31/12/07

FIESTAS A LAS QUE NO ME INVITAN

Paso dos semanas de diciembre en Lima. No acaba de sentirse todavía el verano. Ciertas mañanas una niebla espesa esconde el campo de golf. He cambiado de hotel. No me quedo más en el hotel de siempre. Ya no me quieren. Han despedido a algunos empleados que me contaron secretos escandalosos. No debo dormir más allí. He vuelto a dormir en el hotel donde traté de suicidarme cuando tenía veinte años.
No consigo dormir bien. Mi siquiatra argentino me ha recetado antidepresivos y ansiolíticos. Los tomo con reservas en el mismo hotel donde tantos años atrás tragué un frasco de somníferos. Duermo diez horas corridas. Al día siguiente soy otra persona, una persona aún peor. Me arrastro, me duermo a cada rato, me siento un pusilánime, un gordo viejo, un hombre sin futuro, acabado, derrotado. Duermo en las camas de mis hijas, con el perro Bombón hecho un ovillo a mis pies. Renuncio a las pastillas argentinas. Prefiero el insomnio.
Lo que me salva es la pastilla que me recomendó la madre de Martín. La llevo siempre conmigo y me resigno a tomarla los días peores. Como estoy de vacaciones, me drogo suave y convenientemente, tal como me prescribió con amor la madre de Martín. Esa droga, aplicada en dosis pequeñas, me convierte por unas horas en un hombre feliz, paciente, tolerante, sin apuro, de espíritu risueño, con ganas de cantar las canciones de Sabina y Serrat. Llevo en la muñeca izquierda el reloj de esfera ancha que me regaló el gran poeta y pirata Joaquín Sabina. Ese reloj me ha cambiado la vida. Ese reloj y las drogas de Marta me devuelven un cierto optimismo que creía perdido para siempre. Desde que uso el reloj de Sabina, me siento más joven, con ganas de volver a pecar, de recuperar los placeres innombrables de las noches vírgenes de esta ciudad. Debo ir con cuidado, sin embargo. Ya no soy un muchacho. Pero este reloj me engaña, por fortuna.
En otros tiempos me hubiera entristecido que mi tío, el gerente brillante al que admiro, no me invite a su almuerzo navideño y que mi prima favorita, a la que siempre encontré irresistiblemente encantadora, tampoco me invite a su fiesta de casamiento, en la que me cuentan que cantó con la simpatía desbordante, arrolladora, que me embrujó desde niño en su casa de playa, en la que nunca faltaban uvas verdes. Pero ahora no me da pena que prescindan de mí. Me parece una decisión irreprochable. Saben que soy indiscreto y lo cuento todo. Hacen bien en no invitarme. Yo tampoco me invitaría. Y una fiesta es mucho más divertida cuando te la cuentan, los chismes aderezados con esa refinada maldad tan nuestra. Y tengo el reloj de Sabina y las drogas de Marta para recordar que todavía hay unas pocas personas que me quieren, aun sabiendo que no sé guardar secretos y que mi manera torpe de querer es escribiéndolo todo, incluso lo que no debiera, especialmente lo que no debiera.
Pronto cumpliré años y me tienta la idea de organizar una fiesta, pero no una fiesta lujosa, perfecta y ensimismada como la que di cuando cumplí treinta y cinco en un hotel de Miraflores, sino una caótica, peligrosa, popular, una fiesta a la que no podría invitar a mi prima ni a mi tío, pues no se sentirían a gusto y deplorarían mi mal gusto, pero a la que invitaría a ciertas personas a las que quiero rotundamente, por ejemplo a todas las empleadas que han servido y sirven a mis hijas, que son, en orden de veteranía, Meche, Gladys, Aydeé, Gisela, Rocío y Laurita, a las que me encantaría sentar a una mesa y atender como reinas esa noche, y al correcto y educado Paolo, chofer de mis hijas que escucha música clásica y recorre la avenida Javier Prado una y otra vez, sin desmayar, sin quejarse, siempre dispuesto a salir de nuevo a complacer algún capricho o extravagancia de mis hijas, alguna visita a la peluquería de ellas o de Bombón, y a un cantante popular al que quiero como si fuera de mi familia, el gran Tongo, que espero que me acompañe esa noche, si finalmente doy la fiesta, lo que parece improbable. Quiero que esa noche o cualquier noche Tongo, Mechita, mi madre y yo cantemos la pituca en inglés y que Tongo pronuncie un discurso conmovedor sobre su vida y la mía, sobre el encuentro improbable entre su destino y el mío, un discurso desmesurado, que nadie entienda y nos haga llorar. Y luego quiero que mis hijas y yo bailemos las canciones de Tongo sabiendo que no es Sabina pero que hay en ellas otras formas de poesía incomprendida que resultan igualmente admirables y me devuelven una cierta fe en la humanidad, en el sinsentido agobiante que es vivir estos días de diciembre en esta ciudad en la que ya nadie o casi nadie me quiere ver, a menos que sea en la televisión, que es la única forma de verme sin correr el peligro de ser delatado.
La noche de Navidad, en casa de la madre de mis hijas, resulta inesperadamente feliz. Mis hijas y yo cantamos la pituca en inglés viendo los videos de Tongo. Sofía nos deleita con una cena espléndida. El perro Bombón come tanto pavo que ya no puede comer más y se tiende a mis pies, asustado por el fragor de la pirotecnia del barrio. El pavo ha sido horneado con finas hierbas durante siete horas y lo cargan en hombros como si fuera un cortejo fúnebre Aydeé y Meche. Sofía está guapísima. Me digo que tengo suerte de ser padre gracias a ella. No sé qué me haría sin mis hijas y Sofía y el reloj de Sabina y las drogas de Marta esta noche de Navidad en la que uno se siente más gordo, más solo y más pavo. Cuando muera, quiero que Aydeé y Meche carguen mi cuerpo henchido como cargaron al pavo siete horas horneado y que alguien cante la pituca en inglés, sólo porque esa canción es como la vida misma en su mejor expresión: no se entiende, no tiene sentido, pero te hace reír.
Las niñas me regalan un sillón que hace masajes. Sentado en ese sillón de cuero, aprieto botones y recibo golpes, sacudones, vibraciones y frotamientos en la espalda y los pies. Es una sensación maravillosa, estimulante. Es un regalo estupendo. Con mi nuevo sillón de masajes desde el cual escribo estas líneas, ya no necesito que nadie me invite a su almuerzo navideño o a su fiesta de casamiento. Tengo a mis hijas, a la madre de mis hijas, que es como mi madre y mi hija también, y que me hace muchos regalos lindos y compra todos mis regalos de Navidad con una pasión que admiro pasmado, tengo a Martín, mi chico argentino que detesta la Navidad y no regala nada y se queda solo en su casa odiando al mundo y bailando solo como el divo espléndido que yo amo para siempre, tengo a mi madre que no conoce a Martín y que tal vez no lo conocerá nunca pero que me quiere más allá de la razón, que es como yo la quiero igual. Y tengo las pastillas de Marta y las canciones de Tongo y el reloj de mi amigo, el pirata y poeta Joaquín Sabina, con el que quiero pasar todos los días con sus noches que me queden de vida. Y tengo este sillón que me hace masajes mientras escribo. No necesito nada más, salvo que me cuenten las fiestas a las que no me invitan.

26/12/07

EL INTRIGANTE

Un tal Manuel Ceballos le escribe insultos y amenazas a Martín desde una cuenta de Yahoo México. No es la primera vez que lo hace.
El tal Ceballos le dice a Martín que es un tonto, un mantenido, un parásito, un bueno para nada. También le dice que yo no lo quiero y que lo engaño con otros amantes.
Ceballos no conoce a Martín ni me conoce a mí, pero, a juzgar por sus correos, nos odia y quiere que nos peleemos. Por eso le escribe a Martín diciéndole insidias y maldades.
Martín, que está en Buenos Aires, me llama por teléfono a Lima y me dice en tono airado que el tal Ceballos no es un mexicano que nos odia sin conocernos sino un chileno que vive en Miami y nos conoce a los dos. Luego me pide que tome represalias contra ese chileno, que él cree que es el autor de esos correos venenosos.
Le digo que no puedo tomar represalias contra el chileno porque no tengo ninguna prueba de que él sea el autor de esos correos.
Martín se molesta y me dice que soy un tonto, que es evidente que el chileno lo odia y está obsesionado conmigo y se ha camuflado tras la identidad de Manuel Ceballos para sembrar cizaña entre nosotros. Luego me pide que, si de verdad lo quiero, llame a Miami y, usando del poder que me da la televisión, haga despedir al chileno.
Le digo que no puedo hacer eso, que tengo que estar seguro de que el chileno es Manuel Ceballos antes de tomar represalias contra él.
Martín me acusa de tener “amigos ridículos” que se obsesionan conmigo y lo odian. Cita a una amiga que se hizo un tatuaje con mi nombre. Me acusa de no tener amigos sino seguidores fanáticos a los que yo manipulo. Me asegura que el chileno es Manuel Ceballos y está enamorado de mí y por eso intriga contra nosotros.
Le digo que voy a investigar quién diablos es Manuel Ceballos. Martín pierde la paciencia, levanta la voz, discute a gritos conmigo, cuelga bruscamente el teléfono.
El tal Manuel Ceballos ha conseguido lo que quería: que Martín y yo nos peleemos a gritos.
Contrato a dos expertos cibernéticos para que consigan meterse en la cuenta de Ceballos en Yahoo México y me den a leer sus correos. Sólo quiero saber si el tal Ceballos es el chileno o un perturbado que no me conoce. Mi intuición me dice que no es el chileno, pero no puedo probárselo a Martín, y él está seguro de que es el chileno quien lo ha insultado y me ha acusado de serle infiel “con un amante en cada puerto”.
Los expertos cibernéticos no consiguen penetrar en la cuenta de Ceballos. Me dicen que pueden filtrarse en cuentas de Hotmail o de Gmail, pero no en una de Yahoo.
Frustrado, le escribo a Ceballos diciéndole miserable y cobarde y exigiéndole que deje de escribirle a Martín. También le digo que amo a Martín como nunca nadie lo amará a él.
Ceballos me contesta diciéndome gordo cantinflas, gordo de un amor en cada puerto, gordo mentiroso, gordo cobarde, gordo rastrero. También me dice que él ha sido mi amante y que la última vez que nos acostamos fue el 24 de noviembre “en nuestro hotel favorito”. Por supuesto, envía copia de ese correo a Martín.
Lo que más me duele es que Ceballos me diga gordo tantas veces, porque es una acusación que, como es obvio, no puedo rebatir.
Martín me cree: no conozco a Ceballos, el 24 de noviembre estuve en Buenos Aires, no me he acostado nunca con ese sujeto que intriga desde las sombras. No sé si me cree cuando le digo que no tengo amantes escondidos. Ciertamente no me cree cuando le digo que no soy un gordo mentiroso. Me dice que, aunque me duela, es verdad que estoy gordo y que soy un mentiroso. Luego me dice que eso prueba que Ceballos es el chileno: si bien miente sobre nuestro encuentro furtivo del 24 de noviembre, sabe que soy un gordo mentiroso, lo que, según él, revela que Ceballos me conoce, que es el chileno.
Le escribo a Manuel Ceballos diciéndole que si vuelve a molestar a Martín, me vengaré de él y se arrepentirá.
Contrato a una persona para que me diga quién es Ceballos y dónde vive. Si Martín tiene razón y es el chileno de Miami, pediré que lo despidan. Pero no creo que sea él. Sospecho que es un pobre diablo que no me conoce y que ha leído alguna de mis novelas o la novela de Martín y se ha obsesionado con nosotros.
Me dicen que hay un Manuel Ceballos en Lima que ha escrito contra mí en foros cibernéticos. Ha dicho que soy un racista, que no soy santo de su devoción, que no ve mi programa, que me detesta.
Hay un Víctor Manuel Ceballos en México que trabajó como coordinador de producción del programa Corazones al límite de Televisa y luego como asistente del programa Caiga quien caiga de Azteca. Le dicen La Zorra.
Hay un Manuel Ceballos en México que es escritor de temas históricos y religiosos.
Hay otro Manuel Ceballos en México que ha publicado crítica de arte en el diario El Universal y que puede ser el escritor de temas históricos y religiosos y también puede ser La Zorra, aunque esto último parece improbable.
Hay un Manuel Ceballos que es un actor que vive en Phoenix, Arizona, y que ha actuado en una película independiente.
Hay un Manuel Ceballos que es extremeño y árbitro de fútbol de la segunda división en España.
Hay un Manuel Ceballos que es boxeador peso mediano en Argentina.
Hay un Juan Manuel Ceballos que vive en el Perú y es ingeniero agrónomo y puede que sea el que ha escrito en foros cibernéticos insultándome.
Mis sospechosos son dos: el Ceballos que vive en el Perú y cada tanto me ataca en foros y el mexicano de la televisión al que apodan La Zorra.
Le cuento todo esto a Martín. Se molesta. Me dice que es obvio que Ceballos es el chileno y que estoy perdiendo el tiempo. Me molesto. Le digo que es un testarudo. Me gusta esa palabra. Es un insulto elegante. Martín me cuelga el teléfono.
Consigo los teléfonos del Ceballos mexicano al que le dicen La Zorra y del peruano que me ha atacado en foros cibernéticos. Los llamo y les dejo mensajes amenazantes: “Soy el gordito cantinflas. Si vuelves a molestar a mi chico, te mandaré un par de matones para que te rompan las piernas”. Después de dejar esos mensajes, siento que ha sido inútil. Si yo escuchara un mensaje así, no me daría miedo.
Llamo a Martín a las tres de la mañana y le digo que estoy seguro de que nuestro enemigo es La Zorra, el mexicano, aunque no descarto que sea el peruano. Martín me dice que está seguro de que Ceballos es mi ex amigo chileno, que Ceballos, o sea el chileno, ha sido y sigue siendo mi amante, que el 24 de noviembre me encontré con él en algún hotel o albergue transitorio de Buenos Aires. Luego me dice que está harto de mí y que deje de llamarlo.
El intrigante ha conseguido lo que quería: Martín le cree a él más que a mí y no quiere hablar conmigo. Tendré que romperle las piernas. El problema es que no sé quién es ni dónde vive. Pronto lo sabré.

