30/11/07

UNA VIDA NADA ORDINARIA

Estoy en Lima por el cumpleaños de mi madre. Es lunes, hace un calor desusado para abril, las calles son el enredo ruidoso que fueron siempre (y ahora todavía más). Mamá ha organizado lo que los limeños llamamos un lonchecito.

Es su primer cumpleaños desde que murió mi padre. No puedo dejar de asistir. Mi hermana me ha escrito que hace poco llegó a casa de mamá y la encontró en la cama que solía ser de mi padre, llorando.

Dormían en cuartos separados desde que yo era un niño en la casa inolvidable de Los Cóndores, pero ahora lo extraña y se mete en su cama: la vida se reserva esos misterios inexplicables. Llego tarde a casa de mamá.

Me saluda con un abrazo intenso y delicado. Cumple sesenta y siete años. No lo parece, gracias a Dios, al polen y a la uña de gato que toma religiosamente cada mañana (porque todo lo que ella hace posee una cierta cualidad o fervor religioso).

Es muy delgada, tiene el pelo pintado de negro como el presidente de la República (y, sorprendentemente para mí, a veces hablan por teléfono, porque, desde que se encontraron una noche en alguna fiesta y mi madre se presentó graciosa y valientemente como mi madre, él no deja de llamarla, por razones que no consigo entender: es curioso que, olvidando sus promesas, se niegue a hablar conmigo en televisión, pero que insista en conversar por teléfono con mi madre sobre ciertos asuntos que ambos, muy a mi pesar, mantienen en reserva) y está siempre despierta, sonriente, llena de vitalidad y buen humor.

Es sin duda una mujer admirable, que ha sorteado los escollos más tremendos sin perder la inocencia en la mirada y que se ha entregado sin reservas, apasionadamente, a amar, educar y sostener a su familia: a su esposo que ya murió, a quien supo acompañar hasta el final, a pesar de todo; a sus padres que ya murieron, especialmente a su madre, a quien cuidó con una devoción y un cariño conmovedores; y a sus diez hijos, dos mujeres, ocho hombres, que han sido y siguen siendo la razón de su vida, o la sinrazón en mi caso, el tercero de sus hijos y el mayor de los varones.

Mi madre saluda a mis hijas y a la madre de mis hijas, me toma del brazo y nos lleva suavemente a una pequeña sala para que le entreguemos sus regalos con la privacidad que ella desea.

Rompe los papeles floridos, celebra con alegría sus regalos, se prueba el pañuelo que le he traído de Buenos Aires y me dice que le encanta, y si hay alguien que no miente, que no sabe mentir, que nunca dominó el arte tan limeño de la hipocresía y la duplicidad moral, esa es mi madre, que se entregó a Dios y al Opus Dei cuando era joven y, fiel a sus creencias y valores (que no pude hacer míos), tuvo diez hijos que pudieron ser doce y nunca, ni siquiera en las peores tormentas, abandonó al hombre al que juró que acompañaría hasta que las muerte los separase (pero la muerte, lejos de separarlos, los ha unido más).

Sentados alrededor de una mesa llena de sanguchitos y dulces pecaminosos (la única forma de pecado que se celebra en casa de mi madre), algunos de mis hermanos me hacen reír con sus ocurrencias y picardías.

Está mi hermana, más linda y delgada que nunca, de una bondad incalculable, que ha organizado el lonchecito y tiene una memoria privilegiada para recordar las historias más divertidas de nuestra infancia (ella era sin duda mi mejor amiga y cómplice de travesuras peligrosas).

Está el ingeniero, que es un encanto, un hombre bueno, discreto, generoso, con un gran sentido del humor.

Está el empresario de carnes, que es el animador de las reuniones, rápido y afilado para la ironía, la broma atrevida y el comentario juguetón, gran contador de anécdotas, un hermano leal y entrañable, que nunca me pidió nada ni me criticó nada, que siempre estuvo allí, en las buenas y en las malas, y cuyo hijo es un milagro porque, gracias a su simpatía irresistible, ha superado al padre como animador de eventos familiares.

Está James Bond, impecable, un dandy, bien vestido y perfumado, fumando un habano en la terraza, tomando vino, disfrutando de sus éxitos inesperados, porque cuando era niño solía ser un dolor de cabeza para mamá, que lo llevaba a siquiatras, llenaba de pastillas, cambiaba de colegios y mandaba a Canadá con la esperanza de reformarlo, y ahora, misterios inexplicables de la vida, es tal vez el hijo que más la cuida y mejor la quiere.

Está el viajero incansable, a punto de ser padre, que no se fatiga de subirse a aviones y recorrer el mundo, sobre todo el Lejano Oriente, en busca de mercancías, y que cada madrugada, dondequiera que se halle, sale a correr con el vigor y la obstinación de un profesional curtido en las más exigentes maratones, y que ha sabido salir ileso de una trampa insidiosa del destino, la de que su cara y la mía sean bastante parecidas, según lo que opinan quienes a menudo lo abruman preguntándole si es mi hermano porque con esa cara no podría no serlo.

Está el arquitecto, hombre bueno si los hay, sereno observador de la vida, amante de los placeres refinados, gran conversador (y mejor si es frente al mar), escritor paciente y precoz (que ya tiene una novela de inminente publicación), padre de una niña que es un milagro, padrino de mi hija mayor, sabio consejero y confidente, amigo siempre.

Y está el abogado, quizá el más inteligente de todos, la promesa política de la familia, con una novia adorable, una brillante carrera académica y un futuro prometedor, todo lo que yo quise ser y no pude, porque había un mandato genético que cumplir, que me educó en ciertas formas minoritarias de conocer el amor, algo de lo que, por cierto, no se habla nunca en estas reuniones familiares.

(No están, por desgracia, la mayor, la maga, poeta, ex monja, criatura alada y feliz habitante del mar, y el empresario deportivo, que aprendió a jugar fútbol conmigo y no tardó en superarme con creces y ha sido siempre un hermano noble y leal, con excepción de algún partido de fútbol en el que los golpes me obligaron a apresurar mi retiro de las canchas).

