28/1/08

ESE RARO GORDO BONACHÓN

Eran los primeros días del 2002, invierno en Key Biscayne, si podemos llamar invierno a unos días espléndidos, a pleno sol.
Yo vivía en una casa en la calle Caribbean, una casa amarilla, de un piso, una de las más antiguas de la isla. Estaba obsesionado con escribir una novela que titulé El huracán lleva tu nombre. Me pasaba la noche escribiendo, escuchando los maullidos de los gatos y los chispazos de las regaderas que se encendían automáticamente. Cuando me daba hambre, subía a la bicicleta y pedaleaba hasta el Seven Eleven.
Una noche, bajando de la bicicleta en el Seven Eleven, un hombre alto y obeso me dijo:
-¿Qué ha sido de tu vida, que ya no te veo en televisión?
Le conté que me había retirado de la televisión de Miami, dado que mi último programa había sido cancelado, los ejecutivos de esa cadena acusándome de ser “demasiado intelectual y marica para los mexicanos de California”.
El hombre apretó un botón que desactivó la alarma de su Mercedes del año, deportivo, color gris. Sentí que, al apretar ese botón, había experimentado una alegría rotunda, definitiva, una forma de alegría que siempre me sería esquiva.
Para mi sorpresa, me preguntó dónde vivía.
-En Caribbean road, cerca del Sonesta -le dije.
-Yo tengo un hotel al lado del Sonesta -me dijo.
-¿El Silver Sands? -pregunté.
-Es mío -dijo.
-Hombre, te felicito -dije.
-Te invito mañana para que veas unas cabañas frente al mar que te pueden interesar -me dijo.
Sacó su billetera y me dio su tarjeta.
-Llámame -me dijo-. Tienes que ver las cabañas frente al mar. Son del carajo. Enrique Iglesias viene de vez en cuando con sus amigas.
Luego subió a su auto. Miré la tarjeta. Decía: Guido Antonini Wilson.
Al día siguiente, lo llamé. No tenía ganas de verlo, pero me intrigaba conocer las cabañas en las que Enrique Iglesias hacía travesuras. Lo traté de Guido, un nombre extraño en cualquier caso. Me dijo que pasaría a buscarme al final de la tarde.
El señor Antonini vino a buscarme en un auto distinto del que había usado la noche anterior. Era un Mercedes grande, cuatro puertas, azul oscuro. Al subir, sentí ese olor a nuevo que conservan los autos recién salidos del concesionario.
Llegando al hotel, me condujo a su oficina. Se sentó en un escritorio y me dijo que ese hotel era de su mujer, de la familia de su mujer, pero que él lo administraba como si fuera suyo y yo era bienvenido cuando quisiera. No me quedó claro (esas cosas nunca quedan claras) si me estaba diciendo que no me cobraría en caso de que me quedase en su hotel.
Poco después caminamos hasta las cabañas con vista al mar. Quedé horrorizado con la decoración.
-Son perfectas para escribir -mentí.
Antes de irnos, le pregunté cuál era la cabaña en la que Enrique se escondía con sus amigas. Me llevó a la cabaña africana, atigrada, con pieles de animales y colmillos de elefantes, y dijo, señalando la cama:
-Aquí ha culeado Enrique Iglesias.
Luego añadió:
-Cuando quieras, puedes venir.
-Muchas gracias -dije.
-Para mí será un honor recibirte -dijo.
No quedó claro si el honor al que aludía me exoneraba de pagar por la cabaña.
Al subir a su auto, pensé que me llevaría a casa. Me equivoqué. Guido me dijo que su mujer estaba ansiosa por conocerme. No me preguntó si yo sentía ansias recíprocas.
Vivía en un departamento del Grand Bay, con todos los lujos previsibles. Recorrimos medio departamento sin que su mujer diese señales de vida. Al pasar por la cocina, una empleada dijo que la señora estaba en la lavandería. En efecto, allí mismo estaba. La señora Jacqueline era agradable y distinguida, aunque no necesariamente guapa. Me saludó con afecto distante, como quien saluda a alguien que inspira, a la vez, curiosidad y temor.
