30/11/07

EL LADRON DE LA INTIMIDAD

Joaquín es escritor. Escribe novelas y crónicas. En ellas suele escribir sobre su intimidad. No le interesa escribir sobre lo que no conoce o lo que no le toca el corazón.

Sólo escribe de lo que conoce, lo que ha vivido, lo que ha dejado una huella más honda en su memoria.

Al hacerlo, escribe también, es inevitable, sobre las personas que más influencia han tenido en su vida sentimental, con las que ha compartido alguna forma, apacible o peligrosa, de intimidad: sus padres, sus amigos, sus amantes, la gente que ha estado en su vida y ha dejado un recuerdo poderoso, imborrable en él.

Joaquín no sabe escribir de otra manera, no quiere escribir de otra manera. No le interesa escribir sobre vidas que no conoce, sobre conflictos que no son los suyos, sobre temas que no le duelen u obsesionan, sobre desconocidos imaginarios, personajes de cartón, criaturas sin alma que no despiertan ninguna emoción en él.

Joaquín siente que, como escritor, tiene derecho a contar su vida, su intimidad, sus recuerdos más perturbadores.

No ignora que, al hacerlo, distorsiona su pasado, lo afea o embellece, lo corrompe y exagera, se inventa una vida ficticia que no ha vivido del modo más o menos afiebrado en que la narra, pero que tal vez le hubiera gustado vivir.

Por eso, la intimidad que cuenta en sus novelas y sus crónicas es la suya y no es la suya, porque se basa en su vida, pero no es, en rigor, la que ha vivido sino la que cree o recuerda haber vivido, que ya no es lo mismo, porque la memoria y el tiempo conspiran minuciosamente contra la verdad, y la que luego escribe, fabula o fantasea a partir de esos recuerdos, termina siendo una cosa completamente distinta, mejor o peor, generalmente peor, de lo que en realidad vivió.

Sin embargo, muchas de las personas que, por culpa del destino o porque así lo han querido, han visto sus vidas confundidas con la de Joaquín -sus familiares, sus amigos, sus amantes, sus compañeros de trabajo- creen que no tenía derecho a contar esas cosas tan privadas, aquellos secretos más o menos inconfesables, unos asuntos contrariados o felices, que, piensan ellas, pertenecían al ámbito de su intimidad y que, al recrearlos y publicarlos en la forma de una novela o una crónica, él ha expuesto indebidamente, faltando al pudor, a la discreción y al respeto a una sacrosanta privacidad que esas personas sienten que ha sido violentada, traicionada y, peor aún, falseada, porque, en efecto, las cosas que cuenta Joaquín no son como ellas las recuerdan sino como él, arbitraria y caprichosamente, se ha inventado.

Desde que publicó su primera novela hasta la última de sus crónicas, a Joaquín le han hecho ese reproche, le han enrostrado aquel reclamo airado: “No tenías derecho a contar mis intimidades”.

Se lo han dicho, en tono más o menos áspero, en público o en privado, sus padres, algunos de sus hermanos, la mujer a la que más amó, ciertos parientes de esa mujer, sus amantes reales o imaginarios, los amigos que perdió, las mujeres a las que intentó amar, el primer hombre con el que hizo el amor.

Esas personas han sentido que Joaquín, en su afán obstinado de ser un escritor, las ha traicionado, ha asaltado y saqueado, con espíritu desalmado de corsario, los tesoros más valiosos de su intimidad, aquellos secretos mejor guardados, sus peores miserias y vergüenzas, y que se ha convertido por eso en un pirata y un traidor, en un refinado asaltante de intimidades. Joaquín nunca sabe qué responder cuando le hacen ese reproche.

Por lo general dice secamente: “Un escritor tiene que contar su vida”. Entonces es frecuente que algunas de las personas afectadas le digan: “Pero estás contando mi vida sin pedirme permiso”. Joaquín, si tiene valor, tal vez responde o quisiera responder: “Pero tu vida o tu intimidad, cuando se cruza con la mía, es también mi vida o mi intimidad”.

