6/1/09

UN FINAL HEDIONDO

No me gusta lamer genitales ni que laman los míos. No me gusta si se trata de mujeres o de varones. Me disgusta especialmente lamer genitales de mujeres y en muy raras ocasiones me puede gustar (aunque esto ya no me pasa hace años) que una mujer bese los míos.

No me gusta penetrar orificios de mujeres y varones. No me gusta introducirme en cuevas, cavernas, túneles pedregosos, alcantarillas. No me gusta hundir mi fatigado colgajo en la baja policía de los individuos de este mundo. No encuentro placer alguno. Me da miedo, angustia y eso que ahora llamen estrés. Soy un enemigo de toda forma de penetración y, por extensión, de toda forma de pene que intente penetrarme.

En efecto, no sólo me disgusta introducir mi desdichada verga comatosa en cualquier orificio humano, seco o lubricado, sino que me disgusta todavía más que alguien, por lo general un varón, intente horadar el reducido y estragado agujero que controlan mis esfínteres para evacuar el vientre, una operación que, con cuarenta y cuatro años ya casi cumplidos, me resulta cada vez más ardua, seguramente por la masiva cantidad de psicotrópicos que están destruyendo mi hígado y mi vida en general, aunque paradójicamente dicha destrucción no parece exenta de placer, reflexión y conocimiento cabal de mis propias miserias.

Lo único cierto a estas alturas es que soy un hombre solo, que no me interesa el sexo en ninguna de sus formas y que estoy condenado a vivir a solas el resto de lo que me quede por vivir, que presiento que no será mucho.

Y no porque me parezca glamoroso o sexy morir joven sino porque ya no encuentro sentido alguno a la vida y siento que hice todo lo poco que tenía que hacer. Lo que confirma, sin la menor duda, que soy un mediocre, un pusilánime, pero un mediocre feliz, con la sensación del deber cumplido.

Lo que me obsesiona últimamente es que lo único seguro en los miles de millones de humanos que poblamos el planeta, en los miles de millones que nos han antecedido y perecido en el caos puro que es la frágil existencia humana, es que el ser humano puede ser bruto o inteligente, emprendedor o haragán, simpático u odioso, puede producir una idea ingeniosa o innovadora o ser un perfecto inútil, puede dejar una contribución valiosa a la humanidad o, lo que es bastante más común, ser una insignificancia ridícula y prescindible en el contexto de la historia de la especie humana, un accidente genético que no sirvió de nada ni mejoró en modo alguno la evolución de los mamíferos parlantes que somos; pero, dentro de esa variedad de monos devenidos hombres que somos, una cosa es segura, irrefutablemente segura: lo que siempre produce el ser humano, no importa su cultura, su religión, su lengua, su sexualidad, es mierda, un montón de mierda, toneladas de mierda. El ser humano es, en efecto, y sin excepción conocida, una máquina de producir mierda. No es muy seguro que sepa producir otras cosas de valor o excelencia, pero sí lo es que a lo largo de su existencia va a producir una masiva, importante cantidad de mierda pestilente, kilos, toneladas de heces y estiércol apestoso. Me pregunto cuánta mierda producirá en promedio un ser humano a lo largo de setenta u ochenta años de vida. Me pregunto cuánto pesará toda esa mierda, en cuántos camiones de remolque cabría. Lo poco que he podido investigar es que un occidental caga en promedio 130 gramos de mierda al día y un africano caga 185 gramos diarios. Calculando la población mundial en unas 6 mil 300 millones de personas cagando sin descanso, podríamos calcular a la ligera (con alto temor a equivocarnos) que los seres humanos producimos alrededor de 950 millones de kilos de mierda cada día. Es mucha mierda. Me pregunto si no sería rigurosamente cierto decir que la mayor parte de los humanos que hemos poblado y poblamos este planeta hemos sido consistentes y porfiados productores de mierda y de nada más que nos sobreviva, salvo aquella mierda que se recicla en el mejor de los casos y contamina, en el peor. Cierto es que hay algunos escritores, pintores, músicos (artistas, como les gusta llamarse a sí mismos), pero la mayor parte de ellos han añadido a su miserable caca humana esa otra forma de mierda procesada y de muy dudoso prestigio intelectual (y cuénteseme por favor entre ellos). Pocos son los que, además de mierda, han dejado a la humanidad algo que posea un cierto valor artístico, una belleza indudable que perdure por siglos y nos conmueva y redima de nuestra condición de productores profesionales de mierda.

Lo que me lleva a un par de cuestiones un tanto descorazonadoras. Una, ¿cuánta mierda puede haber producido la humanidad desde que el hombre descargó el primer mojón en cuclillas y sin papel suavizante a mano?

¿Podría medirse toda esa mierda que el mundo ha producido en siglos de guerras, genocidios, barbaries y felonías, que sólo han confirmado que de mierda estamos hechos y pura mierda somos? Y la otra, que creo que la especie humana, siendo como es una fábrica incesante de mierda, y habiéndose multiplicado en proporciones alarmantes desde las cuevas hasta la modernidad superpoblada, lo que desde luego aumenta de modo considerable el volumen de mierda que depositamos discretamente en desagües, silos, albañales, alcantarillas y a veces sobre tierra firme como los perros o los gatos, está condenada a destruirse, no por el calentamiento global o en una guerra nuclear, sino ahogada en su propio mar de mierda. Veo el futuro con pesimismo: habrá tanta gente cagando y tanta mierda en los ríos y los mares y tantos glaciales derretidos y tan poca agua limpia, que no habrá forma de que la especie humana deje de extinguirse y perecer bajo el peso abrumador de las toneladas de mierda que lo envenenarán todo y acabarán con la poca agua limpia que quede y nos infectarán de las peores enfermedades y de las más resistentes bacterias alojadas en las heces humanas. Siglos de homínidos odiándose y entrematándose en nombre de unos dioses asesinos confirman que somos, ante todo, unos cagones, unos grandísimos cagones, y que tal vez habría más justicia en el mundo si todavía gobernasen, a su despótica manera, los dinosaurios y tiranosaurios. Cagones como somos, máquinas de producir caca como somos, será nuestra propia caca la que acabará con la humanidad. Y no habrá Dios ni juicio final ni castigo a los pecadores, que todos cagamos por igual y si Dios existe, seguro que cagará también y a lo mejor hasta con crisis de estreñimiento, viendo el desmadre que ha creado. Lo que habrá es un planeta entero cubierto de mierda, apestado a baño de estadio, y millones de moscas y cucarachas que habrán de sobrevivirnos y a lo mejor crearán formas de gobierno probablemente menos crueles que la democracia capitalista. Sería justo por eso que la mayoría de los avisos de defunción publicados en los diarios del mundo terminasen de esta honesta manera: Ha muerto Fulanito de Tal. Vivió tantos años. Cagó tantos kilos de mierda. Fuera de eso, no hizo nada que valga la pena de mencionarse. Pero la gente, claro, se esconde para cagar, echa aerosoles para disimular el olor hediondo de sus deposiciones esforzadas, procura ocultar lo que es un hecho cierto e irrebatible: que los seres humanos producimos mierda en todos los casos y muy excepcionalmente alguna buena idea.


QUÉJATE AL CIELO

Es martes, vísperas de navidad, y no puedo dormir porque me he hecho adicto a los capítulos de John Adams que se emitieron en HBO y que me hacen sentir orgulloso de haber adoptado la ciudadanía de los Estados Unidos de América. El peligro de ver esa estupenda miniserie es que despierta en mí la ambición megalómana por capturar el poder y dejar una huella indeleble en la historia de mi país, como la dejaron aquellos bravos milicianos de Nueva Inglaterra que, arengados por pancartas que decían Appeal to Heaven, se atrevieron a desafiar al Imperio Británico y fundaron esta gran nación, afirmando el derecho constitucional a la búsqueda de la felicidad.

Pero mi felicidad no está ni estará en creerme Adams, Washington, Jefferson o Franklin y tratar de refundar el país refundido y rejodido en el que nací. Mi felicidad, o la incierta búsqueda de ella, parece estar en esta isla tranquila, viendo los capítulos de John Adams, tal como me recomendó mi amigo Federico Jiménez Losantos cenando en Solchaga en Madrid, y no tratando de ser John Adams, pues tal emprendimiento imprudente y envanecido terminaría mal en cualquier caso, según me ha asegurado Federico, que de estas cosas sabe, y mucho: asesinado, en el mejor de los casos; preso, linchado, empalado por la multitud o envenenado por el cardenal o alguno de sus sicarios, muy probablemente; o, en el peor de los casos, ciñéndome la banda que tantos bribones y mequetrefes se han colgado en el pecho, pechos flácidos y de protuberantes glándulas mamarias que luego han engordado a expensas de los más pobres.

Es martes y no puedo dormir porque sé que continúa nevando en British Columbia y el aeropuerto de Vancouver sigue cerrado y el vuelo que traerá a Javier, Nicole y Joanne no podrá despegar a tiempo. Maldita sea, tenía que caer una tormenta de nieve precisamente cuando mi hermano más querido y sus chicas bellas y adorables van a venir a pasar las fiestas conmigo. Quéjate al cielo. O, si no crees en el cielo, quéjate con tu agente de viajes.