18/12/07

RUIDOS ??

Me veo obligado a dejar el hotel frente al campo de golf porque los ruidos escandalosos que hacen los jugadores de la selección peruana de fútbol, alojados en los pisos de arriba, y los chillidos histéricos, inflamados de un patriotismo de corta vida, de sus admiradoras reunidas frente a la puerta del hotel, me impiden dormir.
Escapo unos días a Buenos Aires. No sé de qué escapo, supongo que de la vida pública de Lima, de las obligaciones familiares. Me refugio en el departamento de San Isidro, donde usualmente consigo dormir bien. No tengo suerte en esta ocasión. Están haciendo obras en el departamento de arriba. No hace mucho murió su dueña, una señora mayor, y los hijos están refaccionándolo. El ruido es agobiante y comienza a las nueve de la mañana. Cuando suspenden los trabajos a las cinco de la tarde, tomo un ansiolítico y duermo unas horas para no enloquecer.
Me refugio en un hotel en el campo, a la altura del kilómetro sesenta de la autopista a Pilar. Es una casona antigua, de dos pisos, con habitaciones grandes y bien dispuestas, una piscina de buen tamaño y un amplio jardín por el que a la noche, después de cenar, caminamos Martín y yo. El teléfono de Martín no para de timbrar. Es Inés, su madre, que está muy triste porque Enrique, su esposo de toda la vida, la ha dejado. Martín ama a su madre, le tiene paciencia, la escucha, le da consejos. Pero el teléfono suena y suena. Martín me dice que llevará a su madre a pasar la navidad en ese hotel en el campo para alejarse del bullicio insoportable de las fiestas y para que ella sienta menos la ausencia de Enrique.
Un día de sol abrasador, vamos a almorzar a Morgana, un restaurante del centro comercial de Pilar. En la mesa vecina, un sujeto habla a gritos en inglés. Parece un turista de la India o Pakistán. Parece orgulloso de que sabe hablar inglés y tal vez por eso lo habla en ese tono ofensivo, vulgar. Quien lo escucha y asiente dócilmente (quizá porque es su empleado) es un tipo que parece argentino y chapurrea un inglés trabado. No soportamos los gritos y pedimos que nos cambien de mesa. La camarera, una rubia que seguramente piensa que algún día triunfará como actriz y nos mira con cierto desdén, dice que no podemos cambiarnos de mesa porque aquel sector al fondo, lejos del parlanchín odioso, “no está habilitado”. Le pregunto quién tiene que habilitarlo, si no ella misma, que, por lo visto, se resiste a caminar unos pasos más. No me responde. Nos vamos del restaurante odiando al gritón y alegrándonos de no haber ido nunca a la India ni Pakistán.
Al día siguiente nos invitan a una fiesta en el Alvear. No podemos resistirnos a los encantos de ese hotel. Martín maneja a toda prisa, le pido que vaya más despacio. Escuchamos un disco de Mica. Martín canta eufórico. Ningún sonido que provenga de él podría molestarme. Es un momento feliz.
En el salón del hotel hay tanta gente que no se puede caminar. Aparecen unos mariachis y un cantante argentino, suben al escenario, estalla la música. Entre las muchas conversaciones más o menos mentirosas que se funden en el ambiente y el estruendo alegre de los mariachis, a duras penas se puede hablar. Hablo con un diseñador que tiene caballos en Palm Beach. Hablo con el dueño de un restaurante famoso, que me invita a comer al día siguiente. Hablo con una amiga actriz y su novio, con el que se va a casar en el otoño. Hablo a gritos y todo o casi todo lo que digo es mentira, pero unas mentiras encantadoras, dichas con absoluta convicción. Al cabo de una hora, cansado tanto gritar, me voy con Martín a comer al restaurante del hotel. Está lleno, no tienen una mesa libre. Sin embargo, nos acomodan un ambiente privado. Martín está precioso, toma champagne. Es otro momento feliz.
A mediodía del jueves tengo cita con la masajista. Es una señora gorda, mayor, de anteojos. Martín dice que le da asco imaginar que esa señora lo toca. La mujer me dice que me tienda boca abajo. Obedezco. Masajea mi espalda sin el rigor que yo quisiera. No quiero que me hable. Me habla. Me pregunta qué me pareció el discurso de Cristina. Le digo que no lo vi. Me dice que a ella le encantó. Dice: “Esa mujer tiene unos ovarios impresionantes”. Sólo escuchar la palabra “ovarios” en boca de la veterana masajista destruye por completo la posibilidad de que las fricciones de sus manos en mi piel resulten placenteras.
A la tarde tengo cita con el siquiatra, el doctor Farini, que es también el siquiatra de Martín y su madre. Caminando por la avenida Las Heras, envuelto en una nube de humo gris que despiden los colectivos vetustos, me siento como en Lima. Me duele la cabeza o, como dice Martín, “se me parte la cabeza”. Martín dice esas expresiones curiosas, que me hacen reír. Cuando está caliente, me dice “te voy a partir al medio”. Tomo dos ibuprofenos en un bar de Las Heras y caminamos tapándonos los oídos porque el ruido de esa avenida es insoportable para dos chicos suaves como nosotros.
El doctor Farini me pregunta cuál es mi conflicto. Le digo: “Hay demasiado ruido, doctor”. Me dice que estoy deprimido. Me receta un antidepresivo nocturno y otro diurno. Le pregunto si cuando duermo también estoy deprimido. Me dice que sí. Compro los antidepresivos. Leo las indicaciones. Uno de ellos, el nocturno, podría generar priapismo, es decir una erección tan prolongada que llega a ser dolorosa. Martín se ríe y me dice que debería tomarlo también de día.
Camino al aeropuerto a las seis de la mañana, el remisero no para de hablar. Me tomo un alplax y dos ibuprofenos para soportar esa cháchara cruel sobre política. Le digo, medio dormido, que Chávez me parece un cretino. El taxista levanta la voz, se declara revolucionario y admirador del matón venezolano. Mientras habla a los gritos, baja la ventanilla y trata de espantar una mosca. Al hacerlo, pierde un segundo el control del auto y casi nos estrellamos. Le digo: “Por favor concéntrese en la ruta”. Pero el sujeto sigue discurseando.
Llegando a Lima a mediodía, me refugio en un hotel antiguo y señorial, en el que quise suicidarme cuando era joven y pensaba que nunca encontraría a un hombre como Martín. Intento descansar. Poco después comienzan unos ruidos brutales. Están ampliando el hotel, construyendo más habitaciones porque pronto habrá no sé qué convención. Pido que me cambien de habitación. Escapo del hotel.
En casa de mis hijas no puedo escribir porque los perros ladran y ladran. Le pido a la empleada que abra la puerta y los deje salir a la calle. Ella me dice que en el barrio quieren envenenarlos. Ojalá, le digo.
A la noche regreso al hotel. Me han cambiado de habitación. A las dos de la mañana, duermo por fin en medio de un silencio largamente deseado. Poco dura la felicidad. A la siete y media del domingo estalla un fragor de música electrónica. Hay una maratón cuyo punto de partida es exactamente frente al hotel. De pie frente a la ventana, veo a centenares de hombres y mujeres, vestidos en indumentaria blanca, deportiva, saltando y bailando al ritmo de los pasos que marcan, desde el escenario, tres jovencitas sobreexcitadas, saltimbanquis, en mallas naranjas. Detesto a toda esa gente feliz, optimista, sudorosa, que no me deja dormir. El doctor Farini tiene razón, debo estar deprimido. Salgo del hotel, subo a la camioneta y termino en la avenida Javier Prado. No sé adónde ir. Tengo que irme a vivir al campo con Martín. ��

17/12/07

MIS CHICAS CUBANAS

Poco antes de las dos de la tarde de un viernes soleado de diciembre, llego a un restaurante de la isla y me siento a esperar a mis tres amigas cubanas, a las que he invitado a almorzar para despedir el año. Todavía me sorprende que mis chicas cubanas, que tanto me hacen reír y a las que veo casi todas las noches, sean tan mayores: dos son bisabuelas y una, abuela. No tarda en llegar la menor, Thais. Guapa, elegante, distinguida, vestida de blanco, con una collar de piedras rojas semipreciosas, carga un bolso en el que trae regalos para mí, para mi amigo Martín que está en Buenos Aires (con quien ella intercambia correos electrónicos a menudo), para Catita, la sobrina de Martín. A pesar de que no le gusta manejar, Thais ha venido manejando desde su casa en Coral Gables. Cumple setenta y un años hoy lunes, pero parece que tuviera sesenta o menos, tal vez porque todas las mañanas va al hotel Biltmore y hace aeróbicos acuáticos en la enorme piscina del hotel. Está casada con un médico que ama la ópera, tiene tres hijos, se divierte haciendo collares y dice que estaba deprimida hasta que me conoció. Me vio una noche en televisión, vino a verme al estudio, me trajo regalos, me contó que había perdido a un hijo cuando él tenía apenas veinticinco años, me enseñó fotos de su hijo, me dijo que yo le recordaba a su hijo y desde aquella noche nos hicimos amigos. Todos los lunes, Thais me lleva al estudio una bolsa llena de exquisiteces para que no me falte comida toda la semana y no tenga que ir al supermercado. Desde que la conozco, creo que he engordado. Tiene una debilidad por los mejores chocolates y yo tampoco sé resistir esa tentación viciosa que ella estimula en mí. Poco después llegan al restaurante mis otras amigas, Esther y Delia. Son inseparables, van a verme al estudio casi todas las noches. Esther es alegre, de risa fácil, siempre de buen humor; Delia es más tímida y callada. La que maneja el pequeño auto coreano (“mi máquina”, lo llama ella) es Esther. Delia camina con cierta dificultad, apoyada en un bastón. Esther tiene ochenta años, pero, como se ríe todo el tiempo, parece de setenta, una niña que ha envejecido sin dejar de ser niña. Delia ya cumplió ochenta y tres. Yo le digo a Delia que nunca conocí a una mujer de esa edad tan despierta, tan curiosa, tan atenta a todo, tan joven. Las admiro a ambas, siempre llenas de energía y vitalidad, siempre diciéndome cosas amables y riéndose de cualquier cosa. Mis chicas cubanas y yo pedimos la comida. Thais elige la milanesa de pollo; Esther y Delia, el bacalao. Me cuentan cómo llegaron a Miami, jovencitas las tres, Thais enamorada, dispuesta a casarse con el hombre que todavía hoy es su esposo, Esther ya casada, con hijos, huyendo de la dictadura, Delia también casada, con hijos, sin hablar inglés, sin saber cómo se ganarían la vida. Tuvieron que pasar por toda clase de privaciones y sacrificios, eran pobres, trabajaban como enfermeras, como vendedoras de almacenes, limpiando baños, multiplicándose para cuidar a sus hijos, acompañar a sus esposos y ganar dinero. Dejaron atrás un país, un buen pasar, unos recuerdos, una vida llena de promesas. Nada de eso las hizo duras o amargadas ni las envenenó de rencor. Han tenido vidas tremendas, sorteado adversidades brutales, peleado sin descanso para sacar adelante a sus familias y no por eso han dejado de ser buenas, cálidas, traviesas, coquetas, juguetonas. Yo les digo que son mis chicas cubanas y ellas se ríen y Esther me dice “¡cállate!” y yo me río con ellas y las quiero porque inexplicablemente me siento feliz con ellas, olvido mis problemas, comprendo que son nada comparados con los que esas mujeres alegres y aguerridas han tenido que enfrentar y de los que han sabido salir airosas. Las tres perdieron hijos y me lo cuentan con tristeza pero al mismo tiempo con serenidad, resignadas a las maldades incomprensibles con las que nos golpea el destino. El hijo de Thais se llamaba Héctor y murió de sida a los veinticinco años. Me enseña fotos en blanco y negro de Héctor. Era guapísimo, parecía un actor de cine, vivía como un príncipe en Manhattan en los tiempos de Studio 54. Adoraba a su madre y ella moría de amor por él, aun hoy muere de amor por él, lo recuerda cada día, lo cuida en sus pensamientos y oraciones, cree ver cosas de Héctor en mí. Soy en cierto modo ese hijo que ella perdió y ella es en cierto modo mi madre cubana, una de mis madres cubanas, y así se lo digo siempre que puedo. Esther tenía un hijo muy lindo que se llamaba Jorge. Era un adolescente, tenía apenas catorce años, la edad que tiene ahora mi hija mayor. Me enseña una foto de Jorge, un chico bellísimo, la mirada inocente de un ángel. Un día Jorge y sus amigos fueron a la playa. Jorge se arrojó al mar desde cierta altura, se golpeó la cabeza y murió allí mismo. Esther me lo cuenta sin quebrarse, sin llorar, sin sentir compasión por ella misma, con una fortaleza asombrosa, como si me estuviera contando la vida de otra persona. Estuvo casada casi cincuenta años con Bebo, un cubano del campo, un hombre bueno. Me enseña la foto de Bebo, ya me la había enseñado antes. Bebo murió a poco de que cumplieran las bodas de oro. Vivían en un apartamento cerca de la línea del tren, a Bebo le gustaba el silbido del tren, sentía que estaba en el campo. Esther está orgullosa de sus hijos. Me habla de su hijo Luis. Sus palabras están cargadas de amor. Me cuenta que Luis tiene un compañero, Juan, el español. “A Juan lo quiero como a un hijo”, dice. Cuando dice eso, yo siento que la quiero como si fuera un poco su hijo también y admiro la sabiduría de esa mujer que cree en Dios pero también en la alegría y en el amor, en todas las formas del amor. Delia es más tímida y callada y sólo interviene cuando le hago preguntas. Eso me gusta de ella, que sabe escuchar. Es inteligente, aguda, refinada en sus bromas y observaciones. Como Thais y Esther, perdió a un hijo y me lo cuenta con admirable dignidad. Se llamaba Mario, tenía cuarenta años o poco más cuando murió de sida. Delia lo cuidó y acompañó hasta el final, como la madre ejemplar que es. Me enseña una foto de Mario, un hombre guapo, de traje y corbata, sonriente. Me enseña su tarjeta, con una dirección en Coconut Grove. Me habla de su Mario con una ternura y una devoción que me conmueven. Todo en Delia es suave y delicado, y el modo en que evoca a su hijo lo es también. Mis tres chicas cubanas comen panqueques con dulce de leche y me piden que llame a Martín, mi chico argentino. Saben que está en Buenos Aires y que yo lo quiero mucho. Cuando voy a verlo todos los meses, le mandan cartas y regalos. Saben que Martín perdió a su hermana Candy hace un par de meses y por eso lo quieren más y se preocupan por él. Llamo a Martín. Le digo que estoy con mis chicas cubanas. Martín se ríe, me dice que estoy loco. Le digo que ellas lo quieren saludar. Mientras veo a Thais, a Esther y a Delia hablando con Martín, diciéndole cosas lindas y animándolo a que venga pronto a Miami, pienso que soy más feliz desde que conozco a esas tres mujeres bellas y adorables y pienso también que es así como me gustaría que mi madre me quisiera.