Después, cuando se queda a solas, a menudo abatido por la culpa, se plantea una cuestión ética que no le parece simple a primera vista:

¿Quién es más dueño de aquella intimidad compartida, el escritor impúdico que la airea o las personas que tuvieron la suerte o la desdicha de conocerlo y enredarse con él?

¿Qué derecho debería prevalecer, el del escritor a contar su vida y por consiguiente las de aquellas personas que estuvieron, por azar o por elección, en su vida, o el derecho de esas personas a proteger sus secretos y su intimidad?

¿Tienen derecho aquellas personas a censurar al escritor en nombre de sus miedos, sus pudores, su sentido de la discreción y el honor?

¿Tiene derecho el escritor a contarlo todo, sus secretos y los de otros, en forma de ficción o, sin artificios ni trucos literarios, como memorias personales, aun a riesgo o a sabiendas de que, al hacerlo, provocará vergüenza, malestar o incomodidad en algunas de las personas expuestas o retratadas muy a su pesar?

Joaquín cree que un escritor no puede aspirar a construir una obra más o menos estimable ni original si impone sobre sí mismo, sobre su apetito creador, sobre su instinto artístico, sobre sus corazonadas literarias, la censura moral que muchos, sin comprender la naturaleza misma del oficio, le exigen: que no deberá nunca, en ningún caso, inspirarse en las personas que más influencia han tenido en su vida sentimental, que no deberá retratarlas ni exponerlas en su obra, que no deberá robarles sus secretos mejor guardados ni apropiarse de su intimidad, que no deberá saltar sobre ellas, en sus ficciones, crónicas o memorias, como un pirata ávido de tesoros escondidos. Joaquín cree que la buena literatura tiene que ser impúdica y transgresora, indiscreta y aguafiestas, osada e impertinente, y que los más grandes escritores, o los que él más admira, han sido formidables asaltantes de la intimidad (incluso de la intimidad de algunas personas que no conocieron, que vivieron en otro tiempo, una intimidad que se inventan impunemente sin cambiarles el nombre siquiera, con la licencia legítima de que toda novela histórica tiene más de novela que de historia) y que esos grandes artistas siempre se han servido, porque no podían evitarlo, de sus recuerdos más íntimos y desgarrados, que inevitablemente bordean, rozan y se entremezclan con la intimidad de aquellas personas que conocieron, para, usándolos como materia prima o combustible explosivo, encender el fuego sagrado de la literatura y echar a arder honores, reputaciones, decoros e imposturas de toda clase.

Joaquín cree por eso que aquel antiguo conflicto ético entre el derecho de un escritor a contar su vida (en forma de ficción o directamente de memorias) y el derecho de otras personas a proteger su intimidad, impidiendo que el escritor cuente su vida, sólo puede ser zanjado del modo en que triunfen, ante todo, el arte, la belleza y la más insolente verdad (o la oscura y quebradiza verdad que es la que se resigna a contar el escritor), y en que fracasen así las conspiraciones del silencio, de la chatura moral, del falso honor y las mentiras en el armario o bajo la alfombra, que son las que pregonan los defensores de esa curiosa decencia social que el escritor, si lo es de verdad, se verá obligado a dinamitar, aun a riesgo de quemarse las manos y el honor.


MEDIOCRIDAD

Me considero un hombre de éxito porque nunca pasé una noche en la cárcel. Mi mayor ambición es que no me arreste la policía.

El éxito para mí consiste en permanecer en libertad. Soy escritor porque no se me ocurre otra manera de ganar dinero quedándome en casa.

Salgo en televisión no por cariño al público sino para ganar suficiente dinero que me permita alejarme de él. Todos los escritores que he leído me parecen mejores que yo, especialmente aquellos que dicen no haberme leído o aquellos que dicen que soy un mal escritor. No creo en Dios, pero rezo por las dudas.

Lo hago sin convicción, como cuando compro un boleto de la lotería. Sólo me persigno sin dudarlo cuando estoy en un avión a punto de despegar.

Me siento un buen hijo si veo a mi madre tres veces al año: en navidad, en su cumpleaños y en el día de la madre.