Llamo a la pobre Stephanie, que me compra los pasajes, y le digo que haga algo, que cambie el boleto, que consiga un vuelo directo desde Vancouver a Miami, que saque a mi hermano de esa absurda pesadilla prenavideña, pero ella, una mujer paciente y encantadora, me explica que no puede impedir que caiga nieve en aquellas tierras gélidas de Canadá y que no está en sus manos reabrir el aeropuerto clausurado de Vancouver y me jura por su honor que no hay vuelos directos entre Vancouver y Miami y que aquella conexión en Los Ángeles era la única alternativa disponible a estas alturas, porque es navidad y todo el mundo viaja por navidad. ¿No era que estábamos en crisis? ¿No era que la gente no tenía dinero para salir de casa? ¿No era que la gente ya no creía en las religiones y no celebraba la navidad? Pues no: aun sin dinero y siendo agnóstica y descreída de los dogmas religiosos, la gente viaja en navidad y la celebra a tope y en grande y por todo lo alto, no porque crea en Dios ni en el nacimiento del niño Jesusito en el pesebre, sino porque cualquier pretexto parece ser bueno para tragar con desenfreno y reunir a regañadientes a la familia para luego renegar de ella, eructando y despidiendo flatulencias de pavo.

Javier me llama y me dice que ya están en el avión. Son las nueve de la mañana. Me dice que despegarán en una hora. Buen vuelo, le digo, pero sé por los informes confiables de Stephanie que no despegarán en una hora ni en dos y mejor ni se lo digo.

Camila entretanto me escribe un correo electrónico diciéndome que la llame enseguida, que ha cometido un error muy serio, que necesita hablar conmigo urgentemente.

Estoy a punto de llamarla cuando llama Martín desde Buenos Aires. Está llorando. Ha chocado. Ha dejado el auto muy estropeado. La culpa es toda suya. Venía rápido por Libertador escuchando el último disco de Coldplay, Viva la Vida, había fumado un porrito prenavideño para soportar el estrés de las compras, frenó muy tarde y embistió un cacharro viejo. El dueño del cacharro ni se quejó, por eso amo tanto a la Argentina. Pero ahora Martín ha llevado el auto al taller en Martínez y parece que se quedará todas las fiestas sin auto y dice que debió quedarse conmigo en Miami y no ir a pasar las navidades a esa ciudad enloquecida. Quéjate al cielo, amor. Ya chocaste y al menos no te partiste el brazo como yo en Madrid.

Llamo a Camila. Está llorando. Pienso: Está embarazada. Sé que confía en mí y sabe que estoy y estaré siempre de su lado. Me dice: he cometido un error terrible. Pienso: Ya está, seré abuelo, será divertido. Me dice: he comprado el lavaplatos equivocado para mi mami. Dios, qué alivio, me digo. Pero para ella es una tragedia. Porque en La Curazao no quieren devolverle la plata del lavaplatos y a ella no le queda más plata para comprar el lavaplatos correcto, el que quiere su mamá. Hago un par de llamadas y el chofer lleva a Camila a un banco y le dan la plata que necesita. Luego compra el lavaplatos para su madre. Me llama, está feliz, me dice que me ama, que no me preocupe, que el otro lavaplatos lo cambiará en La Curazao por artefactos electrodomésticos para las empleadas domésticas (y muy pronto electrodomésticas). Camila es genial. Nunca deja de sorprenderme. Es intensa y apasionada y divertida y quiere ser presidenta de los Estados Unidos. Sin duda es mi hija. Por eso debo impedir que vea John Adams.

Javier me llama y me dice que es la una de la tarde y siguen sentados en el avión en Vancouver y no despegan porque están descongelándolo y el viaje se ha convertido en una maldita pesadilla. Llamo a Stephanie y me quejo y le digo que de todas maneras van a perder la conexión en Los Ángeles. Ella consigue cambiarle la conexión de Los Ángeles a Dallas. Llegarán a Dallas a medianoche. Dormirán en Dallas. Con suerte llegarán a Miami el 24 por la tarde. No hay alternativas. Si no te gusta, quéjate al cielo.

Ahora Javier está furioso en el aeropuerto de Los Ángeles, esperando cinco horas la maldita conexión a Dallas, y Martín está furioso en el taller de Honda, esperando a que le digan cuándo le devolverán el auto con el radiador machucado, y Camila está furiosa en La Curazao porque se niegan a cambiarle el lavaplatos por otras máquinas o aparatos electrodomésticos.

Trato de resolver esos problemas caminando enloquecido por la casa con tres teléfonos distintos, pero no soy John Adams, no soy nadie, no puedo hacer que Javier y sus chicas lleguen a tiempo a Miami ni que le arreglen rápido el Honda machucado a Martín ni que le permitan a Camila cambiar el lavaplatos por aspiradoras, tostadoras, radios y televisores de plasma en La Curazao.

Lo malo de ver John Adams es que por un momento te sientes un predestinado, un iluminado, un visionario y un pionero, alguien que lo entregará todo por cumplir un deber moral, y te llenas de una energía noble y altruista, y te convences hablando solo de que en tres años ese gordo pelopintado que baila como una mazamorra morada te cederá la faja bicolor (que te quedará apretada si sigues comiendo tantos Godivas prenavideños). Y cuando ya crees que eres el John Adams peruano y la bella Sofía tu abnegada Abigail y Enrique Ghersi, el más brillante y leal de tus amigos (no como otros que te dicen no tuve tiempo de escribirte un mail en tres años porque estuve muy ocupado con los viajes y la familia), será tu genial Jefferson, entonces aterrizas abruptamente en la realidad y comprendes que Javier no llegará el 24 ni el 25 porque sigue varado en el aeropuerto de Los Ángeles y que Martín tendrá que resignarse a los olores rancios de los taxistas charlatanes de Buenos Aires y que ni siquiera tienes poder para convencer al administrador de La Curazao de que le cambie el lavaplatos equivocado a tu bella hija adolescente. No eres nadie. Eres sólo un pusilánime miserable roído por cientos de rencores putrefactos. Eres nadie y es navidad y estás solo en tu casa sin un jodido regalo y si no te gusta, quéjate al cielo.


ESA MANCHA SOSPECHOSA

Esta historia me ocurrió hace unos años y siempre que la recuerdo me río solo. Trataré de contarla tal como ocurrió, sin exagerar ni inventar nada.

Era un día de semana y había quedado en encontrarme con Grettel en la chocolatería Ghirardelli de Lincoln road. Grettel era una amiga cubana, casada, madre de una hija, esposa de un ejecutivo de la industria musical, que le decía a su esposo todos los miércoles por la tarde que tenía cita con el sicoanalista y ese sicoanalista era yo y mi consultorio era la chocolatería de Lincoln road.

Grettel y yo éramos sólo amigos pero supongo que ambos sabíamos que esa amistad estaba condenada a desbordarse y explorar otros territorios más peligrosos, pero esa es otra historia y es de hecho una historia que no terminó bien, que en cierto modo terminó con nuestra amistad, porque ahora ya no veo a Grettel los miércoles en la chocolatería ni los días clandestinos en que venía a mi casa cuando ya no era mi amiga sino también mi amante, una amante exigente y minuciosa en las órdenes que me daba para complacerla, pues así se plantearon las reglas del juego entre nosotros desde el principio, ella era mi diosa y yo era su esclavo y hacía lo que ella me ordenase.

Por eso nos encontramos ese miércoles por la tarde en la chocolatería de Lincoln road, porque a ella le encantaba tomar una copa gigantesca de helados, mientras yo la envidiaba y me resignaba a un austero té verde porque los helados me ponían gordísimo y si quería llevarme a Grettel a la cama no podía ponerme como un cerdo.

Grettel era mágica y poseía una cualidad etérea, inasible, y se movía como una mariposa esquiva y siempre me hacía regalos pequeñitos y preciosos con mensajes de amor escritos en letra diminuta. Era mi hada madrina y le encantaba que se lo dijera y también le gustaba que le besara las mejillas mientras ella comía su helado de chocolate y que le rogara que viniera a mi casa a jugar un ratito conmigo, pero ella decía que amaba a su esposo y que no quería serle infiel y que era más lindo tener un amigo escritor y sicoanalista aficionado y no rebajarse a las cosas vulgares del deseo y sus peligrosas secreciones. Porque Grettel era limpísima, la criatura más higiénica y perfumada que he conocido, incluyendo a Martín, mi amigo argentino, que es también adicto a la higiene, a las cremas, jabones, champús y toda clase de fragancias que lo mantengan suave y oliendo a rosas, jazmín o cítricos.

Grettel era cubana pero no hablaba como cubana y no parecía cubana, aunque no sé bien cómo hablaba ni a qué se parecía, porque en realidad parecía una criatura alada, extraña y como de otro mundo, una musa que jugaba conmigo, me turbaba y luego se evaporaba, se difuminaba, se hacía humo envuelta en sus vestidos transparentes.

Aquella tarde saliendo de la chocolatería se nos acercó una señora regordeta y nos ofreció chocolates en una canastita. Grettel declinó con elegancia, pero yo, que nunca rechazo nada regalado, metí tres chocolates en el bolsillo de la chaqueta, sin pensar que los chocolates no estaban cubiertos y podían mancharme el bolsillo. En ese momento sólo pensé, goloso, que nunca se desprecia un chocolate regalado, y menos si es uno de calidad.

Era un día caluroso y caminamos dos o tres cuadras por Lincoln road y luego a Grettel le provocó comer algo en un pequeño restaurante, The Ice Box, al que a veces me llevaba a comer unos postres deliciosos. Como siempre, fue ella quien eligió dónde nos sentaríamos, en unos sillones mullidos, qué comeríamos y beberíamos, porque ella era así, le gustaba tener absoluto poder sobre mí, y yo gozaba siendo su súbdito y haciendo lo que ella dispusiera y ordenara con ese aire distraído e irresistible.