Mientras comemos, bebemos y nos reímos alrededor de la mesa familiar, en ese mismo salón o comedor donde hace pocos meses se veló el cuerpo exánime de mi padre, no puedo dejar de sentir su presencia y advertir algo que recién ahora, ya tarde, me resulta evidente: que la vida de un hombre que, a pesar de ciertas aflicciones que padeció desde niño y que caminaba por eso a pasos desiguales, dejó a una esposa que todavía se mete llorando en su cama y a diez hijos que lo recuerdan con amor, fue todo menos ordinaria.


UN MOSQUITO EN LA NARIZ

Joaquín llega a Buenos Aires para celebrar el cumpleaños de su amigo más querido, Martín, que cumple veintinueve, trece años menos que él. Se conocen hace cinco años. Cuando está en confianza, Martín dice que Joaquín es su marido.

Joaquín prefiere decir que es su mejor amigo. No viven juntos, pero se ven con frecuencia y ocasionalmente permiten que la amistad se desborde al territorio más peligroso de la intimidad. Martín no quiere celebrar su cumpleaños.

Está triste porque su hermana se encuentra muy enferma. Le parece que no debe alegrarse por el mero hecho de estar vivo y ser testigo de cómo se acrecienta su edad (lo que, por otra parte, alega, no constituye mérito alguno).

Sin embargo, tras mucho insistir, Joaquín lo convence de organizar un almuerzo con sus mejores amigos en un hotel elegante de la ciudad. Martín acepta porque ama ese hotel en el que ambos se conocieron y en el que durmieron juntos por primera vez.

El día de su cumpleaños, Joaquín no le regala nada porque, entre tantos apuros, ha olvidado comprarle algo a su amigo.

Martín le dice que no importa, que da igual, pero se queda dolido y, aunque trata de disimularlo, piensa que es un descuido inaceptable, que debió recibir un regalo del hombre al que llama su marido y con el que desearía casarse si pudiera.

Quizá en venganza por el desaire del que se siente víctima, Martín le dice a Joaquín, cuando van en el auto rumbo al hotel, que debió recortarse los pelos de la nariz, que le resulta muy desagradable ver esos pelos que asoman, impertinentes, odiosos, por los orificios nasales (unos orificios que, años atrás, cuando era joven, Joaquín usó para aspirar un polvo que lo hacía olvidar lo que ahora acepta con cierta serenidad: que estaba condenado a conocer el amor en la forma de un hombre).

Joaquín detesta que su mejor amigo le haga ese tipo de comentarios: “qué asco, se te ven los pelos de la nariz”; “qué vergüenza, te has puesto la misma ropa de ayer”; “deberías cortarte el pelo, parecés futbolista con esa melena de villero”. Se siente agredido.

Piensa que su amigo exagera, que no es tan grave tener dos o tres pelos que salen levemente de la nariz. Piensa decirle: “Yo odio que te maquilles para ir a comer con los amigos, pero no te digo nada.

Si te molesta que no me corte los pelos de la nariz, podrías tener la delicadeza de quedarte callado”. No dice nada, sin embargo, porque no quiere pelear.

Es el cumpleaños de su amigo. Quiere hacerlo feliz. En algún momento, Joaquín detiene el auto frente a una farmacia, baja sin la menor brusquedad, compra una tijera para pelos de orejas y nariz, regresa al auto, bromea con su amigo (fingiendo que no le ha molestado la crítica a su descuidada apariencia) y reanuda la marcha hacia el hotel.

Llegando al Alvear, pasan por la puerta giratoria (un momento que Martín adora porque le recuerda a las tardes en que su abuela lo llevaba a tomar el té en ese hotel) y Joaquín va al baño enseguida. Ahora está a solas frente al espejo.

Es un hombre fatigado, ojeroso, algo gordo. Saca la tijera de treinta pesos, hurga delicadamente con ella en las cavidades estragadas de su nariz y procura eliminar aquellos pelos que su amigo encuentra tan repugnantes.

La operación no es sencilla y por eso la ejecuta con extremo cuidado. De pronto, introduce demasiado la tijera y se lastima la nariz. Le duele. Grita: “¡mierda!”. Está sangrando.

Se moja la nariz, la seca a duras penas, pero no deja de sangrar. Usa un pañuelo que le regaló su padre antes de morir. Piensa que su padre estaría avergonzado de verlo usar aquel pañuelo en esas circunstancias. Se entristece.

Sin pelos visibles en la nariz, pero sangrando levemente, regresa a la mesa donde su amigo lo espera.

Procura disimular el percance, pero Martín no es tonto, advierte la herida en la nariz, se siente culpable, pide disculpas.

Joaquín se jacta de ser un hombre calmado, incluso frío, y por eso finge que todo está bien, pero en realidad está pensando que no le conviene tener una relación tan íntima con un hombre que se maquilla para salir y que le hace un escándalo cuando no se recorta los pelos de la nariz.

Los amigos van llegando con regalos (libros, discos, ropa), los camareros descorchan botellas de champagne y la reunión se anima.

Todos parecen felices. Joaquín despliega sus encantos de buen anfitrión, simula estar disfrutando de esa tarde lluviosa.

Algo, sin embargo, lo irrita en secreto: la nariz le sigue sangrando y un mosquito, uno de los tantos que han invadido la ciudad esos días de lluvia incesante, se posa sobre ella, al parecer atraído por ese hilillo de sangre que cae del orificio derecho, y, aunque él lo espanta, vuelve una y otra vez a chuparle aquella sangre tontamente derramada en nombre del amor.

Desesperado, Joaquín aplasta al maldito mosquito, pero, al hacerlo, se lastima de nuevo la nariz, que vuelve a sangrar profusamente, al punto que lo obliga a regresar al baño, odiando en secreto a quien hace pocas horas era su mejor amigo y ahora es su más querido enemigo.

Cuando vuelve a la mesa, espanta a otros mosquitos, pide una copa de champagne y trata de contar historias divertidas.

