30/11/07

CANDY

Dos días antes de morir, Candy despertó de un sueño profundo, ya bajo los efectos de la morfina que le era suministrada en dosis crecientes, miró a su hermano Martín y le dijo: “Qué lindo te has vestido”. Luego cerró los ojos y siguió durmiendo. Esas fueron las últimas palabras que le dijo a Martín. Tuve la suerte de despedirme de ella una tarde en que todavía estaba lúcida en su habitación de la clínica San Lucas, en San Isidro. Sabía que le quedaba poca vida. No se engañaba. Lo dijo, en un momento inesperado: “Si me voy a morir en dos semanas, prefiero que me lleven a casa”. No lo dijo llorando, molesta o quejándose. Lo dijo con una serenidad admirable. Estaba harta de las humillaciones físicas a las que el cáncer no dejaba de someterla. Le pregunté por los viajes más lindos que había hecho. Quería sacarla de allí, viajar con ella imaginariamente, llevarla a los lugares donde había sido feliz. Habló de un viaje que hizo a las sierras de Córdoba con Maxi, su esposo. Habló de un viaje a Sudáfrica con su hermana Carolina. Sentí que por un momento su espíritu se liberaba de las miserias del cuerpo, escapaba de la habitación y sobrevolaba levemente aquellos paisajes que habían quedado registrados en su memoria como escenarios de la felicidad. Luego pidió té y tostadas. Antes de irme, le di un beso en la mejilla y le dije al oído: “Te quiero mucho”. Ella me dijo: “Yo también”. Sentí que esa era nuestra despedida y así fue. Cuando llegué a Buenos Aires hace pocos días, Candy estaba agonizando. Ya casi no podía hablar, raramente estaba despierta. No tuve coraje para ir a verla. No quería verla destruida por la enfermedad. No quería quedarme con ese recuerdo de ella. Era la hermana de Martín. Era como mi hermana. Esa tarde, en la ducha, sentí que alguien llamaba a Martín para darle la mala noticia. Apenas salí, le pregunté: “¿Llamó alguien?”. Me dijo que nadie había llamado. Minutos después, sonó el teléfono. Tuve el presentimiento de que era la llamada. Martín contestó. Su padre le dijo: “Ya está”. Martín vino hacia mí, me abrazó y no lloró. Luego se fue caminando a la clínica. No pude acompañarlo porque tenía que ir a grabar mis entrevistas. En el taxi, rumbo a Palermo, llamé a Martín. Estaba llorando, no podía hablar. Se había encerrado en un cuarto de cuidados intensivos, en el quinto piso, para llorar a solas. No quería llorar frente a otra gente. Caminó por toda la clínica buscando un lugar donde pudiera estar solo. Cuando lo encontró, se sentó en el suelo y se abandonó a llorar. Mientras grababa mis entrevistas con una modelo y un actor, yo me preguntaba en silencio, ocultando mi tristeza, por qué la vida tenía que ser tan miserable, por qué tenía que ensañarse cruelmente con una mujer joven e indefensa que sólo quería proteger a su hija y darle algunas alegrías más, por qué su hija de apenas tres años tenía que quedarse sin una madre, qué le dirían a ella, a Catita, qué harían con ella al día siguiente durante el funeral. Después de una seguidilla de días grises y lluviosos, esa mañana, la del funeral, salió por fin el sol. Yo casi no había dormido, era muy temprano, las nueve en Buenos Aires, las siete en realidad para mí, porque mi hora es siempre la de Lima, aunque casi no viva en esa ciudad. Martín dijo que no se pondría corbata, se vistió sin ducharse y se fue en el auto a buscar a sus padres. Yo le dije que prefería ir en taxi. No quería invadir ese momento de intimidad familiar: Martín con sus padres en el auto, rumbo al cementerio. Llegué al memorial de Pilar cuando la misa había comenzado. El padre dijo unas palabras sencillas y afectuosas. Dijo que Candy estaba ahora en un lugar mejor, que estaba con Dios, que había vuelto a nacer, que había nacido para toda la eternidad, que en algún momento nos reuniríamos con ella. Me hubiera gustado creer todas esas cosas, pero no me alcanzó la fe. No recé. No le pedí a Dios por Candy. Pensé que era absurdo suponer que, si Dios existía, cuidaría mejor de ella sólo porque yo se lo pidiese. Cerré los ojos y le dije a Candy que siempre la quise mucho, que la iba a extrañar y que me disculpase por no haberla llevado al Costa Galana cuando fuimos juntos a Mar del Plata y por tacaño preferí un hotel más barato. Mientras rezaban unas oraciones que ya casi no recordaba, yo sólo pensaba eso: Qué idiota fui de no llevarte al Costa Galana. Después de la misa, Martín me buscó y saludó con discreción. Luego caminamos por los senderos del memorial, surcando el pasto todavía mojado, en medio de los árboles altos y añosos de Pilar, bajo el sol espléndido de la mañana, siguiendo el ataúd. Había mucha gente de todas las edades, gente joven especialmente. Cuando depositaron el ataúd en el pedazo de tierra que lo acogería y echaron las últimas flores, Martín abrazó a su madre y lloró con ella. Luego descansó su cabeza en mi hombro y lloró sin que importasen las miradas, mientras yo acariciaba su espalda. No había palabras que aliviaran esos momentos de dolor. Yo repetía: “Tranquilo, tranquilo”. Pero era inútil. Marta, la madre de Candy y Martín, que me acogió en su familia con enorme cariño y sabiduría, me dijo, cuando la abracé: “Qué pena hacerte levantar tan temprano”. Me sorprendió que se preocupase por mí, cuando acababa de perder a su hija. Ella siempre fue así conmigo, cuidándome el sueño, haciéndome citas con médicos, preocupándose por mi salud. No supe qué decirle. Le dije que lo sentía mucho. Debí decirle algo más: “Eres una gran madre”. Porque el modo en que acompañó a su hija durante la enfermedad, hasta el último momento, tomándola de la mano y ayudándola a morir en paz, fue admirable y conmovedor. Y porque a mí, que no soy su hijo, me quiere como si lo fuera. Al llegar a casa, abrí mis correos y leí el último que me escribió Candy: “Hola, cómo está todo por esos pagos? Este mail es para decirte una vez más GRACIAS!!! por todo. Martín le compró una tele a Cata y sé que fue con tu ayuda, así que mil gracias. Eso es todo, espero que pronto nos veamos, así me llevan a pasear en su súper auto nuevo, no vas a tener excusa, se escribe así? En fin, te mando un beso graaaaaaande grande, te quiero mucho, no sé por qué pero así lo siento, de verdad sos un amigo del alma y de esos yo no tengo muchos, cuidate porque sé que las nebu no te las hiciste todas mmmmmm!!!!! Eso está mal! Disfruta de tus hijas y nos vemos pronto, Candy”. Cómo quisiera llevarte a pasear en el auto y luego a tomar el té con Catita y Martín, Candy querida. Cómo no lo hice cuando todavía podíamos. Yo también sentí que eras mi amiga del alma. Gracias por quererme tanto. Te prometo que cuidaremos a Catita como si fuera nuestra hija, como si fueras tú. Todos los gestos de amor que no alcancé a tener contigo, los tendré con ella. Porque cuando miro a tu hija, siento que vives en ella.

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