30/11/07

LA FOTÓGRAFA Y LA LOCA

Hace años, Joaquín llega a Santiago de Chile a presentar una novela. Son los años en que todavía tiene cierto prestigio como escritor. Después ese prestigio va a decaer (no necesariamente porque escriba libros peores sino por un número de accidentes que podemos atribuir al azar), pero él no lo sabe ni puede predecirlo en aquel momento.

Joaquín presenta su novela en un hotel. Habla con cierta gracia, cuenta historias divertidas que está seguro de haber contado antes en otras presentaciones igualmente inútiles, se deja retratar por fotógrafos de eventos sociales y despliega todos sus encantos para seducir a los invitados que lo acompañan esa noche de invierno. En medio de tantas sonrisas y halagos excesivos, Joaquín conoce a una mujer.

Es muy guapa, el pelo negro, la mirada chispeante, el perfil aguileño, pero no es tanto su belleza como su insolencia lo que llama la atención del escritor. Ella le da la mano, dice su nombre, María, y le pregunta: -Si te gustan los hombres, ¿por qué te casaste con una mujer? La pregunta no está hecha en tono brusco o agresivo.

Hay en ella una cierta complicidad que suaviza la aparente aspereza de las palabras. Joaquín se queda sorprendido. La mira a los ojos, fascinado por el modo en que ella se ha presentado, y le dice: -Te lo cuento más tarde, si me dejas que te invite a comer. Esa noche, cuando todos se marchan, Joaquín y María van al restaurante del hotel y se cuentan sus secretos, no todos, sólo algunos.

Ella le cuenta que está casada, que ama a Ricardo, su marido, pero que ha tenido y tiene algunos amantes escondidos y que su pasión es la fotografía. El le cuenta que estuvo casado porque amó y todavía ama a esa mujer, pero que también le gustan los hombres, aunque no se ha enamorado nunca, no todavía, de uno. Ella le cuenta que también es bisexual, que le gustan más los hombres pero que ocasionalmente puede gustarle una mujer, aunque nunca se ha enamorado de una.

Cuando terminan de cenar, ella le propone subir a la habitación a fumar un porro, porque tiene marihuana en el bolso. Fuman mirando la noche de Santiago. Luego suena el celular. Es Ricardo. Ella le miente, dice que está con una amiga, y se va corriendo.

Al día siguiente, María vuelve al hotel y le pide hacerle fotos. Están en la habitación. Joaquín acepta. Ella le pide que no sonría, que mire a la cámara con la seriedad o tristeza con que suele mirar honestamente. Luego le pide que se quite la ropa, que se quede en calzoncillos, aunque le promete que sólo tomará fotos hasta el ombligo, no más abajo. Joaquín obedece, se deja guiar, encuentra un extraño placer sometiéndose a la voluntad de esa mujer que le hace fotos.

Ese juego o intercambio de vanidades le produce una cierta crispación erótica que no intenta disimular. Ella lo advierte, deja la cámara y, siempre al mando, le hace el amor.

Desde aquella tarde, se hacen amantes y gozan y ríen y hacen maldades divertidas y se cuentan cosas impúdicas. Ella lee los libros que él ha publicado. El contempla maravillado las fotos que ella ha exhibido, los retratos que ha hecho de sí misma.

Como María está casada, diseña un plan audaz: decirle a Ricardo que Joaquín es su amigo, su íntimo amigo, pero que no tiene por qué preocuparse, pues es gay y tiene novio. María le cuenta el plan a su amante. Aunque con ciertos temores, él acepta. María le recuerda: -Cuando estés con Ricardo, tienes que ser muy loca. Así no va a sospechar nunca. María organiza una cena en su casa en honor al escritor visitante. Joaquín conoce a Ricardo.

Lo saluda de un modo muy suave y afectado, tratando de acentuar su lado femenino. Le cuenta que tiene un novio en Miami (un cubano joven y pujante) y otro a escondidas en Lima (un actor con fama de mujeriego). Todo es mentira, pero Ricardo parece convencido de que Joaquín es un homosexual descarado y feliz.

