22/1/08

EL VERANO DE MIKA

Sentado en la butaca demasiado angosta de la cabina torpemente remozada del vuelo tres horas demorado de la aerolínea en la que suelo viajar casi todas las semanas, veo a mis hijas durmiendo y hago un recuento de los momentos felices e infelices de las vacaciones que hemos pasado juntos en Buenos Aires, en una vieja casona de San Isidro.
Dado que, me parece, fueron más los momentos felices, comienzo escribiéndolos en un cuaderno:
Nadar en la piscina, estilo perrito, con mis hijas y la perra Mili de mi amigo Martín, tratando de que Lola, la menor, nos gane, permitiéndole por eso partir con mínima ventaja.
Echarles protector de sol grado sesenta a las niñas, antes de entrar a la piscina cada tarde, mis manos resbalando por su espalda, mientras ellas se quejan débilmente, resignadas.
Ellas, Martín y yo hundiendo los nachos crocantes en el “spinach dip” de Kansas, una verdadera adicción, el almuerzo de todas las tardes a las cinco, cuando nadie más quería servirnos en el barrio.
Camila leyendo a carcajadas ciertos fragmentos vulgares del libro “Puto el que lee”, que compró en Pilar.
Lola preguntándome qué es el clítoris, yo tratando de responder.
Lola preguntándole a la camarera de Kansas si las gallinas ponedoras ponen huevos después de estar con un gallo o sin necesidad de estar con un gallo, simplemente porque son ponedoras, y la cara subsiguiente de la camarera.
Lola jugando billar conmigo y sonriendo orgullosa, después de derrotarme en buena lid.
Tomar muchos cafés muy livianos, muy aguados, “como para bebé, por favor, señorita”, con mucha azúcar, para seguirles el ritmo a las niñas, y esperar la sorpresa que viene con el café: una oblea, una galletita, una bola de helado de “chocotorta”.
Ver “Después del casamiento”, película danesa, en el cine Astro de Martínez, un sábado a la noche, las añejas butacas crujiendo, mis hijas y yo llorando al final.
Tomar la sopa de melón con jamón crocante del restaurante Estela, cerca de la catedral.
Ver a los comensales de la otra mesa en Estela marchándose ofuscados porque llegaron antes que nosotros y no les sirvieron nada y nos vieron comer entradas y platos de fondo, odiándonos, claro está.
Ver una película diaria en el cine, sea buena o mala, ineludible ley familiar.
Escuchar las canciones de Mika en el auto, mis hijas cantándolas a gritos: será recordado como “el verano de Mika”.
Saludar al custodio gordo, uniformado, de la esquina de José C. Paz con Martín Coronado, mientras paso caminando morosamente cada tarde: “lindo día, ¿no?”.
Encontrarme con el genial comediante Sebastián Wainrach, su madre y su hija Kiara, a la salida de una heladería en Pilar y preguntarle: “¿es cierto que estás estudiando odontología?”.
Pasarme casi todos los semáforos en rojo, a pesar de las protestas de las niñas.
Esperar los semáforos sincronizados de la ola verde de Libertador.
Lola haciéndome señas desde su cama porque Camila duerme a su lado y no quiere despertarla, un amor.
Camila caminando a mi lado, abrazados los dos, ella acomodando su paso al mío y pellizcando suavemente los rollos de mi cintura.
Camila hablando como argentina y mejor aún como cubana.
La camarera de Estela riéndose con nosotros porque los de la otra mesa se fueron molestos, uno de ellos diciéndome “a ver si lo decís en la televisión”.
Cortar camino con cara de distraído por todas las filas interminables del aeropuerto de Ezeiza gracias a la audacia de la señorita de “special services”, un ángel.
Camila diciéndome con una sonrisa descarada “te voy a meter chocolate por el orto para que cagues alfajores havana”, algo que leyó en su libro favorito.
Manejar por la calle Eduardo Costa, al lado del tren, bajo la sombra de los árboles cruzados, entre Sáenz Peña y Perú.
Ir a contramano en la calle Perú, en esa cuadra absurda después de la vía del tren.