-No me pierdo tus programas -me dijo.
No sentí que estuviera ansiosa por conocerme. Sentí que estaba ansiosa por seguir ordenando la ropa con la maniática minuciosidad de una millonaria aburrida.
Guido me llevó a su biblioteca. Digo que era una biblioteca porque así la llamó él, no porque hubiese libros. Se sentó en su escritorio, me ofreció un trago, le dije que no bebía alcohol, puso cara de espanto, me invitó agua mineral y se sirvió un whisky.
Por fin hablamos de política.
Me dijo que Chávez era una desgracia, que había instaurado un régimen autoritario y corrupto, que los amigotes de Chávez estaban haciéndose muy ricos, que no se podía hacer dinero a no ser que fueras socio del régimen. Me contó que era amigo de Carlos Andrés Pérez, que hablaban a menudo, que Carlos Andrés estaba en Santo Domingo, pero venía con frecuencia a Miami. Le dije que conocía a Carlos Andrés, que lo había entrevistado el año 97 o 98. Cogió el teléfono, llamó a Carlos Andrés y le dijo que estaba conmigo. Me dio sus saludos. Le dijo que cuando viniera a Miami, teníamos que juntarnos los tres “para hablar de política”. Hablaron de cosas que no entendí y cortó.
Mi amigo Guido se sirvió otro trago y me dijo:
-Chávez no va a durar. Va a caer pronto. Lo vamos a tumbar.
Le dije que eso sería difícil, dado que los militares lo apoyaban y muchos de sus compañeros de promoción ocupaban puestos claves.
-Acuérdate de mí -insistió-. A Chávez lo tumbamos. Va a terminar en la cárcel.
Pensé que estaba fanfarroneando, que quería hacer alarde de su poder y sus conexiones.
Poco después me llevó a la cochera del edificio y me mostró su colección de autos de lujo: Hummers, Ferraris, Lamborghinis, Mercedes.
-Cuando quieras, te presto uno de estos para que lleves a tus hijas a Orlando -me sorprendió.
Yo le había contado que en pocos días llegarían mis hijas y nos iríamos a Disney.
-Muchas gracias, pero no me animo -le dije.
-Anda en la Hummer -insistió.
-¿Y si choco? -le dije.
-No pasa nada -dijo-. Todos están asegurados.
-Pero el seguro no te cubre si yo manejo -dije.
-No vas a chocar -dijo-. Y si chocas, decimos que yo estaba manejando.
Tras esa exhibición de su riqueza, el señor Antonini me llevó a mi vieja casa amarilla, construida en 1953.
-Llámame cuando lleguen tus hijas -me dijo.
Una semana después, mis hijas llegaron y les conté que había conocido a un extraño magnate venezolano que me había enseñado su colección de autos de lujo y me había ofrecido uno de ellos para irnos a Disney.
-No voy a llamarlo -dije.
-¡Estás loco! -me dijeron-. ¡Llámalo!
-¿Y si es un millonario tramposo perseguido por la justicia?
-¡No importa! ¡Llámalo!
A pesar de mis temores, lo llamé. No contestó. Dejé un mensaje. No llamó de vuelta. Llamé dos o tres veces más. Dejé mensajes. No llamó.
Unos meses después, en abril, leí que le habían dado un golpe a Chávez. Me acordé de mi amigo Guido, de sus enfáticas palabras:
-Chávez no va a durar. Lo vamos a tumbar.
Lo llamé para preguntarle qué estaba pasando en Caracas. No contestó.
No volví a verlo más, hasta una mañana, cinco años después, en que abrí un periódico en Buenos Aires y vi la foto de ese raro gordo bonachón, acusado de ser “el hombre de la valija”, el misterioso pasajero que llegó en un vuelo privado desde Caracas y quiso introducir ilegalmente un maletín con ochocientos mil dólares en efectivo.