(Joaquín piensa que la más clara señal de inteligencia no consiste en demostrar que uno posee la razón, lo cual es siempre fuente de conflictos y discusiones, sino en hacer reír a la gente, incluso a la gente que razona de un modo distinto al de uno).

De pronto, una mujer de mediana edad se acerca a la mesa y saluda a Joaquín con una familiaridad que él encuentra excesiva, pero que se ve obligado a disculpar, dado que se gana la vida en la televisión de varios países.

La mujer, que ha bebido y quizá por eso habla casi gritando, le dice que es su fan, que lo ama, que es un ídolo, cosas que él encuentra de un mal gusto atroz. Luego mira a Martín, que sufre en silencio porque detesta a la gente que saluda ruidosamente a su amigo, y le pregunta a Joaquín: -¿Es tu hijo? Joaquín no sabe qué contestar.

Tras una duda fugaz, responde: -Sí, es mi hijo Martín. La mujer comenta: -Se parece a vos. ¿Qué edad tiene? Joaquín responde: -Veinte. Martín tiene veintinueve, pero podría parecer de veinte gracias a su cara (maquillada) de bebé.

Encantado con esa conversación inverosímil, le dice a Joaquín con voz afectada de niño: -Papi, ¿puedo pedir un helado de chocolate? -Sí, hijo -dice Joaquín. Luego, para vengarse de la mujer, Martín le dice: -Me parece que tenés un mosquito en la cara. -¿Dónde? -pregunta ella, alarmada. -Allí, debajo de la boca -dice él. Ella se toca y dice, muy seria: -No es un mosquito, es un lunar. Martín dice: -Mil disculpas, cada día estoy más ciego.

Luego no puede más y suelta una risotada cruel. La mujer se marcha, ofuscada. Joaquín mira a su amigo, se ríe con él y entonces olvida el incidente de la nariz, los pelos, la sangre y el mosquito y recuerda la razón por la que está allí, por la que siempre vuelve a esa ciudad: porque es feliz cuando ve sonreír a ese hombre con cara de niño.


LAS LEALTADES MAS FUGACES

El escritor Martín Romaña le manda un fax al escritor Joaquín Camino, pidiéndole que firme una carta pública en la que varios escritores se solidarizan con el escritor Julián López, en respuesta a los ataques del escritor Carlos Gil. (López ha dicho públicamente que tiene cáncer y Gil se ha burlado, diciendo que es un cuento más de López).

Romaña no es amigo de Camino, pero se conocen porque Camino lo ha entrevistado en varias ocasiones en su programa de televisión. La última de esas entrevistas tuvo lugar en Miami, ciudad a la que Romaña viajó desde Francia, invitado por el programa de Camino, con todos los gastos pagados, incluyendo boleto en primera y hotel cinco estrellas.

Durante la entrevista, Camino elogió sin reservas a Romaña, a quien admira, y Romaña elogió los libros de Camino. Camino lee el fax y decide no firmar la carta de Romaña.


Prefiere no tomar partido en la antigua pelea entre López y Gil (que son ambos, piensa, escritores de innegable talento). Recuerda que López y Gil lo han atacado en varias ocasiones y no encuentra razones para meterse en ese lío, defendiendo a uno y atacando al otro. No le contesta el fax a Romaña. Supone que entenderá su silencio como un modo elegante (o no tanto) de abstenerse de intervenir.

Unos días después, Camino llama por teléfono a Gil para pedirle que el periódico que dirige dé cobertura a un asunto que él divulgará esa noche en su programa (el caso de un candidato presidencial que niega a su hija). Antes de despedirse, le cuenta que recibió un fax de Romaña pidiéndole que firmase una carta contra él, pero que prefirió abstenerse. Gil le pregunta qué otros escritores han firmado esa carta.

Camino menciona dos o tres nombres. Los días siguientes, Gil ataca en su periódico a Romaña y a los escritores que han firmado el comunicado contra él, que aún no ha sido publicado.

Camino lee esos ataques y piensa que son excesivos, injustos y venenosos, pero, al mismo tiempo, divertidos: es el estilo de Gil, y si Romaña y sus amigos pensaban atacarlo en un comunicado, debían esperar alguna respuesta de él, en ese tono tremendo y despiadado que es el suyo (y en el cual ha atacado también, en más de una ocasión, a Camino, llamándolo, por ejemplo, “hijo bastardo de la derecha peruana” o “escritor de libros de cincuenta céntimos”).

El escritor Romaña y su amigo López se enojan con Camino y lo acusan de traición por haberle contado a Gil que estaba circulando esa carta y que se había negado a firmarla. Romaña ataca a Camino en cuanta ocasión puede. A pesar de que en el programa de Camino había dicho que le gustaban sus libros, ahora dice todo lo contrario.

En una feria del libro en Lima, dice que los libros de Camino han envejecido y ya nadie los lee.

En un periódico de Santiago (en el cual Camino escribe una columna semanal), dice que es un escritor frívolo, superficial, entregado a la televisión y la mercadotecnia. En una revista de Santiago, se declara amigo entrañable del padre de Camino (de quien nunca fue amigo) y dice que los libros de Camino contra su padre (que son novelas, pero Romaña, que es novelista, pasa por alto ese detalle) le han dolido mucho, porque él puede dar fe de que el padre de Camino es una gran persona. Camino no responde esos ataques.

Siempre que le preguntan por Romaña, lo elogia sin reservas. Sin embargo, aunque no lo dice en público, está dolido. Piensa que Romaña ha actuado de un modo mezquino e injusto con él.

Piensa que tenía derecho de no firmar ese comunicado y decírselo a Gil. Y piensa que no es responsable de las cosas virulentas que Gil escribió contra Romaña y los demás escritores que firmaron esa carta (que, en primer lugar, cree que nunca debieron publicar).

Por lo demás, se pregunta: si Gil se hubiese enterado del comunicado leyéndolo en la prensa y no por teléfono, ¿acaso no hubiera atacado a sus enemigos con la misma ferocidad? En alguna feria del libro, Romaña y Camino coinciden pero no se saludan, se ven a lo lejos, se ignoran educadamente.

