no había nada que celebrar: cumplir cincuenta y ocho años en Miami con poco dinero y el auto en el taller y su hija llorando y los sueños de irse a Costa Rica cada vez más borrosos y lejanos era en realidad un día triste, un día de mierda.

Pero ahora estamos en el Ritz comiendo rico y tomando buenos tragos y César me dice que es feliz porque soy su hermano y estoy más loco que él y lo entiendo mejor que nadie. Yo le digo que llame a Sophie, que le pida perdón, que venga a tomarse unos tragos con nosotros, pero él me dice que ni a cojones, que no piensa llamarla, que está harto de las mujeres, de todas las mujeres, que las mujeres le han arruinado la vida y que ahora quiere vivir solo y cogerse a mujeres cuyos nombres no conoce y a las que no volverá a ver.

Yo le digo que es un genio y que está loco y que es mi hermano, y le prometo que estos serán los diez mejores años de nuestras vidas, que ganaremos mucho dinero y follaremos como unas bestias desalmadas y en diez años estaremos en una playa de Costa Rica celebrando su cumpleaños, recordando con nostalgia esta noche, meciéndonos en unas hamacas frente al mar y sabiendo que nunca más tendremos que salir en televisión para ganarnos la vida. Y César se ríe y me dice que por eso me quiere tanto, porque sé mentir con tanta convicción que me miento a mí mismo, y que en diez años los dos estaremos muertos y los borrachos mearán sobre nuestras tumbas y nadie se acordará de nosotros, ni siquiera nuestras hijas.