14/12/07

LOS SUEÑOS INCUMPLIDOS

Enrique, el padre de Martín, con quien Martín se lleva mal, siempre se llevó mal, interna a su tía Otilia, una anciana, en una clínica geriátrica en las afueras de Buenos Aires, obtiene de ella un poder para disponer de su patrimonio, vende el departamento de Otilia en Palermo, mete el dinero en efectivo en una mochila y le promete a la anciana que le pagará el geriátrico hasta que se muera. No le dice lo que está pensando: que le conviene que Otilia se muera pronto. Inés, la mujer de Enrique, encuentra la mochila llena de dinero en el cuarto de huéspedes de su departamento de San Isidro, saca unos billetes furtivamente y se compra un mueble moderno. Va a mudarse pronto a un departamento que Martín, su hijo, ha comprado generosamente para ella, a tres cuadras del que ahora ocupa, en el que Inés ha vivido los últimos veinte años. Enrique descubre que faltan unos billetes en la mochila y se lo dice a Inés en tono airado. Ella reconoce que los sacó sin decirle nada y le pide disculpas. Enrique se enfurece, dice que ese dinero no es suyo, es de su tía y está reservado para pagarle el geriátrico hasta que se muera. Inés se ríe y le dice que no es para tanto, que sólo fue una travesura. Inés y Enrique discuten. Inés se queja de que él no la quiere, no la lleva nunca al cine o a pasear. Le pide que se vaya de la casa. Enrique no lo piensa dos veces: se va con la mochila, dando un portazo. Inés piensa que Enrique volverá al día siguiente, que se trata de una pelea más, una de las muchas que han tenido en los treinta y cinco años que llevan casados. Enrique no vuelve. Inés lo llama, le pide que tomen un café, le dice que la casa sin él se siente rara. Se reúnen a media tarde en un café de la calle Chacabuco que se llama Cosquillas. Inés le pide perdón, se emociona, llora discretamente, tratando de que no la vean. Enrique le dice que está harto de ella, que no va a volver, que quiere vivir solo y cumplir sus sueños. Inés queda sorprendida, no esperaba eso de su esposo de toda la vida, siente que ese hombre no es el que ella creía conocer. No entiende a qué se refiere cuando él habla de cumplir sus sueños. Enrique alquila un departamento no muy lejos de su barrio de siempre. Pasa los días en el club de rugby con sus amigos. Se siente libre. Algunos lo miran mal por haber dejado a su mujer en ese momento tan delicado, después de la tragedia que se abatió sobre la familia, pero a él no le importa. Inés lo extraña, se arrepiente de haberlo echado de la casa, se da cuenta de que con él no estaba bien, pero sin él está peor. Se consuela con el afecto de su perra Lulú, que duerme en su cama y le lame los dedos de la mano. Martín lleva a Inés a un siquiatra en Recoleta, el doctor Farinelli, que le receta antidepresivos más potentes. Inés los toma, pero igual está triste y llora. Martín está furioso con su padre, le parece que no debió dejar a su madre de esa manera, tan bruscamente, sólo dos meses después de la tragedia que golpeó a la familia. Quiere que su madre se enamore de un hombre muy rico que le consienta todos sus caprichos. Fumando en el balcón de su departamento, Enrique piensa: Me conviene cambiar a mi tía Otilia a un geriátrico más barato. Me conviene que la vieja se muera cuanto antes. Acariciando a su perra Lulú, Inés piensa: ¿Vendrá Enrique a la comida de Navidad? Si no viene, me voy a morir de la pena. Trotando en la faja estática del gimnasio, Martín piensa: El tarado de mi padre se va a gastar toda la plata de la mochila y va a regresar con el caballo cansado, pero cuando eso ocurra lo voy a echar, porque mamá va a vivir en el departamento que he comprado para ella y ni en pedo dejo que el boludo de papá vuelva a joderle la vida. Echado en un asiento del avión sin poder dormir, Joaquín piensa: Voy a comprar la peluquería de Wally. Joaquín estaba cortándose el pelo un lunes por la tarde en el barrio de San Isidro cuando Wally le contó que estaban vendiendo la peluquería y que él no la podía comprar y por eso tendría que irse pronto a buscar otro local, lo que sería muy malo para su negocio, pues corría el riesgo de perder parte de su clientela. Joaquín se interesó en el negocio, preguntó el precio de la peluquería, consiguió que el vendedor hiciera una rebaja sustancial y entregó un dinero –una “seña”, en lenguaje argentino– para reservar la primera opción de compra. Wally le prometió que le pagaría una renta superior a la que pagaba. Joaquín pensó que sería divertido ser dueño de una peluquería por varias razones: parecía un buen negocio, ayudaría a Wally –a quien consideraba un excelente peluquero- y podría decir que se había retirado de la televisión para dedicarse, junto con Martín, a un asunto más provechoso, el de la peluquería en la calle Martín y Omar (una calle cuyo nombre le encantaba). Joaquín recibe un correo electrónico que dice urgente en mayúsculas y con varios signos de exclamación. Lo ha escrito Eva, una señora que trabaja como empleada doméstica en casa de la abuela de las hijas de Joaquín. Eva le pide un préstamo para comprarse una casa. Es una cantidad considerable, que sorprende a Joaquín: más de lo que cuesta la peluquería de Wally. Eva le dice que no aguanta más a la patrona Diana, que necesita irse de esa casa en la que ha vivido los últimos veinte años casi como esclava de Diana, trabajando duramente a cambio de un salario modestísimo, y que quiere comprarse una casa de tres pisos y ocho habitaciones en el barrio de Salamanca, no muy lejos de la casa de su patrona Diana, de la que quiere irse para no volver más. Eva le promete que le pagará en diez años, alquilando algunas de las habitaciones de la casa. Joaquín no le contesta. Le tiene cariño a esa mujer noble y hacendosa, de firmes convicciones religiosas, pero le parece imprudente prestarle tanto dinero y esperar diez años a que ella, con suerte, si alquila todas las habitaciones de la casa, le pague. De paso por Lima, se ve obligado a decirle a Eva que no le prestará el dinero porque le parece que ella no podrá pagarlo. Eva se siente humillada. Todos los bancos le han dicho que no le prestarán ni un centavo y ahora el joven Joaquín le niega el dinero de su casa de Salamanca con ocho cuartos de los que ella pensaba alquilar seis. Abrazada a su osito negro de peluche, Eva piensa: El joven Joaquín es bien malo, qué le costaba ayudarme, yo en diez años todito le hubiera pagado y tendría mi casa propia y podría traer a mi mamá de Huancayo. Manejando despacio una camioneta a la que ya le suena todo, Joaquín piensa: Tengo miedo de que me secuestren. Contando los días para que Joaquín compre la peluquería, Wally piensa: Cuando venga Joaquín, ¿le cobraré doce pesos por corte o no debería cobrarle nada porque ahora es el dueño? Maquillándose levemente antes de ir a un concierto de su amiga Sol, Martín piensa: Si Joaquín me quiere, pasará la Navidad conmigo en Punta del Este, como me prometió. Comiendo empanadas frente al televisor, Inés piensa: Enrique no me quiso nunca, si me quisiera no me hubiera dejado llorando en el café Cosquillas. Fumando en el bar del club, Enrique piensa: Pude haber sido un buen jugador de rugby, el matrimonio me jodió la vida. En el baño del avión, Joaquín piensa: Quiero pasar la Navidad con mi chico en Punta del Este.