Al final de la noche, María le pide permiso a su esposo para llevar a Joaquín al hotel. Ricardo acepta sin problemas. María lleva a Joaquín al hotel, sube al cuarto con él y le hace el amor con una maestría que él no olvidará. En los meses siguientes, Joaquín vuelve a Santiago a ver a su amante. No puede vivir lejos de ella. Necesita sus besos, sus caricias, sus bromas insolentes, la educación sentimental y musical a la que ella lo somete. Para ser más libres, la invita a viajar. Ricardo aprueba los viajes de su mujer.

Joaquín y María van a Buenos Aires, a Lima y Cuzco, a Miami y Nueva York. Ella parece feliz engañando a su marido con ese amante que es a ratos también su amiga. El se siente culpable de abusar de la confianza de Ricardo, pero eso no le impide disfrutar del amor que ha encontrado en esa mujer. Joaquín piensa que ese amor durará lo que le quede de vida. Pero una mañana en Miami suena el teléfono.

Es ella, María. Está llorando. Está embarazada. No sabe si el bebé es de Ricardo, de Joaquín o de un actor chileno. Joaquín le pregunta si va a tenerlo. María dice que sí, que no puede abortar. Ya tiene dos hijos con Ricardo, ama ser madre, no puede interrumpir una vida por cobardía.

Joaquín la apoya, le dice palabras dulces, le promete que estará con ella, pase lo que pase. Pero María lo sorprende: le dice que va a tener al bebé, pero que va a decirle a Ricardo que es suyo. Joaquín piensa que es un error, que no debe mentirle a Ricardo ni al bebé, que debe tenerlo y hacer discretamente unas pruebas genéticas y, si resulta siendo de Ricardo, se queda callada, pero si es hijo suyo o del actor, entonces tiene que decir la verdad, no puede imponerle a su hijo un padre que no es el suyo de verdad.

María no está de acuerdo. Le dice que no puede hacerle eso a Ricardo, que si tiene al bebé diciéndole que es suyo, no puede luego decirle un buen día que no es suyo si la prueba genética lo confirma, que eso traería mucha infelicidad y dolor.

Joaquín le dice que la entiende, pero piensa que está equivocada, que debe ser más valiente. Unos días después, María lo llama y le dice que no pueden verse más, que va a tratar de ser feliz con Ricardo, que va a tener el hijo como si fuera de él y que no puede seguir siéndole infiel. Joaquín entiende, acepta, le desea suerte, le promete que siempre estará con ella, esperándola, pero se queda desolado. Pasan los meses y Joaquín no sabe nada de María.

No vuelve a Santiago. No quiere estar en esa ciudad sin ver a su chica secreta, a la mujer a la que todavía ama. María tiene el bebé y convence a Ricardo de llamarlo Joaquín, en honor al amigo de la pareja.

María y Ricardo le piden a Joaquín, el escritor, que sea el padrino de bautizo de Joaquín, el niño chileno que podría ser su hijo. Joaquín acepta, conmovido. El día del bautizo, mira al niño, lo besa en la frente y se pregunta si alguna vez sabrá si ese niño es su hijo.