Dejar el teléfono descolgado.
Volar en globo imaginariamente porque nos da miedo hacerlo de verdad.
Sobarme la panza con orgullo.
Comer el sánguche de lomo completo en John Bull y saludar a Aníbal, gran anfitrión.
Escribir un breve correo renunciando a cierto programa de televisión.
Prender velas por toda la casa porque se fue la luz por tres días con sus noches.
Mirar a esa bella camarera, al parecer lesbiana, del café de la calle El Salvador.
Ver a Camila durmiendo con mi camiseta gris.
Abrazarme con un señor cariñoso en mameluco, Ricardo, alias MacGyver, que no se pierde mis entrevistas, en la puerta de una jabonería de la calle Gurruchaga.
Sentarnos en el sillón de Las Oreiro.
Mirar los árboles más altos, aquellos que rozan las nubes caprichosas.
El saludo de una señora en el restaurante La Stampa del barrio de La Imprenta: “Si das un curso de cinismo, yo me inscribo”.
Contar veinte días seguidos sin que me maquillen.
Ver el concierto de Mika en dvd, mis hijas cantando sus canciones.
Comprar perfumes para Martín.
Explicarles a mis hijas, viendo Stand up comedy 3, qué es “dar el culo” o “hacerte la cola”.
El grito del heladero, “ladooooo, ladooooo”, cada tarde en la calle Rubén Darío.
Descubrir sorprendido que puedo reírme cuando Camila derrama sin querer leche chocolatada en el saco negro que Sofía me trajo de París.
Pero también hubo, claro está, algunos pocos momentos infelices, que escribo en el cuaderno mientras el avión se acerca a Lima, marcando el final de las vacaciones familiares:
Cortarme el pelo con un desconocido y soportar la humillación del “desmechado” y la secadora.
Camila haciéndose un “baño de crema” en esa peluquería, Lola y yo esperándola a regañadientes.
Camila en el dentista de la calle Alvear porque un fierro le hinca.
La maldita película de Terabitia, peor aún doblada al español.
Pisar caca en Vicente López, esquina Junín, caminando a los cines del Village.
Tres noches sin luz, sin aire acondicionado ni ventiladores, muertas de calor las niñas, porque se rompió la “cámara eléctrica” de la esquina de Rubén Darío con Fernández Espiro.
Comprarme un pantalón en Etiqueta Negra que sé que nunca voy a usar porque prefiero seguir usando todos los días el mismo pantalón azul de siempre, conocido como “el pantalón vaginal” porque tiene agujeros o casi en la entrepierna.
Cualquier día, a cualquier hora, en cualquier piso de ese infierno inenarrable llamado Unicenter.
Discutir con Camila porque no quiero que duerma en casas de amigas cuyas familias no conozco bien.
Discutir con Lola porque las formas de entretenimiento que le propongo le resultan aburridas.
Ir con Lola a una tienda de mascotas en la avenida Córdoba y terminar metidos en medio de las protestas de unos huelguistas enardecidos.
Discutir con Sofía por teléfono por cosas de dinero.
Discutir con Martín porque pasé la navidad en casa de Sofía y no con él.
Sentarme en las tiendas de ropa a esperar a que mis hijas se prueben muchas prendas y luego irnos sin comprar nada.
Recordar al intrigante que se come las uñas y le escribe correos venenosos a Martín sólo porque lo envidia.
Discutir con Martín porque convenció a Camila de hacerse el “baño de crema”, algo que yo pensaba que se hacían sólo las señoras mayores.
Al final, creo que fueron más los momentos felices. El vuelo desciende sobre las pálidas luces de Lima de madrugada. Mis hijas despiertan. Creo que después de todo no la pasaron tan mal conmigo. Se me hará largo esperar hasta julio para volver a viajar con ellas. Nunca pensé que ser padre sería tan divertido. Nunca pensé que tendría dos hijas tan lindas. Me dio tanta pena Martín cuando nos abrazó antes de subirnos al taxi y me dijo: Te envidio, qué daría por tener unas hijas como ellas.

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