Lo primero que pensé fue: Suerte que no me prestó su Hummer para ir a Disney.
Lo siguiente que me dije fue: ¿Pero este gordo no estaba conspirando contra Chávez?
Luego me imaginé a su esposa ordenando la ropa minuciosamente en la lavandería del apartamento de lujo, odiándolo en silencio.

22/1/08

EL VERANO DE MIKA

Sentado en la butaca demasiado angosta de la cabina torpemente remozada del vuelo tres horas demorado de la aerolínea en la que suelo viajar casi todas las semanas, veo a mis hijas durmiendo y hago un recuento de los momentos felices e infelices de las vacaciones que hemos pasado juntos en Buenos Aires, en una vieja casona de San Isidro.
Dado que, me parece, fueron más los momentos felices, comienzo escribiéndolos en un cuaderno:
Nadar en la piscina, estilo perrito, con mis hijas y la perra Mili de mi amigo Martín, tratando de que Lola, la menor, nos gane, permitiéndole por eso partir con mínima ventaja.
Echarles protector de sol grado sesenta a las niñas, antes de entrar a la piscina cada tarde, mis manos resbalando por su espalda, mientras ellas se quejan débilmente, resignadas.
Ellas, Martín y yo hundiendo los nachos crocantes en el “spinach dip” de Kansas, una verdadera adicción, el almuerzo de todas las tardes a las cinco, cuando nadie más quería servirnos en el barrio.
Camila leyendo a carcajadas ciertos fragmentos vulgares del libro “Puto el que lee”, que compró en Pilar.
Lola preguntándome qué es el clítoris, yo tratando de responder.
Lola preguntándole a la camarera de Kansas si las gallinas ponedoras ponen huevos después de estar con un gallo o sin necesidad de estar con un gallo, simplemente porque son ponedoras, y la cara subsiguiente de la camarera.
Lola jugando billar conmigo y sonriendo orgullosa, después de derrotarme en buena lid.
Tomar muchos cafés muy livianos, muy aguados, “como para bebé, por favor, señorita”, con mucha azúcar, para seguirles el ritmo a las niñas, y esperar la sorpresa que viene con el café: una oblea, una galletita, una bola de helado de “chocotorta”.
Ver “Después del casamiento”, película danesa, en el cine Astro de Martínez, un sábado a la noche, las añejas butacas crujiendo, mis hijas y yo llorando al final.
Tomar la sopa de melón con jamón crocante del restaurante Estela, cerca de la catedral.
Ver a los comensales de la otra mesa en Estela marchándose ofuscados porque llegaron antes que nosotros y no les sirvieron nada y nos vieron comer entradas y platos de fondo, odiándonos, claro está.
Ver una película diaria en el cine, sea buena o mala, ineludible ley familiar.
Escuchar las canciones de Mika en el auto, mis hijas cantándolas a gritos: será recordado como “el verano de Mika”.
Saludar al custodio gordo, uniformado, de la esquina de José C. Paz con Martín Coronado, mientras paso caminando morosamente cada tarde: “lindo día, ¿no?”.
Encontrarme con el genial comediante Sebastián Wainrach, su madre y su hija Kiara, a la salida de una heladería en Pilar y preguntarle: “¿es cierto que estás estudiando odontología?”.
Pasarme casi todos los semáforos en rojo, a pesar de las protestas de las niñas.
Esperar los semáforos sincronizados de la ola verde de Libertador.
Lola haciéndome señas desde su cama porque Camila duerme a su lado y no quiere despertarla, un amor.
Camila caminando a mi lado, abrazados los dos, ella acomodando su paso al mío y pellizcando suavemente los rollos de mi cintura.
Camila hablando como argentina y mejor aún como cubana.
La camarera de Estela riéndose con nosotros porque los de la otra mesa se fueron molestos, uno de ellos diciéndome “a ver si lo decís en la televisión”.
Cortar camino con cara de distraído por todas las filas interminables del aeropuerto de Ezeiza gracias a la audacia de la señorita de “special services”, un ángel.