Estuvimos desparramados en esos sillones mullidos un rato largo, hablando de las novelas que queríamos escribir, soñando con irnos tres meses a una casa en las costas catalanas, ella y yo solos, huyendo de todo, a escribir esas novelas que seguramente nunca escribiríamos, pero que en ese instante nos parecían la cosa más importante del mundo. En algún momento, sin que me diese cuenta, los chocolates que me habían regalado se deslizaron del bolsillo de mi chaqueta y terminé sentado sobre ellos, aplastándolos con mis nalgas. Para colmo de males, llevaba puesto un pantalón claro, de lino, algo infrecuente en mí, pero Grettel hacía que yo me pusiera ropas extravagantes para impresionarla, porque ella solía ponerse unos vestidos lindos, muy sexys, casi transparentes, que la embellecían de un modo inenarrable.

Lo cierto es que, en medio de tan ardorosa conversación, endulzada por unos postres muy refinados, los chocolates regalados terminaron resbalando de mi bolsillo y yo sentándome sobre ellos sin darme cuenta y adhiriendo esa mancha marrón a mi pantalón de lino.

En algún momento fui a los servicios a aliviar la vejiga y lavarme las manos y cuando salí del baño me detuve a mirar los postres, y fue entonces cuando Grettel vio la mancha marrón en medio de mi amplio trasero y no dudó de que, recién salido del baño, y con lo distraído que era yo, me había ensuciado los pantalones con caca y ni cuenta me había dado y tan contento me paraba allí, con los pantalones defecados, a mirar los postres.

Para ella fue el más terrible de los dilemas morales que había enfrentado hasta entonces en sus veintiocho años de errática vida de mariposa: ¿debía decirme tienes caca en el pantalón o debía callárselo y dejar que yo me diera cuenta por el olor?

Mientras ella dudaba, yo regresé muy orondo y me dejé caer en el sillón mullido en el que me hallaba menos sentado que echado o desparramado. Y Grettel imaginó que ahora la mancha de caca de mi pantalón estaba contaminando los finos pliegues del sillón y que pronto todo apestaría a restos fecales.

Grettel sufría y a la vez se reía sola pensando si debía decírmelo, pero sobre todo pensando cuán idiota puede ser este escritor peruano para que no sepa hacer sus cosas en el baño y termine cagándose en los pantalones sin darse cuenta. Y no sabía si decírmelo o no, porque no quería ser cruel o impertinente, pero tampoco quería que otra gente, que me reconocía por la televisión, me viese paseando por Lincoln road con una mancha de caca en el pantalón de lino, ¿no se suponía que ese escritor peruano era un tipo medianamente inteligente, cómo entonces andaba con el pantalón con caca?

Entonces Grettel sucumbió a un ataque de risa y yo le pregunté por qué se reía tanto y ella me lo dijo suave, al oído:

-Te has hecho caca en el pantalón, mi amor.

Me pareció rarísimo, porque no había defecado en el baño, pero la acusación era tan grave e insólita que no dudé de que estuviera diciéndome la verdad y, abochornado, me puse de pie y ella corroboró la mancha marrón en mi trasero y yo, al verla, quedé horrorizado y estupefacto, pensando cómo y sobre todo cuándo me había cagado en el pantalón sin darme cuenta siquiera. Corrí al baño, me quité el pantalón y recién entonces descubrí que la mancha marrón olía estupendamente y no correspondía a mis deposiciones sino a los chocolates regalados y derretidos, que nunca debí aceptar de esa señora regordeta con canastita.

Cuando regresé al lado de Grettel, ya lavado el pantalón con agua y jabón, le dije:

-No era caca, amor, era chocolate derretido, el chocolate que me regalaron.

Grettel no me creyó y hasta el día de hoy no me cree y está segura de que aquella tarde yo me cagué los pantalones y le quise hacer creer que cagaba chocolate. A pesar de ello, seguimos siendo amigos y tiempo después terminó en mi casa, en mi cama, sin ropa, comiendo trufas, dejando que lamiera chocolate blanco Godiva de sus nalgas deliciosas y riéndonos de aquel absurdo episodio de la mancha marrón en mi trasero, gracias al cual creo que ella decidió que yo merecía extraviarme en los misterios de su cuerpo, porque alguien que cagaba chocolate merecía tener como amante a una mariposa grácil y extraviada que había venido volando desde La Habana y añoraba volar de regreso a su isla.


COSAS QUE TERMINAN EN LA BASURA

La última vez que estuve con Bolaño fue en una cafetería de Barcelona. Me dijo que le había gustado Los amigos que perdí, aunque entendí que le había gustado menos que Yo amo a mi mami, novela que presentó en esa ciudad un año antes de ganar el Herralde con Los detectives salvajes. Me dijo: ten cuidado con los adjetivos. Tiempo después, Jordi Herralde me invitó a cenar en Barcelona. Comimos pescado. Al regreso, en su Volvo blanco antiguo, me dijo que Bolaño se inventaba enfermedades para no viajar a cumplir compromisos literarios por Europa y que así no podía seguir ayudándole a difundir su obra en otras lenguas. Me dijo: en vísperas de viajes ya pactados y anunciados, siempre se enferma, y nunca sé si es una enfermedad real o imaginaria. Por eso, cuando, no mucho después, me contaron en un restaurante de Santiago de Chile que Bolaño estaba enfermo, dije que seguramente era un truco para no viajar y quedarse tranquilo en Blanes. Al día siguiente supe que había muerto y me sentí un idiota.

La última vez que estuve con Carlos Enrique Cisneros fue en Joe Allen, un restaurante de Miami Beach que le gustaba mucho. Parecía tranquilo, contento, aunque en él había siempre un aire de distancia impenetrable, tal vez el dolor de haber perdido a su padre ahogado tratando de rescatarlo a él, entonces un niño, en un río venezolano. Esto lo marcó fatalmente y creo que le impidió disfrutar de la inmensa fortuna que poseía. Viajaba muchísimo, tanto que me daba vértigo, y sólo llevaba consigo una mochila y cuando tenía que llevar más cosas no usaba maletas, las enviaba antes en cajas por correo rápido. Aquella tarde, la última que estuvimos juntos, lo noté contento porque se había enamorado de un mexicano y planeaban vivir juntos en la mansión de Palm Island, a la que tantas veces me invitó y nunca conocí, y en el departamento de Santa Mónica, porque Carlos Enrique, como buen Cisneros, no vivía en una ciudad, vivía en el mundo. Todavía no sé si la sobredosis que le quitó la vida fue deliberada o accidental. Quizá el mexicano lo dejó. Quizá se aburrió de viajar cada tres días con una mochila. Quizá sólo quería dormir y no despertó más. Lo recuerdo ahora como un buen tipo. Pero creo que la culpa de su padre muriendo ahogado tratando de rescatarlo le jodió la vida. Carlos Enrique me preguntó una vez: cuando entras a una reunión, ¿te gusta que todos sepan que eres bisexual? Le respondí: Prefiero no entrar a ninguna reunión, pero si estoy obligado a entrar, sí, me gusta que todos lo sepan. En eso somos distintos, me dijo.

A Patricia Téllez, íntima amiga y representante de Shakira desde que la cantante era una niña precoz en Barranquilla, la vi por última vez en un restaurante de Bogotá ya pasada la medianoche. Comimos delicioso. Pagó la cuenta. Me paseó por la ciudad en su camioneta Mercedes. Hablaba poco, era tímida, discreta, leal, generosa. Me ofreció su departamento para quedarme a dormir. Decliné. Me contó que estaba construyéndose una gran casa en una colina. Subimos a la colina. La vista era preciosa. Aquí me voy a retirar, me dijo. Pero no tuvo tiempo de retirarse. Me dejó en Casa Medina. A los pocos días la encontraron muerta en su cama. En su mesa de noche estaba el libro que le había regalado, El huracán lleva tu nombre. Me sentí doblemente culpable porque no la acompañé a dormir en su departamento y porque quizá lo último que leyó fue alguna página mía salpicada de cursilería.

A García Márquez lo conocí en casa de César Gaviria en las afueras de Washington en una cena en su honor. Hablamos brevemente. Fue amable y cordial. Tengo la certeza de que no volveré a verlo. Hice bien en no pedirle una foto ni una firma. Hice bien en decirle Gabo y tratarlo de tú. Hice bien en no preguntarle por qué Mario le dio ese puñetazo en México.

A Mario lo vi por última vez en un restaurante de Guadalajara hace ya tres años. Estaba exhausto porque venía de presentar su monólogo teatral. Éramos ocho o diez personas con hambre inmoderada. Un magnate mexicano, ennoviado con una modelo peruana muy enjoyada, pagó la cuenta. El pobre Mario no paraba de bostezar. Aquella noche, y antes en el lobby del hotel Hilton, fue particularmente cariñoso conmigo, tal vez porque comprendió que me había tratado con excesiva dureza cuando su hijo Álvaro renunció como asesor a la candidatura de Toledo. Nos despedimos en el ascensor. No he vuelto a verlo desde entonces. Después me llamó payaso, un maltrato verbal que pudo ahorrarse después de los que ya me había infligido, y por supuesto me dolió. Tengo la certeza de que no volveré a verlo, como no volveré a ver a su hijo Álvaro, que fue mi amigo por tantos años hasta que, sin darme explicación alguna, decidió darme de baja, como se dice en lenguaje policial. En venganza (porque no soy bueno para perdonar), estos últimos días en mi casa de la isla, arrojando cosas a la basura, tiré dos libros de Mario (La verdad de las mentiras y El arte de lo imposible) y todos los de Álvaro. También dejé caer a la basura la última novela de Boris Izaguirre, que me pareció falsa, artificial (como La mujer de mi hermano) y en represalia porque Boris me dijo en el hotel Claris de Barcelona que no tiene tiempo de leer mi última novela, aunque por supuesto sí tiene tiempo de ser jurado de Mira quién baila y deshacerse en elogios desmesurados antes las contorsiones de un ex torero devenido bailarín.