Mi obligación como padre se limita a darles de comer a mis hijas, pero no a obligarlas a comer. No me siento obligado a vestirlas ni educarlas.

Si no aprenden nada en el colegio ni aprenden a vestirse, se parecerán más a mí y tal vez nos llevaremos mejor. No aspiro a tener amigos. Prefiero tener empleados. Me tratan con más cariño y no vienen a verme a la casa.

Mis enemigos no son muy distintos de mí. Me reconozco en ellos. Son mediocres como yo. Saben que no pueden ser mis amigos y se resignan a odiarme. Es mejor tener amigos que animales. No tengo que darles de comer ni recoger sus cacas. Pero mejor todavía es tener enemigos.

No tengo que verlos nunca y escriben de mí en el periódico. No me gusta hablar en inglés. Siento que estoy traduciéndome a mí mismo y nadie me paga por ese trabajo.

Me perdono olvidar los cumpleaños de mis familiares y mis amigos, pero no les perdono que se olviden del mío.

Me perdono no darles regalos, pero no que dejen de dármelos a mí. De niño quería ser futbolista, pero, como era malo jugando al fútbol, decidí ser árbitro para conocer a los futbolistas famosos. Después desistí porque me di cuenta de que a los árbitros a menudo les pegan. Si un libro mío se vende cien años después de mi muerte, habré triunfado. Si la edición es pirata, el triunfo será indiscutible.

Mi oficio es hablar. Me pagan por hablar. Me pagan incluso cuando estoy en silencio, escuchando. Es el mejor oficio del mundo. Te sientas, sonríes y hablas una hora o dos.

Ni siquiera tienes que saber lo que estás diciendo. Sólo tienes que hablar como si tuvieras la razón. No me gusta hablar por teléfono porque ya me acostumbré a que me paguen por hablar. Cuando hablo por teléfono, siento que alguien me estafa o que me queda debiendo dinero.

Si no me pagan, prefiero estar en silencio. No es que haga preguntas en televisión porque tenga curiosidad sino porque debo llenar los silencios. Si alguien me pagase por estar una hora sentado en silencio, dejaría de hacer preguntas.

Mi idea de la felicidad se reduce a cagar siempre en el baño de mi casa. Eso me obliga a pasar la mayor parte del tiempo en mi casa.

Por eso me hice escritor, para cagar en casa. No es cierto que se aprende mucho viajando. Se aprende más estando quieto en un lugar. Pero lo mejor es no aprender nada estando quieto en un lugar. En mi caso el colegio y la universidad no sirvieron para nada.

No recuerdo siquiera vagamente las cosas que me enseñaron. Las olvidé porque eran inútiles o porque soy un inútil. No me interesa que mis hijas vayan a la universidad y obtengan un grado académico. Me sentiría más orgulloso de ellas si no van a la universidad. Así no pierden su tiempo y me ahorran el dinero.

Mi única ilusión como padre es que mis hijas sean sexualmente felices, que es la única forma concreta de felicidad que conozco. Me alegro cuando alguien pierde dinero en la bolsa de valores, especialmente si es de mi familia y tiene más dinero que yo.

Cuando muera, sólo aspiro a no dejar deudas y a que ningún cura venga a mis funerales. No sé por qué tendría que querer especialmente a las personas que nacieron en el país en que nací, si ellas, que yo sepa, tampoco me quieren especialmente por esa razón ni por ninguna.

He ahorrado algún dinero porque comprar cosas o hacer negocios requiere un esfuerzo del que me siento incapaz. Todo lo que espero de la ropa es que sea suave, que no ajuste, que abrigue y que no sea roja o amarilla.

Si cumple esos requisitos, puedo ponerme cualquier cosa, incluso si tiene huecos, mejor aún si tiene huecos. Mis planes para el futuro son dormir todo lo que pueda, viajar lo menos posible y escribir sólo lo que sea inevitable. Cuando escribo una novela, sigo una técnica simple: llenar trescientas páginas con lo primero que se me ocurra, sin pensar mucho ni investigar nada.

La trama termina cuando me doy cuenta de que ya pasé las trescientas páginas. La nobleza no sirve para escribir.