3/12/07

LA PERRA CHINA

Nunca me gustaron los perros. Nunca imaginé que caminaría por esta casa con un perro blanco siguiéndome a cada paso y echándose a mi lado cuando me siento a escribir, a leer el periódico o a ver televisión. Nunca pensé que terminaría compartiendo las pechugas de pollo a la plancha que me sirven a la hora del almuerzo con ese perro que espera que le arroje pequeños pedazos furtivamente, sin que me vean mis hijas o las empleadas, que me tienen prohibido darle de comer nada que no sea su comida balanceada. Ese perro blanco que se pasea por esta casa como si fuera suya, subiéndose a las camas y los sofás y lloriqueando si lo dejamos solo, fue comprado hace tres meses a un precio en dólares que me pareció desmesurado y abusivo, teniendo en cuenta que quien lo vendió es mi primo hermano (pero ya se sabe que el espíritu de lucro quiebra con facilidad las lealtades familiares), y fue llamado Bombón por mi hija menor, la responsable de que ese inquieto animal llegase a la casa, a pesar de que su madre, su hermana y yo nos oponíamos de un modo enfático, alegando que ya teníamos cuatro perros en el jardín y no queríamos vivir con un perro caprichoso y chillón dentro de la casa. Mi hija, que siente un amor por los animales que sin duda no proviene de mis genes, sólo tuvo que llorar un poco para acallar las discusiones, imponer su voluntad y obligarnos a comprar un perro de la raza, el color y el sexo que había elegido: Bichon Frisé, blanco, macho. Si bien es formalmente de ella, yo siento que ese perro me quiere más a mí, aunque no ignoro que su amor es interesado y tiene precio: lo he comprado a escondidas, cada vez que le dejo caer un pedazo de pollo, de jamón, de lomo, de queso. Cuando llego a la casa de algún viaje, el perro hace unos mohines escandalosos, ladra con una histeria calculada, me lame los dedos de las manos y mordisquea mi pantalón hasta que consigue lo que se propuso: abro la refrigeradora y, sin que me vean las niñas, que creen que lo quiero matar con una salchicha barata de la bodega (como intoxiqué y estuve a punto de matar al caniche de un cantante famoso), le doy un poco de buena comida, lonjas de jamón o pollo, no esa horrible comida balanceada que lo obligan a tragar para que sus deposiciones sean bien sólidas y no apesten. No podría decir que el cariño que ese animal siente o finge sentir por mí (todos exageramos a menudo nuestros afectos para poder comer bien) me resulte incómodo en modo alguno. Me hace gracia que me siga a todas partes, incluso al baño; que llore cuando no lo subo al sofá, como si se sintiera disminuido o incluso humillado por estar en la alfombra; que cuando lo miro fijamente, sin hablarle, me sostenga la mirada, como si tratara de decirme que en realidad soy tan vago como él aunque un poco más idiota; y que me muerda el pantalón para llevarme de regreso a la refrigeradora, donde sabe que se esconde la felicidad, esa felicidad que le resulta esquiva cuando estoy de viaje. Afuera, en el jardín, sólo quedan tres perros chow chow, dos marrones, uno negro, perros chinos, perros leones, porque Simba, la más vieja, la primera chow chow que llegó a esta casa como un regalo para nuestra hija mayor, hace ya catorce años, ha muerto hoy en la mesa de operaciones de una veterinaria (curiosamente también de origen chino), que trató de que Simba se recuperase de un accidente que ocurrió hace pocos días y acabó por costarle la vida. Antes del accidente, sabíamos que a Simba le quedaba poca vida y por eso la cuidábamos especialmente. Según mis hijas, que saben mucho de estas cosas o se las inventan, los chow chow suelen vivir entre diez y doce años y ella tenía ya más de catorce, caminaba a duras penas y parecía sorda y ciega, pues no respondía cuando la llamábamos y los pedazos de salchicha le rebotaban en el hocico cuando yo se los arrojaba y luego no podía encontrarlos en el piso y los otros perros se los comían antes de que ella pudiera olfatearlos a tiempo. Esa tarde, un sábado, Simba dormía a la sombra de la camioneta azul, Sofía encendió la camioneta, Simba al parecer no escuchó el motor o no pudo reaccionar a tiempo o no vio nada, Sofía retrocedió y Simba lanzó un alarido desgarrador cuando la llanta posterior hizo crujir su cadera. No pudo levantarse más. No volvió a caminar. Quedó tendida en un charco de orín, gimiendo de dolor. Una semana después, murió de un infarto, anestesiada, en la mesa de operaciones. Yo no quería que la operasen y así se lo dije a la veterinaria, a mis hijas y a Sofía. Yo sugería que la pusieran a dormir. -No es justo que sufra tanto -dije, cuando la veterinaria nos comunicó que debía hacerle tres operaciones para que, con suerte, volviera a caminar. -El que está sufriendo eres tú, porque no quieres pagar la operación -me dijo mi hija menor. La operación a la cadera costaba quinientos dólares. Luego, si sobrevivía, la operarían en la columna, por otros quinientos, y en no sé qué huesos desviados o dañados, por trescientos más. -Me parece una locura gastarnos tanta plata en operar a una perra vieja, ciega y sorda, que igual se va a morir pronto -dije. La veterinaria me lanzó una mirada de fuego, no sé si por amor a la perra o porque quería ganarse la plata. Mi hija menor dijo: -La vamos a operar. -Se va a morir en la operación -dije. Luego le pregunté a la veterinaria: -Si se muere, ¿nos va a cobrar por la operación? La mujer, en su uniforme verde, no lo dudó: -Sí, señor. Enseguida añadió en tono compasivo: -Pero si la perra fallece, se le hace un descuento. -¿De cuánto? -pregunté, soportando las miradas hostiles de mis hijas. -De un cincuenta por ciento -dijo ella. -Entonces haga todo lo posible para que se muera -dije, pero la mujer no se rió y me miró con un aire de desdén o superioridad moral que me obligó a retirarme. Esta tarde, mientras trataba de escribir con el perro Bombón dormitando a mis pies, sonó el teléfono. La veterinaria nos había dicho que la operación duraría unas cuatro horas y que nos llamaría apenas concluyese. Era temprano para que llamase. Era ella, sin embargo. Sofía se puso al teléfono. La mujer le dijo: -Señora, lamento informarle que la perra ha fallecido. Sofía le agradeció, colgó y me dio la noticia. Mentiría si dijera que fue una mala noticia. Le pedí que me dijera las palabras exactas que le había dicho la veterinaria. Repitió: -La perra ha fallecido. Me reí. Supongo que soy una mala persona porque no me apenó que hubiese muerto. Sólo pensé que la operación me costaría la mitad y que ya no escucharíamos más sus gemidos. Sofía sonrió conmigo, aliviada. Supongo que es una mala persona. Supongo que por eso me enamoré de ella. Ahora mis hijas duermen sin saber que la perra está muerta. Sofía y yo hemos pensado que la enterraremos en el jardín, allí donde ella se comía a las palomas que atrapaba. Cuando yo muera, quiero que me entierren en ese jardín, con Bombón a mis pies, y que la veterinaria pronuncie el discurso fúnebre.

30/11/07

MUJERES

Mi primera mujer fue una prostituta. No recuerdo su nombre, no sé si llegué a preguntárselo. Me atendió amablemente, aunque con cierta premura comprensible. No le costó trabajo advertir que los temblores de mi cuerpo se debían no al frío que yo alegaba sino al temor a fracasar con ella, la primera mujer que finalmente podía tocar desnuda. Fracasé, por supuesto, y a ella poco le importó. Para vengar la afrenta, insistí con una prostituta que trabajaba en una casa de masajes. Mi cuerpo, una vez más, se rehusó a obedecerme. Por mucho que lo intenté, no pude obtener alguna forma de placer de esos forcejeos fallidos con un cuerpo al que, aun esforzándome, no conseguía desear. Lo peor no fue pagar sino pedir disculpas por no estar a la altura de la circunstancias. Oficialmente tuve una novia en el primer año de universidad. Se llamaba Ana. Lo que me atrajo de ella fue su descuidada elegancia, la elegancia de una señora precoz, y su manera de fumar. La llevé a cenar con mis abuelos y la aprobaron. Mi padre vino una tarde a visitarme y vio una foto de ella en mi escritorio y no dijo nada pero me miró con un aire raro, no sé si sorprendido o contento o ambas cosas a la vez. Ana y yo salíamos a bailar los fines de semana. Ella fumaba mucho. Era muy inteligente, sabía de historia y política y le gustaba demostrarlo. Su hermano era extraño, decía que quería ser presidente. Sus padres simulaban quererme pero en el fondo me veían con recelo, no les gustaba que saliera en televisión a tan temprana edad. Cuando nos quedábamos solos en su casa, ponía la música que más le gustaba -Genesis, Peter Gabriel- y nos enredábamos a besos, unos besos que por mi parte eran atropellados, torpes, excesivos. No sé por qué terminamos, tal vez porque se hartó de mis besos o porque conocí a su prima. Su prima también estudiaba en la universidad y era más linda que ella. Se llamaba Micaela. Fue la primera mujer a la que, venciendo el miedo escénico, pude amar. Yo fui también su primer hombre o eso fue lo que ella me dijo y ella no mentía. Era una mujer inolvidable en muchos sentidos, no sólo por su belleza sino por su inteligencia, su aire bohemio y su carácter apasionado. Hicimos viajes juntos, elegimos los nombres de nuestros hijos, nos escribimos cartas desesperadas en aquellos años en que todavía se escribían cartas de amor y luego ella se fue lejos y cuando fui a buscarla ya era tarde, ya se había enamorado de otro. A Estefanía, la hermana de un amigo, le gustaba tomar champagne antes de sacarse la ropa, obligarme a bailar aunque me quejase y pedirme prestados sacos y casacas que nunca me devolvió (y no le pido que me las devuelva, pues ya no me quedarían). Lo que más me gustaba de ella es que entendía bien la naturaleza de la amistad que nos unía a su hermano y a mí, algo que, lejos de escandalizarla, parecía divertirle. Cuando pienso en ella, la veo tendida en la alfombra de un departamento vacío, con una botella de champagne. No fue amor, fue sólo un juego retorcido del que supimos salir ilesos o casi. Lo que ha quedado en mí de Gabriela es el sabor salado de sus besos con olor a cerveza aquella noche que bajamos al mar en el auto de mi madre cuando su novio estaba de viaje. No debió ocurrir, pero ocurrió, y luego todo se torció y la amistad se echó a perder, aunque en realidad yo nunca he sido amigo de nadie, ni siquiera de mí mismo. Mi prima Araceli me regaló una tarde de amores furtivos en un hotel, una tarde en la que me asaltó la evidencia de que yo no había nacido para triunfar en esos asuntos resbaladizos. Luego se fue a vivir lejos y yo no la perseguí ni contesté sus cartas porque me humillaba el recuerdo de mi ineptitud pasmada frente a su destreza para el combate cuerpo a cuerpo. Aunque fue una noche y solo una noche -en realidad, un amanecer-, no puedo pasar por alto la emoción que me embargó cuando me deslicé en la cama de Milagros, la hermana de un amigo, y fui suave y generosamente recompensado por esa chica rubia a la que nunca más volví a ver. Sin desmedro de sus encantos, que no eran menores, tal vez aquella madrugada resultó inolvidable por la proximidad en la que se hallaban durmiendo sus padres y su hermano, quienes me creían incapaces de esa felonía, que a ella, sin embargo, no pareció sorprender. Josefina me enseñó a caminar por las calles de su ciudad, a moverme en autobús, a querer a su hija que patinaba en el parque (de la que luego tomé el nombre para una de mis hijas), a ver dos y tres películas una sola noche, a leer los libros que me recomendaba con pasión. Era una mujer fascinante. La amé sin necesidad de hacer el amor. En unas pocas (divertidas) ocasiones, intentamos hacer el amor pero resultaba un estorbo para amarnos. Nos vemos muy rara vez. Eso no ensombrece la certeza de que la sigo queriendo. Todo lo que puedo decir de Sofía es que fue mi mujer por diez años y me dio dos hijas que ahora son, junto con ella, mis mujeres por todos los años que me queden de vida. No sé si es insuficiente decir esto para describir el tipo de alianza que me une con ella, una alianza que sobrepasa las leyes pasajeras del deseo y la posesión. Quizá sea mejor decirlo de esta manera: nada de lo que pueda darle compensará en belleza, arrojo y plenitud lo que ella me dio. Ya no es mi mujer, no dormimos juntos, pero hemos encontrado otras formas más exactas y perdurables de querernos. Es sin duda la mujer que más me ha amado y la que más he amado y lastimado a partes iguales. Las heridas, o el recuerdo de esas heridas, se olvidan cuando nuestras hijas sonríen, que es algo que por suerte pasa a menudo. No exagero cuando digo que ninguna mujer me ha turbado en todos los buenos y malos sentidos, pero sobre todo los malos, como me ocurrió con Isabela. Fue una pasión escondida y deshonesta -es decir, más completa y placentera-, porque ella estaba casada y su marido me conocía y, lo que es peor, confiaba en mí. Pudimos haber tenido un hijo, el azar no lo quiso. Yo era el hombre que ella podía ser a veces con otras mujeres y ella era la mujer que yo podía ser a veces con otros hombres. Su cabeza de loca de patio era la mía. Cada suave contorno de su cuerpo habita en mi memoria. Si hay una mujer a la que no me cansaré de extrañar, es Isabela. Pero ella ya no me desea, o desea que yo sea una mujer, una loca de patio como ella. Con Andrea me pasó algo raro, y es que se hizo un tatuaje en la espalda con mi nombre, lo que parecía un gesto desmesurado de amor, pero nunca me provocó tocar esa piel, besarla, lamerla, hacerla mía, ni siquiera lamer ese tatuaje con mi nombre, lo que hubiera sido como besarme a mí mismo. La última mujer con la que pasé una noche fue Lola. Esto ocurrió hace ya cinco años y, debido a sus apetitos ingobernables, quedé bastante maltrecho y deshidratado. Al día siguiente, bajé al bar del hotel y me enamoré de un hombre alto, flaco y valiente para el amor. Desde entonces no he tenido más mujeres.