La última vez que me encontré con Almodóvar fue en los cines Princesa de Madrid. Lo vi haciendo la fila, a veinte personas detrás de mí, solo, sin aires de estrella, sin custodios. Me encantó que siguiera siendo un hombre que va al cine en función de matiné en día de semana. Cuando llegué a la boletería, compré una entrada para mí (Quemar después de leer, la de los Coen, que es genial, aunque menos que la de Philippe Claudel, I've loved so long, que espero que le den el Óscar a Kristin Scott Thomas por esa actuación delicada y magistral) y compré ocho entradas para ocho películas distintas que comenzaban alrededor de esa hora, las cinco de la tarde. Luego me acerqué a Pedro, me saludó con cariño, le pregunté cuál iba a ver, me dijo que Gomorra, me vio buscando la entrada de esa película entre las ocho que había comprado para él, dijo halagado pero qué dispendio, le di la entrada y me fui deprisa. Era lo menos que podía hacer por Almodóvar, era una manera de decirle gracias por tanto placer, por tantas películas geniales.

Con mi madre me reuní hace dos semanas en el hotel Country de San Isidro. Tomamos el té. La invité a pasar año nuevo conmigo en Miami. Días después me escribió un correo aceptando ilusionada la invitación. Pero ese día una amiga suya me había escrito: Si quieres a tu madre, ¿por qué te burlas de ella cuando escribes. Me pareció una impertinencia, más todavía porque esa odiosa señora no me había visto ni escrito en muchos años. Le reenvié ese correo agrio a mamá. Ella me respondió que su amiga era graciosísima y adorable. Le escribí a mamá diciéndole que prefería cancelar el viaje de año nuevo.

Ayer por la noche, en el aeropuerto de Miami, le di un abrazo a Martín y le dije que iré este lunes a Buenos Aires. Ahora creo que es mentira. No iré a Buenos Aires ni lo veré un buen tiempo. Necesito estar solo. Necesito escribir la maldita novela sobre mi padre que está torturándome. Necesito estar en la isla y pasarme días sin hablar con nadie, hasta que llegue de Vancouver mi hermano Javier, que además de hermano es mi amigo. Con él y su familia pasaré navidad y año nuevo. Antes de que llegue, creo que seguiré tirando libros a la basura. Me tienta arrojar los de Saramago, los de Cela, los de Auster, los de Umbral y los de ese japonés que se ha puesto de moda.


EL AMANTE MERCENARIO Y DELATOR

Hay una chica en mi cama y es lunes y en dos horas tengo que dejar el hotel y correr a darle un beso a mi hija menor que está enferma y luego correr en medio del tráfico espeso y caótico de Lima para llegar a tiempo a tomar el vuelo de regreso a la isla.

La chica sabe que he reservado esas dos horas con ella y que no tengo un minuto más, sabe que he llegado a Lima el día anterior y no he podido verla porque he estado enredado en compromisos familiares y grabaciones en el canal de televisión. La chica también sabe que esa mañana no he podido verla porque he acudido a una dependencia policial a someterme a un interrogatorio derivado de la querella que ha planteado contra mí una señora ignorante y codiciosa que se niega a aceptar que el tiempo nos corroe a todos y la televisión es una fiesta que no dura para siempre.

La chica está callada y por eso me gusta. La chica ha dejado a su novio y me ha ido a buscar al estudio de televisión varios domingos seguidos y me ha regalado fotos suyas (algunas muy perturbadoras, en el mejor sentido) y me ha dicho que sólo quiere ser mi amiga, sabiendo que eso es imposible y que es demasiado joven y deseable como para que yo me resigne a ser su amigo. La chica ha abandonado la universidad, ha conseguido que yo pague todo el semestre para que su padre no se entere de que ya no estudia filosofía, se ha matriculado en un taller literario dictado por dos escritores que se han pasado la vida diciendo que soy un escritor malo o incluso pésimo, y me ha dado a leer algunos cuentos que ella ha escrito, unos cuentos que me han gustado mucho, tanto que le he prometido que quizá algún día los publicaré en un libro que me gustaría titular Pajas, título que a ella le gusta también.

Los cuentos son todos muy personales y suelen narrar las peleas que ella tiene con su madre, que es adicta a las pastillas, y con su padre, que es alcohólico y sin embargo jugador de frontón, y con su ex novio, que la acosa por teléfono y le ruega que vuelva con él y alivia su tristeza visitando prostíbulos, cosa que él inexplicablemente le cuenta y a ella le da asco y ganas de no verlo más.

La chica y yo nos hemos visto varias veces en ese mismo hotel de Lima y nos hemos besado y tocado y ella ha cumplido con perfecta sumisión las bajezas que le he ordenado, pero no se podría decir que hemos hecho el amor, han sido sólo unos breves encuentros en los que la amistad, sus cuentos tristes y el deseo se han entremezclado y han terminado siempre conmigo metiendo dólares en su cartera para que pueda pagar el taller literario que dictan los escritores que se consideran infinitamente superiores a mí y no pierden ocasión de despedazar cada novela que publico.

Esta noche, sin embargo, y tal vez porque sabemos que sólo disponemos de dos horas, las cosas ocurren como si tuviesen que ocurrir, como si estuviesen escritas en un guión: nos besamos, nos quitamos la ropa y le pregunto si debo ponerme un condón y ella me dice que no, que toma pastillas, y sin perder tiempo se sienta a horcajadas sobre mí y cabalga mientras yo tiro de sus pelos rubios y pienso si será verdad que toma pastillas y si debo terminar en ella corriendo el riesgo de dejarla embarazada a sus apenas diecinueve años y yo con una hija de quince que es más alta que esa chica que está agitándose sobre mí.

Como suele ocurrirme en esos momentos, me abandono a la fortuna que me reserve el destino y entonces hacemos el amor, sólo que es un acto breve, desesperado, impregnado de una extraña tristeza, porque ambos sabemos que no nos veremos en un tiempo largo y quizá no nos veremos nunca más.

Después, mientras ella se viste, meto mis cosas atropelladamente en el maletín de mano, llamo al botones, pago la cuenta, la subo a un taxi sin darle siquiera un beso y subo a la camioneta y manejo como un suicida para llegar a tiempo a darle un beso a mi hija enferma con cuarenta de fiebre y luego a subirme al vuelo que me instalará de vuelta en la vida sedentaria y cálida de la isla, lejos de mis hijas, de mi madre, de mi chica callada y tal vez ahora embarazada.

Porque ocurre enseguida lo que era predecible: la chica me escribe preguntándome si tengo sida. Le digo que no. Me pregunta cómo estoy tan seguro. Le digo que estoy seguro. Le pregunto si es verdad que toma pastillas. Me asegura que sí. Le digo que no le creo. Le digo que seguramente ya está embarazada. Le digo que si está embarazada me encantaría tener un hijo con ella. Me dice que no está embarazada y que si lo estuviera abortaría sin pensarlo dos veces. Deja de escribirme unos días. Luego me escribe y me dice que le vino la regla. No sé si creerle. En todo caso, sé que no quiero verla en un tiempo. No quiero más enredos amorosos en mi vida. Se lo digo: Quiero estar solo, radicalmente solo, no me escribas más, no vayas a verme al canal, no me busques en el hotel.

La chica me dice que soy un egocéntrico y un vanidoso (usa esas dos palabras) y que sólo una persona tan egocéntrica y vanidosa es capaz de hacerle lo que yo le hice: llamarla al hotel, tener sexo apurado con ella, subirla a un taxi y decirle que no quiero verla por un tiempo indefinido. Le digo que probablemente tiene razón, pero que no olvide que puedo ser generoso además de vanidoso porque pagué todo el semestre que ella dejó de ir a la universidad, mintiéndoles a sus padres.

La chica es preciosa y escribe bien y cuando veo sus fotos tal vez la extraño y pienso en ella haciéndome el amor, en llevarla de viaje a una playa y disfrutar abusivamente de su cuerpo casi adolescente. Le pregunto si está dispuesta a viajar conmigo escapando de Lima en las fiestas de fin de año. Me dice que sí. Luego me manda un cuento en el que recrea la escena del hotel: ella es la inocente aspirante a artista que ha caído en la emboscada que le ha tendido vilmente el escritor egocéntrico, que después de usar de su cuerpo le mete plata en la cartera como si fuera una prostituta, lo que a ella le resulta humillante. Le escribo diciéndole que ya no tengo ganas de seguir leyendo sus cuentos y que si mi plata le resulta humillante, debió decírmelo y no aceptarla en silencio y luego quejarse escribiendo cuentos sobre su vida torturada para que sus profesores del taller la elogien, sospechando que ese egocéntrico que compra las caricias y los labios de aquella pobre chica soy yo, el escritor frívolo que ellos detestan.