El rencor me resulta más útil. Nunca seré un buen escritor. Prefiero ver un buen partido de fútbol que leer una buena novela. Prefiero ver un buen clásico que leer un clásico. Todos los escritores que ganan más dinero que yo son mis enemigos.

Por esa misma razón, todos los que ganan menos dinero que yo tienen derecho a considerarse mis enemigos. Por consiguiente, todos los escritores son mis enemigos. Compro el periódico para leer las defunciones con la esperanza de encontrar en ellas los nombres de mis enemigos.

Me he vuelto sexualmente pasivo no porque lo disfrute más sino porque ser activo es una responsabilidad histriónica que me abruma.

He bajado algo de peso porque me agobia salir a comprar la comida al mercado. La pereza es, aunque no lo parezca, una buena dieta. Me da igual verme más gordo o menos gordo porque no aspiro a que nadie me toque. Prefiero tocarme yo mismo.

Como lo hago a oscuras, no veo si estoy más gordo o menos gordo. No necesito que alguien me ame. Me basta con que me desee. No sé si me apenaría ser impotente.

No cambiaría mucho mi vida. Tendría un problema menos. Tratar de ser bueno es un esfuerzo. Ser egoísta me resulta más cómodo.

Admiro a la gente que se casa. Si pudiera, me divorciaría de mí mismo. Me alegra hacer una promesa sabiendo que voy a incumplirla.

No deja de sorprenderme que tanta gente incauta todavía crea en mí. Me gusta que me pidan plata para negarla con mentiras educadas y recordar el placer de sentirme mezquino.

Mi odio a los gatos se origina en la sospecha de que son más inteligentes que yo. No quisiera morirme sin envenenar a uno de los gatos del vecino que vienen a cagar en la puerta de mi casa.

No sueño con un mundo mejor. Sueño con dormir mejor. Cuando duermo mejor, el mundo me parece mejor.


LOS AMANTES CONTRARIADOS

Joaquín llega a Buenos Aires a pasar una semana con Martín. No se han visto en un mes. Al llegar al departamento, Joaquín trata de no hacer ruidos, pero Martín se despierta de todos modos.

Se abrazan. Martín quiere hacer el amor. Joaquín sólo quiere dormir. Ha sido un vuelo largo, está extenuado. Martín se queda triste, siente que ya no es como antes, cuando se conocieron. Joaquín duerme todo el día.

A la noche, de mejor humor, dice que quiere ir al cine. Martín dice que hace frío, que mejor se quedan viendo el programa de bailes en la televisión. Joaquín dice que prefiere ir al cine, que en ese caso irá solo. Martín se alista y lo acompaña. Van en taxi. Todavía no les han entregado el auto nuevo que han pagado hace dos meses.

Martín odia ir en taxi, odia que Joaquín hable con los conductores. Joaquín lo sabe y por eso va callado. Ven en función de medianoche una película policial, la historia de un asesino en serie.

Martín odia la película, dice que le da miedo, que le recuerda a su hermana enferma, a la muerte. Quiere irse del cine, pero Joaquín le pide que se quede hasta el final. Al salir, suben a un taxi. El chofer estornuda, tose, carraspea. Martín se cubre el rostro con el suéter. Es un asco, me está tosiendo en la cara, dice. No exageres, no es para tanto, le dice Joaquín.

Llegando a la casa, Joaquín le dice que hubiera preferido ir al cine solo. Martín cierra bruscamente la puerta de su cuarto y se va a dormir sin despedirse. Al día siguiente hace más frío. Joaquín despierta cansado, de mal humor. Va al oculista, necesita anteojos nuevos.

Martín lo acompaña, le dice: “No sé para qué venís a verme, si estás todo el día de mal humor”. Joaquín se queda en silencio, no le habla. Martín se va sin despedirse. A la tarde, después de la siesta, caminan al cine. Joaquín quiere ver una película sobre un hombre rico y malvado que le dispara a su mujer.