Tiempo después, Camino se encuentra con Romaña en un evento que organiza la editorial en la que ambos publican sus libros. Camino improvisa un discurso, a pedido de la editorial. Elogia a Romaña, pide aplausos para él, lo aplaude con entusiasmo. Luego de los discursos, Romaña y Camino se reconcilian, se dicen cosas amables, se ríen, les hacen fotos.

Camino se siente en paz porque siempre admiró a Romaña y le entristecía que por culpa de un malentendido (o un error: no contestar ese fax, disculpándose por no firmarlo, que habría sido lo educado, y luego quedarse callado, que habría sido lo prudente) las cosas se hubiesen agriado entre ambos. Tiempo después, la prensa descubre que Romaña ha publicado en un diario de Lima varios artículos con su firma, que antes habían sido publicados por otras personas en diarios y revistas de distintos países.

Romaña (que ya había sido acusado de otro plagio) niega el plagio y culpa a su secretaria. Camino piensa que resulta arduo creer que la secretaria de Romaña, en un descuido repetido y sistemático, enviaba a un periódico de Lima artículos publicados por otras personas en ciertos periódicos y revistas, tomándose el trabajo de cambiar algunas palabras, y que esos artículos salían publicados con la firma y la foto de Romaña, pero él, que no los había escrito, no se tomaba la molestia de aclarar que estaban publicando como suyos unos textos que él no había escrito y que, según su versión, su secretaria enviaba por error, una y otra vez (debidamente retocados).

Camino se ríe cuando lee la versión de Romaña y recuerda que hace tiempo un amigo le contó que Romaña no escribía los artículos que firmaba en Lima. De hecho, a Camino ya le había parecido, al leerlos, que esos artículos, tan serios, tan densos, tan llenos de estadísticas, no respondían para nada al estilo ingenioso, distraído y coloquial que hizo famoso al novelista Romaña. Camino decide no dar declaraciones al respecto.

No quiere atacar a Romaña ni burlarse de él. Pero un diario de Santiago (en el cual escribe una columna semanal, el mismo en el cual Romaña lo atacó más de una vez) le pide una opinión sobre el escándalo. Camino responde que prefiere abstenerse. La periodista le dice que publicará que no quiso declarar.

Camino cambia de opinión y declara: “Pasará el escándalo del plagio y quedarán las grandes novelas de Martín Romaña, que sigue siendo un escritor admirable”. Ese fin de semana, en su programa de televisión, Camino hace algunas bromas sobre el escándalo: presenta la foto de la secretaria (una vedette que no se distingue por su inteligencia) y la portada de la nueva novela de Romaña (“Un mundo para Google”).

Días después, una amiga de Romaña se encuentra con Camino en un aeropuerto y le dice, indignada: “Qué barbaridad lo que le has hecho al pobre Martín”. Camino responde: “Sólo hice unas bromas tontas.

En todo caso, la barbaridad no es que yo haga bromas, sino lo que hizo Martín”. Y se va deprisa a tomar un avión, pensando que las lealtades más fugaces suelen ser las de los escritores.


SUEÑOS ESQUIVOS

Por razones familiares y de trabajo, Joaquín pasa en Lima los fines de semana. El resto del tiempo suele estar en Miami, donde trabaja y es infeliz, y en Buenos Aires, donde descansa, ve fútbol, se reúne con los amigos, compra libros y es feliz (tanto, que le da vergüenza, porque supone que un escritor, que es lo que él quisiera ser a pesar de sus libros, no debería ser tan feliz).

Joaquín sueña con retirarse a vivir en Buenos Aires, pero un oscuro presentimiento le dice que nunca llegará a cumplir ese sueño, que antes se enfermará y morirá, o que cuando por fin se mude a esa ciudad, unos maleantes vestidos con camisetas de fútbol le pegarán un tiro en la cabeza para robarle cinco mil pesos a la salida de un cajero automático.

Un domingo en Lima, extenuado como casi siempre (porque los vuelos semanales en avión lo dejan aturdido y odiando a la humanidad), Joaquín y su ex esposa, que estuvieron casados ocho años y ahora son amigos, almuerzan en casa de ella, que es una cocinera exquisita, y luego salen a ver casas, en compañía de una agente inmobiliaria. Quieren comprar una casa.

En realidad, es ella, Sofía, su ex esposa y la madre de sus hijas, quien sueña con comprar una casa, porque aquella en la que vive ya le queda chica (o eso dice ella) y sus hijas adolescentes reclaman cuartos separados.

Joaquín cree que se trata de un capricho, de un sueño desmesurado, aunque no se atreve a decírselo. No le parece necesario comprar una casa más grande para su ex mujer, pero ella y las niñas han insistido tanto, que, para no defraudarlas, ha acabado cediendo.

Comprará la casa, la pondrá a su nombre, se reservará un cuarto y dormirá ocasionalmente allí, aunque lo más probable es que, cuando pase por Lima, siga refugiándose en su apartamento, un escondrijo oscuro y desaseado, lleno de libros apilados en las esquinas del piso, al que nunca entra nadie que no sea él mismo, ni siquiera sus hijas.

Sofía y Joaquín recorren varias casas, soportando a la agente inmobiliaria, que se empeña en describir minuciosamente todo lo que ellos ya están viendo, hasta que, en un barrio cerrado con severa vigilancia, sobre una colina desde la que la ciudad se ve más linda o menos fea (según quien la mire o según la densidad de la niebla), encuentran una casa moderna, luminosa, de tres pisos, con un diseño atrevido y original, que les encanta. No lo piensan más. Deciden comprarla.

Le prometen a la agente que al día siguiente le darán el cheque y cerrarán el trato. Sofía está feliz. Joaquín parece preocupado: la casa es hermosa, pero, por supuesto, muy cara, y él sabe que, aunque la inscriba a su nombre, casi nunca dormirá allí, porque es un hombre herido y necesita esconderse a solas en su madriguera, donde nunca nadie pasa una aspiradora ni llegan invitados ni se sirven bocaditos.