La historia con la chica que me dijo que quería ser sólo mi amiga y dejó a su novio y la universidad para ser escritora y que me miraba desde una esquina del estudio de televisión todos los domingos con un aire de superioridad, como diciéndome que mi programa era un adefesio y yo no merecía a una chica tan joven y bella como ella, parece haber terminado de momento, y terminado mal, como suelen terminar estas historias, porque ella me ha dicho que soy peor aún de lo que parezco en televisión y yo le he dicho que no me interesa leer sus cuentos ni verla más y ella me ha preguntado ¿y no vas a cumplir tu promesa de publicar mis cuentos? y yo le he dicho que las malas personas rara vez cumplen sus promesas y que ella supo desde el primer domingo que fue a sonreírme coqueta al estudio que yo era una mala persona y no sería su amigo sino su amante mercenario y delator.



GUERRA EN FAMILIA

Cuando la señora Mary Kirkpatrick enviudó hace unos años, heredó de su esposo de toda la vida (al que encontraron muerto de un infarto en un hotel de Lima, en el que se había reunido con una prostituta de lujo, cuarenta años menor que él) una importante suma de dinero.

Como la señora Mary nunca se había preocupado por ganar dinero, pues de ello se ocupaba su marido, quien la mantenía holgadamente, no supo qué hacer con los millones que su esposo infiel le había dejado en varias cuentas bancarias en Grand Cayman.

Por eso, al día siguiente de los funerales de su esposo, la señora Mary reunió a sus tres hijos y les pidió consejo sobre cómo proteger y, si acaso, multiplicar el dinero que había heredado.

Fátima, su hija mayor, le aconsejó que trasladase el dinero a un banco de inversiones de Nueva York. La señora Mary no le hizo caso porque Fátima se había divorciado de Antonio (apodado inexplicablemente Popotito), con quien tenía dos hijos varones, y eso a ella le parecía una crueldad con el pobre Popotito, que había tenido la mala suerte de enamorarse de su secretaria, algo que la señora Mary pensaba que Fátima debía haber pasado por alto, como ella había ignorado, haciéndose la distraída, las repetidas travesuras amorosas de su marido ya muerto, y muerto precisamente en combate sexual con una prostituta de quinientos dólares la hora.

Su hijo Leopoldo le recomendó que comprase acciones en la compañía minera del hermano de doña Mary, el distinguido millonario solterón Henry Kirkpatrick III, uno de los hombres más ricos del país. La señora Mary se negó rotundamente, sin dar explicaciones. Su hermano Henry tenía fama de homosexual discreto y todavía en ejercicio, lo que a ella, que era tan religiosa, le parecía una cosa muy mala, tan mala que por eso se negó a comprar acciones en la compañía de Henry, quien por lo demás era siempre generoso y encantador con ella.

Sergio, el menor de sus tres hijos, el que más problemas le había dado, el que había sido enviado a siquiatras desde niño y al que habían dado a tragar innumerables pastillas tratando de aplacar su carácter díscolo y revoltoso, el que le había robado joyas y dinero, el que había sido enviado a un internado en Ginebra con el propósito de reformarlo, la oveja negra de la familia, le aconsejó que comprase departamentos (el ladrillo nunca te lo pueden robar, mami) y los alquilase y viviese de esas rentas. Pero la señora Mary tampoco le hizo caso a su hijo menor porque pensó que vivir de los alquileres pagados esforzadamente por familias de clase media no era moral ni cristiano, que era una forma de usura reñida con su sentido de la ética.

Tras escuchar a sus hijos, la señora Mary decidió que su deber como peruana de bien era trasladar el dinero heredado de su esposo a una cuenta en un banco de Lima, la cuenta que ella había mantenido durante años en el banco más prestigioso de la ciudad, donde por suerte trabajaba Michael, otro de sus hermanos, en quien ella confiaba a ciegas.

Fue así como los millones viajaron en una simple operación cibernética de Grand Cayman a Lima y la señora Mary le pidió a su hermano Michael que cuidase de ese dinero sin exponerlo a grandes riesgos. Sus tres hijos le dijeron que era una locura meter la plata en un banco de Lima a una tasa de interés muy baja, pero ella no les hizo caso y dijo que el amor a la patria se demostraba poniendo toda su plata en un banco peruano. Ellos se rieron y le dijeron que se arrepentiría de su patriotismo.

Todo marchaba relativamente bien en la familia hasta que Fátima decidió comprarse una casa en los suburbios, endeudándose con el banco en el que trabajaba su tío Michael. Una vez instalada en la nueva casa, Fátima le pidió un préstamo a su madre para amoblarla y equiparla con la última tecnología. La señora Mary se negó a darle el dinero por considerar que Fátima había hecho mal en divorciarse de Antonio, Popotito, y no perdonarle los amores furtivos con la secretaria de pechos voluptuosos. Esto naturalmente provocó un distanciamiento entre madre e hija.

Al poco tiempo Leopoldo le pidió a su madre una suma considerable para comprar tierras y ganado en el sur. La señora Mary, que nunca se había entendido con su hijo Leopoldo, quien le recordaba a su marido por su carácter autoritario y sus modales hoscos, le negó el préstamo, alegando que ella hacía lo que le aconsejaba su hermano Michael, quien pensaba, y así se lo había dicho claramente, que el dinero no debía retirarse de los certificados a plazo fijo en los que se hallaba a buen recaudo. Leopoldo se molestó con su madre, le dijo que era una vieja tacaña y no la saludó por el día de la madre.

Estando ya indispuesta con Fátima y Leopoldo por esos asuntos monetarios, la señora Mary, orgullosa de que su hijo Sergio, que tantos problemas le había dado de chico, se hubiese convertido en un hombre religioso, de misa diaria y confesión semanal, de rezar el rosario con ella y preservar su castidad hasta que encontrase a la mujer ideal con la cual casarse, no dudó en prestarle dinero a Sergio cuando él se lo pidió para comprar acciones de una compañía petrolera que, según le aseguró, iban a dispararse pronto. Contrariando la opinión de su hermano Michael, la señora Mary sacó casi todo su dinero de los certificados y lo transfirió a la cuenta de Sergio, no sin antes pedirle a Michael absoluta discreción al respecto, pues no quería que Fátima y Leopoldo se enterasen de ese préstamo para evitar más conflictos familiares.

La señora Mary y su hijo Sergio supieron guardar el secreto durante unos meses, tiempo en el cual las acciones de la petrolera se desplomaron, reduciendo a escombros la inversión que Sergio había hecho a escondidas de sus hermanos y en complicidad con su madre.

Como la señora Mary tenía ya setenta y cuatro años, a veces se olvidaba de ciertas cosas. Por ejemplo, no recordaba dónde había escondido el dinero para pagarles a sus empleadas domésticas o la clave secreta de su tarjeta para retirar efectivo, el poco efectivo que le quedaba. Por eso, cuando, hace pocos días, tomando el té en el hotel Country, su hijo Leopoldo le pidió una módica suma de dinero para hacerse una operación de cirugía estética en la nariz, ella se olvidó del préstamo secreto y le dijo con toda naturalidad:

-No puedo darte ni un centavo, mi amor, porque todito se lo he prestado a tu hermano Sergio.

Indignado, Leopoldo le dijo cosas tremendas a su madre (siempre preferiste a Sergio, eres una vieja arpía, ahora entiendo por qué papi no te aguantaba y tenía otras mujeres), no tardó en llamar a Fátima para informarla de ese préstamo que consideraba injusto y desleal y fue a buscar a Sergio para romperle la cara por tener la desfachatez de vaciar las cuentas bancarias de su madre e invertir en unas acciones que habían caído vertiginosamente.

Fátima llamó a su madre y le dijo:

-Vieja de mierda, no quiero verte más.

Luego llamó a su hermano Sergio y le dijo:

-Yo sabía que seguías siendo un ratero.

Leopoldo se ahorró los insultos, esperó a Sergio a la salida de un café de San Isidro y le dio una golpiza tan brutal que lo mandó de urgencia a la clínica.

Ahora que se acercan las navidades, la familia se encuentra dividida en dos bandos enemigos y al parecer irreconciliables: Fátima y Leopoldo, quienes planean una celebración austera en casa de ella, y la señora Mary y su hijo Sergio, que sigue en la clínica Americana, recuperándose de la paliza que le propinó su hermano. Ayer por la tarde, la señora Mary Kirkpatrick le llevó empanadas de la cafetería Baguette a Sergio, quien encontró un momento para decirle, sobándole la mano:

-No te preocupes, mami, que las acciones van a subir.

La señora Mary lo miró con cariño y le dijo:

-No me importa la plata, mi amor. Lo único que me importa es subir al cielo contigo.


MI PADRE SOY YO

Sabía que tenía que volver a subirme a una bicicleta y recorrer esa calle de bajada en la que me accidenté y dejé manchas de sangre y me partí el brazo ante la mirada compasiva de algunas señoras que me ayudaron a levantarme.

Sabía que debía regresar a esa esquina aviesa de Menéndez Pelayo y demostrarme que se me fue una vida en aquella caída pero pude recuperarme gracias a una cierta obstinación, a un espíritu de resistencia que se forjó en mí desde niño, muy a mi pesar.

Entonces tenía que resistir a los correazos que mi padre me daba en las nalgas (sin saber que estaba educándome en una escuela del placer en la que ahora estoy condenado a seguir instruyéndome) y a los golpes con una regla de madera que Mr. Moulder, ese calvo perverso y encantador que enseñaba en el colegio inglés, me daba en la palma de la mano derecha, el brazo extendido, tembloroso. En ambos casos aprendí a que cuando se cansaban de golpearme, la mejor revancha era pedir un golpe más, un correazo más, una lección que me ha sido útil para la vida pública que me asaltó después.