Martín no parece muy animado. Mientras caminan, le pregunta si algún día van a vivir juntos. Joaquín le dice que no sabe, que ya se verá más adelante. Martín se molesta y, llegando al cine, dice que prefiere irse. Se va sin despedirse. Joaquín ve la película a solas y la disfruta.

Saliendo del cine, encuentra a Martín, que lo espera. Se abrazan. La noche siguiente, Martín ya tiene el auto nuevo. Joaquín propone ir al cine a una función de medianoche. Quiere ver una película francesa, la vida de una cantante famosa.

Martín dice que hace frío, seis grados, cuatro de sensación térmica. Joaquín dice que nunca ha podido saber la diferencia entre la temperatura oficial y la sensación térmica y que, aunque haga frío, irá al cine de todos modos.

Como tiene el auto nuevo, Martín decide acompañarlo. Cuando llegan a la cochera, suena una alarma escandalosa. No saben desactivarla. No pueden sacar el auto. Lo intentan varias veces, pero la alarma los espanta. Se marchan derrotados. Van caminando a un restaurante oriental. La comida es cara y les cae mal.

Joaquín se queda triste, pensando que la noche se frustró porque ahora, con el auto nuevo, todo es más complicado. La vida era más simple cuando nos movíamos en taxi, piensa. Ahora hay que pagar cocheras, seguros, patentes, alarmas. Pero no dice nada porque no quiere otra pelea con Martín. El jueves Joaquín quiere ver un partido de fútbol en televisión pero no puede porque tiene que ir a un casamiento con Martín.

Es la boda de una amiga, que se casa en el hotel más elegante de la ciudad. Joaquín se niega a ir a la iglesia. Es agnóstico y no está dispuesto a hacer ese teatro religioso. Van a la fiesta. Tienen suerte: llegan tarde, pero justo en el momento en que están sirviendo el primer plato. La cena es espléndida. Joaquín conversa con sus vecinos de mesa, a quienes acaba de conocer. Martín está encantado.

Le dice a Joaquín que algún día le gustaría casarse allí con él. Joaquín le dice que él no se va a casar de nuevo (porque hace años estuvo casado con una mujer). Martín se queda triste, toma vino blanco, no habla con nadie. Joaquín habla con unos diseñadores de modas. Cuando ponen música disco, Martín dice para ir a bailar.

Joaquín dice que bailar es una vulgaridad. Martín piensa que Joaquín es un idiota. Va a bailar solo. Joaquín lo mira y piensa que Martín baila lindo. El viernes almuerzan con una amiga que ha llegado de Madrid. Joaquín le regala una de sus novelas porque ella cumplirá años en pocos días. No sabe qué firmarle.

Ella les ha contado que le divierte una expresión española: “total-sensacional”. Joaquín le escribe: “Eres total-sensacional. Con todo mi amor, J”. Martín lee la dedicatoria y piensa que Joaquín no ha debido escribir la palabra “amor”. Le molesta que Joaquín esté siempre tratando de seducir a las mujeres guapas, no importa si son sus amigas.

Cuando ella se va, se lo dice, le dice que no era apropiado escribirle “con todo mi amor” a una amiga. Joaquín le dice que no exagere, que es un amor de amigo, no un amor sexual. A la noche, después de la siesta, Joaquín dice que quiere ir a ver la película francesa que no pudieron ver la otra noche. También dice que están invitados a un musical.

Martín dice que prefiere ir al musical. Joaquín no tiene ganas de ir a un musical, pero cede. Van en el auto, oyendo el nuevo disco de Bosé. Se ríen con la canción de Bosé y Ricky Martin, cuando ambos cantan “yo me la como”, dando lugar a interpretaciones risueñas. Llegando a la calle Corrientes, sufren para encontrar un estacionamiento que no sea demasiado horrendo.

Entran al teatro. Joaquín dice que, si el musical es aburrido, se irán en media hora. Martín acepta. Pero, al comenzar, una de las actrices saluda a Joaquín, a quien ha reconocido desde el escenario. Joaquín le manda un beso volado. Luego susurra al oído de su amigo: “Nos jodimos, tenemos que quedarnos hasta el final”.

