30/11/07

LA SUMA DE LOS DÍAS

Lunes, ocho de la mañana. Las niñas se fueron al colegio. Paolo, el chofer, me recuerda que las llantas de la camioneta están muy gastadas y hay que cambiarlas. Le pregunto cuánto me va a costar. Me enseña un papel con la cifra anotada. Le digo que no llevo esa cantidad conmigo, que le daré el dinero en una semana, cuando regrese. Subo al taxi y voy al aeropuerto. Miércoles, medianoche. Sofía está manejando mi camioneta porque ha dejado la suya en el taller. Una llanta se revienta. La camioneta está a punto de volcarse. Sofía consigue evitarlo. Queda tan asustada que no se detiene, sigue manejando con la llanta reventada. Llama a su amiga Luciana y pide que le hable todo el camino hasta la casa. Llegando a la casa, me escribe un correo que dice: “Tengo que hacer cambios en mi vida, tengo que irme de esta ciudad”. Me pregunto si quiere volver a París con su ex novio. Pero las niñas no quieren irse de Lima. Les encanta Lima, el colegio, las fiestas todos los sábados con sus amigas. No quieren alejarse de esa vida predecible y feliz. Jueves, cuatro de la tarde. Mi hija me cuenta el incidente de Sofía y la llanta reventada. Me amonesta cariñosamente, me dice que debí cambiar las llantas cuando el chofer me lo sugirió. Le digo que no imaginé que era tan urgente, que pensé que podía esperar una semana más. Le pregunto qué debo hacer. Vende las camionetas y compra dos nuevas, me dice ella. Pero las camionetas están buenas, le digo. Sólo hay que cambiar las llantas. No, me dice ella. Están cagadazas las dos. Tienes que cambiarlas. Me gusta cuando mi hija dice palabras vulgares. Siento que confía en mí, que no me miente, que somos amigos. Yo a mis padres nunca les dije una palabra vulgar. Le digo a mi hija que mi camioneta tiene apenas cinco años de uso y está bien. No, me dice ella. Le suena todo. Tiene pésima acústica. Me hace gracia que use esa palabra, acústica. ¿Y qué camioneta crees que tiene buena acústica?, le pregunto. No sé, dice ella. Pero la tuya no. Jueves, seis de la tarde. Le escribo un correo a Sofía que sé que no debería escribirle. “Por favor cuéntame qué pasó con mi camioneta ayer”. No escribo la camioneta, escribo mi camioneta, que ya es una señal de hostilidad. Ella me responde desde su blackberry. Dice que la llanta se reventó en la vía expresa, que pudo ser un accidente mucho peor, que se dio un gran susto, que no me preocupe porque pagará por la llanta si es necesario. Le escribo diciéndole que yo pagaré por las llantas nuevas. Le pregunto por qué estaba manejando mi camioneta y no la suya y por qué no me contó el incidente y tuve que enterarme cuando llamé a mi hija. Me responde que su camioneta estaba pasando la revisión técnica y que no me escribió porque tuvo un día complicado. Jueves, medianoche. Regreso de la tele. Llamo a Martín. Me cuenta que tuvo un día complicado. Pasó por la casa de sus padres y fue testigo de una discusión familiar. Su madre estaba acariciando a la perrita Lulú que Martín había lavado con champú esa tarde. Su padre le dijo a su madre que últimamente ella le hacía más caso a la perrita Lulú que a él. Su madre le respondió que la perrita Lulú era mucho más cariñosa con ella que él. Le dijo también que a él sólo le interesaba el rugby. Pero estamos jugando el mundial, le explicó él. Sí, claro, pero nunca me llevás a pasear, sólo te interesa el rugby, dijo ella. Bueno, es mi pasión, sí, y no tiene nada de malo, dijo él. Luego añadió: todos tenemos un tendón de Aquiles, y el rugby es mi tendón de Aquiles. Su madre le dijo riéndose: No es el tendón de Aquiles, es el talón de Aquiles. Su padre porfió: No, es el tendón, eso es lo que le falló a Aquiles, el tendón, y por eso lo mataron. Su madre insistió: No seas tonto, fue el talón, no el tendón, le tiraron una flecha envenenada al talón de Aquiles. Su padre replicó: Estás mal. La flecha le cayó en el tendón, se le hinchó el tendón, por eso lo mataron. Su madre no pudo más: ¡Es el talón, no el tendón, boludo! Estaban a los gritos cuando Martín se fue sin despedirse. Viernes, mediodía. Martín me dice que ha recibido un correo anónimo lleno de insultos. Me lo reenvía. Alguien le dice a Martín que es un niño parásito, una señorita mantenida, una prostituta barata. Me indigna que insulten a Martín de esa manera tan cobarde. Es triste que alguien piense así de él, sin saber lo delicado y cuidadoso que es conmigo en ese sentido, el de la plata, que nunca le ha importado, y en todos los demás. Pero lo que más me indigna es que ese calumniador anónimo le diga a Martín que yo soy un gordo. Es verdad, por supuesto, pero me duele que me llamen así: el gordo. Llamo a Martín y le pido disculpas por tener que leer las groserías que le escriben los idiotas que lo odian porque yo lo amo. Martín es un chico suave y feliz, que no se complica por tonterías. Por suerte se ríe y me dice que le hizo mucha gracia el correo insultante. Le pregunto si quiere acompañarme a una fiesta en Los Angeles. Me dice que no quiere viajar a ninguna parte, que odia los aviones, que en Buenos Aires está bien. Lo envidio. Le digo que pronto me iré a Buenos Aires a vivir con él y no me moveré más de allí. Sé que no estoy mintiendo. Sé que es así como quisiera pasar lo que me quede de vida. Viernes, tres de la tarde. Mi hija ha salido temprano del colegio. Me pregunta si iremos en enero a Buenos Aires. Le digo que sí, de todas maneras. Se alegra, le encanta esa ciudad como a mí. Le digo que cuando termine el colegio en Lima debería irse a vivir a Buenos Aires conmigo, que allá las universidades son buenas, baratas y sobre todo divertidas. Me dice que estoy loco, que de ninguna manera hará la universidad en Buenos Aires. Yo me voy a estudiar en Nueva York o Londres, me dice. Dios, tengo que seguir ahorrando, pienso. Me pregunta a qué edad fue mi primer beso. Le digo que a los dieciocho años, en la universidad. Mentiroso, me dice. Te juro, es verdad, fue con Adriana, una chica muy linda. ¿A los dieciocho años?, dice ella, sin poder creerlo. Eres un huevas tristes, me dice. Me gusta que me diga palabras vulgares. Yo no le pregunto si ella ya dio su primer beso. Sé que no le gustan esas preguntas. Sábado, tres de la mañana. He visto una película con Albert Brooks en la India que me ha hecho reír. Voy a la computadora y le escribo al anónimo que insultó a Martín: “Sé quién eres. Sé dónde vives. Si vuelves a insultar a mi chico, contrataré un par de matones para que vayan a buscarte. Y si vuelves a llamarme gordo, haré que te rompan todos los huesos”. Sábado, tres de la tarde. Sofía me escribe un correo que dice: “Gordi, ya cambiamos las llantas”. Sábado, tres y media de la tarde. Martín me escribe: “Gordito rico, te extraño muchito”. Sábado, cuatro de la tarde. El anónimo me escribe: “Flaco no eres”.

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