Joaquín trató de llevar esa vida, la del marido diligente, optimista y querendón, pero fracasó, porque es un hombre herido, y ahora ya lo sabe bien y no se engaña.

Pero, siendo lo que es, un hombre quebrado, un hombre a medias, es también, o al menos intenta serlo, un buen padre, y por eso ha decidido comprar esa casa de tres pisos, para que sus hijas sepan que las ama sin reservas, sin cálculos, imprudentemente, como hubiera querido amar a una mujer, de no haber sido un hombre herido.

Cuando vuelven a casa de Sofía, se sientan a cenar con sus hijas. Las empleadas sirve pastelitos fritos de atún con cebolla.

Las niñas hacen un gesto de asco, se quejan, dicen que odian el atún y la cebolla, que de ninguna manera van a comer esa comida asquerosa, que están hartas de que les sirvan cosas que ya deberían saber que no les gustan.

Sofía les dice con firmeza que van a comer la tarta frita de atún, les guste o no. Las niñas responden a gritos que no van a comer esa asquerosidad.

Sofía levanta la voz y les mete la comida en la boca. Las niñas lloran, escupen el pastelito de atún, insultan a su madre.

Joaquín come en silencio, procura no intervenir, hace acopio de paciencia, pero no puede más cuando ve a sus hijas llorando, atragantándose con la comida. –No tiene sentido obligarlas a comer lo que no les gusta –dice–.

Nadie debería comer algo que no le gusta. –Esta casa no es un hotel -dice Sofía, furiosa. –Pero tampoco es un cuartel -responde él. –Es mi casa y yo decido lo que comen mis hijas –se impacienta ella–. Están demasiado flacas. No quiero que sean anoréxicas. –Muy bien, que coman, pero algo que les guste –responde él–. Que les hagan un pollito o una hamburguesa. –¡Van a comer el atún, porque esa es la comida de hoy y esto no es un restaurante! –dice ella–.

Y deja de quitarme autoridad delante de las niñas, por favor. Deberías apoyarme. –No puedo apoyarte si me parece que estás equivocada -responde él-.

Es odioso obligar a alguien a comer algo que no le gusta. No tiene sentido. –¡Van a comer el pastel de atún porque es mi casa y aquí mando yo! -grita Sofía.

Luego lleva violentamente la comida a la boca de sus hijas. Joaquín no soporta más la innecesaria brusquedad de la escena. Se pone de pie y dice: –No voy a comprar ninguna casa mañana.

Estás loca. No podemos sentarnos a comer los cuatro porque te conviertes en una dictadora.

Luego besa a sus hijas y les dice que volverá el próximo fin de semana. Entonces Sofía dice en inglés (porque las empleadas están cerca): –Si no compras la casa, te las verás con mis abogados.

Joaquín se ríe (pero es una risa falsa, porque está dolido) y responde: –¿Me estás amenazando? Sofía dice: –Sí. Me vas a comprar la casa, aunque mis abogados tengan que obligarte. Joaquín le dice: –Estás loca. No estoy obligado a comprarte ninguna casa.

Luego se marcha bruscamente, tanto que, al salir, raspa la parte trasera de su camioneta con la puerta metálica que se abre con el control remoto.

A la mañana siguiente, muy temprano, va en taxi al aeropuerto y toma el vuelo a Miami. Duerme las cinco horas, congelado en el avión, el rostro cubierto por una bufanda muy suave, que lo aísla de la insoportable tortura de viajar en esa cabina helada y temblorosa.

Llegando a su casa, arrepentido de haberse marchado de Lima de un modo tan abrupto, por culpa de una tonta pelea familiar, llama a la agente inmobiliaria, ya de noche, y le dice que tuvo que viajar, pero que volverá en una semana y comprará la casa.

Ella le responde que la casa se vendió esa tarde, porque él no cumplió con pagarla como había prometido, y se presentó otro comprador que no vaciló en adquirirla sin demora.

Abatido, se sienta frente a la computadora, abre sus correos y encuentra uno de su hija mayor. Dice: “Papi, porfa compra la casa. Sería lindo que cuando vengas a Lima te quedes a dormir con nosotros”.

Joaquín se siente entonces el hombre más idiota y cobarde del mundo.

LA SUERTE DEL CAMINANTE

Martín cumpliría pronto treinta años y quería un auto. Estaba harto de moverse en colectivo y en taxi. No quería seguir subiéndose a colectivos hacinados de gente y a taxis cuyos conductores le hablaban cuando él quería estar callado (Martín casi siempre quería estar callado: era un argentino raro).

Hace años, Martín tuvo un auto, pero no era suyo del todo: sus padres compraron un Ford Ka nuevo, blanco, dos puertas, y se lo regalaron a él y a sus dos hermanas, Carolina y Candelaria.

El día del estreno del auto, Candelaria quiso salir a pasear a Unicenter con Martín. Ella insistió en manejar. Saliendo en retroceso de la cochera del edificio chocó con una columna de concreto y dejó la parte trasera del Ka abollada. Martín lloró de rabia. Ya nada sería igual.

El auto nuevo había perdido su esplendor, que tan poco le duró. Fue un presagio de lo que vendría: una seguidilla de problemas. Peleaban por los turnos para usarlo, le robaron el equipo de música y los faros, nadie se ocupaba de ponerle gasolina.

Ahora era un auto desvencijado, lleno de heridas de guerra, que se movía a duras penas, y por eso nadie quería usarlo.

Hace poco, Martín bajó de un taxi, harto de que el conductor le hablase a gritos de fútbol y mujeres (dos temas que a él no le interesaban), llamó a Joaquín y le dijo: “Ya no aguanto más, voy a comprarme un auto”.

Joaquín le dijo: “Por favor no te lo compres. Yo te lo regalo. Espera a que llegue a Buenos Aires”. Martín aceptó la oferta. Por fin se daría el gusto de moverse en un auto nuevo, escuchando a las divas pop que tanto amaba.

