Paso dos semanas de diciembre en Lima. No acaba de sentirse todavía el verano. Ciertas mañanas una niebla espesa esconde el campo de golf. He cambiado de hotel. No me quedo más en el hotel de siempre. Ya no me quieren. Han despedido a algunos empleados que me contaron secretos escandalosos. No debo dormir más allí. He vuelto a dormir en el hotel donde traté de suicidarme cuando tenía veinte años.
No consigo dormir bien. Mi siquiatra argentino me ha recetado antidepresivos y ansiolíticos. Los tomo con reservas en el mismo hotel donde tantos años atrás tragué un frasco de somníferos. Duermo diez horas corridas. Al día siguiente soy otra persona, una persona aún peor. Me arrastro, me duermo a cada rato, me siento un pusilánime, un gordo viejo, un hombre sin futuro, acabado, derrotado. Duermo en las camas de mis hijas, con el perro Bombón hecho un ovillo a mis pies. Renuncio a las pastillas argentinas. Prefiero el insomnio.
Lo que me salva es la pastilla que me recomendó la madre de Martín. La llevo siempre conmigo y me resigno a tomarla los días peores. Como estoy de vacaciones, me drogo suave y convenientemente, tal como me prescribió con amor la madre de Martín. Esa droga, aplicada en dosis pequeñas, me convierte por unas horas en un hombre feliz, paciente, tolerante, sin apuro, de espíritu risueño, con ganas de cantar las canciones de Sabina y Serrat. Llevo en la muñeca izquierda el reloj de esfera ancha que me regaló el gran poeta y pirata Joaquín Sabina. Ese reloj me ha cambiado la vida. Ese reloj y las drogas de Marta me devuelven un cierto optimismo que creía perdido para siempre. Desde que uso el reloj de Sabina, me siento más joven, con ganas de volver a pecar, de recuperar los placeres innombrables de las noches vírgenes de esta ciudad. Debo ir con cuidado, sin embargo. Ya no soy un muchacho. Pero este reloj me engaña, por fortuna.
En otros tiempos me hubiera entristecido que mi tío, el gerente brillante al que admiro, no me invite a su almuerzo navideño y que mi prima favorita, a la que siempre encontré irresistiblemente encantadora, tampoco me invite a su fiesta de casamiento, en la que me cuentan que cantó con la simpatía desbordante, arrolladora, que me embrujó desde niño en su casa de playa, en la que nunca faltaban uvas verdes. Pero ahora no me da pena que prescindan de mí. Me parece una decisión irreprochable. Saben que soy indiscreto y lo cuento todo. Hacen bien en no invitarme. Yo tampoco me invitaría. Y una fiesta es mucho más divertida cuando te la cuentan, los chismes aderezados con esa refinada maldad tan nuestra. Y tengo el reloj de Sabina y las drogas de Marta para recordar que todavía hay unas pocas personas que me quieren, aun sabiendo que no sé guardar secretos y que mi manera torpe de querer es escribiéndolo todo, incluso lo que no debiera, especialmente lo que no debiera.
Pronto cumpliré años y me tienta la idea de organizar una fiesta, pero no una fiesta lujosa, perfecta y ensimismada como la que di cuando cumplí treinta y cinco en un hotel de Miraflores, sino una caótica, peligrosa, popular, una fiesta a la que no podría invitar a mi prima ni a mi tío, pues no se sentirían a gusto y deplorarían mi mal gusto, pero a la que invitaría a ciertas personas a las que quiero rotundamente, por ejemplo a todas las empleadas que han servido y sirven a mis hijas, que son, en orden de veteranía, Meche, Gladys, Aydeé, Gisela, Rocío y Laurita, a las que me encantaría sentar a una mesa y atender como reinas esa noche, y al correcto y educado Paolo, chofer de mis hijas que escucha música clásica y recorre la avenida Javier Prado una y otra vez, sin desmayar, sin quejarse, siempre dispuesto a salir de nuevo a complacer algún capricho o extravagancia de mis hijas, alguna visita a la peluquería de ellas o de Bombón, y a un cantante popular al que quiero como si fuera de mi familia, el gran Tongo, que espero que me acompañe esa noche, si finalmente doy la fiesta, lo que parece improbable. Quiero que esa noche o cualquier noche Tongo, Mechita, mi madre y yo cantemos la pituca en inglés y que Tongo pronuncie un discurso conmovedor sobre su vida y la mía, sobre el encuentro improbable entre su destino y el mío, un discurso desmesurado, que nadie entienda y nos haga llorar. Y luego quiero que mis hijas y yo bailemos las canciones de Tongo sabiendo que no es Sabina pero que hay en ellas otras formas de poesía incomprendida que resultan igualmente admirables y me devuelven una cierta fe en la humanidad, en el sinsentido agobiante que es vivir estos días de diciembre en esta ciudad en la que ya nadie o casi nadie me quiere ver, a menos que sea en la televisión, que es la única forma de verme sin correr el peligro de ser delatado.
La noche de Navidad, en casa de la madre de mis hijas, resulta inesperadamente feliz. Mis hijas y yo cantamos la pituca en inglés viendo los videos de Tongo. Sofía nos deleita con una cena espléndida. El perro Bombón come tanto pavo que ya no puede comer más y se tiende a mis pies, asustado por el fragor de la pirotecnia del barrio. El pavo ha sido horneado con finas hierbas durante siete horas y lo cargan en hombros como si fuera un cortejo fúnebre Aydeé y Meche. Sofía está guapísima. Me digo que tengo suerte de ser padre gracias a ella. No sé qué me haría sin mis hijas y Sofía y el reloj de Sabina y las drogas de Marta esta noche de Navidad en la que uno se siente más gordo, más solo y más pavo. Cuando muera, quiero que Aydeé y Meche carguen mi cuerpo henchido como cargaron al pavo siete horas horneado y que alguien cante la pituca en inglés, sólo porque esa canción es como la vida misma en su mejor expresión: no se entiende, no tiene sentido, pero te hace reír.
Las niñas me regalan un sillón que hace masajes. Sentado en ese sillón de cuero, aprieto botones y recibo golpes, sacudones, vibraciones y frotamientos en la espalda y los pies. Es una sensación maravillosa, estimulante. Es un regalo estupendo. Con mi nuevo sillón de masajes desde el cual escribo estas líneas, ya no necesito que nadie me invite a su almuerzo navideño o a su fiesta de casamiento. Tengo a mis hijas, a la madre de mis hijas, que es como mi madre y mi hija también, y que me hace muchos regalos lindos y compra todos mis regalos de Navidad con una pasión que admiro pasmado, tengo a Martín, mi chico argentino que detesta la Navidad y no regala nada y se queda solo en su casa odiando al mundo y bailando solo como el divo espléndido que yo amo para siempre, tengo a mi madre que no conoce a Martín y que tal vez no lo conocerá nunca pero que me quiere más allá de la razón, que es como yo la quiero igual. Y tengo las pastillas de Marta y las canciones de Tongo y el reloj de mi amigo, el pirata y poeta Joaquín Sabina, con el que quiero pasar todos los días con sus noches que me queden de vida. Y tengo este sillón que me hace masajes mientras escribo. No necesito nada más, salvo que me cuenten las fiestas a las que no me invitan.
31/12/07
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