El musical dura dos horas. Se aburren. Joaquín piensa que debió ir a ver la película francesa, que hizo una concesión a su amigo y ahora se arrepiente. Saliendo del teatro, comen algo deprisa. Joaquín insiste en ir a ver la película francesa a la una de la mañana. Martín tiene frío y está cansado, pero cede. Ya en la sala, se queja, se mueve mucho, bosteza, dice que está quedándose dormido.

A mitad de la película, Joaquín dice que mejor se van. Su amigo acepta encantado. Pero Joaquín se queda triste porque no pudo terminar de ver la película. Suben al auto. Joaquín prefiere manejar porque Martín se cae de sueño.

Maneja rápido, demasiado rápido para su amigo, que se queja. Joaquín no le hace caso, va a toda prisa. Martín está en silencio, ofuscado. Llegando a la casa, Martín se va a dormir. Se despiden fríamente. Joaquín hace maletas, llama a un taxi, duerme apenas una hora y sale al aeropuerto.

Antes de salir, escribe una nota que dice: “Gracias por todo. Nos vemos en un mes. Besos”. Camino al aeropuerto, le dice al chofer que lo lleve a un hotel en el centro. Va a quedarse unos días secretamente en la ciudad. Quiere estar solo. Quiere ver muchas películas. No quiere hablar con nadie.


EL ACTOR Y EL ESCRITOR

El actor y el escritor se conocen cuando son muy jóvenes y, sin embargo, ya famosos. El actor es famoso porque sale en telenovelas. El escritor es famoso porque hace entrevistas en televisión. Sólo son famosos en su país de origen, pero ellos se sienten famosos y caminan como famosos. El escritor entrevista al actor en televisión. Se hacen amigos. Se hacen amantes. Son amantes a escondidas porque tienen miedo de que la gente que los ve en televisión deje de verlos si lo sabe.

Nadie sabe que son amantes, ni siquiera sus amigos, sus familias ni, por supuesto, sus novias. El actor ha sido amante de otros hombres.

Es más joven que el escritor, pero tiene más experiencia en el amor a los hombres. También tiene más experiencia en ocultar ese amor. Por eso suele viajar a ciertos países donde puede permitirse amar a otros hombres sin que se enteren en la ciudad en la que vive, donde tiene fama de mujeriego.

El escritor no tiene fama de mujeriego, pero ciertas mujeres lo persiguen porque les inspira ternura. Ha tratado de enamorarse de una mujer, pero todavía no lo ha conseguido porque sus primeras experiencias con mujeres fueron traumáticas y porque cree que sólo podrá enamorarse de un hombre. El actor es su primer hombre. Se entrega a él. Se enamora de él. Siente que ninguna mujer podría gustarle como él.

El actor y el escritor son amantes furtivos. No viven juntos. Viven cerca. Se ven muy tarde en la noche, después de trabajar, después de estar con sus novias. Tienen miedo de que alguien los descubra. Pero no pueden dejar de verse. Tal vez están enamorados y no lo saben. Tal vez no están enamorados y lo que los atrae es la complicidad que surge del secreto que los une. El escritor le promete que algún día escribirá una película en la que el actor será la estrella. El actor se ríe, no le cree.

El actor le confiesa que su sueño es ser un cantante famoso. El escritor le cree. El escritor le dice que quiere irse a otro país y vivir con él sin tener que ocultar el secreto. El actor le dice que eso es imposible, que nunca podrán vivir juntos y amarse sin esconderlo. El escritor se cansa de vivir mintiendo y se va a vivir a otro país. Se siente libre, pero extraña al actor. Le pide que vaya a vivir con él. El actor va a visitarlo, pero vuelve a su país. Le da miedo romper el secreto. Cree que si la gente se entera de que le gustan los hombres, se quedará sin trabajo, dejarán de ofrecerle papeles en la televisión.

El escritor le dice que está equivocado, que le ofrecerán papeles más interesantes, pero el actor no le cree. El escritor se muda a una ciudad más fría. No quiere volver a la televisión. Tiene unos ahorros. Puede escribir. Escribe. Escribe de las cosas que más le duelen. Escribe del amor a los hombres. Escribe del hombre al que amó, el actor.