Camila diciéndome con una sonrisa descarada “te voy a meter chocolate por el orto para que cagues alfajores havana”, algo que leyó en su libro favorito.
Manejar por la calle Eduardo Costa, al lado del tren, bajo la sombra de los árboles cruzados, entre Sáenz Peña y Perú.
Ir a contramano en la calle Perú, en esa cuadra absurda después de la vía del tren.
Dejar el teléfono descolgado.
Volar en globo imaginariamente porque nos da miedo hacerlo de verdad.
Sobarme la panza con orgullo.
Comer el sánguche de lomo completo en John Bull y saludar a Aníbal, gran anfitrión.
Escribir un breve correo renunciando a cierto programa de televisión.
Prender velas por toda la casa porque se fue la luz por tres días con sus noches.
Mirar a esa bella camarera, al parecer lesbiana, del café de la calle El Salvador.
Ver a Camila durmiendo con mi camiseta gris.
Abrazarme con un señor cariñoso en mameluco, Ricardo, alias MacGyver, que no se pierde mis entrevistas, en la puerta de una jabonería de la calle Gurruchaga.
Sentarnos en el sillón de Las Oreiro.
Mirar los árboles más altos, aquellos que rozan las nubes caprichosas.
El saludo de una señora en el restaurante La Stampa del barrio de La Imprenta: “Si das un curso de cinismo, yo me inscribo”.
Contar veinte días seguidos sin que me maquillen.
Ver el concierto de Mika en dvd, mis hijas cantando sus canciones.
Comprar perfumes para Martín.
Explicarles a mis hijas, viendo Stand up comedy 3, qué es “dar el culo” o “hacerte la cola”.
El grito del heladero, “ladooooo, ladooooo”, cada tarde en la calle Rubén Darío.
Descubrir sorprendido que puedo reírme cuando Camila derrama sin querer leche chocolatada en el saco negro que Sofía me trajo de París.
Pero también hubo, claro está, algunos pocos momentos infelices, que escribo en el cuaderno mientras el avión se acerca a Lima, marcando el final de las vacaciones familiares:
Cortarme el pelo con un desconocido y soportar la humillación del “desmechado” y la secadora.
Camila haciéndose un “baño de crema” en esa peluquería, Lola y yo esperándola a regañadientes.
Camila en el dentista de la calle Alvear porque un fierro le hinca.
La maldita película de Terabitia, peor aún doblada al español.
Pisar caca en Vicente López, esquina Junín, caminando a los cines del Village.
Tres noches sin luz, sin aire acondicionado ni ventiladores, muertas de calor las niñas, porque se rompió la “cámara eléctrica” de la esquina de Rubén Darío con Fernández Espiro.
Comprarme un pantalón en Etiqueta Negra que sé que nunca voy a usar porque prefiero seguir usando todos los días el mismo pantalón azul de siempre, conocido como “el pantalón vaginal” porque tiene agujeros o casi en la entrepierna.
Cualquier día, a cualquier hora, en cualquier piso de ese infierno inenarrable llamado Unicenter.
Discutir con Camila porque no quiero que duerma en casas de amigas cuyas familias no conozco bien.
Discutir con Lola porque las formas de entretenimiento que le propongo le resultan aburridas.
Ir con Lola a una tienda de mascotas en la avenida Córdoba y terminar metidos en medio de las protestas de unos huelguistas enardecidos.
Discutir con Sofía por teléfono por cosas de dinero.
Discutir con Martín porque pasé la navidad en casa de Sofía y no con él.
Sentarme en las tiendas de ropa a esperar a que mis hijas se prueben muchas prendas y luego irnos sin comprar nada.
Recordar al intrigante que se come las uñas y le escribe correos venenosos a Martín sólo porque lo envidia.
Discutir con Martín porque convenció a Camila de hacerse el “baño de crema”, algo que yo pensaba que se hacían sólo las señoras mayores.