No tenía que volver a Madrid tan pronto. Había estado los últimos días de setiembre cuando me accidenté, levitando por el exceso de pastillas y burlando con arrojo torero desde la bicicleta todas las suertes contrariadas que surgían de cada esquina, y ahora era noviembre y ese sol engañoso me hacía pensar que seguíamos en setiembre y ya no me dolía el brazo.

Pero el brazo aún dolía a pesar de la rehabilitación, las descargas eléctricas, los ejercicios y los masajes, y por eso, por lo que me enseñaron mi padre y el profesor, supe que debía volver a montar en bicicleta esas mismas calles en las que dejé regada una vida y un poco de sangre.

Cuando fui a comprar otra bicicleta en la calle Goya no encontré al vendedor que me atendió en setiembre. Pregunté por él. Me dijeron que había renunciado. No les creí. Seguramente lo habían despedido. Compré esta vez una bicicleta de varón, a ver si me deparaba mejor fortuna que la otra, con canasta, que terminó retorcida e inservible.

No estaba en mis planes estrenarla aquel sábado a medianoche. Quería dar vueltas por el Retiro y dejarme llevar por Menéndez Pelayo al día siguiente, domingo, día que, según los pronósticos, sería despejado y agradable. Salí del departamento y me puse a esperar un taxi en la esquina de casa, frente a la bodega de las chinas que me recibieron con alborozo y me sobaron el brazo lastimado diciéndome cosas agridulces en mandarín, cosas que desde luego no entendí pero mitigaron el dolor del brazo casi rehabilitado y ya no tan tieso y entumecido como cuando me quitaron el cabestrillo.

No pocas veces he pasado por Madrid y sabía por eso que un sábado a medianoche era altamente improbable encontrar un taxi en esa esquina o en ninguna. No pocas veces he caminado en Madrid hasta volver al hotel o a casa, a falta de un taxista, no importa si fascista, que me rescatase del frío. Aquel sábado no fue una excepción. Estuve media hora esperando un taxi y nunca apareció. Los pocos que pasaban iban ya ocupados y el frío empezaba a molestar. No era el frío despiadado de diciembre, pero era un frío que se metía por los pies y conspiraba contra mi precaria recuperación.

Harto de esperar, comprendí que el destino había adelantado la cita que tenía conmigo para expiar mis demonios y volver al coso en el que la bestia me corneó y dejó malherido, volver y no sentir miedo, porque un torero con miedo es un torero muerto, el miedo se olfatea desde lejos y te condena en ese oficio y en todos los demás, incluyendo el mío, que no sé bien cuál es, creo que el de charlatán, gitano y ciclista ocasional.

Bajé a la cochera con olor a basura rancia, cargué la bicicleta, me subí en ella y empecé a pedalear de subida por la Menéndez Pelayo, sintiendo que en cada esfuerzo muscular se me iba otra vida y que era peligroso trepar cuesta arriba a esa hora, tratando de llegar a la función de medianoche del cine de la calle Narváez que tanto me gusta para ver una película que sospechaba que sería mala pero no importaba, un viaje a Madrid era incompleto si no veía al menos una y a veces hasta tres películas al día y ese sábado no había visto ninguna.

Cuando llegué al cine, estaba excitado, poseído por una confianza ciega en mi poderío, y por eso no me importó pedirle a la chica que me vendió las entradas que cuidase mi bicicleta porque no tenía cadena ni candado para amarrarla y ella aceptó tan ingrato encargo, no sin que sus manos fuesen previamente lubricadas por unos euros siempre bienvenidos.

La película fue menos mala de lo que sospechaba porque Ariadna Gil estaba soberbia y Diego Luna parecía a ratos un demente suicida y por eso mismo alguien que podría ser tu amigo, pero no pude disfrutarla del todo porque estaba impaciente por salir a ver si me habían robado la bicicleta, quizá la chica de la taquilla o algún peatón avispado, y arrojarme pedaleando por la calle de necesidad mortal que me había convocado de vuelta a Madrid.

No me habían robado la bicicleta y la chica sonrió y me hizo pensar que debo pasar más tiempo en Madrid y menos en Miami. Luego empecé a pedalear deprisa por Narváez y doblé a la derecha en Menorca y tomé Menéndez Pelayo de bajada. Lo prudente hubiera sido elegir la acera, despoblada a esa hora. Pero lo prudente no ha sido nunca, en mi caso, lo aconsejable. Por eso me quedé en la misma pista por la que me descolgué aquella tarde última de setiembre y busqué con frenesí autodestructivo toda la velocidad que mis piernas pudiesen obsequiarme y por un momento pensé que estaba muerto y que ese recorrido lo hacía otra persona que ahora habitaba mi cuerpo. Porque aquella persona que se accidentó vivía dopada y tragando pastillas y esta otra quería resistir, sobrevivir, remontar la adversidad y afirmar virilmente la búsqueda del placer a cualquier precio y contra toda adversidad.

Helada la nariz por el viento de las tres de la mañana, sujetando con un brazo el timón, buscando tozudamente esa cita inevitable con mi destino y mi historia hecha de golpes y caídas, pude ver a mi padre dándome correazos en el culo y al profesor del colegio descargando su rabia con una regla de madera en mi mano extendida y a mi madre haciéndome rezar en latín y a mi bella hermana refugiándose en un convento en las montañas sin colchón ni agua caliente y a un amigo cocainómano humillándome por un tiro más y a mis amantes avergonzados abandonándome por una mujer conveniente y a mis hermanos peleándose a golpes para negar lo innegable, lo que está ya escrito y dicho, lo que soy porque está en mis genes o porque mi padre lo quiso así: que yo también fuese cojo de alguna manera para parecerme a él. Y fue así como llegué a la esquina donde volé y me partí el brazo y me detuve un momento y sentí la presencia reconfortante de mi padre contentándose por mi espíritu guerrero, por atreverme a cruzar silbando ese puente imaginario sobre el río Kwai, como en la película que me llevó a ver cuando era niño, y comprendí que su destino y el mío era el de ser cojos, él porque los huesos se le encogieron y yo porque el alma me quedó coja, lisiada. Y nunca fui más amigo de mi padre que aquella noche en la esquina aciaga de Madrid donde perdí una vida y la recobré semanas después, un sábado de noviembre que no olvidaré, como no olvidaré la última sonrisa de mi padre que me hizo cojo.


COSAS QUE PASAN CUANDO VIAJAS

Siendo noviembre, esperaba frío en Barcelona. Fue una sorpresa caminar bajo un sol que parecía de primavera y que me hizo jurarle a Martín que volveremos en abril cuando las calles se llenan de flores y libros.

Siempre me había quedado en el Majestic, y alguna vez en el Condes, donde Boris volvió a ver después de la operación para corregirle la miopía (la otra noche me ha dicho, sacándose el maquillaje, que no ha leído mi último libro porque no ha tenido tiempo, y me ha hecho reír por su descaro, y le he dicho ojalá tengas tiempo de leerlo antes de cumplir los cincuenta), pero esta vez tuve la suerte de que Andreu Buenafuente me mandase al Claris, que me ha fascinado y al que me he prometido volver, porque me han tratado con mucho cariño comedido, como suele ser el cariño catalán, y porque me han mimado muy especialmente los chicos argentinos vestidos de negro, tan suaves y guapos, a los que he regalado en señal de gratitud mi libro firmado.

También le he regalado mi libro a Gianina, la peluquera peruana de la calle Valencia que me cortó el pelo y me dijo que lleva nueve años en Barcelona y tiene una niña que le habla en catalán.

No sé si queda bien que un escritor compre todos los días su libro y ande regalándolo por la calle al primer espontáneo que lo saluda, pero tal es mi caso y por eso también le dejé la novela (que no fue fácil encontrar en la librería) a la camarera del café donde solíamos desayunar, de nombre Erika y también peruana, desde luego.

Había venido a Barcelona con Martín hace ya seis años y no fue un viaje tan feliz porque el frío de febrero propició peleas y desencuentros, pero este ha sido un viaje más tranquilo, tanto que nos hemos dado tiempo de ir a los cines Icaria, mis favoritos en la ciudad, y ver la última de los hermanos Cohen y la de Anne Hathaway haciendo de drogadicta torturada, e incluso una película tremenda y creo que mala pero divertida, Diario de una ninfómana, basada en la novela de mi amiga francesa Valérie Tasso, con quien alguna vez salí a comer en Barcelona.

Pero lo mejor de estos días catalanes de veranillo de San Martín ha sido conversar con ese taxista refinado que nos decía que va dos veces al año con su familia de vacaciones a Nueva York, lo que me hizo dudar de la crisis global y me recordó que estaba en una ciudad rica donde los taxistas van de compras a Nueva York, y, saliendo del cine, caminar bajo una fina llovizna que apenas molestaba por el paseo marítimo y por la rambla, mirando a la gente y aspirando el mar y espiando con el rabillo del ojo el perfil risueño de mi chico queriéndome en silencio.

Después hemos sobrevivido al peor momento del viaje, que ha sido el descenso a Sevilla, apiñados en buses, hacinados en el avión, leyendo el Hola para escapar de tanta gente a tan corta distancia.

Al llegar a Sevilla y subir al taxi y meternos en el centro, ha sido como entrar en la máquina del tiempo y viajar siglos atrás, porque el conductor, oyendo el fútbol en la radio, se metía en callejuelas más y más angostas que se bifurcaban en un laberinto infinito y nos llenaban de pavor e incredulidad, como si estuviéramos en una película de final incierto, y cada curva era como si descendiésemos a un infierno más abrasador, y Martín se tapaba los ojos y yo le decía tranquilo, no pasa nada, estamos en Sevilla y nadie nos hará daño.