UNA SEMANA EN AGUA FRÍA

Lunes por la mañana. Es feriado en Buenos Aires. No hay tráfico en la autopista, qué placer. Martín me espera despierto porque han cambiado la cerradura de la puerta del edificio. Baja a abrirme en ropa de dormir. Me cuenta que el vecino del piso de arriba se ha vuelto a quejar por un escape de gas de nuestro departamento y ha amenazado con enjuiciarnos. Me van a matar, vamos a volar todos si no arreglan el escape de gas, le dijo el vecino a gritos. Martín le cerró la puerta en sus narices. Lunes por la tarde. Mientras duermo la siesta, Martín compra un calefón y contrata a Lucas para que lo instale. Lucas retira el calefón viejo que está perdiendo gas e intoxicando al vecino de arriba. Al tratar de instalar el nuevo (una operación que resulta más complicada de lo que había calculado) se le cae por la ventana una pieza de metal, que golpea y agujerea el techo de vidrio del jardín de invierno de la vecina del primer piso. Minutos después, la vecina toca largamente el timbre de nuestro departamento. Está furiosa, hemos dañado su techo de vidrio. Martín le abre la puerta. La mujer, de ojos saltones y nariz aguileña, le dice a gritos que le hemos roto su techo de vidrio. Martín le pide que no grite. La mujer no le hace caso, sigue gritando. Sos un amanerado, le dice, y hace una mueca de asco. ¿De dónde has salido, amanerado?, se pregunta. Martín se siente insultado y le dice que no tiene derecho de gritarle de esa manera. La mujer le dice que es él quien no tiene derecho de romperle el techo de su jardín. Sos un loco, un maleducado, le dice. La maleducada es usted, responde Martín. Además, yo sé que su jardín de invierno es ilegal, lo ha construido sin permiso, le dice, y ella se repliega, como si la hubieran pillado en falta. En ese momento aparece el vecino del piso de arriba, víctima del escape de gas. Está en bata y pantuflas. Defiende a la vecina, vuelve a quejarse por el escape de gas y dice que Martín es un grosero y un patán porque no hace nada por resolver el escape de gas. Martín se defiende a los gritos. Salgo de mi habitación. Pido disculpas. Les explico que fue un accidente. Le digo a la mujer que pagaremos la reparación de su techo de vidrio. Le digo al vecino de arriba que cambiaremos el calefón y acabaremos con el escape de gas. Les recuerdo que por eso se rompió el techo, porque están reparando el escape de gas. El vecino me dice su nombre, enfatizando que es licenciado. Noto que está fumando. Le digo: Si hay un escape de gas, tal vez conviene que deje usted de fumar. Se queda en silencio, sin saber qué decir. Se retira unos pasos y apaga el cigarrillo. Martes por la mañana. No hay agua caliente. Me ducho en agua helada. Es una sensación dolorosa y reconfortante. Miércoles por la tarde. Lucas, su padre y su hermano cambian el techo de vidrio de la vecina del primer piso. La vecina queda encantada. Toca el timbre, se disculpa con Martín, le explica que el lunes tuvo un mal día. Martín acepta sus disculpas pero sigue odiándola. No le perdona que le haya dicho: Sos un amanerado. Imagina distintas maneras de vengarse. Quiere rociar aceite hirviendo por debajo de su puerta o echarle cucarachas. La madre de Martín quiere ir a decirle cuatro cosas por insultar a su hijo. Jueves por la mañana. Seguimos sin agua caliente. Me ducho en agua helada. Es una sensación odiosa y estimulante. Es la única cosa viril que hago en todo el día (y sólo porque no tengo otra opción). Jueves por la tarde. Estoy tomando el té en John Bull. Una paloma defeca sobre mi cabeza. No tengo reservas viriles para bañarme de nuevo en agua fría. Voy al hotel del Casco, pago una habitación y me baño largamente en agua tibia. Viernes por la mañana. Dejo chocolates y tarjetas de disculpas en la puerta del departamento del licenciado y de la vecina del primero. Les explico que no hubo mala intención, que el escape de gas y el daño en el techo fueron accidentes desafortunados. Les prometo que en pocos días estará resuelto el problema del gas. Les pido disculpas por los ruidos que provocará la instalación del calefón nuevo. Viernes por la noche. Pongo agua a hervir, vacío la tetera en un balde y me baño echándome agua tibia con una taza de Starbucks que Martín compró en Washington. Poco me duró la virilidad para soportar sin quejarme el agua fría. Sábado por la tarde. Lucas y su padre golpean la pared para instalar el calefón nuevo (una operación que resulta más ardua de lo que habían calculado). El vecino del piso de arriba, conocido ya como El Licenciado, toca largamente el timbre de nuestro departamento. Le abro. No me agradece los chocolates ni la tarjeta. Está en bata y pantuflas, las mismas del lunes feriado. Tiene mala cara. Me dice a gritos que somos unos desconsiderados porque no paramos de hacer ruido, siendo un sábado a la tarde, día en que la gente decente (pone énfasis en esa palabra, decente, como si yo no lo fuera) aprovecha para descansar. Le explico, tratando de no enfurecerme, que Lucas y su padre están haciendo ruido porque están cambiando el calefón para que él no sienta el escape de gas. Me dice a los gritos que está prohibido hacer ruidos el sábado y domingo, que el reglamento del edificio (que seguramente no he leído) dice que no puede hacerse obras el fin de semana. Le pido disculpas, le digo que ya falta poco, le prometo que esa misma tarde terminarán las obras y se acabará el escape de gas que él siente que lo está matando. Me dice que está harto del gas y ahora el ruido, que si no acabamos con eso me va a denunciar. ¿A denunciar por qué?, le pregunto. Por poner en peligro mi vida, por atentar contra mi vida, me dice, como si yo quisiera matarlo. Luego hincha con cierto orgullo la panza que su bata esconde mal. Quien atenta contra su vida es usted mismo, por fumar como condenado, le digo, porque de nuevo está fumando. Tira el cigarro al suelo y lo pisa con una pantufla. Antes de que se vaya, le pregunto: Licenciado, ¿en qué es usted licenciado? Me responde, gravemente: En Artes y Humanidades. Le digo: Caramba, qué honor, lo envidio. Al mismo tiempo pienso: No se nota, cabrón. Sábado por la noche. Lucas y su padre han terminado la obra. Ha vuelto el agua caliente. El licenciado habla a gritos por teléfono en su departamento, tanto que yo lo escucho como de costumbre en el piso de abajo. De pronto tocan el timbre. Es él, siempre en bata y pantuflas. Me pide disculpas, dice que tuvo un mal día, que le tiraron una piedra en la autopista y le rompieron el parabrisas, que estuvo a punto de matarse. Le digo que está todo bien, que no se preocupe. Nos damos la mano. Adiós, licenciado, le digo. Sonríe con orgullo. Le gusta que le digan licenciado. Sábado por la noche. Me ducho en agua fría. Puedo hacerlo en agua caliente, pero prefiero el agua fría. Es un raro y placentero momento de virilidad.

LUCÍA EN EL MALECÓN

Lucía tiene veinte años y estudia filosofía en la universidad. En realidad no estudia, se aburre en la universidad, detesta ir a clases. Está harta de levantarse muy temprano, manejar hasta la universidad en medio del caos y quedarse semidormida en la clase de algún profesor que le parece incomprensible y arrogante. Me pregunta qué le aconsejo. Le digo que no tuve una buena experiencia en la universidad, que me aburría en aquellas clases de mentira, que las lecturas que perduran no son las que a uno le imponen sino las que uno elige, que los profesores de entonces eran muy tramposos porque te mandaban a leer los libros que ellos mismos habían escrito y no aquellos que desafiaban sus puntos de vista, que si no le interesa lo que está estudiando debe dejarlo y ya, que no insista, que no sufra, que la vida es corta y hay que pasarla bien, incluso cuando se es tan joven, especialmente cuando se es tan joven. Lucía regresa al departamento de sus padres, se pone su pantalón con puntitos rosados y sus pantuflas atigradas (lo que ella llama su "ropa de payasa" y con la que a veces sale a caminar sin saber adónde ir y sin prestar atención a las miradas libidinosas de los transeúntes que se inflaman al ver su cuerpo estupendo, la belleza de su rostro) y les dice a sus padres que ha decidido dejar la universidad, que no terminará ese ciclo, que no puede más con los exámenes parciales de filosofía. Su madre le pregunta qué va a estudiar. Lucía le responde que por el momento nada, que no quiere estudiar filosofía ni literatura ni nada. Su padre le pregunta si piensa trabajar. Lucía le responde que no tiene ganas de trabajar. Su madre le recuerda que si no estudia ni trabaja no tendrá dinero. Lucía le responde que no necesita dinero para ser feliz. Su padre le pregunta qué es lo que en realidad quiere hacer con su vida, dado que no quiere estudiar ni trabajar. Lucía responde la verdad: -Quiero dormir hasta tarde, caminar por el malecón y escribir. -¿Escribir qué? -le pregunta su padre. -No sé -responde ella. Sus padres aceptan la decisión aunque dejan constancia de que no están de acuerdo y le dicen lo que ella ya sabía, que si no irá más a la universidad ni tiene planes de trabajar, dejarán de darle dinero. Lucía les dice que ella es feliz caminando por el malecón sin un sol en los bolsillos de su pantalón de payasa. Cuando Lucía me cuenta todo esto, le digo que está loca y que la admiro y que presiento que ha tomado la decisión correcta. Le digo que dormir hasta tarde y caminar por el malecón parecen dos buenas maneras de organizar una vida, cualquier vida, y que lo que se construya sobre esos dos pilares sólo puede ser algo bueno y perdurable, incluso si es la nada misma. Lucía sale a caminar por el malecón con Tomás, su novio. Están juntos hace cinco años. Se conocieron en una playa cuando eran adolescentes. Corrían olas juntos. Descubrieron juntos, pasmados, los secretos del amor. Se quieren tranquilamente, sin ambiciones ni promesas. Tomás ama las motos. Tiene una moto. Le gusta competir en carreras de motos. Cada tanto se cae y se rompe un hueso y le ponen yeso y le promete a Lucía que nunca más subirá a la moto. Pero cuando le quitan el yeso, no puede evitarlo y regresa a la moto. Lucía ya se ha resignado a que Tomás nunca dejará la moto. Ella sabe que Tomás es feliz montando moto y ha comprendido que no tiene sentido tratar de combatir esa forma imprudente y enloquecida de felicidad que a ella le provoca tantos desasosiegos, porque a veces sueña que Tomás se cae de la moto y pierde la vida. Lucía regresa al departamento de sus padres y encuentra un panorama desolador: su padre está borracho, su madre llorando en la cama. Lucía odia que su padre se emborrache, sabe que cuando está borracho sale lo peor de él, se vuelve malo, mezquino, cruel. Su padre la llama a gritos, le dice que es una vergüenza que ella tenga el cuarto tan desordenado, hecho un caos. Lucía no le responde, sabe que cuando está borracho no debe responderle, lo mejor es quedarse callada. Su padre le dice a gritos que ordene el cuarto inmediatamente, que si no aprende a ser ordenada tendrá que irse a vivir a otra parte. Lucía obedece. De pronto su madre se encierra en el baño. Lucía presiente que algo malo está pasando allí adentro. Le pide a su madre que abra, pero es en vano. Lucía sabe que su madre ha tratado de suicidarse varias veces y teme que esa noche lo intente de nuevo, por eso le ruega que abra, pero nadie responde. Con paciencia y coraje, manipula la cerradura de la puerta hasta que consigue abrirla. Encuentra a su madre tragando pastillas para dormir con el rostro lloroso y desencajado. Le arrebata el frasco de pastillas, la lleva de regreso a la cama, trata de calmarla, le hace cariño en la cabeza, le canta canciones y la deja durmiendo. Su padre, mientras tanto, se ha quedado dormido viendo el partido de fútbol de Perú con un vaso de vodka en la mano que se le ha derramado en el pantalón. Lucía sale del departamento, sube a la azotea, me llama y me cuenta lo que ha pasado. Está tranquila. Se ríe. Me dice que su vida es una locura pero que no la cambiaría por ninguna otra. Ama a sus padres a pesar de todo. Los entiende. Sabe que son buenos. Comprende que están heridos. A su madre le han rebajado el sueldo, la han humillado, de nada le sirvieron tantos estudios, maestrías y doctorados. Su padre se ha enterado de que van a despedirlo la próxima semana y por eso ha vuelto a tomar. Le digo que es una chica muy linda, muy suave, muy deliciosamente loca y perturbada, que hay algo en ella, en su manera de escribir, de caminar, de mirar pasmada el caos, que me hace quererla de un modo que pensé que ya no existía en mis entrañas. Le ofrezco mi ayuda, una beca literaria, una pensión de viuda, una reparación civil por todo lo que ha sufrido injustamente. Me dice que no quiere dinero, que lo único que ella quiere es que yo sea su amigo muy gay y que sólo de vez en cuando la deje besarme las tetillas. Lucía regresa al departamento y descubre que no tiene llaves para entrar. No toca el timbre, sabe que sus padres están dormidos y que no conviene traerlos de vuelta a la realidad. Sale a caminar con sus pantuflas atigradas y su pantalón con puntitos rosados y la chalina amarilla de su abuela rodeándole el cuello. Los hombres la miran de mala manera, le gritan cosas vulgares, se relamen los labios al verla pasar. Ella los ignora. Va escuchando música, tiene los audífonos puestos, sólo ve las miradas, las lenguas, los labios que se hinchan y le mandan besos cochinos. Ella mira sus pantuflas atigradas que van poniéndose negras con cada paso. No sabe adónde va. Le gritan loca. Sabe que es verdad, que está loca. También sabe que yo la quiero precisamente por eso.