Al final, creo que fueron más los momentos felices. El vuelo desciende sobre las pálidas luces de Lima de madrugada. Mis hijas despiertan. Creo que después de todo no la pasaron tan mal conmigo. Se me hará largo esperar hasta julio para volver a viajar con ellas. Nunca pensé que ser padre sería tan divertido. Nunca pensé que tendría dos hijas tan lindas. Me dio tanta pena Martín cuando nos abrazó antes de subirnos al taxi y me dijo: Te envidio, qué daría por tener unas hijas como ellas.

14/1/08

PADRES QUE PIERDEN EL CONTROL

Los Cóndores, Lima, 1974. Mi hermana y yo hemos corrido a escondidas hasta la bodega de la esquina. Nos han fiado chocolates, bebidas y helados por casi treinta soles. El señor de la bodega apunta en su cuaderno lo que nos ha fiado. Sabe que mi padre le pagará. Mi hermana y yo sabemos que lo que hemos hecho está mal, pero confiamos en que mi padre pagará la cuenta sin advertir que hemos sacado dulces furtivamente. Nos equivocamos. El señor de la bodega le informa a mi padre que nos ha fiado cosas ricas. Es un sábado a mediodía. Mi padre no está de buen humor. Lleva en la mano un aerosol para matar insectos. Pierde el control. Dispara el aerosol contra nosotros. Mi hermana y yo nos quedamos tosiendo, frotándonos los ojos. Después nos reímos. No estamos arrepentidos. Un chocolate fiado es más rico que uno pagado.
Caraz, Perú, 1976. Sofía y sus dos hermanos han viajado diez horas por carreteras malas hasta llegar a la casucha que su padre ha construido frente al río. Cuando quieren verlo, tienen que llegar hasta allí. Su padre ha jurado que no volverá más a Lima. Antes de irse a la sierra, ha quemado todos sus documentos y le ha regalado su auto a su mejor amigo. Sofía tiene siete años, es la menor de los tres hermanos. Quiere a su padre, pero esa casucha llena de arañas, sin colchones, sin luz eléctrica, en la que cocinan a duras penas las cosas que recogen del huerto, le da miedo. Sofía y su hermana tienen que traer agua del río para cocinar y lavar. La llevan en bateas y baldes de plástico. Como pesa mucho, la llevan sobre sus cabezas. Pero un día el balde con agua se le resbala a Sofía y cae al piso. Su padre pierde el control. Le grita, la castiga, la obliga a sentarse en una piedra sobre el río. Sofía está aterrada. Piensa que si el río viene más cargado, se la llevará. Se queda sentada en una piedra sobre el río la hora entera que su padre la ha castigado.
Los Cóndores, Lima, 1979. Una vez más, mi hermano ha conseguido burlar la seguridad de mi madre y abrir sus cajones secretos, allí donde guarda el dinero. Mi madre, harta de las fechorías de su hijo, pierde el control. Lo lleva a rastras a su baño, lo mete a la ducha con ropa y abre el agua fría. Mi hermano es pequeño, pero muy fuerte. Grita, se defiende a empellones. Mi madre me llama a gritos, me pide ayuda. Trato de sujetar a mi hermano, pero es inútil, se resiste, nos empuja, es más fuerte que nosotros, no podemos con él. Mi madre grita: ¡Una ducha helada es lo que necesitas para portarte bien! Terminamos empapados los tres. Mi hermano llora, humillado. Seguirá abriendo los cajones que no debe. Ninguna ducha será suficiente para calmarlo.
Mar del Plata, 1985. Martín, sus padres y hermanos han alquilado una casa en Los Troncos y bajado a la playa del Ocean a pasar el día. Inés, su madre, reparte sánguches y bebidas entre los chicos. De pronto sopla un viento fuerte que levanta arena. Martín muerde el pan con jamón y queso y siente la arena en su boca, entre sus dientes. Escupe el pan arenoso. Es un asco, dice. Está lleno de arena. Su padre le grita: ¡Te vas a comer el sánguche! Martín protesta: ¡Pero está lleno de arena! Su padre pierde el control: ¡No me importa! ¡Te comés la arena también! Martín come llorando el pan arenoso.