Cambia los nombres, lo presenta como una novela, pero, cuando el libro es publicado, mucha gente en su país reconoce al actor y al escritor que están tan obviamente agazapados tras los personajes ficticios que los encubren mal. El escritor ha roto el secreto. El actor se siente traicionado. Todos saben o sospechan que fueron amantes. El escritor aclara que el libro es ficción, pero nadie le cree, la gente no es tonta.

El actor se esconde, no da entrevistas, niega todo, odia al escritor, al que considera malvado y traidor. El escritor se casa y tiene hijos. El actor se casa y tiene hijos. El escritor se divorcia y reconoce que le gustan los hombres. El actor se divorcia y no reconoce que le gustan los hombres.

El escritor tiene cierto éxito, a pesar de que reconoce que le gustan los hombres o debido a eso.

El actor tiene cierto éxito, a pesar de que no reconoce que le gustan los hombres o debido a eso.

El escritor publica varios libros en los que aparece la sombra del actor. El actor le dice a la prensa que no ha leído esos libros. El escritor sabe que es mentira. No pocos años pasan sin que se vean o se escriban o se hablen. En realidad se han visto alguna vez en un aeropuerto, pero se han ignorado.

El actor está más gordo, se deja barba, tiene fama de alcohólico y depresivo, deja amantes despechados en varios países. El escritor está más gordo, escribe peor, tiene fama de drogadicto y ermitaño, se pelea con las pocas personas que todavía lo quieren. Cuando publica una nueva novela, el escritor va a un programa de televisión. Le preguntan por el actor. Dice que fueron amantes, que lo recuerda con cariño, que lo extraña, que le gustaría volver a verlo. Es un escándalo, uno más en su carrera.

Tiempo después, el actor le escribe un correo electrónico. Le dice que quiere verlo. Le da su teléfono. El escritor lo llama. Hablan por fin. Se hablan con cariño. Han pasado casi veinte años y están hablando con la complicidad de cuando eran amantes. Quieren verse. Necesitan verse.

Acuerdan verse al día siguiente, viernes, en el departamento del escritor. El escritor le dice que lo llamará para darle la dirección. El actor le dice que estará esperando la llamada. Al día siguiente, viernes, el escritor decide no llamarlo. No tiene una razón para no llamarlo. Quiere verlo. Pero decide no llamarlo. Quizá lo hace porque ama a otro hombre y no quiere engañarlo, no quiere hacer nada que pueda lastimarlo o poner en peligro ese amor. Quizá lo hace porque es cruel.

El actor se queda esperando la llamada. A medianoche, le escribe un correo electrónico lleno de insultos. El escritor se sorprende del odio que recorre esas palabras. Le contesta que tuvo un día complicado, que por eso no lo llamó, pero que nada justifica los insultos y que es mejor que no se vean si todavía hay tanto odio. Pasan no pocos años sin que se vean o se escriban o se hablen.

Un reportero le pregunta al actor si algún día irá al programa de televisión del escritor. El actor se enfurece, trata mal al reportero, se niega a contestar. El reportero y sus colegas van con el cuento donde el escritor. Le dicen que el actor se molesta cuando mencionan su nombre.

El escritor les dice que siempre recordará con cariño al actor, que alguna vez fueron amigos muy íntimos y que le encantaría volver a verlo. El reportero y sus colegas van con el cuento donde el actor. (Veinte años atrás, el actor y el escritor hablaban desnudos en una cama, fumando marihuana. Ahora se mandan mensajes con reporteros de espectáculos).

El actor responde que no quiere ver más al escritor, que no lo considera su amigo, que nunca fue su amigo muy íntimo ni íntimo ni nada. El escritor enciende la televisión y ve al actor cantando en una publicidad de detergentes.

Luego viaja y se reúne con su novio, el hombre al que ama. Su novio, que es muy cínico, le dice: -Qué raro. No tiene huevos para salir del closet, pero sí para hacer un comercial de detergentes. El escritor se ríe y piensa que algún día escribirá una película en la que el actor será la estrella. O que ambos harán un comercial de detergentes.

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