LA SUMA DE LOS DÍAS

Lunes, ocho de la mañana. Las niñas se fueron al colegio. Paolo, el chofer, me recuerda que las llantas de la camioneta están muy gastadas y hay que cambiarlas. Le pregunto cuánto me va a costar. Me enseña un papel con la cifra anotada. Le digo que no llevo esa cantidad conmigo, que le daré el dinero en una semana, cuando regrese. Subo al taxi y voy al aeropuerto. Miércoles, medianoche. Sofía está manejando mi camioneta porque ha dejado la suya en el taller. Una llanta se revienta. La camioneta está a punto de volcarse. Sofía consigue evitarlo. Queda tan asustada que no se detiene, sigue manejando con la llanta reventada. Llama a su amiga Luciana y pide que le hable todo el camino hasta la casa. Llegando a la casa, me escribe un correo que dice: “Tengo que hacer cambios en mi vida, tengo que irme de esta ciudad”. Me pregunto si quiere volver a París con su ex novio. Pero las niñas no quieren irse de Lima. Les encanta Lima, el colegio, las fiestas todos los sábados con sus amigas. No quieren alejarse de esa vida predecible y feliz. Jueves, cuatro de la tarde. Mi hija me cuenta el incidente de Sofía y la llanta reventada. Me amonesta cariñosamente, me dice que debí cambiar las llantas cuando el chofer me lo sugirió. Le digo que no imaginé que era tan urgente, que pensé que podía esperar una semana más. Le pregunto qué debo hacer. Vende las camionetas y compra dos nuevas, me dice ella. Pero las camionetas están buenas, le digo. Sólo hay que cambiar las llantas. No, me dice ella. Están cagadazas las dos. Tienes que cambiarlas. Me gusta cuando mi hija dice palabras vulgares. Siento que confía en mí, que no me miente, que somos amigos. Yo a mis padres nunca les dije una palabra vulgar. Le digo a mi hija que mi camioneta tiene apenas cinco años de uso y está bien. No, me dice ella. Le suena todo. Tiene pésima acústica. Me hace gracia que use esa palabra, acústica. ¿Y qué camioneta crees que tiene buena acústica?, le pregunto. No sé, dice ella. Pero la tuya no. Jueves, seis de la tarde. Le escribo un correo a Sofía que sé que no debería escribirle. “Por favor cuéntame qué pasó con mi camioneta ayer”. No escribo la camioneta, escribo mi camioneta, que ya es una señal de hostilidad. Ella me responde desde su blackberry. Dice que la llanta se reventó en la vía expresa, que pudo ser un accidente mucho peor, que se dio un gran susto, que no me preocupe porque pagará por la llanta si es necesario. Le escribo diciéndole que yo pagaré por las llantas nuevas. Le pregunto por qué estaba manejando mi camioneta y no la suya y por qué no me contó el incidente y tuve que enterarme cuando llamé a mi hija. Me responde que su camioneta estaba pasando la revisión técnica y que no me escribió porque tuvo un día complicado. Jueves, medianoche. Regreso de la tele. Llamo a Martín. Me cuenta que tuvo un día complicado. Pasó por la casa de sus padres y fue testigo de una discusión familiar. Su madre estaba acariciando a la perrita Lulú que Martín había lavado con champú esa tarde. Su padre le dijo a su madre que últimamente ella le hacía más caso a la perrita Lulú que a él. Su madre le respondió que la perrita Lulú era mucho más cariñosa con ella que él. Le dijo también que a él sólo le interesaba el rugby. Pero estamos jugando el mundial, le explicó él. Sí, claro, pero nunca me llevás a pasear, sólo te interesa el rugby, dijo ella. Bueno, es mi pasión, sí, y no tiene nada de malo, dijo él. Luego añadió: todos tenemos un tendón de Aquiles, y el rugby es mi tendón de Aquiles. Su madre le dijo riéndose: No es el tendón de Aquiles, es el talón de Aquiles. Su padre porfió: No, es el tendón, eso es lo que le falló a Aquiles, el tendón, y por eso lo mataron. Su madre insistió: No seas tonto, fue el talón, no el tendón, le tiraron una flecha envenenada al talón de Aquiles. Su padre replicó: Estás mal. La flecha le cayó en el tendón, se le hinchó el tendón, por eso lo mataron. Su madre no pudo más: ¡Es el talón, no el tendón, boludo! Estaban a los gritos cuando Martín se fue sin despedirse. Viernes, mediodía. Martín me dice que ha recibido un correo anónimo lleno de insultos. Me lo reenvía. Alguien le dice a Martín que es un niño parásito, una señorita mantenida, una prostituta barata. Me indigna que insulten a Martín de esa manera tan cobarde. Es triste que alguien piense así de él, sin saber lo delicado y cuidadoso que es conmigo en ese sentido, el de la plata, que nunca le ha importado, y en todos los demás. Pero lo que más me indigna es que ese calumniador anónimo le diga a Martín que yo soy un gordo. Es verdad, por supuesto, pero me duele que me llamen así: el gordo. Llamo a Martín y le pido disculpas por tener que leer las groserías que le escriben los idiotas que lo odian porque yo lo amo. Martín es un chico suave y feliz, que no se complica por tonterías. Por suerte se ríe y me dice que le hizo mucha gracia el correo insultante. Le pregunto si quiere acompañarme a una fiesta en Los Angeles. Me dice que no quiere viajar a ninguna parte, que odia los aviones, que en Buenos Aires está bien. Lo envidio. Le digo que pronto me iré a Buenos Aires a vivir con él y no me moveré más de allí. Sé que no estoy mintiendo. Sé que es así como quisiera pasar lo que me quede de vida. Viernes, tres de la tarde. Mi hija ha salido temprano del colegio. Me pregunta si iremos en enero a Buenos Aires. Le digo que sí, de todas maneras. Se alegra, le encanta esa ciudad como a mí. Le digo que cuando termine el colegio en Lima debería irse a vivir a Buenos Aires conmigo, que allá las universidades son buenas, baratas y sobre todo divertidas. Me dice que estoy loco, que de ninguna manera hará la universidad en Buenos Aires. Yo me voy a estudiar en Nueva York o Londres, me dice. Dios, tengo que seguir ahorrando, pienso. Me pregunta a qué edad fue mi primer beso. Le digo que a los dieciocho años, en la universidad. Mentiroso, me dice. Te juro, es verdad, fue con Adriana, una chica muy linda. ¿A los dieciocho años?, dice ella, sin poder creerlo. Eres un huevas tristes, me dice. Me gusta que me diga palabras vulgares. Yo no le pregunto si ella ya dio su primer beso. Sé que no le gustan esas preguntas. Sábado, tres de la mañana. He visto una película con Albert Brooks en la India que me ha hecho reír. Voy a la computadora y le escribo al anónimo que insultó a Martín: “Sé quién eres. Sé dónde vives. Si vuelves a insultar a mi chico, contrataré un par de matones para que vayan a buscarte. Y si vuelves a llamarme gordo, haré que te rompan todos los huesos”. Sábado, tres de la tarde. Sofía me escribe un correo que dice: “Gordi, ya cambiamos las llantas”. Sábado, tres y media de la tarde. Martín me escribe: “Gordito rico, te extraño muchito”. Sábado, cuatro de la tarde. El anónimo me escribe: “Flaco no eres”.

LA MALA EDUCACIÓN

Es sábado. Hace calor en Buenos Aires, ha llegado la primavera. Ignacio, su madre, su hermana Lucila y su sobrina y ahijada Valentina van a comer una parrilla al bajo de San Isidro, cerca del río. Lucila elige un restaurante que a Ignacio no le gusta pero se queda callado y acepta la decisión de su hermana. Valentina está contenta porque Ignacio le ha regalado tres pares de zapatillas de distintos colores: blancas, rosadas y celestes. En el auto se ha puesto las blancas. Pero, en medio del almuerzo, mientras su abuela, su tía y su padrino comen más grasa de la que debieran (tienen una debilidad por las papas fritas), decide cambiarse de zapatillas y ponerse las rosadas. Ignacio celebra la decisión y la ayuda a cambiarse. Lucila se opone de un modo enfático. Ignacio dice que no tiene nada de malo que la niña use las zapatillas blancas y luego las rosadas. Lucila sentencia que no puede tolerar esa conducta, que la estarían educando mal si permiten que se cambie de zapatillas en el restaurante. -Hay que fijarle límites -dice-. No puede hacer lo que quiera. Si se puso las blancas, se queda con las blancas. Si quiere usar las rosadas, tendrá que esperar hasta mañana. Valentina llora a gritos porque no la dejan usar las zapatillas rosadas. Su tía Lucila se mantiene firme y no cambia su opinión. Ignacio odia a su hermana, no entiende por qué tiene que ser tan estricta con la niña por un asunto menor, sin importancia. Si es feliz cambiándose de zapatillas, que se las cambie, piensa. Pero se queda callado y respeta la decisión de su hermana mayor, mientras su madre contempla la escena con aire ausente, como si no le quedaran ya energías para discutir, y los comensales de las mesas vecinas miran con mala cara, disgustados por el llanto sonoro de la niña en medio del restaurante. Es sábado. Hace frío en Lima. Joaquín ha llegado esa madrugada en un vuelo largo y agotador. No ha podido descansar bien, el frío se lo ha impedido. Está fatigado, de mal humor, cansado de viajar tanto. Pasa la tarde con su hija menor, que está enferma, mal de la garganta. Su hija mayor está en casa de alguna de sus muchas amigas. Joaquín y su hija menor se sientan a comer algo. Ella no tiene hambre, pide un yogur y cereales. Joaquín come sin ganas lo que le sirve la empleada, una gordita inteligente y graciosa con la que se lleva muy bien. El perro de su hija da vueltas por la cocina mordisqueando como un demente un muñeco de peluche. De pronto llega la ex esposa de Joaquín, la madre de sus hijas. Se queja porque su hija mayor está con sus amigos y no sabe qué amigos son. Joaquín le dice que se tome las cosas con calma, que la niña ya tiene catorce años, es inteligente y sabrá cuidarse. Sofía, su ex esposa, le dice que no deben ser tan permisivos, que la niña hace lo que le da la gana, que deben fijarle límites para educarla correctamente. Joaquín le dice que no cree en los límites, que los límites sólo sirven para traspasarlos, que lo mejor es darle cariño y confianza y dejar que ella decida lo que es mejor para ella. Pero es una niña, protesta Sofía. No, no lo es, ya es una mujer, dice Joaquín. Tiene catorce años, se exalta Sofía. Tiene catorce años, pero ya es una mujer, dice Joaquín. Luego añade una frase que encoleriza a su ex esposa: Si quiere tener un enamorado y acostarse con él, es problema suyo. Sofía dice a gritos: ¡No puede tener un enamorado a los catorce años! ¡No puede acostarse a los catorce años! ¡No puedes fomentarle eso a tu hija! Joaquín ya está acostumbrado a que lo traten como un pervertido sólo por ser más liberal de lo que suele ser el habitante promedio de esa ciudad. Se defiende: Por mí, que tenga enamorado cuando se enamore y que se acueste con él cuando le provoque, no me importa la edad que tenga, me da igual, yo confío en ella. Sofía no podría discrepar más enérgicamente: ¡No tiene edad para eso! ¡Tenemos que ponerle límites! ¡No puede hacer lo que le dé la gana! Joaquín discrepa: Lo hará de todos modos, con tu consentimiento o a escondidas. Yo prefiero que lo haga en mi casa, con mi aprobación y mi complicidad, sin que me tenga que mentir ni esconderse para estar con su chico. Sofía afirma: ¡Yo no voy a tolerar que ella haga esas cosas en mi casa con su enamorado! ¡No voy a permitir eso de ninguna manera! Joaquín dice: Entonces lo hará en otro lado, pero no dejará de hacerlo si tiene ganas. Y te mentirá, como ya te miente porque eres demasiado estricta con ella. Sofía dice: ¡No puedo creer que te parezca bien que tu hija de catorce años tenga relaciones sexuales! Joaquín pregunta, ofuscado: ¿Y a partir de qué edad se supone que debemos darle permiso para que tenga relaciones sexuales? Sofía no lo duda, responde con una certeza que a él le resulta incomprensible e inquietante: A partir de los dieciocho años, antes no. Joaquín se ríe con aire burlón y dice: Eso es un disparate. Ella hará lo que quiera con quien quiera antes o después de los dieciocho años, y tú ni te enterarás. Pero si le dices que antes de los dieciocho no puede acostarse con su enamorado, te odiará y lo tomará como un abuso y se morirá de ganas de hacerlo sólo para sentirse dueña de su cuerpo y de su libertad frente a ese límite tan caprichoso y arbitrario que le estás poniendo. Sofía dice: Bueno, esta es mi casa y acá no le voy a permitir que esté con su enamorado encerrados en un cuarto hasta que tenga dieciocho años. Es una cuestión de respeto. Joaquín dice: Muy bien, tienes derecho a eso. Pero en mi casa, yo sí se lo permitiré. Así que si no la dejas ser libre acá, se irá a mi casa y allá hará lo que quiera con su enamorado o su enamorada o con los dos a la vez, y contará con mi absoluta complicidad. Sofía se pone de pie y grita: ¡No puedo creer que seas tan estúpido y hables tantas tonterías! Luego se va con los labios pintados de un color rojo muy oscuro a una comida de la que regresará tarde. Se va tan ofuscada, golpeando el piso de madera con los tacos, que olvida su celular, uno de sus varios celulares. Joaquín se queda con su hija menor. Se ríen. Ella le da la razón. Dice que su hermana tendrá enamorado cuando ella quiera, no cuando sus padres lo decidan. La empleada gordita y encantadora, que ha presenciado la discusión, sonríe a medias. Ya está acostumbrada al carácter risueño y libertino del “joven Joaquín”, a las discusiones con la señora por cuestiones morales. El joven le pregunta qué opina ella de ese asunto espinoso del sexo y la edad. Ella, que es muy lista, dice: Lo importante es que le enseñen a cuidarse, joven, porque ahora las chicas rapidito nomás aprenden. Joaquín se ríe y le pide una limonada más. Luego va a la cama con su hija, la abraza, espera a que se quede dormida y se queda con la cabeza recostada en la espalda de la niña, escuchando los latidos de su corazón.