Buenos Aires, 1987. Martín no quiere ir a jugar rugby. Su padre es fanático del rugby y quiere que Martín lo sea también. Pero Martín odia golpearse con otros chicos persiguiendo una pelota, no le encuentra sentido. Su padre le dice que irá a jugar rugby y punto. Martín todavía está lastimado por el partido del domingo anterior. Su padre pierde el control. Lo lleva a empujones hasta el autobús del equipo de rugby y, con todos los amigos de Martín mirando desde sus asientos, sube a su hijo a empujones, a la fuerza. Martín llora, humillado. Ni siquiera la discreta contemplación de sus amigos desnudándose en el camarín compensará los dolores de la paliza que recibirá en la cancha por un juego que no entiende y le parece ridículo.
Disneyworld, Orlando, 1998. Camila no quiere subir al carrusel. Está cansada, quiere volver al hotel. Sofía, su madre, tiene ilusión de subir con Camila al carrusel y se siente frustrada de no poder hacerlo por culpa de un capricho de su hija en ese primer viaje familiar a Disney. Sofía insiste en que deben subir al carrusel. Camila se niega. Sofía me pide que suba a Camila a la fuerza. Me niego, le digo que ya subiremos otro día, que la niña está cansada y quiere irse. Sofía pierde el control. Carga a Camila violentamente y la sienta en una caballito del carrusel, a pesar de que la niña llora y patea y trata de bajar. El carrusel comienza a moverse. Los niños parecen felices, saludan a sus padres. Pero Camila llora, furiosa, humillada, mientras su madre la sujeta, impidiéndole bajar.
Buenos Aires, 2008. Augusto, el hermano de Martín, trata de armar un carrito a pilas para su hijo Samuel, un niño de cuatro años. Están en el club de rugby, es un sábado de mucho calor. Samuel se impacienta, le pide a su padre que se apure, que quiere jugar con el carrito. Augusto trata, hace su mejor esfuerzo, se desespera, no consigue hacer funcionar el carrito a pilas. Samuel llora, le exige el carrito. Su padre pierde el control. Arroja con todas sus fuerzas el maldito carrito contra el piso, haciéndolo trizas.
Buenos Aires, 2008. Max y su pequeña hija Carlita salen de la piscina del club de rugby. Max ha dormido mal, está irritado, tiene mala cara. Nos vamos, dice. Pero Carlita quiere quedarse en el club con sus amigas. Nos vamos, dice Max. Carlita llora, le pide que no se vayan. Max pierde el control. ¡No quiero ver a nadie!, grita, y se lleva a su hija chillando, mientras la gente lo mira con aire reprobatorio.
Buenos Aires, 2008. Mi hija Lola está aburrida. No quiere comprar ropa, dice que no hay ropa de su talla. No quiere ir más al cine, dice que se aburre. No quiere escuchar música en su i touch, no quiere chatear en internet, no quiere bañarse en la piscina, dice que el agua está muy fría. Cuando vamos a comer, tampoco quiere comer, dice que el lomo tiene “venas y telarañas”. Pierdo el control. Le digo que si se aburre de vacaciones conmigo, no volveremos a viajar juntos. Lola se va llorando a su cuarto.
Buenos Aires, 2008. Mis hijas y yo caminamos por una calle de San Isidro bajo el sol ardiente de enero. Les digo que voy a alquilar una casa en playa del Sol. Se indignan. Me dicen que esa playa es fea, horrible, vulgar, que la gente es ruidosa, que en carnavales te tiran huevos y globos con caca. Les digo que entonces no alquilaré ninguna casa. Me dicen: Mucho mejor, contigo nos aburrimos. Pierdo el control. Les digo: Es la última vez que viajamos juntos, el próximo verano se quedarán en Lima. Me dicen: Mucho mejor, en Lima nos divertimos más. Llegando a la casa, llamo a la aerolínea y pido tres asientos a Lima esa noche, pero el vuelo está lleno, no podemos viajar. Pierdo el control. Me voy a dormir sin despedirme de mis hijas. Cuando despierto de madrugada, están durmiendo en mi cama. Las beso sin despertarlas.

