30/11/07

LOS CONJUROS QUE TRAE LA NIEBLA

Una semana de finales de junio en Lima puede parecer un año. Las noches son heladas y culposas; en las mañanas una niebla espesa lo difumina todo, incluso la certeza o la esperanza de que te irás pronto; las horas y los días pasan con una lentitud sañuda, exasperante, como si uno estuviese privado de su libertad, confinado en una cárcel de techo gris en la que nació, de la que siempre quiso escapar y a la que acaba volviendo resignadamente, porque no queda más remedio.

Debo pasar una semana en Lima porque mi hija menor cumple doce años un miércoles (y nada, ni siquiera mi condición de reo o presidiario en esta gran mazmorra polvorienta a orillas del Pacífico, justifica ausentarme de su fiesta el día en que ella celebra su existencia) y porque tengo que grabar unos programas para irme con mis hijas un mes de vacaciones al país donde ellas nacieron, donde escribí casi todas mis novelas (con excepción de La mujer de mi hermano, la peor de todas, que sospechosamente fue perpetrada en el cuarto de un hotel con vista a un cerro árido de los suburbios de Lima, y la última, Y de repente, un ángel, que fue escrita en un departamento de Buenos Aires con vista a la cancha de rugby de San Isidro) y donde somos vulgarmente felices cuando nos bañamos en la piscina, bajo las sombras que nos conceden las palmeras.

Las celebraciones de mi hija menor se dividen sabiamente, porque así lo ha dispuesto ella, en una fiesta adolescente con sus amigas y amigos del colegio, en un inevitable lonche familiar (que ella espera con cierta aburrida resignación, aunque con la curiosidad de ver cómo me tratarán algunas personas de la familia que me detestan cordialmente) y en un desayuno con su hermana y sus padres, a una hora cruel para mí, las siete de la mañana, en que abre bostezando sus regalos (todos los cuales ella ha comprado por internet, enviado a mi casa en Miami y visto a escondidas conmigo, apenas llegué a Lima) fingiendo sorpresa y alegría. Su fiesta es un éxito ruidoso y eso me provoca alarma y pavor.

Un número inesperadamente alto de muchachos inesperadamente altos desborda la pista de baile: muchos de ellos no han sido invitados y se han metido a la casa haciendo trampa, mintiendo, burlando al hombre de seguridad, diciendo nombres que no son los suyos pero que están en la lista de invitados, lo que confunde al pobre guardia, que nunca sabe quién es el invitado y quién el impostor, y por eso, aturdido y humillado por los modales prepotentes de esos jovencitos de otros colegios que ni siquiera conocen a mi hija, deja entrar a todos.

Mi hija quiere echar a los intrusos, pero yo le aconsejo que no lo haga, que se olvide de ellos y disfrute de la fiesta. Uno de los intrusos se burla de la fealdad de una chica (le grita “Betty, Betty”, por Betty la fea) y ella se harta y le da una bofetada.

Todas las canciones, si podemos llamarlas así, pertenecen a ese género esperpéntico y atroz llamado reggaetón, que mi hija adora y baila con frenesí, pero que a mí me parece una agresión acústica insoportable, lo que provoca las justificadas quejas de los vecinos, hartos de esas letras pendencieras, chatas, obscenas, calenturientas, que los parlantes del jardín expulsan a un volumen despiadado y no los dejan descansar.

Le pido al hombre que hemos contratado para que se ocupe de la música que por favor ponga algo decente (Shakira, Juan Luis Guerra, algo que se pueda bailar pero que tenga buen gusto, un mínimo de refinamiento), pero él responde a los gritos, con cara de trastornado, que sólo tiene reggaetón, que mi hija sólo quiere reggaetón, que si no pone reggaetón lo van a pifiar y echar a patadas.

Me siento en una esquina, los pies al lado de la estufa, y veo a lo lejos a mi bellísima hija bailando esos ritmos grotescos con una gracia y una aparente felicidad que le da sentido a todo, incluso a la creciente sospecha de que las señoras que comen sanguchitos me odian en silencio y muy educadamente porque digo en televisión que me gustan los hombres y porque me permito decir incluso los hombres que me gustan o me han gustado, lo que para ellas, que comen tan atropellada y felizmente esos sanguchitos que yo he pagado para que sigan engordando sus lindas pancitas, es una cosa de un mal gusto atroz, aunque no tanto como moverse al ritmo del perreo. El lonche familiar resulta inesperadamente divertido.

Mi ex suegra me saluda con sorprendente cariño. Luce bella, delgada y encantadora. Atribuye su eterna juventud a ciertas raíces, aceites, brebajes, semillas y hojas de la Amazonía que ella se aplica religiosamente y que no duda en recomendar, a riesgo de aumentar la potencia sexual de los consumidores de dichas maravillas curativas.

Mi ex mujer luce bella, delgada y encantadora. Se ha liberado de un conjuro malvado que alguien tramó contra ella. Sospecha de una mujer que la envidia. Ha visitado a un chamán o curandero, un hombre de corta estatura, aliento alcohólico y mirada extraviada, y le ha pedido que rompa el conjuro, que neutralice la emboscada insidiosa de su enemiga, que la proteja y purifique del hechizo torvo. El curandero le ha pedido que se desnude.

Mi ex mujer ha preguntado, con comprensible alarma: ¿Del todo? El chamán ha respondido, con comprensible rigor: Del todo, mamita. Si no te calateas, no puedo pasarte el cuy. Mi ex mujer se ha tendido desnuda en una camilla maloliente. El curandero ha frotado por su espalda y sus nalgas un cuy vivo de pelambre marrón.

De pronto, ha gritado: ¡Carajo, se ha muerto el cuy! Luego ha explicado que el pobre roedor ha expirado por absorber toda la energía negativa depositada dentro del cuerpo de mi ex mujer, como consecuencia del conjuro urdido maléficamente contra ella.

Mi ex mujer ha sospechado (y yo la he acompañado en esa sospecha) que el curandero ha estrangulado al cuy, sólo para impresionarla y probar de un modo histriónico su discutible eficacia. Luego, el hombre, tras deshacerse del animal, ha echado agua con pétalos de rosas sobre el cuerpo de mi ex mujer.

Ella ha creído ver que algo, no precisamente un cuy, se abultaba y movía entre las piernas del chamán. Después le ha pagado y se ha sentido radiante, liberada del hechizo maléfico, purificada y optimista, como debió de sentirse cuando se divorció de mí con un buen gusto irreprochable.

Al día siguiente, muy temprano, mis hijas y mi ex mujer han salido al aeropuerto, rumbo a Miami. Nos veremos allá en pocos días.

Me he quedado en Lima con el espíritu avinagrado, soportando de mala gana la niebla, la garúa, la conmovedora idiotez de los patriotas y los moralistas, los ladridos de los perros de mis hijas, que esperan que les tire más salchichas. Desolado, he abierto la agenda de mi ex mujer, he llamado al curandero y le he pedido que me pase el cuy.

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