CANDY

Dos días antes de morir, Candy despertó de un sueño profundo, ya bajo los efectos de la morfina que le era suministrada en dosis crecientes, miró a su hermano Martín y le dijo: “Qué lindo te has vestido”. Luego cerró los ojos y siguió durmiendo. Esas fueron las últimas palabras que le dijo a Martín. Tuve la suerte de despedirme de ella una tarde en que todavía estaba lúcida en su habitación de la clínica San Lucas, en San Isidro. Sabía que le quedaba poca vida. No se engañaba. Lo dijo, en un momento inesperado: “Si me voy a morir en dos semanas, prefiero que me lleven a casa”. No lo dijo llorando, molesta o quejándose. Lo dijo con una serenidad admirable. Estaba harta de las humillaciones físicas a las que el cáncer no dejaba de someterla. Le pregunté por los viajes más lindos que había hecho. Quería sacarla de allí, viajar con ella imaginariamente, llevarla a los lugares donde había sido feliz. Habló de un viaje que hizo a las sierras de Córdoba con Maxi, su esposo. Habló de un viaje a Sudáfrica con su hermana Carolina. Sentí que por un momento su espíritu se liberaba de las miserias del cuerpo, escapaba de la habitación y sobrevolaba levemente aquellos paisajes que habían quedado registrados en su memoria como escenarios de la felicidad. Luego pidió té y tostadas. Antes de irme, le di un beso en la mejilla y le dije al oído: “Te quiero mucho”. Ella me dijo: “Yo también”. Sentí que esa era nuestra despedida y así fue. Cuando llegué a Buenos Aires hace pocos días, Candy estaba agonizando. Ya casi no podía hablar, raramente estaba despierta. No tuve coraje para ir a verla. No quería verla destruida por la enfermedad. No quería quedarme con ese recuerdo de ella. Era la hermana de Martín. Era como mi hermana. Esa tarde, en la ducha, sentí que alguien llamaba a Martín para darle la mala noticia. Apenas salí, le pregunté: “¿Llamó alguien?”. Me dijo que nadie había llamado. Minutos después, sonó el teléfono. Tuve el presentimiento de que era la llamada. Martín contestó. Su padre le dijo: “Ya está”. Martín vino hacia mí, me abrazó y no lloró. Luego se fue caminando a la clínica. No pude acompañarlo porque tenía que ir a grabar mis entrevistas. En el taxi, rumbo a Palermo, llamé a Martín. Estaba llorando, no podía hablar. Se había encerrado en un cuarto de cuidados intensivos, en el quinto piso, para llorar a solas. No quería llorar frente a otra gente. Caminó por toda la clínica buscando un lugar donde pudiera estar solo. Cuando lo encontró, se sentó en el suelo y se abandonó a llorar. Mientras grababa mis entrevistas con una modelo y un actor, yo me preguntaba en silencio, ocultando mi tristeza, por qué la vida tenía que ser tan miserable, por qué tenía que ensañarse cruelmente con una mujer joven e indefensa que sólo quería proteger a su hija y darle algunas alegrías más, por qué su hija de apenas tres años tenía que quedarse sin una madre, qué le dirían a ella, a Catita, qué harían con ella al día siguiente durante el funeral. Después de una seguidilla de días grises y lluviosos, esa mañana, la del funeral, salió por fin el sol. Yo casi no había dormido, era muy temprano, las nueve en Buenos Aires, las siete en realidad para mí, porque mi hora es siempre la de Lima, aunque casi no viva en esa ciudad. Martín dijo que no se pondría corbata, se vistió sin ducharse y se fue en el auto a buscar a sus padres. Yo le dije que prefería ir en taxi. No quería invadir ese momento de intimidad familiar: Martín con sus padres en el auto, rumbo al cementerio. Llegué al memorial de Pilar cuando la misa había comenzado. El padre dijo unas palabras sencillas y afectuosas. Dijo que Candy estaba ahora en un lugar mejor, que estaba con Dios, que había vuelto a nacer, que había nacido para toda la eternidad, que en algún momento nos reuniríamos con ella. Me hubiera gustado creer todas esas cosas, pero no me alcanzó la fe. No recé. No le pedí a Dios por Candy. Pensé que era absurdo suponer que, si Dios existía, cuidaría mejor de ella sólo porque yo se lo pidiese. Cerré los ojos y le dije a Candy que siempre la quise mucho, que la iba a extrañar y que me disculpase por no haberla llevado al Costa Galana cuando fuimos juntos a Mar del Plata y por tacaño preferí un hotel más barato. Mientras rezaban unas oraciones que ya casi no recordaba, yo sólo pensaba eso: Qué idiota fui de no llevarte al Costa Galana. Después de la misa, Martín me buscó y saludó con discreción. Luego caminamos por los senderos del memorial, surcando el pasto todavía mojado, en medio de los árboles altos y añosos de Pilar, bajo el sol espléndido de la mañana, siguiendo el ataúd. Había mucha gente de todas las edades, gente joven especialmente. Cuando depositaron el ataúd en el pedazo de tierra que lo acogería y echaron las últimas flores, Martín abrazó a su madre y lloró con ella. Luego descansó su cabeza en mi hombro y lloró sin que importasen las miradas, mientras yo acariciaba su espalda. No había palabras que aliviaran esos momentos de dolor. Yo repetía: “Tranquilo, tranquilo”. Pero era inútil. Marta, la madre de Candy y Martín, que me acogió en su familia con enorme cariño y sabiduría, me dijo, cuando la abracé: “Qué pena hacerte levantar tan temprano”. Me sorprendió que se preocupase por mí, cuando acababa de perder a su hija. Ella siempre fue así conmigo, cuidándome el sueño, haciéndome citas con médicos, preocupándose por mi salud. No supe qué decirle. Le dije que lo sentía mucho. Debí decirle algo más: “Eres una gran madre”. Porque el modo en que acompañó a su hija durante la enfermedad, hasta el último momento, tomándola de la mano y ayudándola a morir en paz, fue admirable y conmovedor. Y porque a mí, que no soy su hijo, me quiere como si lo fuera. Al llegar a casa, abrí mis correos y leí el último que me escribió Candy: “Hola, cómo está todo por esos pagos? Este mail es para decirte una vez más GRACIAS!!! por todo. Martín le compró una tele a Cata y sé que fue con tu ayuda, así que mil gracias. Eso es todo, espero que pronto nos veamos, así me llevan a pasear en su súper auto nuevo, no vas a tener excusa, se escribe así? En fin, te mando un beso graaaaaaande grande, te quiero mucho, no sé por qué pero así lo siento, de verdad sos un amigo del alma y de esos yo no tengo muchos, cuidate porque sé que las nebu no te las hiciste todas mmmmmm!!!!! Eso está mal! Disfruta de tus hijas y nos vemos pronto, Candy”. Cómo quisiera llevarte a pasear en el auto y luego a tomar el té con Catita y Martín, Candy querida. Cómo no lo hice cuando todavía podíamos. Yo también sentí que eras mi amiga del alma. Gracias por quererme tanto. Te prometo que cuidaremos a Catita como si fuera nuestra hija, como si fueras tú. Todos los gestos de amor que no alcancé a tener contigo, los tendré con ella. Porque cuando miro a tu hija, siento que vives en ella.

EL AMANTE FRANCES

Cuando Sofía y yo nos enamoramos, ella dejó a su novio francés, Michel, con el que había vivido dos años en París. Michel, un dentista joven que practicaba deportes de alto riesgo, no se resignó a perderla y viajó a Washington para tratar de reconquistarla. Una noche en Washington, Sofía me dijo que iría a cenar con Michel para decirle que estaba enamorada de mí y que no quería volver a ser su novia. Le sugerí que se lo dijera por teléfono. Tenía miedo de perderla, de que Michel la sedujera de alguna manera desesperada. Me dijo que tenía que decírselo en persona. Me pidió mi casaca prestada porque hacía frío. Se la puso y fue a verlo. Cuando la vi salir con esa casaca que le quedaba grande, supe que volvería conmigo. Algún tiempo después, la madre de Michel llamó a Sofía y le dijo que Michel estaba muy grave en el hospital, que se había cortado las venas porque no podía soportar su ausencia. Por tu culpa mi hijo se está muriendo, le gritó. Sofía cortó el teléfono y me dijo que tenía que irse a París. La llevé al aeropuerto. Me prometió que cuidaría a Michel hasta que se recuperase y luego volvería. Cumplió. Volvió en un mes y me dijo que ya no lo aguantaba más, que no podía estar con un hombre que la amenazaba con suicidarse si ella lo dejaba. Sofía dejó a Michel, se casó conmigo, tuvimos una hija, pero Michel nunca dejó a Sofía del todo. Cada semana el cartero traía una carta suya escrita en francés. Sofía la leía y la metía en una cajita con muchas otras cartas escritas por él. Yo me desesperaba porque trataba de leerlas pero no entendía nada. Un día, mientras Sofía estaba en la universidad de Georgetown, vino al departamento un amigo que podía leer francés y me tradujo las cartas de Michel. Le decía a Sofía que la amaba, que no podía vivir sin ella. Le aseguraba que yo nunca la amaría como él. Le rogaba que me dejara y se fuera a París a vivir con él. Le decía que había puesto un consultorio como dentista en París y otro en Ginebra y que estaba ganando mucho dinero. Le prometía que trataría a nuestra hija como si fuera suya. Nunca supe si Sofía contestaba esas cartas. De vez en cuando, Michel la llamaba por teléfono y ella se encerraba en su cuarto y hablaban largamente y a veces ella se impacientaba y levantaba la voz y en otras ocasiones le hablaba en un tono más suave y afectuoso y yo me preocupaba. Cuando peleábamos, cuando perdía toda esperanza en mí, ella a veces lo llamaba y creo que consideraba seriamente dejarme y tomar el avión a París con nuestra hija, pero nunca lo hizo. Después de su graduación, le dije a Sofía que quería irme solo a vivir a Miami porque no aguantaba más el frío de Washington. Fue una cobardía dejarla con nuestra hija sin que ella hubiera conseguido un trabajo todavía. Sofía no quiso quedarse sola en Washington con la niña. Se hartó de seguir esperando que yo fuese el hombre que no podía ser y regresó a Lima. Siempre pesará en mi conciencia la certeza de que si me hubiera quedado en Washington y hubiese sido generoso con ella, no la habría obligado a regresar a Lima. Apenas se enteró de que Sofía y yo nos habíamos separado, Michel viajó a Lima y se quedó dos semanas tratando de convencerla de que se fuera con él a París. No se alojó en un hotel en Lima, durmió en el cuarto de huéspedes de la estupenda casona de la madre de Sofía, que, con buen instinto, siempre le tuvo a Michel más cariño del que me tuvo a mí. Sofía y Michel fueron a la playa, era verano. Michel conoció a nuestra hija y se hizo fotos con ella. No sé cuán cerca estuvo Sofía de irse a París. Creo que estuvo a punto de irse. Pero al final, no sé por qué, decidió quedarse en Lima. Michel se marchó derrotado una vez más, pero yo sabía que no se daría por vencido. Tiempo después, en una de mis visitas a Lima, Sofía vino de sorpresa al departamento. Yo esperaba a Gabriela, una amiga. Cuando sonó el timbre, dije imprudentemente: Pasa, Gabriela. Pero no era Gabriela, era Sofía. Ella pensó que Gabriela era mi amante. No lo era, era sólo mi amiga. De ese malentendido, y de la discusión y reconciliación que le siguieron, y de la inexplicable urgencia que se apoderó de nosotros por hacer el amor, Sofía quedó embarazada. Le rogué que volviera conmigo, que viniera a Miami a pasar un embarazo tranquilo. Para mi fortuna, me dio una segunda oportunidad. Cuando Michel se enteró de que Sofía había vuelto conmigo y estaba embarazada nuevamente, la llamó a Miami (no sé cómo conseguía el teléfono de casa, alguien en Lima operaba como su aliada) y le dijo a gritos que era una loca, una tonta, que se arrepentiría, que no quería verla más (yo escuchaba sus gritos, Sofía después me los tradujo). Por un tiempo, por unos años, dejó de llamarla y mandarle cartas. Pensé que por fin había aceptado la derrota. En algún momento, Sofía tuvo la lucidez de comprender que no le convenía seguir viviendo conmigo. Me dejó en Miami y volvió a Lima con nuestras hijas. Le rogué que se quedara en Miami, pero ella había dejado de creer en mí y sabía que su felicidad estaba en otra parte. Pasaron los años sin que tuviera noticias de Michel. A veces le preguntaba a Sofía por él y ella me decía que no sabía nada, que había dejado de llamar. No hace mucho estaba en Lima y Gisela, la empleada doméstica, trajo el teléfono y le dijo a mi hija mayor: Camila, te llama tu amiga Michelle. Camila contestó y no entendió nada. No era su amiga Michelle. Era un hombre que le hablaba en francés y le decía Sofía, Sofía, Sofía. Era Michel. Camila le habló en inglés, pero él no entendía nada. Camila le dijo no Sofía, no Sofía, no Sofía. Michel dijo que volvería a llamar. Supe entonces que había vuelto. Cuando llegó Sofía y le contamos el malentendido, nos reímos mucho. Después ella me contó que Michel se había casado, que tenía dos hijos, que había ganado mucho dinero y la seguía llamando. No le pregunté si tenía ganas de verlo. No me atreví. Hace poco Sofía me contó que viajaría a Oslo a visitar a su hermana. Me alegré por ella. Le dije: No dejes de ir una semana a París, yo te invito. Se sorprendió, me lo agradeció. Con ilusión y miedo a la vez, me propuse conseguirle un hotel en París (lo que no fue fácil, por el mundial de rugby) y hacer las reservas de aviones. En vísperas de su partida, le dije: Sería divertido que vieras a Michel. Me dijo: Sí, me gustaría, pero tengo que ir a Ginebra porque está allá con su esposa y sus hijos. Le dije: No te conviene, dile que vaya él a París, no te arriesgues conociendo a la esposa, eres la ex novia, te tratará mal, será más divertido que se vean solos en París. Ella me miró sorprendida, sonrió y dijo: Tienes razón. Le dije: Claro, que le diga a su esposa que hay un congreso de dentistas en París. Ella se rió y creo que me quiso un poco más. Quince años después de que Sofía lo dejara para estar conmigo, ahora estaba yo en el teléfono buscándole un hotel a ella en París para que pudiera reunirse con él. Después de todo, me parecía un acto de justicia.