8/1/08

LA FELIZ PEREZA DEL VERANO

Las niñas y yo escapamos de Lima para pasar dos semanas de vacaciones en Buenos Aires. No queremos ir a Miami en enero. Hace frío. No nos gusta el frío. Tampoco queremos ir a Punta del Este. Va demasiada gente. Va la gente linda y vanidosa. Va la moda. Tal vez la felicidad consiste en estar en los lugares que no están de moda. Allí te molestan menos y no tienes que vestirte bien.
Buenos Aires en enero es un buen lugar para estar de vacaciones porque hay menos gente, menos tráfico y menos ruido. Además, los días más afortunados la temperatura bordea los cuarenta grados, que es, en lo que a mí respecta, el clima ideal para ser feliz. Mis hijas, por suerte, también disfrutan del calor, aunque extrañan a sus amigas, que están en las playas de Asia, al sur de Lima, y que las llaman frecuentemente desde sus nextel para contarles todas las diversiones que se están perdiendo.
Pero en Buenos Aires conmigo hay otras diversiones, que si bien no rivalizan, lo sé, con las tentaciones adolescentes de la playa Asia, tampoco son del todo despreciables, o eso creo. Por ejemplo, salir a caminar treinta cuadras a las tres de la tarde, cuando despertamos, buscando las sombras espaciadas de la calle José C. Paz, en el apacible barrio de San Isidro. Por ejemplo, sensibilizados por la película Bee Movie, rescatar con coladores a los insectos que caen cada noche en la piscina, aturdidos por la luz de los reflectores en el agua celeste. Por ejemplo, invitar al custodio de la esquina y a su hijo Lucas de once años a bañarse en la piscina con nosotros, aunque no lleven traje de baño ni sepan nadar y se metan en calzoncillos. Por ejemplo, ir al cine en funciones de trasnoche porque Buenos Aires está tres horas por delante de Lima y a medianoche es muy temprano para que nos vayamos a la cama, porque recién son las nueve en nuestro reloj biológico peruano, que no estamos dispuestos a alterar, curioso patriotismo el que nos asalta, negándonos a adelantar nuestros relojes, especialmente el que me regaló el gran Joaquín Sabina, que no me saco ni para dormir. Por ejemplo, jugar billar en el tercer piso de la casa, aunque rara vez le demos a la pelota. Por ejemplo, recorrer las cuadras más anchas de la avenida Libertador, desde Dorrego hasta Pueyrredón, en el Honda automático, que corre delicioso, regulando la velocidad para que no nos toque ningún semáforo en rojo, montándonos felices en la “ola verde” de los semáforos sincronizados, una diversión tonta y memorable que mis hijas llaman “el juego verde” y que tarde en la noche, cuando salimos a las tres de la mañana de los cines del Village, es un poco más arriesgada y a veces te obliga a tomar una bifurcación, un camino que se mete en el bosque de los travestis, sólo para evitar un semáforo en rojo. Por ejemplo, caminar por las calles del Once, en el barrio conocido como “Little Lima”, donde casi todos los días alguien cae abatido en medio de un fuego cruzado, buscando un restaurante peruano para comer choclo con queso fresco, un antojo de verano, y firmando autógrafos para las chicas peruanas que se ganan la vida abnegadamente en esta ciudad, siempre con la misma broma que no falla: “para Rosita, cásate conmigo”; “para Elena, por qué me dejaste”; “para Rebeca, todavía te amo”, y luego escuchar las risas felices de las Rositas, Elenas y Rebecas de este mundo, mientras nos alejamos caminando en busca de los cines del Abasto, donde dan una película rumana muy triste sobre una joven que aborta, que queremos ver aunque nos haga sufrir.