Y luego hemos llegado, en medio de ese vértigo de calles que se estrechaban y casas añosas que podían caernos encima y paredes que rozaban las puertas del auto, como si los fabricantes de autos en Sevilla midiesen primero las calles angostas y en base a esas medidas diseñasen los coches, al hotel al que Jesús Quintero nos ha mandado, un palacio de recovecos moros y aire gitano con vista a la Giralda, donde nos hemos drogado para dormir, después de comer unas cosas muy extrañas que juro que se movían, un atún transparente y laminado que se movía y no dejó de moverse hasta que salimos deprisa por esas calles embrujadas de las que oían los ecos de voces antiguas e inquietantes que decían ven, majo, entra a por una copa, que acá te estábamos esperando.

Por suerte hemos salido vivos del laberinto gitano, y al día siguiente el sol ha anunciado la presencia de la Giralda en la ventana del baño, y Martín me ha llevado al lugar que más ama de esa ciudad, el Starbucks donde nadie fuma y él come el mismo sánguche de siempre, y yo me he sentido feliz, tanto que he ido a comprar luego mi libro en la Fnac para dejárselo firmado a Antonio, el cajero velludo y encantador que me ha reconocido, y a Lucho, el peruano que me sirvió el capuchino con soya (porque siempre hay un peruano en todas las cocinas de todos los restaurantes a los que vamos), y que me llamó Jaimito, igual que el camarero del restaurante japonés de los platos que se movían, que no sólo me llamó Jaimito, sino que se hizo la foto conmigo, por lo cual no me sentí obligado a dejarle mi libro ni libro alguno.

Jesús Quintero me ha contado que no siente orgullo por sus antepasados y que hubo doce Quintero entre los conquistadores que saquearon las Indias, pero que uno de ellos quiso boicotear la expedición porque quería quedarse tranquilo en casa, y yo le dicho, maravillado por la forma inesperada como se ha puesto a contarme esas cosas por teléfono, que ese Quintero bueno fue seguramente su antepasado, y él se ha reído y ha salido con otra historia no menos sorprendente: que cuando se fue a Buenos Aires una temporada, donde a veces me confunden con él, vio una noche en televisión a Menem, entonces presidente, presentando el programa de Neustadt, que en paz descanse, y diciendo que le había tocado reemplazarlo porque Bernardo estaba enfermo y lo había llamado para pedirle que se sentara a conducir el programa en su lugar, cosa que Menem hizo muy a gusto.

Yo vi una vez a Neustadt en el centro comercial Aventura, en Miami, y lo vi solo, triste y aburrido y en pantalones cortos, esperando a que una mujer más joven terminase de comprar, y no quise saludarlo porque me pareció que no estaba contento con su vida de jubilado próspero que espera a que su mujer termine de comprar lo que nunca terminará de comprar, y así se le fue la vida al pobre Neustadt, al que ya no podré saludar y al que una vez entrevisté en televisión, aunque usar el verbo entrevistar puede que sea en este caso una hipérbole, porque él, que no era devoto del silencio, me hizo el trabajo fácil y me ahorró las preguntas, diciéndome muchas cosas enrevesadas que no sé si entendí.

En Sevilla he comprado regalos para mis hijas, no ropa, que detesto comprar ropa, les he comprado el disco Loca de María Peralta para Camila, y el de Pitingo, Soulería, cantando en flamenco clásicos pop, para Lola, regalos que en realidad son egoístas, porque antes de dárselos a ellas los escucharé y disfrutaré yo.

Quien no es egoísta para nada es Martín, porque corre a todos los H&M que puede, comprando cosas lindas para su amiga rockera Nat, a la que ama y a la que yo, sin conocer, amo también, porque he oído sus canciones en inglés de Pinkat y me ha encantado, y luego la he visto muy Gwen Stefani posando en la Rollins Stone argentina y he decidido que ella es la musa que nos inspirará en la fiesta que dará Martín en el Sofitel de la calle Arroyo de Buenos Aires en abril, pues Martín y yo preparamos sus fiestas de abril ya desde noviembre, porque así lo quiero yo hace ya siete abriles, y en lo que a mí respecta, que sean muchos más.


EL VOTO ATORMENTADO

Con el brazo todavía lastimado subí al avión a medianoche decidido a llegar a la isla el martes para correr a votar a las siete de la mañana sin saber todavía por quién votar.

Mis hijas me habían pedido que votase por Obama porque les parecía que era necesario un cambio, que debía acabar la guerra absurda, que era bueno que ganase un negro con cara de hombre noble, que no podían seguir ganando los blancos testarudos que quieren ir a la guerra para resolver los problemas a bombas y que han destruido la economía del país prestando plata a los incautos con la esperanza de esquilmarlos y esclavizarlos económicamente, sólo para darse cuenta, ya tarde, que el embuste era tan malvado que los arrastró a ellos también a la quiebra, víctimas todos de la fiebre consumista que es el origen de todos los males, de la pretensión frívola de tenerlo todo y ahora, ya mismo, enseguida, que ha llevado a tanta gente a prestar cruelmente como a endeudarse imprudentemente, y ambos son culpables, pero más los que dieron el dinero con ánimo usurero que los ingenuos que lo tomaron prestado para comprarse ficticiamente una casa cuando en realidad estaban adquiriendo una deuda y esa foto, todos sonrientes, de la familia inmigrante en la fachada de la nueva casa, que mandaron a sus países de origen para impresionar a sus familiares de allá, era sólo un espejismo, una trampa, porque ahora ya los echaron de la casa y la foto es el recuerdo del sueño incumplido, de la trampa en que cayeron.

Yo pensaba en el avión que si mis hijas me habían pedido que votase por Obama debía votar por él sin pensarlo más. El voto era de ellas y para ellas, que nacieron en este país y sueñan con venir a estudiar aquí. Además, mi hija mayor, que ya tiene quince y es muy lista, me había recordado que en cuatro años ella votará conmigo en la isla o en la ciudad donde esté estudiando.

Pero mis madres cubanas, que son unas señoras que vienen a verme al estudio de Miami llevándome toda clase de regalos (guayaberas, salmón, medias, pijamas, bananas, mangos, alfajores, empanadas, cosas que expresan su cariño por el hijo que han adoptado y sustituye quizá a los hijos que la vida les arrebató) y que cuyas edades oscilan entre los setenta y los ochenta años, me rogaban con la voz quebrada por tantas décadas de tristezas y añoranzas que votase por Mc Cain, porque me recordaban que los dictadores tropicales estaban contentos y esperanzados con Obama, ¿y entonces cómo vas a votar por Obama, si es el candidato de los comunistas, hijito?

Y yo me quedaba demudado y aturdido, encontrando cierta lógica en el reparo moral de mis madres y preguntándome si mis hijas se habían vuelto comunistas.

Pero luego pensaba en votar por Mc Cain y no podía, porque recordaba a la Palin comprando vestidos frenéticamente en Neiman Marcus y Saks desde que la nominaron candidata, vestidos que costaron una fortuna, ciento cincuenta mil dólares, y que tuvo el descaro de cargar a cuenta del partido, y luego diciendo que los gays eran enfermos que necesitaban atención médica urgente y que las mujeres no debían tener sexo hasta el matrimonio (y por eso sus hijas quedan precozmente embarazadas), y sentía que no podía votar por un ex soldado obstinado que fue a una guerra que hubiera sido más inteligente evitar, como la evitaron con astucia Clinton y Bush hijo, y por una fanática religiosa que defendía ideas trasnochadas. Y después recordaba que Mc Cain era también el candidato de Bush, pues decía que Bush había sido un buen presidente y que la guerra debía continuar indefinida y acaso eternamente, como eterna es al parecer su madre también guerrera, y me decía no puedes votar por el viejito y la frívola porque Bush no merece que premies ocho años de arrogancia e incompetencia que han llevado al país a su peor crisis en casi un siglo.

Cuando entré manejando a la isla, eran las seis y media de la mañana. Fui a votar pero había una fila interminable de centenares de personas. Me abrumó la idea de esperar horas para votar por alguien incierto. Voté por tomar pastillas e irme a la cama. En ese momento fue el voto más sensato.

Luego desperté a la una y había salido el sol y me sentía contento y subí a la camioneta y volví a espiar si seguían las colas y ya no había nadie, así que estacioné donde no debía, en el lugar de los minusválidos, y bajé en pijama y enseñé mi licencia de conducir y me hicieron firmar el registro y me dieron tres papeletas enormes. Y ahora estaba solo con un lapicero frente a dos circulitos y tenía que pintar uno de negro y no sabía cuál pintar, si Obama por mis hijas o Mc Cain por mis madres cubanas, y fue una duda terrible que agravó el dolor del brazo y me hizo sentir un minusválido mental.

No sé cuánto duró la duda, la mano temblándome, el lapicero acercándose y alejándose de la papeleta. Lo que sé es que al final pinté de negro el circulito de Obama y luego a todas las demás preguntas respondí que NO sin siquiera leerlas.

Salí a toda prisa sintiendo que había cometido una felonía, como me sentí hace años cuando me detuvieron por llevarme de Burdines unas corbatas sin pagar, y corrí a casa y mandé unos mails a mis hijas diciéndoles que había votado por Obama y estaba arrepentido y no debería haber votado, pues yo lo único que sé hacer bien es dormir con pastillas y no pensar.