MIENTRAS ELLAS DUERMEN

Cuando era joven y vivía en Lima, quería irme a vivir a Madrid. Soñaba con vivir como un escritor en esa ciudad. No sabía qué escribir ni cómo escribirlo -aun ahora no lo sé-, pero pensaba que, de todas las vidas posibles que se abrían en mi imaginación, la del escritor en Madrid era la más fascinante y prometedora, la mejor de todas. Sin embargo, no me atrevía a irme de Lima porque me pagaban bien en la televisión -o eso creía yo entonces- y nunca encontraba tiempo para escribir. Además tenía buenos amigos con los que fumaba marihuana y jugaba fútbol, y esa me parecía una buena razón para no irme nunca. Me tomó varios años reunir dinero y coraje -más dinero que coraje, en realidad- para decirles a mis jefes en la televisión que no renovaría el contrato y me tomaría un año sabático en Madrid. Me preguntaron qué haría allá. Voy a estudiar, dije. Pero yo no quería estudiar. Lo que quería era escapar de Lima y ser un escritor. Llegué a Madrid en pleno invierno. Había vendido mi auto y el departamento de la calle Pardo. Todos mis ahorros estaban a salvo en una cuenta bancaria fuera del Perú, de la que podía disponer desde Madrid. Conseguí un cuarto en la calle Mediterráneo, no muy lejos del Retiro. Compré un cuaderno y me obligué a escribir todas las mañanas en una biblioteca pública. Así empecé mi primera novela. Por fin había cumplido mi sueño en cierto modo. Vivía en Madrid y me sentía un escritor. No sabía si las cosas que escribía en ese cuaderno tenían algún valor, si alguien sería tan imprudente como para publicarlas, pero era feliz caminando todas las mañanas a la biblioteca, inventándome otras vidas frente al cuaderno y disfrutando de esa gran ciudad en la que podía perderme como uno más, sin soportar el peso opresivo de la mirada de los otros, una condena que me había impuesto en Lima desde que comencé a salir en televisión a los dieciocho años, sin saber en qué casa de putas me metía. Pasaron seis meses y me aburrí o me asusté de seguir siendo un escritor en Madrid el resto de mi vida. Pensé que nadie publicaría las cosas que escribía en el cuaderno. Mis ahorros se veían diezmados mes a mes en la pantalla del cajero automático del que retiraba todavía pesetas. Me parecía imposible no sólo publicar una novela en España sino ganarme la vida como escritor. Además, mi visa de turista estaba por expirar, no quería quedarme como ilegal y tampoco tenía el coraje para buscar un trabajo cualquiera. Mi sueño de ser un escritor en Madrid entró en crisis. Aquella fue la primera vez que se me hizo evidente algo que luego se repetiría sin cesar: que siempre quería estar en un lugar distinto del que estaba. Ya no me sentía un rehén en Lima, me había emancipado de las servidumbres de esa ciudad a la que había aprendido a odiar, por fin había cumplido el sueño de vivir en Madrid como un escritor. Sin embargo, me daba miedo el futuro incierto que se perfilaba en el horizonte y era más feliz imaginando mis días en otra ciudad. Entonces empecé a soñar con vivir en Miami y ser un hombre famoso de la televisión. Llegué a Miami con una novela a medias en el cuaderno que había abandonado y la certeza de que no sería difícil triunfar en el mundo de la televisión. Conseguí un departamento, compré un auto, firmé un contrato con un canal de televisión y gasté en trajes y corbatas el dinero que hubiera gastado en medio año de vida austera en Madrid. No tenía dudas de que la buena fortuna premiaría mi audacia. No sería un escritor, o no todavía, pero eso no me preocupaba, pues lo que entonces resultaba impostergable era ser muy famoso y ganar mucho dinero, aunque no supiera bien por qué o para qué. Contrariamente a mis optimistas previsiones, el programa que hice en Miami duró pocos meses y fracasó. Era una copia esperpéntica de los programas de medianoche de la televisión norteamericana. Mi sueño de ser rico y famoso se hizo polvo. Tuve que devolver el departamento, vender el auto, empacar los trajes y las corbatas coloridas y volver a Lima con la vergüenza de un doble fracaso, el de la novela inconclusa en Madrid y el programa fallido en Miami. De vuelta en Lima, no encontré otra salida para redimirme de esas derrotas que volver a desafiarme en el carnaval de la televisión. Esta vez, sin embargo, el azar no me fue esquivo y el público, esa bestia caprichosa, me acompañó sin que hubiera una sola razón para ello. Conseguí un departamento en Barranco, compré un auto que mis amigos decían que parecía el de un ministro y volví a la conveniente rutina de intoxicarme para escapar de una vida, la mía, que me parecía fea, triste, mediocre, la vida de un pusilánime sin talento, de un payaso sin gracia. Lo que me salvó de resignarme a esa suerte fue el cuaderno con la novela a medias que había escrito en Madrid. Cuando lo abría y releía, algo ardía en mí, una fiebre me consumía, renacía un cierto coraje por escapar de ese destino que me parecía despreciable y precipitarme otra vez a la aventura de ser un escritor, aun sin saber si aquel cuaderno tenía algún sentido o si alguien se animaría a publicarlo. Gracias a ese cuaderno, a los sueños que encerraba, pude escapar nuevamente de Lima. Dejé el programa de televisión que en el fondo detestaba, devolví el departamento con vista a la plaza, vendí el auto de ministro y fui siguiendo a mi chica hasta Washington, donde ella me había prometido que me cuidaría para que pudiera terminar la novela del cuaderno. Y así fue. Esa chica, que es hoy la madre de mis hijas, y que duerme en el cuarto de al lado mientras nuestras hijas duermen en su cuarto, una contenta con su nuevo perrito blanco, la otra cansada de bailar tanto en la fiesta de quince de la que la fui a buscar a medianoche, esa chica me llevó a Washington y me cuidó como nadie me había cuidado hasta entonces y durante tres años me obligó a escribir hasta el final, sin miedo, la novela del viejo cuaderno de Madrid. Gracias a ella, a la chica que duerme a pocos pasos de donde escribo, pude por fin atrapar ese sueño que perseguía a tientas desde joven, la idea de ser un escritor, de ver publicadas las cosas culposas y afiebradas que una voz me dictaba y que tenía que contar aun a riesgo de perder en ese empeño desquiciado la reputación o la vida misma. Con los años, nada ha cambiado demasiado. Sigo imaginando que la felicidad está en otra parte. Cuando estoy en Miami, tratando en vano de ser el hombre famoso de la televisión, sueño con mudarme a Buenos Aires a vivir la buena vida del escritor. Cuando estoy en Buenos Aires, entregado a ciertas pasiones inconfesables o confesables sólo en las novelas, sueño con pasar dos años en Madrid sin tomar un solo avión, ensimismado en la rutina egoísta y gloriosa del escritor. Y cuando estoy en Lima, como ahora, sueño con escapar de nuevo, con buscar en otros lugares las pasiones y aventuras que sé que esta ciudad me negará. Pero hay algo que ha cambiado, y es la certeza de que, no importa donde esté, siempre trataré de seguir escribiendo a pocos pasos de donde duermen las tres mujeres que más amo, las tres mujeres que hicieron de mí todo lo poco que soy.

REFRANES MENTIROSOS

"Detrás de cada gran hombre, hay una gran mujer". Mentira. A veces hay dos mujeres. A veces hay otro hombre. A veces no hay nadie. Además, es machismo puro: ¿por qué la mujer tiene que estar detrás y no al lado? "A quien madruga, Dios lo ayuda". No siempre. Muchos han salvado la vida porque no madrugaron y se quedaron dormidos. Por ejemplo, el 11 de septiembre de 2001 en Boston y Nueva York. Madrugar es una cosa atroz, cualquiera lo sabe. "Mente sana en cuerpo sano". Bueno, hay excepciones. No pocos deportistas exitosos suelen tener serias taras mentales. Es larga la lista de futbolistas más o menos virtuosos que son, al mismo tiempo, mentalmente insanos o casi. Yo mismo voy al gimnasio todos los días y estoy mal de la cabeza. "La ociosidad es la madre de todos los vicios". Tengo mis dudas. Casi todos los grandes creadores son grandes ociosos que detestan el trabajo duro y aman el ocio creativo. Por eso, sería más justo decir que la ociosidad es la madre del arte, salvo que el arte se considere una forma de vicio. "Quien mucho abarca, poco aprieta". Dudoso. Las personas obesas mucho abarcan y mucho aprietan. Las grandes corporaciones mucho abarcan y mucho aprietan. El Estado mucho abarca y mucho aprieta. "A mal tiempo, buena cara". Absurdo. Los músculos de la cara se atrofian tanto con el frío que es imposible sonreír o fingir una sonrisa en una tormenta de nieve. Además, ¿por qué deberíamos alegrarnos o simular alegrarnos cuando las circunstancias nos son adversas? Este refrán parece inspirarse en la perversa noción religiosa de que debemos exaltar el sufrimiento como una virtud y alegrarnos estoicamente ante la adversidad y la desdicha. "En casa de herrero, cuchillo de palo". En verdad, nunca he visto un cuchillo de palo. He visto palitos chinos, he visto cuchillos de plástico en los aviones, he visto incluso cucharones de palo, pero nunca he visto un cuchillo de palo y no conozco a nadie que tenga uno. Si existe el refrán, deben existir los cuchillos de palo, pero ¿con qué oscuro propósito alguien tendría uno? ¿No sería un utensilio bastante inútil? ¿No sería como tener un condón de lija? "A falta de pan, buenas son tortas". Discutible. Las tortas suelen ser mucho más ricas que los panes, al menos para mí. Tendría más sentido si dijese: "A falta de tortas, buenos son panes". "Por la boca muere el pez". No siempre. Muchos mueren porque se los come un pez más grande. Pero supongo que el refrán pretende convencernos de que es mejor hablar poco o nada, y eso no es cierto. Los políticos que hablan mucho y bien conquistan el poder. Los curas que hablan mucho y bien convencen a los incautos. Los comediantes que hablan mucho y bien ganan fortunas. Los cantantes que cantan mucho y bien ganan fortunas. Los animadores de televisión que hablan mucho y bien ganan fortunas. Saber hablar o cantar con gracia es una habilidad que suele ser muy bien recompensada en estos tiempos. "A palabras necias, oídos sordos". Esto será para los beatos y los santurrones, no para la gente normal. No es tan fácil ignorar una necedad o perdonar un agravio. No hay que dejar de oír las necedades: hay que oírlas bien y recordar al necio que nos las dijo para alejarnos de él y no darle ocasión de volvernos a agredir con sus sandeces. Por lo demás, el refrán parece discriminar a los sordos. Pues, si los sordos leen palabras necias, ¿cómo deberían aplicar este refrán? "Nadie diga: de esta agua no he de beber". ¿Nadie? ¿Nunca? ¿Ni siquiera si es agua pestilente, fétida, hedionda? A veces es bueno decir que de esa agua mala no beberemos más. Si un alcohólico dice que no beberá más, hace bien, lo mismo que si un fumador dice que no fumará más o un cocainómano dice que no aspirará una línea más: hay que decirlo para intentar conseguirlo. "Ojos que no ven, corazón que no siente". Esta es una insidia contra los ciegos, los tuertos e incluso los miopes. Los que no ven, ¿no sienten? ¿Los ciegos son insensibles? Borges, que era ciego, ¿no sentía? ¿No será lo contrario: que el corazón siente aún más cuando no pueden ver los ojos? Por lo demás, cualquier celoso (bienvenido al club) sabe que a veces se sufre más por lo que no se ve (pero se imagina) que por lo que realmente se ve. "Perro que ladra, no muerde". Falso. Me consta que hay perros que ladran y muerden. Puedo enseñar la cicatriz. "A buen entendedor, pocas palabras". ¿Y por qué entonces la Biblia tiene tantas páginas? ¿Y por qué El Quijote es tan excesivamente largo? ¿Y por qué el sermón de las tres horas dura tres condenadas horas? "Genio y figura, hasta la sepultura". Genio, tal vez; pero figura, bien difícil, porque con los años uno engorda y se encoge y la figura inexorablemente se echa a perder. "A caballo regalado, no se le mira el diente". Imposible de cumplir. Cuando me dan un regalo, lo primero que hago es ver si ya lo tengo, si me conviene, si me quedará bien, si no será mejor cambiarlo por otra cosa. "En boca cerrada no entran moscas". Esto es fascismo puro. La gente debe expresarse, no estar callada. Además, nunca he visto a alguien que por estar hablando termine con una mosca en la boca. Nunca he visto que se le meta una mosca en la boca a un cantante o a un político o a un cura. De ser cierto, Fidel Castro y Hugo Chávez deberían escupir o defecar millones de moscas. Yo mismo he abierto la boca mucho más de lo aconsejable y nunca se me ha metido una mosca, a pesar de que los estudios de televisión en los que he abierto tanto la boca (y no siempre para hablar) estaban llenos de moscas y moscardones. "Mal de muchos, consuelo de tontos". Mentira. Mal de muchos, consuelo de los más listos e inescrupulosos. El bicho humano suele celebrar la desgracia ajena y a menudo lucrar con ella. "Contigo, pan y cebolla". Sí, claro. Esto dura sólo el primer año de romance. Después te arrojan las cebollas en la cara. "No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy". Abominable apología del estrés. Si puedes hacerlo hoy pero no te apetece o te abruma, déjalo para mañana. No trates de hacer todo hoy. Ve despacio. Deja algunas cosas para mañana.