Ninguna diversión, sin embargo, es mejor que la que nos regala la perra Mili, que al comienzo era tímida con nosotros y nos tenía algo de miedo, pero ahora, nada más entrar a la casa con mi amigo Martín, hace una exhibición escandalosa de su felicidad, sabiendo, claro está, que la meteremos en la piscina y le daremos los pollos a la barbacoa que nos han sobrado del restaurante Kansas y que a ella, Milita la tímida, caniche blanca siempre bañada y perfumada, la hacen tan feliz, aunque después le provoquen unos estreñimientos de tres días, lloriqueando toda la noche en el cuarto de Inés, su dueña, la madre de Martín, hasta que por fin, tras mucho dolor, expulse una enorme bola fecal, hecha de muchos pedacitos de pollo a la barbacoa, que no hemos debido darle, pero que ella ha comido eufórica porque la comida balanceada le hace bien pero es horrible. La presencia de Mili en el jardín, en la piscina, en la cocina, al pie de la refrigeradora, olisqueando los volcanes que han quedado tirados en el jardín desde la noche de año nuevo, compensa por suerte la ausencia de nuestro perro Bombón, que ha quedado en Lima, enfermo de conjuntivitis, sometido a un severo régimen de gotas y antibióticos.
Todo fluye lenta y felizmente estos días de verano hasta que por desdicha mis hijas y yo salimos a caminar y discutimos sobre los planes para febrero, mes en que todavía las niñas están libres del régimen de cautiverio y explotación al que las someten en el colegio, un secuestro del que, sin embargo, gozan, porque, a diferencia de mí, que odiaba ir al colegio, ellas esperan con ilusión el primer día de marzo, para volver a clases y someterse muy contentas a todas las sofisticadas formas de tortura con las cuales, en teoría, las educan, privándolas de las ocho horas de sueño a las que cualquier niña tiene derecho. No debí decirles que en febrero deberían venir a Miami en lugar de refugiarse en las playas de Asia, al sur de Lima, donde las esperan todas sus amigas con carnés vip del bar Juanito. No debí. Las niñas, que ya no son tan niñas, me dijeron a gritos, indignadas, que de ninguna manera se irán en febrero a Miami conmigo o con su madre, y que ya tienen cada fin de semana comprometido con sus diferentes amigas con casas de playa, uno en Playa Blanca, otro en La Isla, otro en Playa Bonita, otro en Ancón y así hasta que termine el verano. Yo me atreví a decir, cuando debí quedarme callado, que ya bastante tienen con pasar nueve meses al año en Lima, y que los tres meses de vacaciones, es decir enero, febrero y julio, deberíamos pasarlos viajando, para que conozcan el mundo y tengan un horizonte más ancho y elevado. Las niñas me hicieron saber que ya bastante se han sacrificado pasando el año nuevo conmigo en Buenos Aires, comiendo pan con queso y prendiendo fuegos de colores, mientras sus amigas bailaban hasta el amanecer en la fiesta del “white haras” en Asia, y que ni locas, ni locas, se irán en febrero a Miami. Con lo cual el paseo familiar de una hora terminó mal, casi a los gritos y a las lágrimas y conmigo diciendo algo que nunca imaginé que saldría de mis labios, “bueno, entonces compraré una casa en Asia”, y ellas respondiendo algo que no esperaba, “no, ni se te ocurra, nosotras queremos ir a dormir a las casas de nuestras amigas, es mucho más divertido que estar contigo”. Por suerte la pelea llegó a su fin cuando, exhaustos por el paseo de treinta cuadras bajo cuarenta grados de sensación térmica, nos metimos a la piscina.
Que es donde ahora están las niñas, riéndose a carcajadas y llamándome a gritos. Que es donde ahora mismo voy corriendo a meterme en calzoncillos, como el custodio de la esquina y su hijo Lucas, que deben estar ansiosos por venir a bañarse con nosotros. Que es donde quiero pasar con ellas, aquí en Buenos Aires, en el arbolado barrio de San Isidro, todos los eneros que nos queden por vivir.