Lucía tiene veinte años y estudia filosofía en la universidad. En realidad no estudia, se aburre en la universidad, detesta ir a clases. Está harta de levantarse muy temprano, manejar hasta la universidad en medio del caos y quedarse semidormida en la clase de algún profesor que le parece incomprensible y arrogante. Me pregunta qué le aconsejo. Le digo que no tuve una buena experiencia en la universidad, que me aburría en aquellas clases de mentira, que las lecturas que perduran no son las que a uno le imponen sino las que uno elige, que los profesores de entonces eran muy tramposos porque te mandaban a leer los libros que ellos mismos habían escrito y no aquellos que desafiaban sus puntos de vista, que si no le interesa lo que está estudiando debe dejarlo y ya, que no insista, que no sufra, que la vida es corta y hay que pasarla bien, incluso cuando se es tan joven, especialmente cuando se es tan joven. Lucía regresa al departamento de sus padres, se pone su pantalón con puntitos rosados y sus pantuflas atigradas (lo que ella llama su "ropa de payasa" y con la que a veces sale a caminar sin saber adónde ir y sin prestar atención a las miradas libidinosas de los transeúntes que se inflaman al ver su cuerpo estupendo, la belleza de su rostro) y les dice a sus padres que ha decidido dejar la universidad, que no terminará ese ciclo, que no puede más con los exámenes parciales de filosofía. Su madre le pregunta qué va a estudiar. Lucía le responde que por el momento nada, que no quiere estudiar filosofía ni literatura ni nada. Su padre le pregunta si piensa trabajar. Lucía le responde que no tiene ganas de trabajar. Su madre le recuerda que si no estudia ni trabaja no tendrá dinero. Lucía le responde que no necesita dinero para ser feliz. Su padre le pregunta qué es lo que en realidad quiere hacer con su vida, dado que no quiere estudiar ni trabajar. Lucía responde la verdad: -Quiero dormir hasta tarde, caminar por el malecón y escribir. -¿Escribir qué? -le pregunta su padre. -No sé -responde ella. Sus padres aceptan la decisión aunque dejan constancia de que no están de acuerdo y le dicen lo que ella ya sabía, que si no irá más a la universidad ni tiene planes de trabajar, dejarán de darle dinero. Lucía les dice que ella es feliz caminando por el malecón sin un sol en los bolsillos de su pantalón de payasa. Cuando Lucía me cuenta todo esto, le digo que está loca y que la admiro y que presiento que ha tomado la decisión correcta. Le digo que dormir hasta tarde y caminar por el malecón parecen dos buenas maneras de organizar una vida, cualquier vida, y que lo que se construya sobre esos dos pilares sólo puede ser algo bueno y perdurable, incluso si es la nada misma. Lucía sale a caminar por el malecón con Tomás, su novio. Están juntos hace cinco años. Se conocieron en una playa cuando eran adolescentes. Corrían olas juntos. Descubrieron juntos, pasmados, los secretos del amor. Se quieren tranquilamente, sin ambiciones ni promesas. Tomás ama las motos. Tiene una moto. Le gusta competir en carreras de motos. Cada tanto se cae y se rompe un hueso y le ponen yeso y le promete a Lucía que nunca más subirá a la moto. Pero cuando le quitan el yeso, no puede evitarlo y regresa a la moto. Lucía ya se ha resignado a que Tomás nunca dejará la moto. Ella sabe que Tomás es feliz montando moto y ha comprendido que no tiene sentido tratar de combatir esa forma imprudente y enloquecida de felicidad que a ella le provoca tantos desasosiegos, porque a veces sueña que Tomás se cae de la moto y pierde la vida. Lucía regresa al departamento de sus padres y encuentra un panorama desolador: su padre está borracho, su madre llorando en la cama. Lucía odia que su padre se emborrache, sabe que cuando está borracho sale lo peor de él, se vuelve malo, mezquino, cruel. Su padre la llama a gritos, le dice que es una vergüenza que ella tenga el cuarto tan desordenado, hecho un caos. Lucía no le responde, sabe que cuando está borracho no debe responderle, lo mejor es quedarse callada. Su padre le dice a gritos que ordene el cuarto inmediatamente, que si no aprende a ser ordenada tendrá que irse a vivir a otra parte. Lucía obedece. De pronto su madre se encierra en el baño. Lucía presiente que algo malo está pasando allí adentro. Le pide a su madre que abra, pero es en vano. Lucía sabe que su madre ha tratado de suicidarse varias veces y teme que esa noche lo intente de nuevo, por eso le ruega que abra, pero nadie responde. Con paciencia y coraje, manipula la cerradura de la puerta hasta que consigue abrirla. Encuentra a su madre tragando pastillas para dormir con el rostro lloroso y desencajado. Le arrebata el frasco de pastillas, la lleva de regreso a la cama, trata de calmarla, le hace cariño en la cabeza, le canta canciones y la deja durmiendo. Su padre, mientras tanto, se ha quedado dormido viendo el partido de fútbol de Perú con un vaso de vodka en la mano que se le ha derramado en el pantalón. Lucía sale del departamento, sube a la azotea, me llama y me cuenta lo que ha pasado. Está tranquila. Se ríe. Me dice que su vida es una locura pero que no la cambiaría por ninguna otra. Ama a sus padres a pesar de todo. Los entiende. Sabe que son buenos. Comprende que están heridos. A su madre le han rebajado el sueldo, la han humillado, de nada le sirvieron tantos estudios, maestrías y doctorados. Su padre se ha enterado de que van a despedirlo la próxima semana y por eso ha vuelto a tomar. Le digo que es una chica muy linda, muy suave, muy deliciosamente loca y perturbada, que hay algo en ella, en su manera de escribir, de caminar, de mirar pasmada el caos, que me hace quererla de un modo que pensé que ya no existía en mis entrañas. Le ofrezco mi ayuda, una beca literaria, una pensión de viuda, una reparación civil por todo lo que ha sufrido injustamente. Me dice que no quiere dinero, que lo único que ella quiere es que yo sea su amigo muy gay y que sólo de vez en cuando la deje besarme las tetillas. Lucía regresa al departamento y descubre que no tiene llaves para entrar. No toca el timbre, sabe que sus padres están dormidos y que no conviene traerlos de vuelta a la realidad. Sale a caminar con sus pantuflas atigradas y su pantalón con puntitos rosados y la chalina amarilla de su abuela rodeándole el cuello. Los hombres la miran de mala manera, le gritan cosas vulgares, se relamen los labios al verla pasar. Ella los ignora. Va escuchando música, tiene los audífonos puestos, sólo ve las miradas, las lenguas, los labios que se hinchan y le mandan besos cochinos. Ella mira sus pantuflas atigradas que van poniéndose negras con cada paso. No sabe adónde va. Le gritan loca. Sabe que es verdad, que está loca. También sabe que yo la quiero precisamente por eso.
30/11/07
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario