30/11/07

MUJERES

Mi primera mujer fue una prostituta. No recuerdo su nombre, no sé si llegué a preguntárselo. Me atendió amablemente, aunque con cierta premura comprensible. No le costó trabajo advertir que los temblores de mi cuerpo se debían no al frío que yo alegaba sino al temor a fracasar con ella, la primera mujer que finalmente podía tocar desnuda. Fracasé, por supuesto, y a ella poco le importó. Para vengar la afrenta, insistí con una prostituta que trabajaba en una casa de masajes. Mi cuerpo, una vez más, se rehusó a obedecerme. Por mucho que lo intenté, no pude obtener alguna forma de placer de esos forcejeos fallidos con un cuerpo al que, aun esforzándome, no conseguía desear. Lo peor no fue pagar sino pedir disculpas por no estar a la altura de la circunstancias. Oficialmente tuve una novia en el primer año de universidad. Se llamaba Ana. Lo que me atrajo de ella fue su descuidada elegancia, la elegancia de una señora precoz, y su manera de fumar. La llevé a cenar con mis abuelos y la aprobaron. Mi padre vino una tarde a visitarme y vio una foto de ella en mi escritorio y no dijo nada pero me miró con un aire raro, no sé si sorprendido o contento o ambas cosas a la vez. Ana y yo salíamos a bailar los fines de semana. Ella fumaba mucho. Era muy inteligente, sabía de historia y política y le gustaba demostrarlo. Su hermano era extraño, decía que quería ser presidente. Sus padres simulaban quererme pero en el fondo me veían con recelo, no les gustaba que saliera en televisión a tan temprana edad. Cuando nos quedábamos solos en su casa, ponía la música que más le gustaba -Genesis, Peter Gabriel- y nos enredábamos a besos, unos besos que por mi parte eran atropellados, torpes, excesivos. No sé por qué terminamos, tal vez porque se hartó de mis besos o porque conocí a su prima. Su prima también estudiaba en la universidad y era más linda que ella. Se llamaba Micaela. Fue la primera mujer a la que, venciendo el miedo escénico, pude amar. Yo fui también su primer hombre o eso fue lo que ella me dijo y ella no mentía. Era una mujer inolvidable en muchos sentidos, no sólo por su belleza sino por su inteligencia, su aire bohemio y su carácter apasionado. Hicimos viajes juntos, elegimos los nombres de nuestros hijos, nos escribimos cartas desesperadas en aquellos años en que todavía se escribían cartas de amor y luego ella se fue lejos y cuando fui a buscarla ya era tarde, ya se había enamorado de otro. A Estefanía, la hermana de un amigo, le gustaba tomar champagne antes de sacarse la ropa, obligarme a bailar aunque me quejase y pedirme prestados sacos y casacas que nunca me devolvió (y no le pido que me las devuelva, pues ya no me quedarían). Lo que más me gustaba de ella es que entendía bien la naturaleza de la amistad que nos unía a su hermano y a mí, algo que, lejos de escandalizarla, parecía divertirle. Cuando pienso en ella, la veo tendida en la alfombra de un departamento vacío, con una botella de champagne. No fue amor, fue sólo un juego retorcido del que supimos salir ilesos o casi. Lo que ha quedado en mí de Gabriela es el sabor salado de sus besos con olor a cerveza aquella noche que bajamos al mar en el auto de mi madre cuando su novio estaba de viaje. No debió ocurrir, pero ocurrió, y luego todo se torció y la amistad se echó a perder, aunque en realidad yo nunca he sido amigo de nadie, ni siquiera de mí mismo. Mi prima Araceli me regaló una tarde de amores furtivos en un hotel, una tarde en la que me asaltó la evidencia de que yo no había nacido para triunfar en esos asuntos resbaladizos. Luego se fue a vivir lejos y yo no la perseguí ni contesté sus cartas porque me humillaba el recuerdo de mi ineptitud pasmada frente a su destreza para el combate cuerpo a cuerpo. Aunque fue una noche y solo una noche -en realidad, un amanecer-, no puedo pasar por alto la emoción que me embargó cuando me deslicé en la cama de Milagros, la hermana de un amigo, y fui suave y generosamente recompensado por esa chica rubia a la que nunca más volví a ver. Sin desmedro de sus encantos, que no eran menores, tal vez aquella madrugada resultó inolvidable por la proximidad en la que se hallaban durmiendo sus padres y su hermano, quienes me creían incapaces de esa felonía, que a ella, sin embargo, no pareció sorprender. Josefina me enseñó a caminar por las calles de su ciudad, a moverme en autobús, a querer a su hija que patinaba en el parque (de la que luego tomé el nombre para una de mis hijas), a ver dos y tres películas una sola noche, a leer los libros que me recomendaba con pasión. Era una mujer fascinante. La amé sin necesidad de hacer el amor. En unas pocas (divertidas) ocasiones, intentamos hacer el amor pero resultaba un estorbo para amarnos. Nos vemos muy rara vez. Eso no ensombrece la certeza de que la sigo queriendo. Todo lo que puedo decir de Sofía es que fue mi mujer por diez años y me dio dos hijas que ahora son, junto con ella, mis mujeres por todos los años que me queden de vida. No sé si es insuficiente decir esto para describir el tipo de alianza que me une con ella, una alianza que sobrepasa las leyes pasajeras del deseo y la posesión. Quizá sea mejor decirlo de esta manera: nada de lo que pueda darle compensará en belleza, arrojo y plenitud lo que ella me dio. Ya no es mi mujer, no dormimos juntos, pero hemos encontrado otras formas más exactas y perdurables de querernos. Es sin duda la mujer que más me ha amado y la que más he amado y lastimado a partes iguales. Las heridas, o el recuerdo de esas heridas, se olvidan cuando nuestras hijas sonríen, que es algo que por suerte pasa a menudo. No exagero cuando digo que ninguna mujer me ha turbado en todos los buenos y malos sentidos, pero sobre todo los malos, como me ocurrió con Isabela. Fue una pasión escondida y deshonesta -es decir, más completa y placentera-, porque ella estaba casada y su marido me conocía y, lo que es peor, confiaba en mí. Pudimos haber tenido un hijo, el azar no lo quiso. Yo era el hombre que ella podía ser a veces con otras mujeres y ella era la mujer que yo podía ser a veces con otros hombres. Su cabeza de loca de patio era la mía. Cada suave contorno de su cuerpo habita en mi memoria. Si hay una mujer a la que no me cansaré de extrañar, es Isabela. Pero ella ya no me desea, o desea que yo sea una mujer, una loca de patio como ella. Con Andrea me pasó algo raro, y es que se hizo un tatuaje en la espalda con mi nombre, lo que parecía un gesto desmesurado de amor, pero nunca me provocó tocar esa piel, besarla, lamerla, hacerla mía, ni siquiera lamer ese tatuaje con mi nombre, lo que hubiera sido como besarme a mí mismo. La última mujer con la que pasé una noche fue Lola. Esto ocurrió hace ya cinco años y, debido a sus apetitos ingobernables, quedé bastante maltrecho y deshidratado. Al día siguiente, bajé al bar del hotel y me enamoré de un hombre alto, flaco y valiente para el amor. Desde entonces no he tenido más mujeres.

UNA SEMANA EN AGUA FRÍA

Lunes por la mañana. Es feriado en Buenos Aires. No hay tráfico en la autopista, qué placer. Martín me espera despierto porque han cambiado la cerradura de la puerta del edificio. Baja a abrirme en ropa de dormir. Me cuenta que el vecino del piso de arriba se ha vuelto a quejar por un escape de gas de nuestro departamento y ha amenazado con enjuiciarnos. Me van a matar, vamos a volar todos si no arreglan el escape de gas, le dijo el vecino a gritos. Martín le cerró la puerta en sus narices. Lunes por la tarde. Mientras duermo la siesta, Martín compra un calefón y contrata a Lucas para que lo instale. Lucas retira el calefón viejo que está perdiendo gas e intoxicando al vecino de arriba. Al tratar de instalar el nuevo (una operación que resulta más complicada de lo que había calculado) se le cae por la ventana una pieza de metal, que golpea y agujerea el techo de vidrio del jardín de invierno de la vecina del primer piso. Minutos después, la vecina toca largamente el timbre de nuestro departamento. Está furiosa, hemos dañado su techo de vidrio. Martín le abre la puerta. La mujer, de ojos saltones y nariz aguileña, le dice a gritos que le hemos roto su techo de vidrio. Martín le pide que no grite. La mujer no le hace caso, sigue gritando. Sos un amanerado, le dice, y hace una mueca de asco. ¿De dónde has salido, amanerado?, se pregunta. Martín se siente insultado y le dice que no tiene derecho de gritarle de esa manera. La mujer le dice que es él quien no tiene derecho de romperle el techo de su jardín. Sos un loco, un maleducado, le dice. La maleducada es usted, responde Martín. Además, yo sé que su jardín de invierno es ilegal, lo ha construido sin permiso, le dice, y ella se repliega, como si la hubieran pillado en falta. En ese momento aparece el vecino del piso de arriba, víctima del escape de gas. Está en bata y pantuflas. Defiende a la vecina, vuelve a quejarse por el escape de gas y dice que Martín es un grosero y un patán porque no hace nada por resolver el escape de gas. Martín se defiende a los gritos. Salgo de mi habitación. Pido disculpas. Les explico que fue un accidente. Le digo a la mujer que pagaremos la reparación de su techo de vidrio. Le digo al vecino de arriba que cambiaremos el calefón y acabaremos con el escape de gas. Les recuerdo que por eso se rompió el techo, porque están reparando el escape de gas. El vecino me dice su nombre, enfatizando que es licenciado. Noto que está fumando. Le digo: Si hay un escape de gas, tal vez conviene que deje usted de fumar. Se queda en silencio, sin saber qué decir. Se retira unos pasos y apaga el cigarrillo. Martes por la mañana. No hay agua caliente. Me ducho en agua helada. Es una sensación dolorosa y reconfortante. Miércoles por la tarde. Lucas, su padre y su hermano cambian el techo de vidrio de la vecina del primer piso. La vecina queda encantada. Toca el timbre, se disculpa con Martín, le explica que el lunes tuvo un mal día. Martín acepta sus disculpas pero sigue odiándola. No le perdona que le haya dicho: Sos un amanerado. Imagina distintas maneras de vengarse. Quiere rociar aceite hirviendo por debajo de su puerta o echarle cucarachas. La madre de Martín quiere ir a decirle cuatro cosas por insultar a su hijo. Jueves por la mañana. Seguimos sin agua caliente. Me ducho en agua helada. Es una sensación odiosa y estimulante. Es la única cosa viril que hago en todo el día (y sólo porque no tengo otra opción). Jueves por la tarde. Estoy tomando el té en John Bull. Una paloma defeca sobre mi cabeza. No tengo reservas viriles para bañarme de nuevo en agua fría. Voy al hotel del Casco, pago una habitación y me baño largamente en agua tibia. Viernes por la mañana. Dejo chocolates y tarjetas de disculpas en la puerta del departamento del licenciado y de la vecina del primero. Les explico que no hubo mala intención, que el escape de gas y el daño en el techo fueron accidentes desafortunados. Les prometo que en pocos días estará resuelto el problema del gas. Les pido disculpas por los ruidos que provocará la instalación del calefón nuevo. Viernes por la noche. Pongo agua a hervir, vacío la tetera en un balde y me baño echándome agua tibia con una taza de Starbucks que Martín compró en Washington. Poco me duró la virilidad para soportar sin quejarme el agua fría. Sábado por la tarde. Lucas y su padre golpean la pared para instalar el calefón nuevo (una operación que resulta más ardua de lo que habían calculado). El vecino del piso de arriba, conocido ya como El Licenciado, toca largamente el timbre de nuestro departamento. Le abro. No me agradece los chocolates ni la tarjeta. Está en bata y pantuflas, las mismas del lunes feriado. Tiene mala cara. Me dice a gritos que somos unos desconsiderados porque no paramos de hacer ruido, siendo un sábado a la tarde, día en que la gente decente (pone énfasis en esa palabra, decente, como si yo no lo fuera) aprovecha para descansar. Le explico, tratando de no enfurecerme, que Lucas y su padre están haciendo ruido porque están cambiando el calefón para que él no sienta el escape de gas. Me dice a los gritos que está prohibido hacer ruidos el sábado y domingo, que el reglamento del edificio (que seguramente no he leído) dice que no puede hacerse obras el fin de semana. Le pido disculpas, le digo que ya falta poco, le prometo que esa misma tarde terminarán las obras y se acabará el escape de gas que él siente que lo está matando. Me dice que está harto del gas y ahora el ruido, que si no acabamos con eso me va a denunciar. ¿A denunciar por qué?, le pregunto. Por poner en peligro mi vida, por atentar contra mi vida, me dice, como si yo quisiera matarlo. Luego hincha con cierto orgullo la panza que su bata esconde mal. Quien atenta contra su vida es usted mismo, por fumar como condenado, le digo, porque de nuevo está fumando. Tira el cigarro al suelo y lo pisa con una pantufla. Antes de que se vaya, le pregunto: Licenciado, ¿en qué es usted licenciado? Me responde, gravemente: En Artes y Humanidades. Le digo: Caramba, qué honor, lo envidio. Al mismo tiempo pienso: No se nota, cabrón. Sábado por la noche. Lucas y su padre han terminado la obra. Ha vuelto el agua caliente. El licenciado habla a gritos por teléfono en su departamento, tanto que yo lo escucho como de costumbre en el piso de abajo. De pronto tocan el timbre. Es él, siempre en bata y pantuflas. Me pide disculpas, dice que tuvo un mal día, que le tiraron una piedra en la autopista y le rompieron el parabrisas, que estuvo a punto de matarse. Le digo que está todo bien, que no se preocupe. Nos damos la mano. Adiós, licenciado, le digo. Sonríe con orgullo. Le gusta que le digan licenciado. Sábado por la noche. Me ducho en agua fría. Puedo hacerlo en agua caliente, pero prefiero el agua fría. Es un raro y placentero momento de virilidad.

LUCÍA EN EL MALECÓN

Lucía tiene veinte años y estudia filosofía en la universidad. En realidad no estudia, se aburre en la universidad, detesta ir a clases. Está harta de levantarse muy temprano, manejar hasta la universidad en medio del caos y quedarse semidormida en la clase de algún profesor que le parece incomprensible y arrogante. Me pregunta qué le aconsejo. Le digo que no tuve una buena experiencia en la universidad, que me aburría en aquellas clases de mentira, que las lecturas que perduran no son las que a uno le imponen sino las que uno elige, que los profesores de entonces eran muy tramposos porque te mandaban a leer los libros que ellos mismos habían escrito y no aquellos que desafiaban sus puntos de vista, que si no le interesa lo que está estudiando debe dejarlo y ya, que no insista, que no sufra, que la vida es corta y hay que pasarla bien, incluso cuando se es tan joven, especialmente cuando se es tan joven. Lucía regresa al departamento de sus padres, se pone su pantalón con puntitos rosados y sus pantuflas atigradas (lo que ella llama su "ropa de payasa" y con la que a veces sale a caminar sin saber adónde ir y sin prestar atención a las miradas libidinosas de los transeúntes que se inflaman al ver su cuerpo estupendo, la belleza de su rostro) y les dice a sus padres que ha decidido dejar la universidad, que no terminará ese ciclo, que no puede más con los exámenes parciales de filosofía. Su madre le pregunta qué va a estudiar. Lucía le responde que por el momento nada, que no quiere estudiar filosofía ni literatura ni nada. Su padre le pregunta si piensa trabajar. Lucía le responde que no tiene ganas de trabajar. Su madre le recuerda que si no estudia ni trabaja no tendrá dinero. Lucía le responde que no necesita dinero para ser feliz. Su padre le pregunta qué es lo que en realidad quiere hacer con su vida, dado que no quiere estudiar ni trabajar. Lucía responde la verdad: -Quiero dormir hasta tarde, caminar por el malecón y escribir. -¿Escribir qué? -le pregunta su padre. -No sé -responde ella. Sus padres aceptan la decisión aunque dejan constancia de que no están de acuerdo y le dicen lo que ella ya sabía, que si no irá más a la universidad ni tiene planes de trabajar, dejarán de darle dinero. Lucía les dice que ella es feliz caminando por el malecón sin un sol en los bolsillos de su pantalón de payasa. Cuando Lucía me cuenta todo esto, le digo que está loca y que la admiro y que presiento que ha tomado la decisión correcta. Le digo que dormir hasta tarde y caminar por el malecón parecen dos buenas maneras de organizar una vida, cualquier vida, y que lo que se construya sobre esos dos pilares sólo puede ser algo bueno y perdurable, incluso si es la nada misma. Lucía sale a caminar por el malecón con Tomás, su novio. Están juntos hace cinco años. Se conocieron en una playa cuando eran adolescentes. Corrían olas juntos. Descubrieron juntos, pasmados, los secretos del amor. Se quieren tranquilamente, sin ambiciones ni promesas. Tomás ama las motos. Tiene una moto. Le gusta competir en carreras de motos. Cada tanto se cae y se rompe un hueso y le ponen yeso y le promete a Lucía que nunca más subirá a la moto. Pero cuando le quitan el yeso, no puede evitarlo y regresa a la moto. Lucía ya se ha resignado a que Tomás nunca dejará la moto. Ella sabe que Tomás es feliz montando moto y ha comprendido que no tiene sentido tratar de combatir esa forma imprudente y enloquecida de felicidad que a ella le provoca tantos desasosiegos, porque a veces sueña que Tomás se cae de la moto y pierde la vida. Lucía regresa al departamento de sus padres y encuentra un panorama desolador: su padre está borracho, su madre llorando en la cama. Lucía odia que su padre se emborrache, sabe que cuando está borracho sale lo peor de él, se vuelve malo, mezquino, cruel. Su padre la llama a gritos, le dice que es una vergüenza que ella tenga el cuarto tan desordenado, hecho un caos. Lucía no le responde, sabe que cuando está borracho no debe responderle, lo mejor es quedarse callada. Su padre le dice a gritos que ordene el cuarto inmediatamente, que si no aprende a ser ordenada tendrá que irse a vivir a otra parte. Lucía obedece. De pronto su madre se encierra en el baño. Lucía presiente que algo malo está pasando allí adentro. Le pide a su madre que abra, pero es en vano. Lucía sabe que su madre ha tratado de suicidarse varias veces y teme que esa noche lo intente de nuevo, por eso le ruega que abra, pero nadie responde. Con paciencia y coraje, manipula la cerradura de la puerta hasta que consigue abrirla. Encuentra a su madre tragando pastillas para dormir con el rostro lloroso y desencajado. Le arrebata el frasco de pastillas, la lleva de regreso a la cama, trata de calmarla, le hace cariño en la cabeza, le canta canciones y la deja durmiendo. Su padre, mientras tanto, se ha quedado dormido viendo el partido de fútbol de Perú con un vaso de vodka en la mano que se le ha derramado en el pantalón. Lucía sale del departamento, sube a la azotea, me llama y me cuenta lo que ha pasado. Está tranquila. Se ríe. Me dice que su vida es una locura pero que no la cambiaría por ninguna otra. Ama a sus padres a pesar de todo. Los entiende. Sabe que son buenos. Comprende que están heridos. A su madre le han rebajado el sueldo, la han humillado, de nada le sirvieron tantos estudios, maestrías y doctorados. Su padre se ha enterado de que van a despedirlo la próxima semana y por eso ha vuelto a tomar. Le digo que es una chica muy linda, muy suave, muy deliciosamente loca y perturbada, que hay algo en ella, en su manera de escribir, de caminar, de mirar pasmada el caos, que me hace quererla de un modo que pensé que ya no existía en mis entrañas. Le ofrezco mi ayuda, una beca literaria, una pensión de viuda, una reparación civil por todo lo que ha sufrido injustamente. Me dice que no quiere dinero, que lo único que ella quiere es que yo sea su amigo muy gay y que sólo de vez en cuando la deje besarme las tetillas. Lucía regresa al departamento y descubre que no tiene llaves para entrar. No toca el timbre, sabe que sus padres están dormidos y que no conviene traerlos de vuelta a la realidad. Sale a caminar con sus pantuflas atigradas y su pantalón con puntitos rosados y la chalina amarilla de su abuela rodeándole el cuello. Los hombres la miran de mala manera, le gritan cosas vulgares, se relamen los labios al verla pasar. Ella los ignora. Va escuchando música, tiene los audífonos puestos, sólo ve las miradas, las lenguas, los labios que se hinchan y le mandan besos cochinos. Ella mira sus pantuflas atigradas que van poniéndose negras con cada paso. No sabe adónde va. Le gritan loca. Sabe que es verdad, que está loca. También sabe que yo la quiero precisamente por eso.

LA SUMA DE LOS DÍAS

Lunes, ocho de la mañana. Las niñas se fueron al colegio. Paolo, el chofer, me recuerda que las llantas de la camioneta están muy gastadas y hay que cambiarlas. Le pregunto cuánto me va a costar. Me enseña un papel con la cifra anotada. Le digo que no llevo esa cantidad conmigo, que le daré el dinero en una semana, cuando regrese. Subo al taxi y voy al aeropuerto. Miércoles, medianoche. Sofía está manejando mi camioneta porque ha dejado la suya en el taller. Una llanta se revienta. La camioneta está a punto de volcarse. Sofía consigue evitarlo. Queda tan asustada que no se detiene, sigue manejando con la llanta reventada. Llama a su amiga Luciana y pide que le hable todo el camino hasta la casa. Llegando a la casa, me escribe un correo que dice: “Tengo que hacer cambios en mi vida, tengo que irme de esta ciudad”. Me pregunto si quiere volver a París con su ex novio. Pero las niñas no quieren irse de Lima. Les encanta Lima, el colegio, las fiestas todos los sábados con sus amigas. No quieren alejarse de esa vida predecible y feliz. Jueves, cuatro de la tarde. Mi hija me cuenta el incidente de Sofía y la llanta reventada. Me amonesta cariñosamente, me dice que debí cambiar las llantas cuando el chofer me lo sugirió. Le digo que no imaginé que era tan urgente, que pensé que podía esperar una semana más. Le pregunto qué debo hacer. Vende las camionetas y compra dos nuevas, me dice ella. Pero las camionetas están buenas, le digo. Sólo hay que cambiar las llantas. No, me dice ella. Están cagadazas las dos. Tienes que cambiarlas. Me gusta cuando mi hija dice palabras vulgares. Siento que confía en mí, que no me miente, que somos amigos. Yo a mis padres nunca les dije una palabra vulgar. Le digo a mi hija que mi camioneta tiene apenas cinco años de uso y está bien. No, me dice ella. Le suena todo. Tiene pésima acústica. Me hace gracia que use esa palabra, acústica. ¿Y qué camioneta crees que tiene buena acústica?, le pregunto. No sé, dice ella. Pero la tuya no. Jueves, seis de la tarde. Le escribo un correo a Sofía que sé que no debería escribirle. “Por favor cuéntame qué pasó con mi camioneta ayer”. No escribo la camioneta, escribo mi camioneta, que ya es una señal de hostilidad. Ella me responde desde su blackberry. Dice que la llanta se reventó en la vía expresa, que pudo ser un accidente mucho peor, que se dio un gran susto, que no me preocupe porque pagará por la llanta si es necesario. Le escribo diciéndole que yo pagaré por las llantas nuevas. Le pregunto por qué estaba manejando mi camioneta y no la suya y por qué no me contó el incidente y tuve que enterarme cuando llamé a mi hija. Me responde que su camioneta estaba pasando la revisión técnica y que no me escribió porque tuvo un día complicado. Jueves, medianoche. Regreso de la tele. Llamo a Martín. Me cuenta que tuvo un día complicado. Pasó por la casa de sus padres y fue testigo de una discusión familiar. Su madre estaba acariciando a la perrita Lulú que Martín había lavado con champú esa tarde. Su padre le dijo a su madre que últimamente ella le hacía más caso a la perrita Lulú que a él. Su madre le respondió que la perrita Lulú era mucho más cariñosa con ella que él. Le dijo también que a él sólo le interesaba el rugby. Pero estamos jugando el mundial, le explicó él. Sí, claro, pero nunca me llevás a pasear, sólo te interesa el rugby, dijo ella. Bueno, es mi pasión, sí, y no tiene nada de malo, dijo él. Luego añadió: todos tenemos un tendón de Aquiles, y el rugby es mi tendón de Aquiles. Su madre le dijo riéndose: No es el tendón de Aquiles, es el talón de Aquiles. Su padre porfió: No, es el tendón, eso es lo que le falló a Aquiles, el tendón, y por eso lo mataron. Su madre insistió: No seas tonto, fue el talón, no el tendón, le tiraron una flecha envenenada al talón de Aquiles. Su padre replicó: Estás mal. La flecha le cayó en el tendón, se le hinchó el tendón, por eso lo mataron. Su madre no pudo más: ¡Es el talón, no el tendón, boludo! Estaban a los gritos cuando Martín se fue sin despedirse. Viernes, mediodía. Martín me dice que ha recibido un correo anónimo lleno de insultos. Me lo reenvía. Alguien le dice a Martín que es un niño parásito, una señorita mantenida, una prostituta barata. Me indigna que insulten a Martín de esa manera tan cobarde. Es triste que alguien piense así de él, sin saber lo delicado y cuidadoso que es conmigo en ese sentido, el de la plata, que nunca le ha importado, y en todos los demás. Pero lo que más me indigna es que ese calumniador anónimo le diga a Martín que yo soy un gordo. Es verdad, por supuesto, pero me duele que me llamen así: el gordo. Llamo a Martín y le pido disculpas por tener que leer las groserías que le escriben los idiotas que lo odian porque yo lo amo. Martín es un chico suave y feliz, que no se complica por tonterías. Por suerte se ríe y me dice que le hizo mucha gracia el correo insultante. Le pregunto si quiere acompañarme a una fiesta en Los Angeles. Me dice que no quiere viajar a ninguna parte, que odia los aviones, que en Buenos Aires está bien. Lo envidio. Le digo que pronto me iré a Buenos Aires a vivir con él y no me moveré más de allí. Sé que no estoy mintiendo. Sé que es así como quisiera pasar lo que me quede de vida. Viernes, tres de la tarde. Mi hija ha salido temprano del colegio. Me pregunta si iremos en enero a Buenos Aires. Le digo que sí, de todas maneras. Se alegra, le encanta esa ciudad como a mí. Le digo que cuando termine el colegio en Lima debería irse a vivir a Buenos Aires conmigo, que allá las universidades son buenas, baratas y sobre todo divertidas. Me dice que estoy loco, que de ninguna manera hará la universidad en Buenos Aires. Yo me voy a estudiar en Nueva York o Londres, me dice. Dios, tengo que seguir ahorrando, pienso. Me pregunta a qué edad fue mi primer beso. Le digo que a los dieciocho años, en la universidad. Mentiroso, me dice. Te juro, es verdad, fue con Adriana, una chica muy linda. ¿A los dieciocho años?, dice ella, sin poder creerlo. Eres un huevas tristes, me dice. Me gusta que me diga palabras vulgares. Yo no le pregunto si ella ya dio su primer beso. Sé que no le gustan esas preguntas. Sábado, tres de la mañana. He visto una película con Albert Brooks en la India que me ha hecho reír. Voy a la computadora y le escribo al anónimo que insultó a Martín: “Sé quién eres. Sé dónde vives. Si vuelves a insultar a mi chico, contrataré un par de matones para que vayan a buscarte. Y si vuelves a llamarme gordo, haré que te rompan todos los huesos”. Sábado, tres de la tarde. Sofía me escribe un correo que dice: “Gordi, ya cambiamos las llantas”. Sábado, tres y media de la tarde. Martín me escribe: “Gordito rico, te extraño muchito”. Sábado, cuatro de la tarde. El anónimo me escribe: “Flaco no eres”.

LA MALA EDUCACIÓN

Es sábado. Hace calor en Buenos Aires, ha llegado la primavera. Ignacio, su madre, su hermana Lucila y su sobrina y ahijada Valentina van a comer una parrilla al bajo de San Isidro, cerca del río. Lucila elige un restaurante que a Ignacio no le gusta pero se queda callado y acepta la decisión de su hermana. Valentina está contenta porque Ignacio le ha regalado tres pares de zapatillas de distintos colores: blancas, rosadas y celestes. En el auto se ha puesto las blancas. Pero, en medio del almuerzo, mientras su abuela, su tía y su padrino comen más grasa de la que debieran (tienen una debilidad por las papas fritas), decide cambiarse de zapatillas y ponerse las rosadas. Ignacio celebra la decisión y la ayuda a cambiarse. Lucila se opone de un modo enfático. Ignacio dice que no tiene nada de malo que la niña use las zapatillas blancas y luego las rosadas. Lucila sentencia que no puede tolerar esa conducta, que la estarían educando mal si permiten que se cambie de zapatillas en el restaurante. -Hay que fijarle límites -dice-. No puede hacer lo que quiera. Si se puso las blancas, se queda con las blancas. Si quiere usar las rosadas, tendrá que esperar hasta mañana. Valentina llora a gritos porque no la dejan usar las zapatillas rosadas. Su tía Lucila se mantiene firme y no cambia su opinión. Ignacio odia a su hermana, no entiende por qué tiene que ser tan estricta con la niña por un asunto menor, sin importancia. Si es feliz cambiándose de zapatillas, que se las cambie, piensa. Pero se queda callado y respeta la decisión de su hermana mayor, mientras su madre contempla la escena con aire ausente, como si no le quedaran ya energías para discutir, y los comensales de las mesas vecinas miran con mala cara, disgustados por el llanto sonoro de la niña en medio del restaurante. Es sábado. Hace frío en Lima. Joaquín ha llegado esa madrugada en un vuelo largo y agotador. No ha podido descansar bien, el frío se lo ha impedido. Está fatigado, de mal humor, cansado de viajar tanto. Pasa la tarde con su hija menor, que está enferma, mal de la garganta. Su hija mayor está en casa de alguna de sus muchas amigas. Joaquín y su hija menor se sientan a comer algo. Ella no tiene hambre, pide un yogur y cereales. Joaquín come sin ganas lo que le sirve la empleada, una gordita inteligente y graciosa con la que se lleva muy bien. El perro de su hija da vueltas por la cocina mordisqueando como un demente un muñeco de peluche. De pronto llega la ex esposa de Joaquín, la madre de sus hijas. Se queja porque su hija mayor está con sus amigos y no sabe qué amigos son. Joaquín le dice que se tome las cosas con calma, que la niña ya tiene catorce años, es inteligente y sabrá cuidarse. Sofía, su ex esposa, le dice que no deben ser tan permisivos, que la niña hace lo que le da la gana, que deben fijarle límites para educarla correctamente. Joaquín le dice que no cree en los límites, que los límites sólo sirven para traspasarlos, que lo mejor es darle cariño y confianza y dejar que ella decida lo que es mejor para ella. Pero es una niña, protesta Sofía. No, no lo es, ya es una mujer, dice Joaquín. Tiene catorce años, se exalta Sofía. Tiene catorce años, pero ya es una mujer, dice Joaquín. Luego añade una frase que encoleriza a su ex esposa: Si quiere tener un enamorado y acostarse con él, es problema suyo. Sofía dice a gritos: ¡No puede tener un enamorado a los catorce años! ¡No puede acostarse a los catorce años! ¡No puedes fomentarle eso a tu hija! Joaquín ya está acostumbrado a que lo traten como un pervertido sólo por ser más liberal de lo que suele ser el habitante promedio de esa ciudad. Se defiende: Por mí, que tenga enamorado cuando se enamore y que se acueste con él cuando le provoque, no me importa la edad que tenga, me da igual, yo confío en ella. Sofía no podría discrepar más enérgicamente: ¡No tiene edad para eso! ¡Tenemos que ponerle límites! ¡No puede hacer lo que le dé la gana! Joaquín discrepa: Lo hará de todos modos, con tu consentimiento o a escondidas. Yo prefiero que lo haga en mi casa, con mi aprobación y mi complicidad, sin que me tenga que mentir ni esconderse para estar con su chico. Sofía afirma: ¡Yo no voy a tolerar que ella haga esas cosas en mi casa con su enamorado! ¡No voy a permitir eso de ninguna manera! Joaquín dice: Entonces lo hará en otro lado, pero no dejará de hacerlo si tiene ganas. Y te mentirá, como ya te miente porque eres demasiado estricta con ella. Sofía dice: ¡No puedo creer que te parezca bien que tu hija de catorce años tenga relaciones sexuales! Joaquín pregunta, ofuscado: ¿Y a partir de qué edad se supone que debemos darle permiso para que tenga relaciones sexuales? Sofía no lo duda, responde con una certeza que a él le resulta incomprensible e inquietante: A partir de los dieciocho años, antes no. Joaquín se ríe con aire burlón y dice: Eso es un disparate. Ella hará lo que quiera con quien quiera antes o después de los dieciocho años, y tú ni te enterarás. Pero si le dices que antes de los dieciocho no puede acostarse con su enamorado, te odiará y lo tomará como un abuso y se morirá de ganas de hacerlo sólo para sentirse dueña de su cuerpo y de su libertad frente a ese límite tan caprichoso y arbitrario que le estás poniendo. Sofía dice: Bueno, esta es mi casa y acá no le voy a permitir que esté con su enamorado encerrados en un cuarto hasta que tenga dieciocho años. Es una cuestión de respeto. Joaquín dice: Muy bien, tienes derecho a eso. Pero en mi casa, yo sí se lo permitiré. Así que si no la dejas ser libre acá, se irá a mi casa y allá hará lo que quiera con su enamorado o su enamorada o con los dos a la vez, y contará con mi absoluta complicidad. Sofía se pone de pie y grita: ¡No puedo creer que seas tan estúpido y hables tantas tonterías! Luego se va con los labios pintados de un color rojo muy oscuro a una comida de la que regresará tarde. Se va tan ofuscada, golpeando el piso de madera con los tacos, que olvida su celular, uno de sus varios celulares. Joaquín se queda con su hija menor. Se ríen. Ella le da la razón. Dice que su hermana tendrá enamorado cuando ella quiera, no cuando sus padres lo decidan. La empleada gordita y encantadora, que ha presenciado la discusión, sonríe a medias. Ya está acostumbrada al carácter risueño y libertino del “joven Joaquín”, a las discusiones con la señora por cuestiones morales. El joven le pregunta qué opina ella de ese asunto espinoso del sexo y la edad. Ella, que es muy lista, dice: Lo importante es que le enseñen a cuidarse, joven, porque ahora las chicas rapidito nomás aprenden. Joaquín se ríe y le pide una limonada más. Luego va a la cama con su hija, la abraza, espera a que se quede dormida y se queda con la cabeza recostada en la espalda de la niña, escuchando los latidos de su corazón.

CANDY

Dos días antes de morir, Candy despertó de un sueño profundo, ya bajo los efectos de la morfina que le era suministrada en dosis crecientes, miró a su hermano Martín y le dijo: “Qué lindo te has vestido”. Luego cerró los ojos y siguió durmiendo. Esas fueron las últimas palabras que le dijo a Martín. Tuve la suerte de despedirme de ella una tarde en que todavía estaba lúcida en su habitación de la clínica San Lucas, en San Isidro. Sabía que le quedaba poca vida. No se engañaba. Lo dijo, en un momento inesperado: “Si me voy a morir en dos semanas, prefiero que me lleven a casa”. No lo dijo llorando, molesta o quejándose. Lo dijo con una serenidad admirable. Estaba harta de las humillaciones físicas a las que el cáncer no dejaba de someterla. Le pregunté por los viajes más lindos que había hecho. Quería sacarla de allí, viajar con ella imaginariamente, llevarla a los lugares donde había sido feliz. Habló de un viaje que hizo a las sierras de Córdoba con Maxi, su esposo. Habló de un viaje a Sudáfrica con su hermana Carolina. Sentí que por un momento su espíritu se liberaba de las miserias del cuerpo, escapaba de la habitación y sobrevolaba levemente aquellos paisajes que habían quedado registrados en su memoria como escenarios de la felicidad. Luego pidió té y tostadas. Antes de irme, le di un beso en la mejilla y le dije al oído: “Te quiero mucho”. Ella me dijo: “Yo también”. Sentí que esa era nuestra despedida y así fue. Cuando llegué a Buenos Aires hace pocos días, Candy estaba agonizando. Ya casi no podía hablar, raramente estaba despierta. No tuve coraje para ir a verla. No quería verla destruida por la enfermedad. No quería quedarme con ese recuerdo de ella. Era la hermana de Martín. Era como mi hermana. Esa tarde, en la ducha, sentí que alguien llamaba a Martín para darle la mala noticia. Apenas salí, le pregunté: “¿Llamó alguien?”. Me dijo que nadie había llamado. Minutos después, sonó el teléfono. Tuve el presentimiento de que era la llamada. Martín contestó. Su padre le dijo: “Ya está”. Martín vino hacia mí, me abrazó y no lloró. Luego se fue caminando a la clínica. No pude acompañarlo porque tenía que ir a grabar mis entrevistas. En el taxi, rumbo a Palermo, llamé a Martín. Estaba llorando, no podía hablar. Se había encerrado en un cuarto de cuidados intensivos, en el quinto piso, para llorar a solas. No quería llorar frente a otra gente. Caminó por toda la clínica buscando un lugar donde pudiera estar solo. Cuando lo encontró, se sentó en el suelo y se abandonó a llorar. Mientras grababa mis entrevistas con una modelo y un actor, yo me preguntaba en silencio, ocultando mi tristeza, por qué la vida tenía que ser tan miserable, por qué tenía que ensañarse cruelmente con una mujer joven e indefensa que sólo quería proteger a su hija y darle algunas alegrías más, por qué su hija de apenas tres años tenía que quedarse sin una madre, qué le dirían a ella, a Catita, qué harían con ella al día siguiente durante el funeral. Después de una seguidilla de días grises y lluviosos, esa mañana, la del funeral, salió por fin el sol. Yo casi no había dormido, era muy temprano, las nueve en Buenos Aires, las siete en realidad para mí, porque mi hora es siempre la de Lima, aunque casi no viva en esa ciudad. Martín dijo que no se pondría corbata, se vistió sin ducharse y se fue en el auto a buscar a sus padres. Yo le dije que prefería ir en taxi. No quería invadir ese momento de intimidad familiar: Martín con sus padres en el auto, rumbo al cementerio. Llegué al memorial de Pilar cuando la misa había comenzado. El padre dijo unas palabras sencillas y afectuosas. Dijo que Candy estaba ahora en un lugar mejor, que estaba con Dios, que había vuelto a nacer, que había nacido para toda la eternidad, que en algún momento nos reuniríamos con ella. Me hubiera gustado creer todas esas cosas, pero no me alcanzó la fe. No recé. No le pedí a Dios por Candy. Pensé que era absurdo suponer que, si Dios existía, cuidaría mejor de ella sólo porque yo se lo pidiese. Cerré los ojos y le dije a Candy que siempre la quise mucho, que la iba a extrañar y que me disculpase por no haberla llevado al Costa Galana cuando fuimos juntos a Mar del Plata y por tacaño preferí un hotel más barato. Mientras rezaban unas oraciones que ya casi no recordaba, yo sólo pensaba eso: Qué idiota fui de no llevarte al Costa Galana. Después de la misa, Martín me buscó y saludó con discreción. Luego caminamos por los senderos del memorial, surcando el pasto todavía mojado, en medio de los árboles altos y añosos de Pilar, bajo el sol espléndido de la mañana, siguiendo el ataúd. Había mucha gente de todas las edades, gente joven especialmente. Cuando depositaron el ataúd en el pedazo de tierra que lo acogería y echaron las últimas flores, Martín abrazó a su madre y lloró con ella. Luego descansó su cabeza en mi hombro y lloró sin que importasen las miradas, mientras yo acariciaba su espalda. No había palabras que aliviaran esos momentos de dolor. Yo repetía: “Tranquilo, tranquilo”. Pero era inútil. Marta, la madre de Candy y Martín, que me acogió en su familia con enorme cariño y sabiduría, me dijo, cuando la abracé: “Qué pena hacerte levantar tan temprano”. Me sorprendió que se preocupase por mí, cuando acababa de perder a su hija. Ella siempre fue así conmigo, cuidándome el sueño, haciéndome citas con médicos, preocupándose por mi salud. No supe qué decirle. Le dije que lo sentía mucho. Debí decirle algo más: “Eres una gran madre”. Porque el modo en que acompañó a su hija durante la enfermedad, hasta el último momento, tomándola de la mano y ayudándola a morir en paz, fue admirable y conmovedor. Y porque a mí, que no soy su hijo, me quiere como si lo fuera. Al llegar a casa, abrí mis correos y leí el último que me escribió Candy: “Hola, cómo está todo por esos pagos? Este mail es para decirte una vez más GRACIAS!!! por todo. Martín le compró una tele a Cata y sé que fue con tu ayuda, así que mil gracias. Eso es todo, espero que pronto nos veamos, así me llevan a pasear en su súper auto nuevo, no vas a tener excusa, se escribe así? En fin, te mando un beso graaaaaaande grande, te quiero mucho, no sé por qué pero así lo siento, de verdad sos un amigo del alma y de esos yo no tengo muchos, cuidate porque sé que las nebu no te las hiciste todas mmmmmm!!!!! Eso está mal! Disfruta de tus hijas y nos vemos pronto, Candy”. Cómo quisiera llevarte a pasear en el auto y luego a tomar el té con Catita y Martín, Candy querida. Cómo no lo hice cuando todavía podíamos. Yo también sentí que eras mi amiga del alma. Gracias por quererme tanto. Te prometo que cuidaremos a Catita como si fuera nuestra hija, como si fueras tú. Todos los gestos de amor que no alcancé a tener contigo, los tendré con ella. Porque cuando miro a tu hija, siento que vives en ella.

EL AMANTE FRANCES

Cuando Sofía y yo nos enamoramos, ella dejó a su novio francés, Michel, con el que había vivido dos años en París. Michel, un dentista joven que practicaba deportes de alto riesgo, no se resignó a perderla y viajó a Washington para tratar de reconquistarla. Una noche en Washington, Sofía me dijo que iría a cenar con Michel para decirle que estaba enamorada de mí y que no quería volver a ser su novia. Le sugerí que se lo dijera por teléfono. Tenía miedo de perderla, de que Michel la sedujera de alguna manera desesperada. Me dijo que tenía que decírselo en persona. Me pidió mi casaca prestada porque hacía frío. Se la puso y fue a verlo. Cuando la vi salir con esa casaca que le quedaba grande, supe que volvería conmigo. Algún tiempo después, la madre de Michel llamó a Sofía y le dijo que Michel estaba muy grave en el hospital, que se había cortado las venas porque no podía soportar su ausencia. Por tu culpa mi hijo se está muriendo, le gritó. Sofía cortó el teléfono y me dijo que tenía que irse a París. La llevé al aeropuerto. Me prometió que cuidaría a Michel hasta que se recuperase y luego volvería. Cumplió. Volvió en un mes y me dijo que ya no lo aguantaba más, que no podía estar con un hombre que la amenazaba con suicidarse si ella lo dejaba. Sofía dejó a Michel, se casó conmigo, tuvimos una hija, pero Michel nunca dejó a Sofía del todo. Cada semana el cartero traía una carta suya escrita en francés. Sofía la leía y la metía en una cajita con muchas otras cartas escritas por él. Yo me desesperaba porque trataba de leerlas pero no entendía nada. Un día, mientras Sofía estaba en la universidad de Georgetown, vino al departamento un amigo que podía leer francés y me tradujo las cartas de Michel. Le decía a Sofía que la amaba, que no podía vivir sin ella. Le aseguraba que yo nunca la amaría como él. Le rogaba que me dejara y se fuera a París a vivir con él. Le decía que había puesto un consultorio como dentista en París y otro en Ginebra y que estaba ganando mucho dinero. Le prometía que trataría a nuestra hija como si fuera suya. Nunca supe si Sofía contestaba esas cartas. De vez en cuando, Michel la llamaba por teléfono y ella se encerraba en su cuarto y hablaban largamente y a veces ella se impacientaba y levantaba la voz y en otras ocasiones le hablaba en un tono más suave y afectuoso y yo me preocupaba. Cuando peleábamos, cuando perdía toda esperanza en mí, ella a veces lo llamaba y creo que consideraba seriamente dejarme y tomar el avión a París con nuestra hija, pero nunca lo hizo. Después de su graduación, le dije a Sofía que quería irme solo a vivir a Miami porque no aguantaba más el frío de Washington. Fue una cobardía dejarla con nuestra hija sin que ella hubiera conseguido un trabajo todavía. Sofía no quiso quedarse sola en Washington con la niña. Se hartó de seguir esperando que yo fuese el hombre que no podía ser y regresó a Lima. Siempre pesará en mi conciencia la certeza de que si me hubiera quedado en Washington y hubiese sido generoso con ella, no la habría obligado a regresar a Lima. Apenas se enteró de que Sofía y yo nos habíamos separado, Michel viajó a Lima y se quedó dos semanas tratando de convencerla de que se fuera con él a París. No se alojó en un hotel en Lima, durmió en el cuarto de huéspedes de la estupenda casona de la madre de Sofía, que, con buen instinto, siempre le tuvo a Michel más cariño del que me tuvo a mí. Sofía y Michel fueron a la playa, era verano. Michel conoció a nuestra hija y se hizo fotos con ella. No sé cuán cerca estuvo Sofía de irse a París. Creo que estuvo a punto de irse. Pero al final, no sé por qué, decidió quedarse en Lima. Michel se marchó derrotado una vez más, pero yo sabía que no se daría por vencido. Tiempo después, en una de mis visitas a Lima, Sofía vino de sorpresa al departamento. Yo esperaba a Gabriela, una amiga. Cuando sonó el timbre, dije imprudentemente: Pasa, Gabriela. Pero no era Gabriela, era Sofía. Ella pensó que Gabriela era mi amante. No lo era, era sólo mi amiga. De ese malentendido, y de la discusión y reconciliación que le siguieron, y de la inexplicable urgencia que se apoderó de nosotros por hacer el amor, Sofía quedó embarazada. Le rogué que volviera conmigo, que viniera a Miami a pasar un embarazo tranquilo. Para mi fortuna, me dio una segunda oportunidad. Cuando Michel se enteró de que Sofía había vuelto conmigo y estaba embarazada nuevamente, la llamó a Miami (no sé cómo conseguía el teléfono de casa, alguien en Lima operaba como su aliada) y le dijo a gritos que era una loca, una tonta, que se arrepentiría, que no quería verla más (yo escuchaba sus gritos, Sofía después me los tradujo). Por un tiempo, por unos años, dejó de llamarla y mandarle cartas. Pensé que por fin había aceptado la derrota. En algún momento, Sofía tuvo la lucidez de comprender que no le convenía seguir viviendo conmigo. Me dejó en Miami y volvió a Lima con nuestras hijas. Le rogué que se quedara en Miami, pero ella había dejado de creer en mí y sabía que su felicidad estaba en otra parte. Pasaron los años sin que tuviera noticias de Michel. A veces le preguntaba a Sofía por él y ella me decía que no sabía nada, que había dejado de llamar. No hace mucho estaba en Lima y Gisela, la empleada doméstica, trajo el teléfono y le dijo a mi hija mayor: Camila, te llama tu amiga Michelle. Camila contestó y no entendió nada. No era su amiga Michelle. Era un hombre que le hablaba en francés y le decía Sofía, Sofía, Sofía. Era Michel. Camila le habló en inglés, pero él no entendía nada. Camila le dijo no Sofía, no Sofía, no Sofía. Michel dijo que volvería a llamar. Supe entonces que había vuelto. Cuando llegó Sofía y le contamos el malentendido, nos reímos mucho. Después ella me contó que Michel se había casado, que tenía dos hijos, que había ganado mucho dinero y la seguía llamando. No le pregunté si tenía ganas de verlo. No me atreví. Hace poco Sofía me contó que viajaría a Oslo a visitar a su hermana. Me alegré por ella. Le dije: No dejes de ir una semana a París, yo te invito. Se sorprendió, me lo agradeció. Con ilusión y miedo a la vez, me propuse conseguirle un hotel en París (lo que no fue fácil, por el mundial de rugby) y hacer las reservas de aviones. En vísperas de su partida, le dije: Sería divertido que vieras a Michel. Me dijo: Sí, me gustaría, pero tengo que ir a Ginebra porque está allá con su esposa y sus hijos. Le dije: No te conviene, dile que vaya él a París, no te arriesgues conociendo a la esposa, eres la ex novia, te tratará mal, será más divertido que se vean solos en París. Ella me miró sorprendida, sonrió y dijo: Tienes razón. Le dije: Claro, que le diga a su esposa que hay un congreso de dentistas en París. Ella se rió y creo que me quiso un poco más. Quince años después de que Sofía lo dejara para estar conmigo, ahora estaba yo en el teléfono buscándole un hotel a ella en París para que pudiera reunirse con él. Después de todo, me parecía un acto de justicia.

MIENTRAS ELLAS DUERMEN

Cuando era joven y vivía en Lima, quería irme a vivir a Madrid. Soñaba con vivir como un escritor en esa ciudad. No sabía qué escribir ni cómo escribirlo -aun ahora no lo sé-, pero pensaba que, de todas las vidas posibles que se abrían en mi imaginación, la del escritor en Madrid era la más fascinante y prometedora, la mejor de todas. Sin embargo, no me atrevía a irme de Lima porque me pagaban bien en la televisión -o eso creía yo entonces- y nunca encontraba tiempo para escribir. Además tenía buenos amigos con los que fumaba marihuana y jugaba fútbol, y esa me parecía una buena razón para no irme nunca. Me tomó varios años reunir dinero y coraje -más dinero que coraje, en realidad- para decirles a mis jefes en la televisión que no renovaría el contrato y me tomaría un año sabático en Madrid. Me preguntaron qué haría allá. Voy a estudiar, dije. Pero yo no quería estudiar. Lo que quería era escapar de Lima y ser un escritor. Llegué a Madrid en pleno invierno. Había vendido mi auto y el departamento de la calle Pardo. Todos mis ahorros estaban a salvo en una cuenta bancaria fuera del Perú, de la que podía disponer desde Madrid. Conseguí un cuarto en la calle Mediterráneo, no muy lejos del Retiro. Compré un cuaderno y me obligué a escribir todas las mañanas en una biblioteca pública. Así empecé mi primera novela. Por fin había cumplido mi sueño en cierto modo. Vivía en Madrid y me sentía un escritor. No sabía si las cosas que escribía en ese cuaderno tenían algún valor, si alguien sería tan imprudente como para publicarlas, pero era feliz caminando todas las mañanas a la biblioteca, inventándome otras vidas frente al cuaderno y disfrutando de esa gran ciudad en la que podía perderme como uno más, sin soportar el peso opresivo de la mirada de los otros, una condena que me había impuesto en Lima desde que comencé a salir en televisión a los dieciocho años, sin saber en qué casa de putas me metía. Pasaron seis meses y me aburrí o me asusté de seguir siendo un escritor en Madrid el resto de mi vida. Pensé que nadie publicaría las cosas que escribía en el cuaderno. Mis ahorros se veían diezmados mes a mes en la pantalla del cajero automático del que retiraba todavía pesetas. Me parecía imposible no sólo publicar una novela en España sino ganarme la vida como escritor. Además, mi visa de turista estaba por expirar, no quería quedarme como ilegal y tampoco tenía el coraje para buscar un trabajo cualquiera. Mi sueño de ser un escritor en Madrid entró en crisis. Aquella fue la primera vez que se me hizo evidente algo que luego se repetiría sin cesar: que siempre quería estar en un lugar distinto del que estaba. Ya no me sentía un rehén en Lima, me había emancipado de las servidumbres de esa ciudad a la que había aprendido a odiar, por fin había cumplido el sueño de vivir en Madrid como un escritor. Sin embargo, me daba miedo el futuro incierto que se perfilaba en el horizonte y era más feliz imaginando mis días en otra ciudad. Entonces empecé a soñar con vivir en Miami y ser un hombre famoso de la televisión. Llegué a Miami con una novela a medias en el cuaderno que había abandonado y la certeza de que no sería difícil triunfar en el mundo de la televisión. Conseguí un departamento, compré un auto, firmé un contrato con un canal de televisión y gasté en trajes y corbatas el dinero que hubiera gastado en medio año de vida austera en Madrid. No tenía dudas de que la buena fortuna premiaría mi audacia. No sería un escritor, o no todavía, pero eso no me preocupaba, pues lo que entonces resultaba impostergable era ser muy famoso y ganar mucho dinero, aunque no supiera bien por qué o para qué. Contrariamente a mis optimistas previsiones, el programa que hice en Miami duró pocos meses y fracasó. Era una copia esperpéntica de los programas de medianoche de la televisión norteamericana. Mi sueño de ser rico y famoso se hizo polvo. Tuve que devolver el departamento, vender el auto, empacar los trajes y las corbatas coloridas y volver a Lima con la vergüenza de un doble fracaso, el de la novela inconclusa en Madrid y el programa fallido en Miami. De vuelta en Lima, no encontré otra salida para redimirme de esas derrotas que volver a desafiarme en el carnaval de la televisión. Esta vez, sin embargo, el azar no me fue esquivo y el público, esa bestia caprichosa, me acompañó sin que hubiera una sola razón para ello. Conseguí un departamento en Barranco, compré un auto que mis amigos decían que parecía el de un ministro y volví a la conveniente rutina de intoxicarme para escapar de una vida, la mía, que me parecía fea, triste, mediocre, la vida de un pusilánime sin talento, de un payaso sin gracia. Lo que me salvó de resignarme a esa suerte fue el cuaderno con la novela a medias que había escrito en Madrid. Cuando lo abría y releía, algo ardía en mí, una fiebre me consumía, renacía un cierto coraje por escapar de ese destino que me parecía despreciable y precipitarme otra vez a la aventura de ser un escritor, aun sin saber si aquel cuaderno tenía algún sentido o si alguien se animaría a publicarlo. Gracias a ese cuaderno, a los sueños que encerraba, pude escapar nuevamente de Lima. Dejé el programa de televisión que en el fondo detestaba, devolví el departamento con vista a la plaza, vendí el auto de ministro y fui siguiendo a mi chica hasta Washington, donde ella me había prometido que me cuidaría para que pudiera terminar la novela del cuaderno. Y así fue. Esa chica, que es hoy la madre de mis hijas, y que duerme en el cuarto de al lado mientras nuestras hijas duermen en su cuarto, una contenta con su nuevo perrito blanco, la otra cansada de bailar tanto en la fiesta de quince de la que la fui a buscar a medianoche, esa chica me llevó a Washington y me cuidó como nadie me había cuidado hasta entonces y durante tres años me obligó a escribir hasta el final, sin miedo, la novela del viejo cuaderno de Madrid. Gracias a ella, a la chica que duerme a pocos pasos de donde escribo, pude por fin atrapar ese sueño que perseguía a tientas desde joven, la idea de ser un escritor, de ver publicadas las cosas culposas y afiebradas que una voz me dictaba y que tenía que contar aun a riesgo de perder en ese empeño desquiciado la reputación o la vida misma. Con los años, nada ha cambiado demasiado. Sigo imaginando que la felicidad está en otra parte. Cuando estoy en Miami, tratando en vano de ser el hombre famoso de la televisión, sueño con mudarme a Buenos Aires a vivir la buena vida del escritor. Cuando estoy en Buenos Aires, entregado a ciertas pasiones inconfesables o confesables sólo en las novelas, sueño con pasar dos años en Madrid sin tomar un solo avión, ensimismado en la rutina egoísta y gloriosa del escritor. Y cuando estoy en Lima, como ahora, sueño con escapar de nuevo, con buscar en otros lugares las pasiones y aventuras que sé que esta ciudad me negará. Pero hay algo que ha cambiado, y es la certeza de que, no importa donde esté, siempre trataré de seguir escribiendo a pocos pasos de donde duermen las tres mujeres que más amo, las tres mujeres que hicieron de mí todo lo poco que soy.

REFRANES MENTIROSOS

"Detrás de cada gran hombre, hay una gran mujer". Mentira. A veces hay dos mujeres. A veces hay otro hombre. A veces no hay nadie. Además, es machismo puro: ¿por qué la mujer tiene que estar detrás y no al lado? "A quien madruga, Dios lo ayuda". No siempre. Muchos han salvado la vida porque no madrugaron y se quedaron dormidos. Por ejemplo, el 11 de septiembre de 2001 en Boston y Nueva York. Madrugar es una cosa atroz, cualquiera lo sabe. "Mente sana en cuerpo sano". Bueno, hay excepciones. No pocos deportistas exitosos suelen tener serias taras mentales. Es larga la lista de futbolistas más o menos virtuosos que son, al mismo tiempo, mentalmente insanos o casi. Yo mismo voy al gimnasio todos los días y estoy mal de la cabeza. "La ociosidad es la madre de todos los vicios". Tengo mis dudas. Casi todos los grandes creadores son grandes ociosos que detestan el trabajo duro y aman el ocio creativo. Por eso, sería más justo decir que la ociosidad es la madre del arte, salvo que el arte se considere una forma de vicio. "Quien mucho abarca, poco aprieta". Dudoso. Las personas obesas mucho abarcan y mucho aprietan. Las grandes corporaciones mucho abarcan y mucho aprietan. El Estado mucho abarca y mucho aprieta. "A mal tiempo, buena cara". Absurdo. Los músculos de la cara se atrofian tanto con el frío que es imposible sonreír o fingir una sonrisa en una tormenta de nieve. Además, ¿por qué deberíamos alegrarnos o simular alegrarnos cuando las circunstancias nos son adversas? Este refrán parece inspirarse en la perversa noción religiosa de que debemos exaltar el sufrimiento como una virtud y alegrarnos estoicamente ante la adversidad y la desdicha. "En casa de herrero, cuchillo de palo". En verdad, nunca he visto un cuchillo de palo. He visto palitos chinos, he visto cuchillos de plástico en los aviones, he visto incluso cucharones de palo, pero nunca he visto un cuchillo de palo y no conozco a nadie que tenga uno. Si existe el refrán, deben existir los cuchillos de palo, pero ¿con qué oscuro propósito alguien tendría uno? ¿No sería un utensilio bastante inútil? ¿No sería como tener un condón de lija? "A falta de pan, buenas son tortas". Discutible. Las tortas suelen ser mucho más ricas que los panes, al menos para mí. Tendría más sentido si dijese: "A falta de tortas, buenos son panes". "Por la boca muere el pez". No siempre. Muchos mueren porque se los come un pez más grande. Pero supongo que el refrán pretende convencernos de que es mejor hablar poco o nada, y eso no es cierto. Los políticos que hablan mucho y bien conquistan el poder. Los curas que hablan mucho y bien convencen a los incautos. Los comediantes que hablan mucho y bien ganan fortunas. Los cantantes que cantan mucho y bien ganan fortunas. Los animadores de televisión que hablan mucho y bien ganan fortunas. Saber hablar o cantar con gracia es una habilidad que suele ser muy bien recompensada en estos tiempos. "A palabras necias, oídos sordos". Esto será para los beatos y los santurrones, no para la gente normal. No es tan fácil ignorar una necedad o perdonar un agravio. No hay que dejar de oír las necedades: hay que oírlas bien y recordar al necio que nos las dijo para alejarnos de él y no darle ocasión de volvernos a agredir con sus sandeces. Por lo demás, el refrán parece discriminar a los sordos. Pues, si los sordos leen palabras necias, ¿cómo deberían aplicar este refrán? "Nadie diga: de esta agua no he de beber". ¿Nadie? ¿Nunca? ¿Ni siquiera si es agua pestilente, fétida, hedionda? A veces es bueno decir que de esa agua mala no beberemos más. Si un alcohólico dice que no beberá más, hace bien, lo mismo que si un fumador dice que no fumará más o un cocainómano dice que no aspirará una línea más: hay que decirlo para intentar conseguirlo. "Ojos que no ven, corazón que no siente". Esta es una insidia contra los ciegos, los tuertos e incluso los miopes. Los que no ven, ¿no sienten? ¿Los ciegos son insensibles? Borges, que era ciego, ¿no sentía? ¿No será lo contrario: que el corazón siente aún más cuando no pueden ver los ojos? Por lo demás, cualquier celoso (bienvenido al club) sabe que a veces se sufre más por lo que no se ve (pero se imagina) que por lo que realmente se ve. "Perro que ladra, no muerde". Falso. Me consta que hay perros que ladran y muerden. Puedo enseñar la cicatriz. "A buen entendedor, pocas palabras". ¿Y por qué entonces la Biblia tiene tantas páginas? ¿Y por qué El Quijote es tan excesivamente largo? ¿Y por qué el sermón de las tres horas dura tres condenadas horas? "Genio y figura, hasta la sepultura". Genio, tal vez; pero figura, bien difícil, porque con los años uno engorda y se encoge y la figura inexorablemente se echa a perder. "A caballo regalado, no se le mira el diente". Imposible de cumplir. Cuando me dan un regalo, lo primero que hago es ver si ya lo tengo, si me conviene, si me quedará bien, si no será mejor cambiarlo por otra cosa. "En boca cerrada no entran moscas". Esto es fascismo puro. La gente debe expresarse, no estar callada. Además, nunca he visto a alguien que por estar hablando termine con una mosca en la boca. Nunca he visto que se le meta una mosca en la boca a un cantante o a un político o a un cura. De ser cierto, Fidel Castro y Hugo Chávez deberían escupir o defecar millones de moscas. Yo mismo he abierto la boca mucho más de lo aconsejable y nunca se me ha metido una mosca, a pesar de que los estudios de televisión en los que he abierto tanto la boca (y no siempre para hablar) estaban llenos de moscas y moscardones. "Mal de muchos, consuelo de tontos". Mentira. Mal de muchos, consuelo de los más listos e inescrupulosos. El bicho humano suele celebrar la desgracia ajena y a menudo lucrar con ella. "Contigo, pan y cebolla". Sí, claro. Esto dura sólo el primer año de romance. Después te arrojan las cebollas en la cara. "No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy". Abominable apología del estrés. Si puedes hacerlo hoy pero no te apetece o te abruma, déjalo para mañana. No trates de hacer todo hoy. Ve despacio. Deja algunas cosas para mañana.

EXTRAÑAS FORMAS DE SABIDURÍA

Vuelvo a Buenos Aires después de cinco semanas. Los diarios anuncian días helados. No me preocupa demasiado. Al pie de la cama tengo una estufa portátil que sopla aire caliente (robada de un hotel chileno y a la que llamo “soplapollas”), que es como mi mascota y me previene de resfriarme. Le digo al chofer que me lleve a San Isidro, pero no por la general Paz, que a esa hora, las ocho de la mañana, suele ser un enredo intransitable, sino por una ruta alternativa, Gaona y Camino del Buen Ayre. El chofer me dice que me costará veinte pesos más.

Le digo que no importa y que acelere. Me dice que nos pueden tomar una foto y multarnos. Le digo que en ese caso pagaré la multa. Salvo el cansancio, nada me exige llegar pronto a casa. Pero llevo la prisa del viajero frecuente, que, sin pensarlo, impulsado por una antigua costumbre, quiere ser el primero en salir del avión, pasar los controles, subir al taxi y llegar a casa, como si fuese una competencia con los demás pasajeros o con uno mismo, como si quisiera batir una marca personal.

Después, al llegar a casa, desaparece esa inexplicable premura, esa urgencia ciega, y puedo pasar una hora frente a la computadora, leyendo diarios y correos que tal vez no debería leer. Duermo pocas horas. Sueño con celebridades. Es una extraña y alarmante costumbre la de soñar con celebridades. Al despertar, llamo al restaurante alemán, digo que estaré allí en quince minutos y pido la comida. De todos los restaurantes que he visitado, es el que más feliz me ha hecho. Se llama “Charlie’s Fondue”.

Está en Libertador y Alem. Cuando estoy en San Isidro, almuerzo allí todos los días, y a veces también voy a cenar. Después de almorzar, voy a cortarme el pelo con Walter. Atiende en “Walter Pariz”, con zeta, en la calle Martín y Omar, casi esquina con Rivadavia. Me hice su cliente en otra peluquería, pero tuvo el valor de abrir su propio negocio y no dudé en acompañarlo. Es un joven amable y emprendedor. Me habla de su hija, me muestra fotos de ella. Me habla de San Lorenzo, su otra pasión.

Me corta el pelo mejor que ningún peluquero de Miami o Nueva York. Me cobra doce pesos, veinte incluyendo la propina. Le digo que nos veremos en tres semanas, cuando regrese al barrio. Paso por la clínica San Lucas. Me acompaña Martín, mi amigo más querido. Su hermana Candy sigue enferma, batallando contra un cáncer que no cede. Entramos a la habitación. Sus padres me saludan con cariño.

Candy está muy delgada. Tiene un calefactor encendido a su lado, en la cama. Me impresiona su lucidez. Hablamos de viajes, del que hizo a Río con Martín, a Sudáfrica con su hermana, del que su padre hizo a Londres. La televisión está prendida en un programa de chismes. De pronto, se queja de estar así, postrada y entubada en un sanatorio, con sondas y sueros y toda clase de dolores y molestias inenarrables por los que una mujer de su edad, apenas treinta años, no debería pasar. Sin quebrarse ni compadecerse de su propia suerte, con una firmeza y un coraje admirables, dice: “Quiero que me saquen todo esto y me dejen volver a casa. Si me voy a morir, prefiero morirme antes. No tiene sentido vivir así, para que puedan venir a visitarme”. Se hace un silencio. Nadie sabe qué decir.

Yo la admiro sin reservas. Al despedirme, le doy un beso y le digo que la quiero mucho. Es muy difícil creer en Dios cuando el destino embosca a una mujer tan joven y se ensaña con ella. Los días siguientes grabo mis entrevistas de televisión. No deja de ser una ironía que aparezcan en un programa de modas y glamour, dos asuntos que desconozco por completo. Voy con la misma ropa todos los días, el mismo traje, la misma corbata, los mismos zapatos viejos de liquidación. Llevo tres pares de medias, por el frío, que no da tregua. Lo que más me gusta de ir a la televisión es conversar con las señoras de maquillaje.

Son tres y poseen extrañas formas de sabiduría, además de un número no menor de chismes. Me cuentan el más reciente: una diva, harta de esperar a una actriz joven, que demoró una hora en llegar a las grabaciones, entró al cuarto de maquillaje, le gritó a la actriz: “¡Sos una negra culosucio!” y la abofeteó.

Ellas, que presenciaron la escena, le dan la razón a la diva. Lo que menos me gusta de ir a la televisión es que me maquillen con esas esponjas sucias, trajinadas, olorosas, impregnadas de cientos de rostros célebres y ajados, bellos y estirados, falsos y admirados.

Me digo en silencio que en mi próximo viaje llevaré mis propias esponjas, pues parece riesgoso que a uno le pasen por la cara tantas horas de televisión, tantas partículas diminutas de tantos egos colosales que terminan confundidas en mi cara de tonto, junto con la base, el polvo y la sonrisa más o menos impostada. Pero los mejores momentos no son los que ocurren en la televisión sino en mi barrio de San Isidro, por el que, a pesar del frío y una llovizna persistente, me gusta caminar sin saber adónde ir, dejando que me sorprenda el azar.

Voy al almacén de la esquina a comprar cosas que no necesito, sólo para conversar con las chicas empeñosas que allí atienden. Paso por la tienda de discos a comprar discos que no voy a escuchar, sólo para hablar con los chicos suaves que me saludan con cariño. Entro a la tienda de medias polares y me quejo del frío y me llevo varios pares más, deben de pensar que voy a esquiar.

Compro champús franceses, sólo para darme el placer de preguntarle a la señora francesa muy mayor, que no para de fumar, qué champú le vendría mejor a mi tipo de pelo, y ella da una bocanada, echa humo, tose, pierde felizmente un poco de vida, me toca el pelo grasoso y recomienda el Kérastase gris, que es el que peor me va, pero el que me llevo obediente, porque me encanta que me toque el pelo con sus viejas, viejísimas manos.

Me detengo en el negocio de computadoras y me siento a imprimir unos cuentos innecesarios, prescindibles, sólo porque quiero mirar a, y conversar con, el chico tan lindo, tan abusiva e inquietantemente lindo, que despacha tras el mostrador. Estos son los momentos caprichosos y felices que, cuando me voy de Buenos Aires, echo de menos, sin contar, por supuesto, los otros, los que paso con Martín, que espero que no lea esta crónica y se entere de la verdadera razón por la que cada tarde tengo algo urgente que imprimir en el negocio de las computadoras de la calle Martín y Omar.

De madrugada, todavía a oscuras, subo al taxi, rumbo al aeropuerto. El chofer me cuenta que tiene diez hijos pequeños y hace poco nació uno más, todos con la misma mujer. Le digo que debe de ser muy lindo tener una familia tan numerosa. Me dice: “No. No es lindo. Pasa que llego a casa tan cansado, a las siete de la mañana, que siempre me olvido de ponerme forro”. Nos reímos. Hay en su risa enloquecida una extraña forma de sabiduría. Sólo en Buenos Aires uno encuentra gente así. Por eso quiero irme a vivir a esa ciudad.

LOS CONJUROS QUE TRAE LA NIEBLA

Una semana de finales de junio en Lima puede parecer un año. Las noches son heladas y culposas; en las mañanas una niebla espesa lo difumina todo, incluso la certeza o la esperanza de que te irás pronto; las horas y los días pasan con una lentitud sañuda, exasperante, como si uno estuviese privado de su libertad, confinado en una cárcel de techo gris en la que nació, de la que siempre quiso escapar y a la que acaba volviendo resignadamente, porque no queda más remedio.

Debo pasar una semana en Lima porque mi hija menor cumple doce años un miércoles (y nada, ni siquiera mi condición de reo o presidiario en esta gran mazmorra polvorienta a orillas del Pacífico, justifica ausentarme de su fiesta el día en que ella celebra su existencia) y porque tengo que grabar unos programas para irme con mis hijas un mes de vacaciones al país donde ellas nacieron, donde escribí casi todas mis novelas (con excepción de La mujer de mi hermano, la peor de todas, que sospechosamente fue perpetrada en el cuarto de un hotel con vista a un cerro árido de los suburbios de Lima, y la última, Y de repente, un ángel, que fue escrita en un departamento de Buenos Aires con vista a la cancha de rugby de San Isidro) y donde somos vulgarmente felices cuando nos bañamos en la piscina, bajo las sombras que nos conceden las palmeras.

Las celebraciones de mi hija menor se dividen sabiamente, porque así lo ha dispuesto ella, en una fiesta adolescente con sus amigas y amigos del colegio, en un inevitable lonche familiar (que ella espera con cierta aburrida resignación, aunque con la curiosidad de ver cómo me tratarán algunas personas de la familia que me detestan cordialmente) y en un desayuno con su hermana y sus padres, a una hora cruel para mí, las siete de la mañana, en que abre bostezando sus regalos (todos los cuales ella ha comprado por internet, enviado a mi casa en Miami y visto a escondidas conmigo, apenas llegué a Lima) fingiendo sorpresa y alegría. Su fiesta es un éxito ruidoso y eso me provoca alarma y pavor.

Un número inesperadamente alto de muchachos inesperadamente altos desborda la pista de baile: muchos de ellos no han sido invitados y se han metido a la casa haciendo trampa, mintiendo, burlando al hombre de seguridad, diciendo nombres que no son los suyos pero que están en la lista de invitados, lo que confunde al pobre guardia, que nunca sabe quién es el invitado y quién el impostor, y por eso, aturdido y humillado por los modales prepotentes de esos jovencitos de otros colegios que ni siquiera conocen a mi hija, deja entrar a todos.

Mi hija quiere echar a los intrusos, pero yo le aconsejo que no lo haga, que se olvide de ellos y disfrute de la fiesta. Uno de los intrusos se burla de la fealdad de una chica (le grita “Betty, Betty”, por Betty la fea) y ella se harta y le da una bofetada.

Todas las canciones, si podemos llamarlas así, pertenecen a ese género esperpéntico y atroz llamado reggaetón, que mi hija adora y baila con frenesí, pero que a mí me parece una agresión acústica insoportable, lo que provoca las justificadas quejas de los vecinos, hartos de esas letras pendencieras, chatas, obscenas, calenturientas, que los parlantes del jardín expulsan a un volumen despiadado y no los dejan descansar.

Le pido al hombre que hemos contratado para que se ocupe de la música que por favor ponga algo decente (Shakira, Juan Luis Guerra, algo que se pueda bailar pero que tenga buen gusto, un mínimo de refinamiento), pero él responde a los gritos, con cara de trastornado, que sólo tiene reggaetón, que mi hija sólo quiere reggaetón, que si no pone reggaetón lo van a pifiar y echar a patadas.

Me siento en una esquina, los pies al lado de la estufa, y veo a lo lejos a mi bellísima hija bailando esos ritmos grotescos con una gracia y una aparente felicidad que le da sentido a todo, incluso a la creciente sospecha de que las señoras que comen sanguchitos me odian en silencio y muy educadamente porque digo en televisión que me gustan los hombres y porque me permito decir incluso los hombres que me gustan o me han gustado, lo que para ellas, que comen tan atropellada y felizmente esos sanguchitos que yo he pagado para que sigan engordando sus lindas pancitas, es una cosa de un mal gusto atroz, aunque no tanto como moverse al ritmo del perreo. El lonche familiar resulta inesperadamente divertido.

Mi ex suegra me saluda con sorprendente cariño. Luce bella, delgada y encantadora. Atribuye su eterna juventud a ciertas raíces, aceites, brebajes, semillas y hojas de la Amazonía que ella se aplica religiosamente y que no duda en recomendar, a riesgo de aumentar la potencia sexual de los consumidores de dichas maravillas curativas.

Mi ex mujer luce bella, delgada y encantadora. Se ha liberado de un conjuro malvado que alguien tramó contra ella. Sospecha de una mujer que la envidia. Ha visitado a un chamán o curandero, un hombre de corta estatura, aliento alcohólico y mirada extraviada, y le ha pedido que rompa el conjuro, que neutralice la emboscada insidiosa de su enemiga, que la proteja y purifique del hechizo torvo. El curandero le ha pedido que se desnude.

Mi ex mujer ha preguntado, con comprensible alarma: ¿Del todo? El chamán ha respondido, con comprensible rigor: Del todo, mamita. Si no te calateas, no puedo pasarte el cuy. Mi ex mujer se ha tendido desnuda en una camilla maloliente. El curandero ha frotado por su espalda y sus nalgas un cuy vivo de pelambre marrón.

De pronto, ha gritado: ¡Carajo, se ha muerto el cuy! Luego ha explicado que el pobre roedor ha expirado por absorber toda la energía negativa depositada dentro del cuerpo de mi ex mujer, como consecuencia del conjuro urdido maléficamente contra ella.

Mi ex mujer ha sospechado (y yo la he acompañado en esa sospecha) que el curandero ha estrangulado al cuy, sólo para impresionarla y probar de un modo histriónico su discutible eficacia. Luego, el hombre, tras deshacerse del animal, ha echado agua con pétalos de rosas sobre el cuerpo de mi ex mujer.

Ella ha creído ver que algo, no precisamente un cuy, se abultaba y movía entre las piernas del chamán. Después le ha pagado y se ha sentido radiante, liberada del hechizo maléfico, purificada y optimista, como debió de sentirse cuando se divorció de mí con un buen gusto irreprochable.

Al día siguiente, muy temprano, mis hijas y mi ex mujer han salido al aeropuerto, rumbo a Miami. Nos veremos allá en pocos días.

Me he quedado en Lima con el espíritu avinagrado, soportando de mala gana la niebla, la garúa, la conmovedora idiotez de los patriotas y los moralistas, los ladridos de los perros de mis hijas, que esperan que les tire más salchichas. Desolado, he abierto la agenda de mi ex mujer, he llamado al curandero y le he pedido que me pase el cuy.

BELLO Y TORTURADO

Hace seis años, una tarde de agosto en Buenos Aires, Martín va a casa de Juan a hacerle una entrevista. Martín es editor de una revista de modas. Juan es un famoso periodista argentino de radio y televisión. Martín es muy joven, tiene apenas veintitrés años, y admira a Juan, aunque no se lo dice por pudor. Juan es guapo, inteligente y exitoso, y tiene sólo treinta años.

Martín le pregunta si no le molesta que otro famoso periodista de radio, Fernando, diga en su programa, una y otra vez, con su habitual espíritu impúdico y provocador, que Juan es homosexual. Juan le confiesa que sí le molesta y que es verdad que es homosexual: -No soy puto -le dice-. Soy re puto. Por primera vez, Juan reconoce en una entrevista que le gustan los hombres. Es una liberación, un acto de afirmación personal.

Nunca más tendrá que fingir o simular que es lo que en verdad no es. Durante más de dos horas, le cuenta a Martín, ya emancipado del temor de decir la verdad, cómo descubrió, siendo adolescente, que le gustaban los hombres, cómo intentó en vano desear a ciertas mujeres con las que salió como novio atormentado, cómo se impuso sobre su destino la oscura certeza de que era homosexual. Martín escucha conmovido y, a ratos, levemente turbado por una bien disimulada crispación erótica. Cuando la revista aparece en los quioscos, estalla el escándalo. La prensa del espectáculo no se ahorra detalles.

Todos se enteran de que Juan es homosexual y ya estaba harto de vivir en la penumbra del armario, mintiendo, escondiéndose, ocultando esa verdad que tanto lo define frente al mundo. Curiosamente (y esto quizá sorprende a Juan como a los mojigatos que lo critican), luego de salir del armario su carrera periodística no entra en crisis ni decae su audiencia, sino que, por el contrario, el público que lo sigue se multiplica y su prestigio profesional se consolida. Un año después, una tarde de agosto en Buenos Aires, Martín va a un hotel en el centro a entrevistar a Joaquín, un escritor peruano de dudosa reputación. Joaquín no oculta que le gustan los hombres. Martín todavía no ha salido del armario. Joaquín lo seduce. Se enamoran.

Martín pierde el miedo y se asume como homosexual. Se lo cuenta a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos. Todos reciben la noticia con buen humor. En abril del siguiente año, Joaquín se instala un par de meses en Buenos Aires para presentar un monólogo de humor en un teatro de la calle Corrientes. La obra, si podemos llamarla así, es una visión ácida y atormentada sobre el tardío descubrimiento de su homosexualidad, su salida del armario (con novela bajo el brazo) y las repercusiones escandalosas que ella provocó en su muy religiosa familia y en la ciudad donde nació, Lima. Es primavera en Buenos Aires.

Florecen los bosques de Palermo. Joaquín alquila un departamento en la calle Gutiérrez, esquina República de la India, frente al zoológico. Con el propósito de llevar gente al teatro, Joaquín se resigna a conceder algunas entrevistas. En una de ellas, la presentadora de un programa de televisión le pregunta cuál es su tipo de hombre.

Joaquín menciona a Juan, el famoso periodista. Minutos después, Juan, que al parecer estaba grabando en un estudio contiguo, aparece sorpresivamente en el programa, se abraza con Joaquín, le despeina el flequillo y le dice piropos traviesos. El encuentro provoca cierto escándalo en la prensa del espectáculo, que reproduce en cámara lenta las escenas afectuosas entre ambos (Juan despeinándole el flequillo, Joaquín abrazándolo y besándolo en la mejilla) y sugiere que ha nacido un romance entre ambos.

Esa noche, Joaquín recuerda que años atrás entrevistó a Juan para un programa piloto que se grabó en Buenos Aires y nunca salió al aire. En aquella entrevista, deslumbrado por la belleza de Juan, por sus ojos hechiceros, Joaquín rozó el tema del amor entre hombres y Juan, valiente como siempre, no lo esquivó. Después, al salir de la grabación, Joaquín le dio su teléfono, esperanzado en volver a verlo, pero Juan no lo llamó. En vísperas del estreno de su monólogo, y todavía divertido por las conjeturas e insinuaciones que se hacen en la televisión tras el encuentro sorpresivo con Juan, Joaquín recibe una llamada.

Es Juan. Quiere entrevistarlo para su programa de televisión. Joaquín acepta encantado. Juan y Joaquín se encuentran en un restaurante de Palermo, una tarde de abril. Juan viste una camiseta ajustada que pone énfasis en sus músculos. Está acompañado de su novio. Joaquín llega con Martín. Toman unos tragos. Hace calor. Se sientan en la terraza. Los técnicos acomodan las luces, los cables, los micrófonos. Juan y Joaquín se sientan uno frente al otro. Sus novios observan en silencio. Juan luce bello y atormentado, bello y nervioso, bello y angustiado. Joaquín se pregunta en silencio por qué Juan está tan inquieto. Intuye la razón. Ha escuchado rumores. Ha tomado esos polvos cuando era joven. Sabe reconocer sus efectos.

Durante una hora o poco más, Juan lo somete a un cuestionario inteligente y atrevido, que por supuesto aborda el tema de la homosexualidad. Joaquín, liberado años atrás de los miedos y las vergüenzas que impone la vida en el armario (tan común y celebrada en Lima, donde a decir la verdad es una bajeza y esconderla, un acto noble, virtuoso y elegante), cuenta con franqueza y sin falsos pudores cómo se casó, cómo tuvo dos hijas, cómo se divorció, cómo se enamoró de Martín.

Al terminar la entrevista, invita a Juan y su novio al teatro. Juan promete ir a verlo. Por razones que Joaquín nunca conoció ni probablemente conocerá, la entrevista que le hizo Juan no llegó a ser emitida en televisión. Quizá Juan, al verla, se vio demasiado turbado o estimulado. Quizá le pareció que Joaquín era un idiota. Quizá pensó que esas confesiones íntimas eran todo menos novedosas. Lo cierto es que la entrevista nunca salió al aire.

El día del estreno, Joaquín, que nunca había sentido tanto miedo como aquella noche en que debía hablar durante dos horas sin olvidarse de nada y haciendo reír al público, se alegró de ver entrar en la sala, ya comenzada la función, a Juan y su novio. Poco le duró la alegría. Diez minutos después, se pusieron de pie y se retiraron bruscamente, al parecer decepcionados de la calidad del espectáculo, y ante la mirada incrédula de Martín, que no podía creer tamaño desaire.

Joaquín quedó dolido por la brevísima visita de Juan (y ya estaba apenado porque la entrevista que le hizo nunca se emitió), pero prefirió atribuir ambos percances o malentendidos a los sobresaltos derivados del vicio privado que su amigo practicaba, la inhalación de ciertos polvos estimulantes que, bien lo sabía él (porque los había aspirado cuando era joven), secuestraban toda forma de paz, imponían una vida vertiginosa y alteraban la percepción de la realidad.

Aquella noche fue la última vez que lo vio: Juan poniéndose de pie y retirándose deprisa del teatro, Joaquín preguntándose en silencio qué había hecho tan mal para que su bello y atormentado amigo se marchase a los diez minutos de haber llegado.

Meses después, en febrero, Joaquín despierta en la habitación de un hotel en Amsterdam. Hace frío. Enciende la computadora y entra a la página de La Nación. No puede creerlo: Juan ha caído del balcón de su departamento en Palermo y está en coma. Muere a los pocos días, con sólo treinta y tres años. Joaquín abre la ventana, enciende un porro y llora en silencio, recordando al hombre bello y torturado que salió del armario para caer del balcón.

EL LADRON DE LA INTIMIDAD

Joaquín es escritor. Escribe novelas y crónicas. En ellas suele escribir sobre su intimidad. No le interesa escribir sobre lo que no conoce o lo que no le toca el corazón.

Sólo escribe de lo que conoce, lo que ha vivido, lo que ha dejado una huella más honda en su memoria.

Al hacerlo, escribe también, es inevitable, sobre las personas que más influencia han tenido en su vida sentimental, con las que ha compartido alguna forma, apacible o peligrosa, de intimidad: sus padres, sus amigos, sus amantes, la gente que ha estado en su vida y ha dejado un recuerdo poderoso, imborrable en él.

Joaquín no sabe escribir de otra manera, no quiere escribir de otra manera. No le interesa escribir sobre vidas que no conoce, sobre conflictos que no son los suyos, sobre temas que no le duelen u obsesionan, sobre desconocidos imaginarios, personajes de cartón, criaturas sin alma que no despiertan ninguna emoción en él.

Joaquín siente que, como escritor, tiene derecho a contar su vida, su intimidad, sus recuerdos más perturbadores.

No ignora que, al hacerlo, distorsiona su pasado, lo afea o embellece, lo corrompe y exagera, se inventa una vida ficticia que no ha vivido del modo más o menos afiebrado en que la narra, pero que tal vez le hubiera gustado vivir.

Por eso, la intimidad que cuenta en sus novelas y sus crónicas es la suya y no es la suya, porque se basa en su vida, pero no es, en rigor, la que ha vivido sino la que cree o recuerda haber vivido, que ya no es lo mismo, porque la memoria y el tiempo conspiran minuciosamente contra la verdad, y la que luego escribe, fabula o fantasea a partir de esos recuerdos, termina siendo una cosa completamente distinta, mejor o peor, generalmente peor, de lo que en realidad vivió.

Sin embargo, muchas de las personas que, por culpa del destino o porque así lo han querido, han visto sus vidas confundidas con la de Joaquín -sus familiares, sus amigos, sus amantes, sus compañeros de trabajo- creen que no tenía derecho a contar esas cosas tan privadas, aquellos secretos más o menos inconfesables, unos asuntos contrariados o felices, que, piensan ellas, pertenecían al ámbito de su intimidad y que, al recrearlos y publicarlos en la forma de una novela o una crónica, él ha expuesto indebidamente, faltando al pudor, a la discreción y al respeto a una sacrosanta privacidad que esas personas sienten que ha sido violentada, traicionada y, peor aún, falseada, porque, en efecto, las cosas que cuenta Joaquín no son como ellas las recuerdan sino como él, arbitraria y caprichosamente, se ha inventado.

Desde que publicó su primera novela hasta la última de sus crónicas, a Joaquín le han hecho ese reproche, le han enrostrado aquel reclamo airado: “No tenías derecho a contar mis intimidades”.

Se lo han dicho, en tono más o menos áspero, en público o en privado, sus padres, algunos de sus hermanos, la mujer a la que más amó, ciertos parientes de esa mujer, sus amantes reales o imaginarios, los amigos que perdió, las mujeres a las que intentó amar, el primer hombre con el que hizo el amor.

Esas personas han sentido que Joaquín, en su afán obstinado de ser un escritor, las ha traicionado, ha asaltado y saqueado, con espíritu desalmado de corsario, los tesoros más valiosos de su intimidad, aquellos secretos mejor guardados, sus peores miserias y vergüenzas, y que se ha convertido por eso en un pirata y un traidor, en un refinado asaltante de intimidades. Joaquín nunca sabe qué responder cuando le hacen ese reproche.

Por lo general dice secamente: “Un escritor tiene que contar su vida”. Entonces es frecuente que algunas de las personas afectadas le digan: “Pero estás contando mi vida sin pedirme permiso”. Joaquín, si tiene valor, tal vez responde o quisiera responder: “Pero tu vida o tu intimidad, cuando se cruza con la mía, es también mi vida o mi intimidad”.

Después, cuando se queda a solas, a menudo abatido por la culpa, se plantea una cuestión ética que no le parece simple a primera vista:

¿Quién es más dueño de aquella intimidad compartida, el escritor impúdico que la airea o las personas que tuvieron la suerte o la desdicha de conocerlo y enredarse con él?

¿Qué derecho debería prevalecer, el del escritor a contar su vida y por consiguiente las de aquellas personas que estuvieron, por azar o por elección, en su vida, o el derecho de esas personas a proteger sus secretos y su intimidad?

¿Tienen derecho aquellas personas a censurar al escritor en nombre de sus miedos, sus pudores, su sentido de la discreción y el honor?

¿Tiene derecho el escritor a contarlo todo, sus secretos y los de otros, en forma de ficción o, sin artificios ni trucos literarios, como memorias personales, aun a riesgo o a sabiendas de que, al hacerlo, provocará vergüenza, malestar o incomodidad en algunas de las personas expuestas o retratadas muy a su pesar?

Joaquín cree que un escritor no puede aspirar a construir una obra más o menos estimable ni original si impone sobre sí mismo, sobre su apetito creador, sobre su instinto artístico, sobre sus corazonadas literarias, la censura moral que muchos, sin comprender la naturaleza misma del oficio, le exigen: que no deberá nunca, en ningún caso, inspirarse en las personas que más influencia han tenido en su vida sentimental, que no deberá retratarlas ni exponerlas en su obra, que no deberá robarles sus secretos mejor guardados ni apropiarse de su intimidad, que no deberá saltar sobre ellas, en sus ficciones, crónicas o memorias, como un pirata ávido de tesoros escondidos. Joaquín cree que la buena literatura tiene que ser impúdica y transgresora, indiscreta y aguafiestas, osada e impertinente, y que los más grandes escritores, o los que él más admira, han sido formidables asaltantes de la intimidad (incluso de la intimidad de algunas personas que no conocieron, que vivieron en otro tiempo, una intimidad que se inventan impunemente sin cambiarles el nombre siquiera, con la licencia legítima de que toda novela histórica tiene más de novela que de historia) y que esos grandes artistas siempre se han servido, porque no podían evitarlo, de sus recuerdos más íntimos y desgarrados, que inevitablemente bordean, rozan y se entremezclan con la intimidad de aquellas personas que conocieron, para, usándolos como materia prima o combustible explosivo, encender el fuego sagrado de la literatura y echar a arder honores, reputaciones, decoros e imposturas de toda clase.

Joaquín cree por eso que aquel antiguo conflicto ético entre el derecho de un escritor a contar su vida (en forma de ficción o directamente de memorias) y el derecho de otras personas a proteger su intimidad, impidiendo que el escritor cuente su vida, sólo puede ser zanjado del modo en que triunfen, ante todo, el arte, la belleza y la más insolente verdad (o la oscura y quebradiza verdad que es la que se resigna a contar el escritor), y en que fracasen así las conspiraciones del silencio, de la chatura moral, del falso honor y las mentiras en el armario o bajo la alfombra, que son las que pregonan los defensores de esa curiosa decencia social que el escritor, si lo es de verdad, se verá obligado a dinamitar, aun a riesgo de quemarse las manos y el honor.


MEDIOCRIDAD

Me considero un hombre de éxito porque nunca pasé una noche en la cárcel. Mi mayor ambición es que no me arreste la policía.

El éxito para mí consiste en permanecer en libertad. Soy escritor porque no se me ocurre otra manera de ganar dinero quedándome en casa.

Salgo en televisión no por cariño al público sino para ganar suficiente dinero que me permita alejarme de él. Todos los escritores que he leído me parecen mejores que yo, especialmente aquellos que dicen no haberme leído o aquellos que dicen que soy un mal escritor. No creo en Dios, pero rezo por las dudas.

Lo hago sin convicción, como cuando compro un boleto de la lotería. Sólo me persigno sin dudarlo cuando estoy en un avión a punto de despegar.

Me siento un buen hijo si veo a mi madre tres veces al año: en navidad, en su cumpleaños y en el día de la madre.

Mi obligación como padre se limita a darles de comer a mis hijas, pero no a obligarlas a comer. No me siento obligado a vestirlas ni educarlas.

Si no aprenden nada en el colegio ni aprenden a vestirse, se parecerán más a mí y tal vez nos llevaremos mejor. No aspiro a tener amigos. Prefiero tener empleados. Me tratan con más cariño y no vienen a verme a la casa.

Mis enemigos no son muy distintos de mí. Me reconozco en ellos. Son mediocres como yo. Saben que no pueden ser mis amigos y se resignan a odiarme. Es mejor tener amigos que animales. No tengo que darles de comer ni recoger sus cacas. Pero mejor todavía es tener enemigos.

No tengo que verlos nunca y escriben de mí en el periódico. No me gusta hablar en inglés. Siento que estoy traduciéndome a mí mismo y nadie me paga por ese trabajo.

Me perdono olvidar los cumpleaños de mis familiares y mis amigos, pero no les perdono que se olviden del mío.

Me perdono no darles regalos, pero no que dejen de dármelos a mí. De niño quería ser futbolista, pero, como era malo jugando al fútbol, decidí ser árbitro para conocer a los futbolistas famosos. Después desistí porque me di cuenta de que a los árbitros a menudo les pegan. Si un libro mío se vende cien años después de mi muerte, habré triunfado. Si la edición es pirata, el triunfo será indiscutible.

Mi oficio es hablar. Me pagan por hablar. Me pagan incluso cuando estoy en silencio, escuchando. Es el mejor oficio del mundo. Te sientas, sonríes y hablas una hora o dos.

Ni siquiera tienes que saber lo que estás diciendo. Sólo tienes que hablar como si tuvieras la razón. No me gusta hablar por teléfono porque ya me acostumbré a que me paguen por hablar. Cuando hablo por teléfono, siento que alguien me estafa o que me queda debiendo dinero.

Si no me pagan, prefiero estar en silencio. No es que haga preguntas en televisión porque tenga curiosidad sino porque debo llenar los silencios. Si alguien me pagase por estar una hora sentado en silencio, dejaría de hacer preguntas.

Mi idea de la felicidad se reduce a cagar siempre en el baño de mi casa. Eso me obliga a pasar la mayor parte del tiempo en mi casa.

Por eso me hice escritor, para cagar en casa. No es cierto que se aprende mucho viajando. Se aprende más estando quieto en un lugar. Pero lo mejor es no aprender nada estando quieto en un lugar. En mi caso el colegio y la universidad no sirvieron para nada.

No recuerdo siquiera vagamente las cosas que me enseñaron. Las olvidé porque eran inútiles o porque soy un inútil. No me interesa que mis hijas vayan a la universidad y obtengan un grado académico. Me sentiría más orgulloso de ellas si no van a la universidad. Así no pierden su tiempo y me ahorran el dinero.

Mi única ilusión como padre es que mis hijas sean sexualmente felices, que es la única forma concreta de felicidad que conozco. Me alegro cuando alguien pierde dinero en la bolsa de valores, especialmente si es de mi familia y tiene más dinero que yo.

Cuando muera, sólo aspiro a no dejar deudas y a que ningún cura venga a mis funerales. No sé por qué tendría que querer especialmente a las personas que nacieron en el país en que nací, si ellas, que yo sepa, tampoco me quieren especialmente por esa razón ni por ninguna.

He ahorrado algún dinero porque comprar cosas o hacer negocios requiere un esfuerzo del que me siento incapaz. Todo lo que espero de la ropa es que sea suave, que no ajuste, que abrigue y que no sea roja o amarilla.

Si cumple esos requisitos, puedo ponerme cualquier cosa, incluso si tiene huecos, mejor aún si tiene huecos. Mis planes para el futuro son dormir todo lo que pueda, viajar lo menos posible y escribir sólo lo que sea inevitable. Cuando escribo una novela, sigo una técnica simple: llenar trescientas páginas con lo primero que se me ocurra, sin pensar mucho ni investigar nada.

La trama termina cuando me doy cuenta de que ya pasé las trescientas páginas. La nobleza no sirve para escribir.

El rencor me resulta más útil. Nunca seré un buen escritor. Prefiero ver un buen partido de fútbol que leer una buena novela. Prefiero ver un buen clásico que leer un clásico. Todos los escritores que ganan más dinero que yo son mis enemigos.

Por esa misma razón, todos los que ganan menos dinero que yo tienen derecho a considerarse mis enemigos. Por consiguiente, todos los escritores son mis enemigos. Compro el periódico para leer las defunciones con la esperanza de encontrar en ellas los nombres de mis enemigos.

Me he vuelto sexualmente pasivo no porque lo disfrute más sino porque ser activo es una responsabilidad histriónica que me abruma.

He bajado algo de peso porque me agobia salir a comprar la comida al mercado. La pereza es, aunque no lo parezca, una buena dieta. Me da igual verme más gordo o menos gordo porque no aspiro a que nadie me toque. Prefiero tocarme yo mismo.

Como lo hago a oscuras, no veo si estoy más gordo o menos gordo. No necesito que alguien me ame. Me basta con que me desee. No sé si me apenaría ser impotente.

No cambiaría mucho mi vida. Tendría un problema menos. Tratar de ser bueno es un esfuerzo. Ser egoísta me resulta más cómodo.

Admiro a la gente que se casa. Si pudiera, me divorciaría de mí mismo. Me alegra hacer una promesa sabiendo que voy a incumplirla.

No deja de sorprenderme que tanta gente incauta todavía crea en mí. Me gusta que me pidan plata para negarla con mentiras educadas y recordar el placer de sentirme mezquino.

Mi odio a los gatos se origina en la sospecha de que son más inteligentes que yo. No quisiera morirme sin envenenar a uno de los gatos del vecino que vienen a cagar en la puerta de mi casa.

No sueño con un mundo mejor. Sueño con dormir mejor. Cuando duermo mejor, el mundo me parece mejor.


LOS AMANTES CONTRARIADOS

Joaquín llega a Buenos Aires a pasar una semana con Martín. No se han visto en un mes. Al llegar al departamento, Joaquín trata de no hacer ruidos, pero Martín se despierta de todos modos.

Se abrazan. Martín quiere hacer el amor. Joaquín sólo quiere dormir. Ha sido un vuelo largo, está extenuado. Martín se queda triste, siente que ya no es como antes, cuando se conocieron. Joaquín duerme todo el día.

A la noche, de mejor humor, dice que quiere ir al cine. Martín dice que hace frío, que mejor se quedan viendo el programa de bailes en la televisión. Joaquín dice que prefiere ir al cine, que en ese caso irá solo. Martín se alista y lo acompaña. Van en taxi. Todavía no les han entregado el auto nuevo que han pagado hace dos meses.

Martín odia ir en taxi, odia que Joaquín hable con los conductores. Joaquín lo sabe y por eso va callado. Ven en función de medianoche una película policial, la historia de un asesino en serie.

Martín odia la película, dice que le da miedo, que le recuerda a su hermana enferma, a la muerte. Quiere irse del cine, pero Joaquín le pide que se quede hasta el final. Al salir, suben a un taxi. El chofer estornuda, tose, carraspea. Martín se cubre el rostro con el suéter. Es un asco, me está tosiendo en la cara, dice. No exageres, no es para tanto, le dice Joaquín.

Llegando a la casa, Joaquín le dice que hubiera preferido ir al cine solo. Martín cierra bruscamente la puerta de su cuarto y se va a dormir sin despedirse. Al día siguiente hace más frío. Joaquín despierta cansado, de mal humor. Va al oculista, necesita anteojos nuevos.

Martín lo acompaña, le dice: “No sé para qué venís a verme, si estás todo el día de mal humor”. Joaquín se queda en silencio, no le habla. Martín se va sin despedirse. A la tarde, después de la siesta, caminan al cine. Joaquín quiere ver una película sobre un hombre rico y malvado que le dispara a su mujer.

Martín no parece muy animado. Mientras caminan, le pregunta si algún día van a vivir juntos. Joaquín le dice que no sabe, que ya se verá más adelante. Martín se molesta y, llegando al cine, dice que prefiere irse. Se va sin despedirse. Joaquín ve la película a solas y la disfruta.

Saliendo del cine, encuentra a Martín, que lo espera. Se abrazan. La noche siguiente, Martín ya tiene el auto nuevo. Joaquín propone ir al cine a una función de medianoche. Quiere ver una película francesa, la vida de una cantante famosa.

Martín dice que hace frío, seis grados, cuatro de sensación térmica. Joaquín dice que nunca ha podido saber la diferencia entre la temperatura oficial y la sensación térmica y que, aunque haga frío, irá al cine de todos modos.

Como tiene el auto nuevo, Martín decide acompañarlo. Cuando llegan a la cochera, suena una alarma escandalosa. No saben desactivarla. No pueden sacar el auto. Lo intentan varias veces, pero la alarma los espanta. Se marchan derrotados. Van caminando a un restaurante oriental. La comida es cara y les cae mal.

Joaquín se queda triste, pensando que la noche se frustró porque ahora, con el auto nuevo, todo es más complicado. La vida era más simple cuando nos movíamos en taxi, piensa. Ahora hay que pagar cocheras, seguros, patentes, alarmas. Pero no dice nada porque no quiere otra pelea con Martín. El jueves Joaquín quiere ver un partido de fútbol en televisión pero no puede porque tiene que ir a un casamiento con Martín.

Es la boda de una amiga, que se casa en el hotel más elegante de la ciudad. Joaquín se niega a ir a la iglesia. Es agnóstico y no está dispuesto a hacer ese teatro religioso. Van a la fiesta. Tienen suerte: llegan tarde, pero justo en el momento en que están sirviendo el primer plato. La cena es espléndida. Joaquín conversa con sus vecinos de mesa, a quienes acaba de conocer. Martín está encantado.

Le dice a Joaquín que algún día le gustaría casarse allí con él. Joaquín le dice que él no se va a casar de nuevo (porque hace años estuvo casado con una mujer). Martín se queda triste, toma vino blanco, no habla con nadie. Joaquín habla con unos diseñadores de modas. Cuando ponen música disco, Martín dice para ir a bailar.

Joaquín dice que bailar es una vulgaridad. Martín piensa que Joaquín es un idiota. Va a bailar solo. Joaquín lo mira y piensa que Martín baila lindo. El viernes almuerzan con una amiga que ha llegado de Madrid. Joaquín le regala una de sus novelas porque ella cumplirá años en pocos días. No sabe qué firmarle.

Ella les ha contado que le divierte una expresión española: “total-sensacional”. Joaquín le escribe: “Eres total-sensacional. Con todo mi amor, J”. Martín lee la dedicatoria y piensa que Joaquín no ha debido escribir la palabra “amor”. Le molesta que Joaquín esté siempre tratando de seducir a las mujeres guapas, no importa si son sus amigas.

Cuando ella se va, se lo dice, le dice que no era apropiado escribirle “con todo mi amor” a una amiga. Joaquín le dice que no exagere, que es un amor de amigo, no un amor sexual. A la noche, después de la siesta, Joaquín dice que quiere ir a ver la película francesa que no pudieron ver la otra noche. También dice que están invitados a un musical.

Martín dice que prefiere ir al musical. Joaquín no tiene ganas de ir a un musical, pero cede. Van en el auto, oyendo el nuevo disco de Bosé. Se ríen con la canción de Bosé y Ricky Martin, cuando ambos cantan “yo me la como”, dando lugar a interpretaciones risueñas. Llegando a la calle Corrientes, sufren para encontrar un estacionamiento que no sea demasiado horrendo.

Entran al teatro. Joaquín dice que, si el musical es aburrido, se irán en media hora. Martín acepta. Pero, al comenzar, una de las actrices saluda a Joaquín, a quien ha reconocido desde el escenario. Joaquín le manda un beso volado. Luego susurra al oído de su amigo: “Nos jodimos, tenemos que quedarnos hasta el final”.

El musical dura dos horas. Se aburren. Joaquín piensa que debió ir a ver la película francesa, que hizo una concesión a su amigo y ahora se arrepiente. Saliendo del teatro, comen algo deprisa. Joaquín insiste en ir a ver la película francesa a la una de la mañana. Martín tiene frío y está cansado, pero cede. Ya en la sala, se queja, se mueve mucho, bosteza, dice que está quedándose dormido.

A mitad de la película, Joaquín dice que mejor se van. Su amigo acepta encantado. Pero Joaquín se queda triste porque no pudo terminar de ver la película. Suben al auto. Joaquín prefiere manejar porque Martín se cae de sueño.

Maneja rápido, demasiado rápido para su amigo, que se queja. Joaquín no le hace caso, va a toda prisa. Martín está en silencio, ofuscado. Llegando a la casa, Martín se va a dormir. Se despiden fríamente. Joaquín hace maletas, llama a un taxi, duerme apenas una hora y sale al aeropuerto.

Antes de salir, escribe una nota que dice: “Gracias por todo. Nos vemos en un mes. Besos”. Camino al aeropuerto, le dice al chofer que lo lleve a un hotel en el centro. Va a quedarse unos días secretamente en la ciudad. Quiere estar solo. Quiere ver muchas películas. No quiere hablar con nadie.


EL ACTOR Y EL ESCRITOR

El actor y el escritor se conocen cuando son muy jóvenes y, sin embargo, ya famosos. El actor es famoso porque sale en telenovelas. El escritor es famoso porque hace entrevistas en televisión. Sólo son famosos en su país de origen, pero ellos se sienten famosos y caminan como famosos. El escritor entrevista al actor en televisión. Se hacen amigos. Se hacen amantes. Son amantes a escondidas porque tienen miedo de que la gente que los ve en televisión deje de verlos si lo sabe.

Nadie sabe que son amantes, ni siquiera sus amigos, sus familias ni, por supuesto, sus novias. El actor ha sido amante de otros hombres.

Es más joven que el escritor, pero tiene más experiencia en el amor a los hombres. También tiene más experiencia en ocultar ese amor. Por eso suele viajar a ciertos países donde puede permitirse amar a otros hombres sin que se enteren en la ciudad en la que vive, donde tiene fama de mujeriego.

El escritor no tiene fama de mujeriego, pero ciertas mujeres lo persiguen porque les inspira ternura. Ha tratado de enamorarse de una mujer, pero todavía no lo ha conseguido porque sus primeras experiencias con mujeres fueron traumáticas y porque cree que sólo podrá enamorarse de un hombre. El actor es su primer hombre. Se entrega a él. Se enamora de él. Siente que ninguna mujer podría gustarle como él.

El actor y el escritor son amantes furtivos. No viven juntos. Viven cerca. Se ven muy tarde en la noche, después de trabajar, después de estar con sus novias. Tienen miedo de que alguien los descubra. Pero no pueden dejar de verse. Tal vez están enamorados y no lo saben. Tal vez no están enamorados y lo que los atrae es la complicidad que surge del secreto que los une. El escritor le promete que algún día escribirá una película en la que el actor será la estrella. El actor se ríe, no le cree.

El actor le confiesa que su sueño es ser un cantante famoso. El escritor le cree. El escritor le dice que quiere irse a otro país y vivir con él sin tener que ocultar el secreto. El actor le dice que eso es imposible, que nunca podrán vivir juntos y amarse sin esconderlo. El escritor se cansa de vivir mintiendo y se va a vivir a otro país. Se siente libre, pero extraña al actor. Le pide que vaya a vivir con él. El actor va a visitarlo, pero vuelve a su país. Le da miedo romper el secreto. Cree que si la gente se entera de que le gustan los hombres, se quedará sin trabajo, dejarán de ofrecerle papeles en la televisión.

El escritor le dice que está equivocado, que le ofrecerán papeles más interesantes, pero el actor no le cree. El escritor se muda a una ciudad más fría. No quiere volver a la televisión. Tiene unos ahorros. Puede escribir. Escribe. Escribe de las cosas que más le duelen. Escribe del amor a los hombres. Escribe del hombre al que amó, el actor.

Cambia los nombres, lo presenta como una novela, pero, cuando el libro es publicado, mucha gente en su país reconoce al actor y al escritor que están tan obviamente agazapados tras los personajes ficticios que los encubren mal. El escritor ha roto el secreto. El actor se siente traicionado. Todos saben o sospechan que fueron amantes. El escritor aclara que el libro es ficción, pero nadie le cree, la gente no es tonta.

El actor se esconde, no da entrevistas, niega todo, odia al escritor, al que considera malvado y traidor. El escritor se casa y tiene hijos. El actor se casa y tiene hijos. El escritor se divorcia y reconoce que le gustan los hombres. El actor se divorcia y no reconoce que le gustan los hombres.

El escritor tiene cierto éxito, a pesar de que reconoce que le gustan los hombres o debido a eso.

El actor tiene cierto éxito, a pesar de que no reconoce que le gustan los hombres o debido a eso.

El escritor publica varios libros en los que aparece la sombra del actor. El actor le dice a la prensa que no ha leído esos libros. El escritor sabe que es mentira. No pocos años pasan sin que se vean o se escriban o se hablen. En realidad se han visto alguna vez en un aeropuerto, pero se han ignorado.

El actor está más gordo, se deja barba, tiene fama de alcohólico y depresivo, deja amantes despechados en varios países. El escritor está más gordo, escribe peor, tiene fama de drogadicto y ermitaño, se pelea con las pocas personas que todavía lo quieren. Cuando publica una nueva novela, el escritor va a un programa de televisión. Le preguntan por el actor. Dice que fueron amantes, que lo recuerda con cariño, que lo extraña, que le gustaría volver a verlo. Es un escándalo, uno más en su carrera.

Tiempo después, el actor le escribe un correo electrónico. Le dice que quiere verlo. Le da su teléfono. El escritor lo llama. Hablan por fin. Se hablan con cariño. Han pasado casi veinte años y están hablando con la complicidad de cuando eran amantes. Quieren verse. Necesitan verse.

Acuerdan verse al día siguiente, viernes, en el departamento del escritor. El escritor le dice que lo llamará para darle la dirección. El actor le dice que estará esperando la llamada. Al día siguiente, viernes, el escritor decide no llamarlo. No tiene una razón para no llamarlo. Quiere verlo. Pero decide no llamarlo. Quizá lo hace porque ama a otro hombre y no quiere engañarlo, no quiere hacer nada que pueda lastimarlo o poner en peligro ese amor. Quizá lo hace porque es cruel.

El actor se queda esperando la llamada. A medianoche, le escribe un correo electrónico lleno de insultos. El escritor se sorprende del odio que recorre esas palabras. Le contesta que tuvo un día complicado, que por eso no lo llamó, pero que nada justifica los insultos y que es mejor que no se vean si todavía hay tanto odio. Pasan no pocos años sin que se vean o se escriban o se hablen.

Un reportero le pregunta al actor si algún día irá al programa de televisión del escritor. El actor se enfurece, trata mal al reportero, se niega a contestar. El reportero y sus colegas van con el cuento donde el escritor. Le dicen que el actor se molesta cuando mencionan su nombre.

El escritor les dice que siempre recordará con cariño al actor, que alguna vez fueron amigos muy íntimos y que le encantaría volver a verlo. El reportero y sus colegas van con el cuento donde el actor. (Veinte años atrás, el actor y el escritor hablaban desnudos en una cama, fumando marihuana. Ahora se mandan mensajes con reporteros de espectáculos).

El actor responde que no quiere ver más al escritor, que no lo considera su amigo, que nunca fue su amigo muy íntimo ni íntimo ni nada. El escritor enciende la televisión y ve al actor cantando en una publicidad de detergentes.

Luego viaja y se reúne con su novio, el hombre al que ama. Su novio, que es muy cínico, le dice: -Qué raro. No tiene huevos para salir del closet, pero sí para hacer un comercial de detergentes. El escritor se ríe y piensa que algún día escribirá una película en la que el actor será la estrella. O que ambos harán un comercial de detergentes.