Después me quedé encerrado en casa, viendo la tele con ansiedad, y cuando a las once de la noche dijeron que había ganado Obama, recuerdo exactamente lo que estaba haciendo: cortándome los pelos de la nariz, pensando en una cita amorosa. Y luego habló Mc Cain y me conmovió la grandeza con la que se resignó a aceptar que la suya era y había sido siempre la suerte del perdedor, y sentí que ese hombre magullado merecía ser presidente y debí votar por él, aunque luego miré a la Palin y esos sentimientos fueron difuminados por la certeza de que esa dama despistada debía volver al frío del que vino para seguir estimulando los embarazos de sus hijas. Y poco más tarde, hundido en el mismo sillón en el que vi ganar a Clinton el 92 y me quedé toda la noche sin saber si Bush o Gore había ganado, habló Obama y dio un discurso memorable que casi me hizo llorar, pensando en su padre que lo abandonó a los dos años, y en su madre hippie que se enamoró de un kenyano y luego de un indonés y fue una pionera de la globalización del amor y luego abandonó a su hijo a los once años, y en su abuela que murió en vísperas de la victoria de ese nieto que ella crió como su hijo inesperado, y en la vida épica y admirable de este hombre levemente mayor que yo que vino desde una isla excéntrica y una familia disfuncional y una infancia traumática para cumplir su propio sueño y el de millones de personas en el mundo entero. Y entonces me dije que aquella era una noche que nunca olvidaría y me sentí orgulloso de haber votado por él y haberles dado a mis hijas el presidente que ellas querían. Y me pude ir a dormir tranquilo, sin pastillas, como tranquilo me siento ahora, todo lo tranquilo que no debe de estar sintiéndose este hombre con aire triste y ya legendario, al que ahora le aguarda una tarea heroica que el destino le había reservado desde que nació en aquella otra isla a miles de kilómetros de ésta en la que vivo, viendo como los vecinos ponen en venta sus casas y huyen espantados, pensando que llegó el comunismo a Miami y vende todo, Jaimito, y ándate rápido de aquí, que yo ya viví todo esto con Fidel y si te quedas, el 20 de enero el negro te expropia la casa y te manda preso a Guantánamo.


EL CANDIDATO QUE DUDA

Algunos de mis mejores amigos quieren que me postule para presidente del Perú. Me dicen que, a pesar de mis antecedentes policiales, si sonrío mucho y hablo bonito y hago la campaña sólo en la televisión, no en las plazas públicas, donde me gritarían maricón, cabro, rosquete, y me tirarían huevos o tomates en el mejor de los casos y piedras o balas en el peor, puedo dar la sorpresa y ganar las elecciones y convertirme en presidente, siendo bisexual y no estando dispuesto a negarlo para ganarlas.

Porque mis amigos entienden, o tienen que entender, que no puedo dejar a mi chico argentino, al que amo, y casarme de nuevo con Sofía, abusando de su infinita pasión por la aventura, y tener un hijo con ella en plena campaña electoral, una operación diseñada para reafirmar mi muy discutida virilidad (discutida principalmente por mí mismo y por mis libros) y despejar las dudas sobre mi conocida debilidad por los hombres como fuente de compañía fraterna y placer seguro.

Pero mis amigos no quieren entender que no puedo cambiar, que no puedo dejar de ser quien soy y mentir descaradamente para ganar las elecciones, y me dicen que, si vamos en serio, si quiero ganar con el voto de las mujeres que me ven en la tele y me idealizan como macho risueño y juguetón y juran contra toda evidencia que no soy bisexual ni mucho menos y que en realidad soy un heterosexual mitómano que inventa una mascarada gay con el penoso pero comprensible propósito de ganar más dinero, entonces, me dicen ellos, si quieres capturar el voto de esas muchas mujeres que te adoran, tienes que dejar a tu chico, decir que es cosa del pasado y que amas ahora como has amado siempre al gran amor de tu vida, Sofía, la madre de tus hijas, con la que tienes que volver a convivir, junto con las dos lindas hijas que ella te dio, y a la espera del hijo idealmente varón, que habrás de llamar Jaime, que ella te dará en los primeros meses del año 2011, cuando ya estés inscrito como candidato y empieces a resultar creíble y subas en las encuestas cada vez que salgas serio, aplomado y sonriente en televisión, que ahora las elecciones se ganan en la tele, donde tú te mueves como pez en el agua.

Yo le cuento todo esto a Martín, que está en Buenos Aires, y él me dice sin perder la calma que haga lo que quiera, que siga mis sueños, que sea candidato si eso me hará feliz, pero que si lo niego o lo escondo y vuelvo con Sofía y tengo un hijo con ella, él tratará de olvidarme, no podrá acompañarme a escondidas, como si su presencia fuese una deshonra, en esa aventura por el poder que él considera suicida, autodestructiva, porque Martín, que me conoce mejor que nadie, me recuerda que sólo puedo ser feliz cuando me siento libre (libre, por ejemplo, de alejarme de los peruanos) y me dedico a escribir (a escribir, por ejemplo, esa novela que le he contado y me atormenta) y me permito humildemente ser apenas quien el destino me condenó a ser, este hombre perezoso y aturdido, desmesuradamente egoísta, con muy contadas lealtades, que ama y desea como nunca amó y deseó a nadie a él, a Martincito, a quien no estoy dispuesto a abandonar como si fuera una cosa vergonzosa del pasado, sólo para ponerme el traje del candidato sonriente que en el fondo se siente una impostura, una odiosa falsedad, porque tiene que convencer a los otros de que él es alguien que en realidad no es, no puede ser, nunca podrá ser, porque ya lo has intentado antes y mira cómo te fue.

Y yo le digo que tiene toda la razón, que no espero menos de él, que si me inscribo como candidato y vuelvo con Sofía y tengo un hijo con ella y lo borro de mi agenda pública, es comprensible que él busque en otro hombre o en otros hombres el amor que yo, su compañero de estos últimos seis años, le estaría negando por la más subalterna de las razones: por apetito de poder, por encender una gigantesca hoguera en la que veamos arder a mi vanidad en estado puro. Y luego le prometo que no estoy tan loco para pensar que me conviene embarcarme en esa cruzada, la de servir a los peruanos y servir más exactamente a mi ego colosal, que me pide, a despecho de mi corazón, que sea presidente, que capture la oportunidad y levante una ola impensada a base de sonrisas, picardías y alardes histriónicos de los que me sé capaz, que consiga lo que no pudo conseguir Vargas Llosa, y que venga de la nada, de un programa de televisión que el presidente desprecia y que Vargas Llosa al parecer también, porque ambos se niegan repetidamente a sentarse en él a conversar conmigo, que venga desde esa imagen de periodista y escritor algo payaso, como dice Vargas Llosa, él siempre tan serio, casi tan serio como su hijo Álvaro, que solía ser mi amigo pero al parecer dejó de serlo porque le abochorna la amistad de un payaso, que venga desde ese improbable lugar, sin aliados políticos, solo como los vaqueros o los francotiradores, y me convierta en el próximo presidente de los peruanos, que, como se sabe, adoran la aventura, el salto al vacío, la política como entretenimiento y son por eso capaces de votar por mí o cualquier lunático capaz de hipnotizarlos con su verbo encendido y sus sonrisas taimadas, o por cualquier lunático en general, incluso si habla feo y sonríe torcido, como el ex dictador. Jamás te dejaré para ser presidente, le digo a Martín, y él me cree y yo me creo. Y si algún día soy presidente, tú estarás a mi lado y la gente sabrá que eres mi compañero y que te amo. Y si no les gusta, que no voten por mí, que no me elijan y que se jodan, que se pierdan el entretenimiento seguro (más seguro que el buen gobierno) que generosamente les ofrezco. Sólo así, sin mentiras, siendo descaradamente quien soy, guste o no, estoy dispuesto a ser candidato, le digo a Martín. Y él se queda más tranquilo y yo también y no descartamos la candidatura pues la vemos como una cosa altamente improbable e indeseable que sólo traería problemas, desengaños, deudas y servidumbres, a cambio de nada o de peores cosas que nada.

Pero luego llego a Lima y viene Sofía, guapa y adorable, a tomar hierba luisa conmigo y me dice que nunca me ha visto más entusiasmado y feliz que cuando le hablo de mi candidatura presidencial. Y luego paso por casa de mi madre y ella me dice en pijama que tengo la obligación moral de devolverles a los peruanos lo mucho que ellos me han dado (que yo no sé bien qué es) y que nadie sería un mejor presidente que yo. Y luego me reúno con mis mejores amigos en una cena a medianoche en la que, entusiasmados, seguros de la victoria, se diseñan los detalles de mi campaña, hablando en voz baja y fríamente, como si planeasen el asalto a un banco. Y ya de madrugada, llego al hotel y llamo a Martín y le digo que está en mi destino ser candidato, que no podré escapar de aquella cita con ese toro bravo que puede matarme, que no me abandone ahora que más lo necesito, pero él me dice que está en una fiesta gay y que si finalmente decido ser candidato, contrariando sus sabios consejos, mejor me olvide de él para siempre. Tú elige, me dice, con voz dulce y cortante. Y yo le digo que no puedo elegir, que lo quiero todo, a él y a Sofía y a mi hijo por venir y al toro bravo al que tal vez tendré que verle la cara sangrante, él y yo con la respiración entrecortada, acezante, para saber quién muere y quién sobrevive, malherido.