Cuando Joaquín llegó a Buenos Aires, encantado de volver a esa ciudad en la que se sentía extrañamente bien (y en la que soñaba con retirarse a escribir en una casa grande, sucia y desordenada), le dijo a su amigo que estaba dispuesto a comprar el auto (y por eso había llevado el dinero en efectivo, burlando ciertos controles aduaneros), pero con algunas condiciones: el auto debía ser japonés (en ningún caso argentino, pues desconfiaba de la industria local); automático (pues estaba desacostumbrado a los autos de transmisión manual); y de cuatro puertas, relativamente espacioso (pues quería que sus hijas pudiesen sentirse cómodas en él, cuando visitasen Buenos Aires).

Martín aceptó las condiciones, aunque dijo que hubiese preferido un Ford Ka, un Fox o un Citroen, que eran sus favoritos (pero todos eran de dos puertas y caja manual). Luego vino la pesadilla previsible: visitar los concesionarios, negociar con los vendedores y tratar de entender el enrevesado sistema local.

Fueron a varias casas de autos y les dijeron que tenían que pagar la totalidad del vehículo (haciendo un depósito en una cuenta bancaria) y esperar como mínimo un mes a que el auto saliese de la aduana y llegase al local. Joaquín se resignó a pagar y esperar, pero a Martín le pareció peligroso depositar el dinero y recibir un papel firmado y una promesa vaga.

Como Martín insistió en que podían estafarlos, Joaquín se abstuvo de hacer el depósito y aceptó a regañadientes visitar otras casas de autos, aquellas en las que podían vender el coche que más le gustaba a su amigo, el Ford Ka.

Resultó, sin embargo, que allí también debían pagar (claro que menos: el Ka costaba la mitad que un Honda) y esperar un mes, porque ese modelo estaba muy pedido. Esa noche, exhausto, con dolor de cabeza, Martín maldijo su país y se echó a llorar, porque, a pesar de todo, él quería quedarse a vivir en Buenos Aires, cerca de su hermana enferma y de su madre, a las que tanto amaba y con las que todas la tardes cumplía la ceremonia del té en una confitería de San Isidro.

En vísperas de su partida (pues sus visitas a Buenos Aires eran siempre breves), Joaquín, para contentar a su amigo, fue a la casa Honda más cercana (en taxi, lo que le encantaba, pues le permitía conversar con los conductores, tan pintorescos y enfáticos), negoció el precio con un vendedor amable, le entregó el dinero en efectivo (el vendedor lo llevaría al banco), firmó los papeles, contrató el seguro (no sin antes decirle al vendedor que las compañías de seguros eran un fraude organizado, la manera más segura y legal de robarle a la gente) y fue informado de que el Honda, gris plata, cinco puertas, automático, le sería entregado, con suerte (el vendedor puso énfasis en la palabra suerte), en dos semanas.

Luego fue a una cochera cercana a su casa y contrató un espacio en el tercer piso, que le costó doscientos pesos mensuales (porque el edificio donde vivía eran tan viejo que no tenía cochera). Un mes después (no las dos semanas prometidas: no hubo suerte), Martín salió manejando el Honda del concesionario.

El auto estaba a su nombre y a nombre de su amigo. Por fin podía darse el lujo de prescindir del transporte público, tan odioso para él. Puso un disco de Gwen Stefani, encendió el aire acondicionado (era marzo, hacía calor) y pasó a buscar a su madre y a su hermana, para llevarlas a pasear. Estaba encantado. Era feliz (cosa rara en él, que con frecuencia decía que la vida no tenía sentido y que pensaba en matarse). Cumpliría treinta años con un auto nuevo, propio, que olía a ese olor delicioso que despiden los autos nuevos.

Esa noche, tras recorrer la ciudad, Martín dejó el auto en la cochera, que le pareció horrible y deprimente, como todas las cocheras públicas de varios pisos. A la mañana siguiente, perfumado y con linda ropa de verano, fue a la cochera a sacar al auto para manejar hasta Highland, donde jugaría fútbol con sus amigos.

Cuando vio el espacio vacío allí donde había dejado el Honda, pensó que se había equivocado de piso. Con el corazón que se le agolpaba en la garganta, corrió de un piso a otro, pero el auto no estaba. Habló con el vigilante, que estaba viendo Gran Hermano en un televisor en blanco y negro, con la antena rota.

El custodio le respondió que ellos no respondían por robos, que eso era responsabilidad del cliente. Desesperado, llamó a Joaquín, le contó la desgracia y le preguntó si el seguro cubriría el robo. Joaquín le dijo que sí, que por supuesto, que no pasaba nada. Pero apenas llamaron a la compañía de seguros, les dijeron que habían contratado la póliza más económica, que no cubría casos de pérdida total.

Cuando Martín se enteró de que el seguro no pagaría nada, se metió a la cama, tomó diez Alplax y esperó el final. Luego se durmió. Era un sábado por la tarde. Despertó el lunes por la mañana. Se moría, pero de hambre. Se dio una ducha y salió a caminar.

El barrio le pareció más lindo. Un sol espléndido le daba brillo a las cosas. Martín sonrió, sorprendido de estar vivo, y pensó que, después de todo, no estaba tan mal volver a ser un caminante leve y distraído.


EL GRAN AMOR DE SU VIDA

Martín está triste en Buenos Aires porque su hermana se encuentra muy enferma. Extraña a su amante, que está en Miami, trabajando. No lo ve hace meses. No sabe cuándo volverá a verlo. Como lo extraña, y como su amante es famoso porque trabaja en televisión, escribe en Google su nombre, Joaquín Camino, y lee las cosas que se han publicado sobre él (más insidias que elogios).

Luego entra en Youtube y, de nuevo, escribe el nombre de su amante y pierde el tiempo mirando videos de los programas que Joaquín hace en Miami y Buenos Aires. En uno de esos videos, que corresponde al programa que Joaquín presenta en Miami todas las noches (odiando cada una de esas noches en las que tiene que manejar una hora hasta un estudio en un barrio feo y peligroso), Joaquín anuncia que no va a entrevistar a nadie, pues se someterá a las preguntas del público que, en un número no mayor a cincuenta personas, ha acudido al estudio.

