8/1/08

LA FELIZ PEREZA DEL VERANO

Las niñas y yo escapamos de Lima para pasar dos semanas de vacaciones en Buenos Aires. No queremos ir a Miami en enero. Hace frío. No nos gusta el frío. Tampoco queremos ir a Punta del Este. Va demasiada gente. Va la gente linda y vanidosa. Va la moda. Tal vez la felicidad consiste en estar en los lugares que no están de moda. Allí te molestan menos y no tienes que vestirte bien.
Buenos Aires en enero es un buen lugar para estar de vacaciones porque hay menos gente, menos tráfico y menos ruido. Además, los días más afortunados la temperatura bordea los cuarenta grados, que es, en lo que a mí respecta, el clima ideal para ser feliz. Mis hijas, por suerte, también disfrutan del calor, aunque extrañan a sus amigas, que están en las playas de Asia, al sur de Lima, y que las llaman frecuentemente desde sus nextel para contarles todas las diversiones que se están perdiendo.
Pero en Buenos Aires conmigo hay otras diversiones, que si bien no rivalizan, lo sé, con las tentaciones adolescentes de la playa Asia, tampoco son del todo despreciables, o eso creo. Por ejemplo, salir a caminar treinta cuadras a las tres de la tarde, cuando despertamos, buscando las sombras espaciadas de la calle José C. Paz, en el apacible barrio de San Isidro. Por ejemplo, sensibilizados por la película Bee Movie, rescatar con coladores a los insectos que caen cada noche en la piscina, aturdidos por la luz de los reflectores en el agua celeste. Por ejemplo, invitar al custodio de la esquina y a su hijo Lucas de once años a bañarse en la piscina con nosotros, aunque no lleven traje de baño ni sepan nadar y se metan en calzoncillos. Por ejemplo, ir al cine en funciones de trasnoche porque Buenos Aires está tres horas por delante de Lima y a medianoche es muy temprano para que nos vayamos a la cama, porque recién son las nueve en nuestro reloj biológico peruano, que no estamos dispuestos a alterar, curioso patriotismo el que nos asalta, negándonos a adelantar nuestros relojes, especialmente el que me regaló el gran Joaquín Sabina, que no me saco ni para dormir. Por ejemplo, jugar billar en el tercer piso de la casa, aunque rara vez le demos a la pelota. Por ejemplo, recorrer las cuadras más anchas de la avenida Libertador, desde Dorrego hasta Pueyrredón, en el Honda automático, que corre delicioso, regulando la velocidad para que no nos toque ningún semáforo en rojo, montándonos felices en la “ola verde” de los semáforos sincronizados, una diversión tonta y memorable que mis hijas llaman “el juego verde” y que tarde en la noche, cuando salimos a las tres de la mañana de los cines del Village, es un poco más arriesgada y a veces te obliga a tomar una bifurcación, un camino que se mete en el bosque de los travestis, sólo para evitar un semáforo en rojo. Por ejemplo, caminar por las calles del Once, en el barrio conocido como “Little Lima”, donde casi todos los días alguien cae abatido en medio de un fuego cruzado, buscando un restaurante peruano para comer choclo con queso fresco, un antojo de verano, y firmando autógrafos para las chicas peruanas que se ganan la vida abnegadamente en esta ciudad, siempre con la misma broma que no falla: “para Rosita, cásate conmigo”; “para Elena, por qué me dejaste”; “para Rebeca, todavía te amo”, y luego escuchar las risas felices de las Rositas, Elenas y Rebecas de este mundo, mientras nos alejamos caminando en busca de los cines del Abasto, donde dan una película rumana muy triste sobre una joven que aborta, que queremos ver aunque nos haga sufrir.
Ninguna diversión, sin embargo, es mejor que la que nos regala la perra Mili, que al comienzo era tímida con nosotros y nos tenía algo de miedo, pero ahora, nada más entrar a la casa con mi amigo Martín, hace una exhibición escandalosa de su felicidad, sabiendo, claro está, que la meteremos en la piscina y le daremos los pollos a la barbacoa que nos han sobrado del restaurante Kansas y que a ella, Milita la tímida, caniche blanca siempre bañada y perfumada, la hacen tan feliz, aunque después le provoquen unos estreñimientos de tres días, lloriqueando toda la noche en el cuarto de Inés, su dueña, la madre de Martín, hasta que por fin, tras mucho dolor, expulse una enorme bola fecal, hecha de muchos pedacitos de pollo a la barbacoa, que no hemos debido darle, pero que ella ha comido eufórica porque la comida balanceada le hace bien pero es horrible. La presencia de Mili en el jardín, en la piscina, en la cocina, al pie de la refrigeradora, olisqueando los volcanes que han quedado tirados en el jardín desde la noche de año nuevo, compensa por suerte la ausencia de nuestro perro Bombón, que ha quedado en Lima, enfermo de conjuntivitis, sometido a un severo régimen de gotas y antibióticos.
Todo fluye lenta y felizmente estos días de verano hasta que por desdicha mis hijas y yo salimos a caminar y discutimos sobre los planes para febrero, mes en que todavía las niñas están libres del régimen de cautiverio y explotación al que las someten en el colegio, un secuestro del que, sin embargo, gozan, porque, a diferencia de mí, que odiaba ir al colegio, ellas esperan con ilusión el primer día de marzo, para volver a clases y someterse muy contentas a todas las sofisticadas formas de tortura con las cuales, en teoría, las educan, privándolas de las ocho horas de sueño a las que cualquier niña tiene derecho. No debí decirles que en febrero deberían venir a Miami en lugar de refugiarse en las playas de Asia, al sur de Lima, donde las esperan todas sus amigas con carnés vip del bar Juanito. No debí. Las niñas, que ya no son tan niñas, me dijeron a gritos, indignadas, que de ninguna manera se irán en febrero a Miami conmigo o con su madre, y que ya tienen cada fin de semana comprometido con sus diferentes amigas con casas de playa, uno en Playa Blanca, otro en La Isla, otro en Playa Bonita, otro en Ancón y así hasta que termine el verano. Yo me atreví a decir, cuando debí quedarme callado, que ya bastante tienen con pasar nueve meses al año en Lima, y que los tres meses de vacaciones, es decir enero, febrero y julio, deberíamos pasarlos viajando, para que conozcan el mundo y tengan un horizonte más ancho y elevado. Las niñas me hicieron saber que ya bastante se han sacrificado pasando el año nuevo conmigo en Buenos Aires, comiendo pan con queso y prendiendo fuegos de colores, mientras sus amigas bailaban hasta el amanecer en la fiesta del “white haras” en Asia, y que ni locas, ni locas, se irán en febrero a Miami. Con lo cual el paseo familiar de una hora terminó mal, casi a los gritos y a las lágrimas y conmigo diciendo algo que nunca imaginé que saldría de mis labios, “bueno, entonces compraré una casa en Asia”, y ellas respondiendo algo que no esperaba, “no, ni se te ocurra, nosotras queremos ir a dormir a las casas de nuestras amigas, es mucho más divertido que estar contigo”. Por suerte la pelea llegó a su fin cuando, exhaustos por el paseo de treinta cuadras bajo cuarenta grados de sensación térmica, nos metimos a la piscina.
Que es donde ahora están las niñas, riéndose a carcajadas y llamándome a gritos. Que es donde ahora mismo voy corriendo a meterme en calzoncillos, como el custodio de la esquina y su hijo Lucas, que deben estar ansiosos por venir a bañarse con nosotros. Que es donde quiero pasar con ellas, aquí en Buenos Aires, en el arbolado barrio de San Isidro, todos los eneros que nos queden por vivir.

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