Lo que no dice Joaquín (y esto lo sabe Martín) es que aquella noche se quedó sin invitado a último momento y por eso se resignó a dejarse entrevistar por el público, a sabiendas de que las preguntas serían peligrosas y rozarían el tema de su vida amorosa y el de su sexualidad (dos temas que, en su biografía íntima, corren separados y son raramente compatibles).

Sentado frente a la computadora de su departamento en el barrio de San Isidro, Martín contempla, sorprendido, la escena que se ha emitido no hace mucho en la televisión de Miami: una mujer alta, obesa, con marcado acento venezolano, cuyo rostro no se alcanza a distinguir porque la cámara la enfoca prudentemente desde atrás, se pone de pie y le pregunta a Joaquín: -¿Cuál ha sido la relación que más te ha marcado en tu vida? Joaquín responde, aparentemente sin dudar (y con la certeza de que no miente o exagera): -El gran amor de mi vida ha sido y es Sofía, la madre de mi hijo Sebastián.

Ya no vivo con ella, pero la sigo queriendo y la querré siempre. La mujer venezolana se resiste a dejar el micrófono y a sentarse en la silla metálica que le lastima el trasero. Como ha llevado una botella de vino blanco y un pan de jamón que ella misma ha horneado para Joaquín, se siente con derecho a preguntar: -¿Te gustaría volver con ella? Joaquín responde, aparentemente sin dudar (porque cuando habla en televisión no suele dudar): -Nunca digas nunca.

Sofía es el gran amor de mi vida y lo será siempre. El público, integrado por señoras cubanas y venezolanas de una cierta edad, aplaude, conmovido.

Pero Martín se siente traicionado por su amante, el hombre del que se enamoró hace cuatro años en un hotel del centro de Buenos Aires. Sin pensarlo, furioso, coge el teléfono, lo llama a Miami y le dice: -¿Así que Sofía es el gran amor de tu vida? Volvé con ella, si tanto la amás, boludo. No quiero verte más. Sos un mentiroso y un cobarde.

No tenés los huevos de decir en televisión que sos puto y que tenés un novio. Y te hacés el machito sólo para que te aplaudan las viejas cubanas. Sos patético.

Martín corta el teléfono, enciende un porro y se queda llorando porque quiere a Joaquín, a pesar de que lo considera un mentiroso y un cobarde. Joaquín no entiende nada porque no sabe que Martín acaba de ver ese video en youtube (ni siquiera sabe que ese video está en youtube) y porque ya ha olvidado aquella noche en que se sometió a las preguntas del público y dijo esas cosas sobre Sofía.

Como hace televisión todas las noches, y como se entrega a ella sólo por dinero, suele olvidar las cosas que dice en sus programas con una muy conveniente facilidad. Casi al mismo tiempo que Martín ve el video y se molesta y entristece, Sofía, que está en el aeropuerto de Miami esperando un vuelo a Nueva York, entra a una tienda de libros y revistas y, curioseando, perdiendo el tiempo, ve el titular de una revista de chismes del espectáculo, que dice: “Joaquín Camino, sex símbolo gay”.

Sofía hace entonces lo que sabe que no debería hacer: abre la revista, busca el artículo que alude al hombre con el que estuvo casada y lee, irritada, dolida, las cosas que allí se dicen, en las que no reconoce siquiera vagamente al hombre que amó años atrás.

El reportero de esa revista de chismes le pregunta a Joaquín: -¿Estás enamorado? Joaquín responde, aparentemente sin dudar: -Sí. Amo a Martín, mi novio argentino. Estamos juntos hace cuatro años. El reportero insiste, porque para eso le pagan: -¿Martín es el gran amor de tu vida? Joaquín responde: -Sí. Martín es el gran amor de mi vida.

El reportero elogia enseguida la honestidad de Joaquín y recuerda que por eso le darán un premio en Miami muy pronto, el premio a la “visibilidad gay”. Pero Sofía se siente traicionada por las declaraciones del hombre con el que se casó, sin saber que años después una revista de Miami lo llamaría “símbolo sexual gay”.

Furiosa, dolida (más dolida que furiosa), piensa: “Qué ironía que elijan símbolo sexual a alguien tan poco sexual”. Luego abre el celular, marca el número de Joaquín y, cuando él contesta, le dice: -Mejor no vengas al aeropuerto. No tengo ganas de verte. Sorprendido, Joaquín, que va camino al aeropuerto para acompañar a Sofía mientras dure la espera (porque el vuelo a Nueva York está demorado por mal tiempo), le pregunta: -¿Por qué? ¿Qué ha pasado? Sofía responde secamente: -Porque eres un símbolo sexual gay.

Y porque el gran amor de tu vida es un hombre. Luego corta el teléfono, se aleja de la gente y llora discretamente porque todavía le tiene cariño a Joaquín, a pesar de las cosas imprudentes que él dice a veces en la prensa.

Joaquín no entiende nada porque no ha leído esa revista de chismes de Miami en la que le atribuyen aquellas declaraciones que en realidad nunca hizo (pues el reportero decidió inventarse la entrevista con mucho cariño, dado que Joaquín prefirió no concedérsela).

Cuando regresa a su casa, hace lo que suele hacer cuando está muy abatido o en busca de paz: se quita la ropa, se mete desnudo a la piscina y se queda quieto, en silencio, mirando las nubes, los pájaros posados sobre los cables de luz, las lagartijas.

Y, sin entender todavía por qué Martín y Sofía están furiosos con él, piensa que quizá sea hora de dejar al gran amor de su vida, la televisión.

LA MUJER CASADA

La mujer casada le dice a su esposo que va al siquiatra, que volverá en un par de horas. Es mentira. Va a casa de su amante, que la espera sin entusiasmo y piensa escribirle un correo electrónico cancelando el encuentro, pero no lo hace.

Si bien la mujer casada ama a su esposo, con quien tiene dos hijos, no soporta que esté todo el día en la casa desde que lo despidieron del trabajo.

Era feliz cuando él se iba a trabajar por la mañana y ella se quedaba en la casa con los niños y la empleada colombiana. Se sentaba horas frente a la computadora, tratando de escribir una novela sobre su infancia en La Habana.

Pero ahora no puede escribir (o fingir que escribe, mientras divaga en internet) porque su esposo está dando vueltas en la casa, hablando por teléfono, jugando con los niños, y su sola presencia la perturba e irrita secretamente.

La mujer casada se despide de su esposo y sus hijos, sube a la camioneta que le regaló su esposo, conduce lentamente (porque sabe que conduce mal) y media hora después llega a la casa de su amante. Son las once en punto de la mañana.

Es una hora inconveniente para su amante, que suele dormir hasta pasado el mediodía. Ha puesto la alarma a las diez, se ha levantado de mal humor, arrepentido de haber pactado esa cita furtiva, se ha dado una ducha fría y ha ordenado y limpiado un poco las cosas para que ella no le dé una reprimenda por vivir en condiciones tan descuidadas.

Al salir de la ducha, ha pensado en llamar a la mujer casada y decirle que está enfermo, que no puede verla, pero no ha tenido valor para hacerlo y se ha resignado, como suele pasar en su vida, a que las circunstancias o el azar prevalezcan sobre su voluntad.

Cuando ve a la mujer casada en la puerta de su casa, bajando de la camioneta, el amante se dice a sí mismo: “Menos mal que no cancelé la cita, había olvidado lo bella que es”. No se han visto hace un mes o poco más.

La última vez que se vieron no pudieron besarse o acariciarse porque estaban en casa de la mujer casada, celebrando su cumpleaños, y naturalmente allí se encontraba también el esposo, que es amigo del amante o que al menos le tiene aprecio al amante y nunca pensaría que está acostándose con su mujer, principalmente porque supone que al amante le gustan los hombres (lo que es verdad) y sólo los hombres (lo que no es verdad).

La mujer casada viste esa mañana unos pantalones ajustados y una blusa blanca. Su amante se ha puesto unos pantalones holgados y una camiseta ancha para encubrir su barriga. Se dan un beso. Pasan a la cocina. Ella pide agua. No hay botellas de agua. Su amante ha olvidado comprarlas. Le sirve agua del grifo de la cocina.

Ella se molesta y dice que sólo toma agua de botella. El le ofrece jugo de naranja. Ella declina. Luego se levanta, coge un vaso y lo llena con agua de caño. Cuando se dispone a beber el agua, hace un gesto de asco. El vaso está manchado con minúsculos pedazos amarillentos de naranja que han quedado impregnados, resecos, en el vidrio. Ella le dice que es un cerdo, que los gérmenes de esas partículas putrefactas de naranja pueden dar cáncer.

Su amante hace un gesto resignado y dice que todo da cáncer, que seguramente lavar los vasos con detergente también da cáncer. Luego le sirve uvas y pasta de guayaba y ella parece de mejor humor porque le encanta comer pasta de guayaba y dice que los besos de su amante saben a guayaba y a veces cuando están en la cama le dice “méteme guayaba”, que es una expresión que a él le encanta.

La mujer casada le pregunta si ha leído su novela, el borrador de la novela que le entregó la noche de su cumpleaños. Su amante dice que sí la ha leído, que le ha gustado. No miente. Pero luego le dice que el título no le ha gustado y que el final podría mejorar.

Ella come guayaba y escucha en silencio. El piensa que sólo les queda media hora (porque la cita con el siquiatra supuestamente dura una hora) y que es una pena que estén perdiendo el tiempo hablando de aquella novela que, si bien ha leído con interés, cree que no merece ser publicada tal como está (pero eso no se lo dice).

Luego le dice que el final es demasiado feliz, que los buenos finales nunca son tan felices porque la felicidad sólo produce mala literatura y porque además en la vida nunca nadie tiene un final feliz, todos se mueren. Ella dice que no pensó mucho ese final, que simplemente se cansó de escribir. La mujer casada ignora el timbre de su celular.

“Es mi marido, qué pesado”, dice. Luego le dice a su amante que la otra noche lo vio en la televisión y lo odió. “Eres un tonto y un ignorante”, le dice. Su amante sonríe, la abraza por detrás, le huele el cuello, la besa.

Ella le dice que no soporta verlo en televisión, que no tiene gracia, que trata mal a sus invitados, que se cree más listo de lo que es.

Su amante goza extrañamente siempre que ella lo critica (algo que ocurre con frecuencia) porque le recuerda que así se conocieron, una noche, a la salida del teatro, donde él presentó un monólogo de humor, cuando ella se le acercó, con una falda corta y botas blancas, y le dijo: “Devuélveme la plata, no me hiciste reír nada”.

La mujer casada y su amante pasan a la habitación. El celular vuelve a sonar, pero ella lo ignora. Luego se quita con dificultad el pantalón ajustado, pero no la blusa, porque no le gustan sus pechos, dice que se le han caído después de amamantar a sus dos hijos.

Su amante se saca el pantalón, pero no la camiseta, porque no le gusta su barriga, le da vergüenza. Aunque va al gimnasio todos los días y hace abdominales, su barriga no cede y amenaza con extender sus dominios. Se besan. Se tocan.

En realidad, ella no hace nada, sólo se deja besar y tocar. Luego él va al baño y advierte que no tiene condones. Se lo dice. Ella se queda tendida en la cama y dice: “No importa. Mejor. Ya sabes lo que tienes que hacer”.


Cuando terminan, vuelve a sonar el celular. La mujer casada contesta y le dice en inglés a su marido que está saliendo de la consulta del siquiatra, que lo ama, que está en camino. Luego se viste deprisa, se echa un perfume que saca del bolso y camina hasta la puerta.

Su amante la acompaña en calzoncillos. Antes de irse, la mujer casada lo mira con un brillo malicioso y le dice: “Yo sé que no me amas. Yo tampoco te amo. Te estoy usando.

Voy a acostarme contigo hasta que me ayudes a publicar la novela. Después no me verás más”.

Su amante se ríe y la ve alejarse, pero sabe que no está bromeando.

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