CONVERSACIONES CON MAMÁ

Llamo a mi madre por teléfono.
-Feliz día de la madre -le digo, medio dormido.
-Gracias, mi amor.
¿Vas a venir a almorzar?
-No, estoy en Miami.
-Qué pena.
¿Por qué te has quedado en Miami solito?
-Por razones de trabajo.
-Amor, estoy preocupada por ti.
Leí en tu último artículo que estás deprimido, que no te gusta trabajar, que sólo quieres dormir.
-No te preocupes, mamá. No tomes tan a pecho las cosas que escribo. Tú sabes que exagero.
-Pero estás mal, amor. Yo puedo darte la receta para la felicidad.
-No estoy mal. Estoy tranquilo. No te preocupes.
-Sólo tienes que rezar, amor. El camino de la felicidad es el camino de Dios.
-Ya, mamá. Lo tendré en cuenta.
-Me cuentan que te han dado un premio muy importante.
-Bueno, sí, me han dado un premio, pero no es importante.
-¿Qué premio te han dado, amor? ¿Es por tu programa o por un libro?
-No sé bien por qué me lo han dado.
-Pero ¿quién te lo ha dado? -Un grupo de gays, lesbianas y transexuales. -¿Un grupo de transexuales? ¿Qué es eso, amor?
-Gente que se cambia de sexo.
-¿Travestis?
-No. El travesti es un hombre que se viste de mujer. El transexual es un hombre que cambia su sexo.
-Pero eso no se puede amor. Un hombre es un hombre, no puede volverse mujer.
-Bueno, parece que a veces sí se puede.
-Qué barbaridad, a lo que hemos llegado. ¿Y por qué te han premiado esos travestis, amor?
-La verdad, no sé bien. -Debe ser porque siempre los entrevistas en tu programa.
-El premio que me han dado es por Visibilidad. Hay otro premio que es por Valentía, pero ese lo ganó una cantante, India.
-Me parece muy mal, amor. A ti te han debido dar el premio Valentía, no a esa chica de la India. -No es de la India, le dicen India.
-¿Es una india? -No es india. Su nombre artístico es India.
-No entiendo, amor. ¿Y esa cantante india es travesti también?
-No que yo sepa. -¿Y por qué tu premio se llama Visibilidad?
-No sé. Debe ser porque estoy gordo y eso me hace más visible. Hubiera preferido que me diesen el premio Invisibilidad.
-¿Y a quién le dieron ese premio?
-No sé. A nadie, creo.
-No, mi amor. Tú siempre tienes que ser muy visible. Tú eres un líder nato. Desde chiquito ya querías ser presidente. Me parece muy bien que te den el premio por ser visible, porque todo el mundo te ve en la televisión.
-Pero no me lo han dado por eso, ma.
-¿Entonces por qué te han dado el premio, amor?
-Bueno, por decir públicamente que soy bisexual.
-¿Cuándo has dicho eso, Jaimín?
-Hace tiempo, mamá.
-Pero no debes ir diciendo mentiras, amor. Tú no eres bisexual. Tú eres un hombre normal. Tú eres un hombre hecho y derecho.
-Gracias, mamá. -Desde chiquito has sido muy hombrecito, amor. Acuérdate cómo estabas enamorado de Tati Valle Riestra.
-Sí, pues. -Además eso de bisexual no existe, amor. Ese es un invento tuyo para que la gente vea tu programa.
-¿Te parece? -No, no me parece. Estoy segura. Tú eres muy hombre, Jaimín. Tú eres un líder nato. No sé qué estás esperando para lanzarte a presidente.
-Nadie votaría por mí, mamá.
-¿Cómo que nadie? Todas mis amigas votarían por ti y son un montón.
-Pero son del Opus Dei. ¿Cómo van a votar por mí?
-Porque son mis amigas y si les pido que voten por ti, tienen que votar por ti.
-Gracias, mamá. Voy a pensarlo.
-No lo pienses tanto, amor.
-¿Te ha llamado Alan esta semana?
-No, hace días que no me llama. Debe estar de viaje.
-¿Y de qué hablan cuando te llama?
-No te puedo decir, amor. Pero a veces me pide consejo y yo se lo doy.
-¿Hablan de mí? ¿Hablan de mi programa?
-Eso es confidencial, amor. No puedo contarte.
-¿Por qué es confidencial? ¿Acaso se confiesa contigo?
-Lo que hablamos Alan y yo es privado, amor. No puedo contarte porque después tú lo publicas todo o lo cuentas en tu programa.
-Bueno, cuando hables con él, trata de convencerlo para que venga al programa.
-No es mi papel, amor. Yo tengo que convencerlo para que haga el bien.
-Y si viene a mi programa, ¿hace el mal?
-Yo no he dicho eso, amor. Pero él tiene que hacer lo mejor para el país, no para tu programa.
-Lo mejor para mi programa es lo mejor para el país.
-Eres un bandido. Y dime, ¿qué te dieron de premio los travestis? -No eran travestis. Eran gays, lesbianas y transexuales.
-Bueno, es lo mismo. ¿Y cuál era el premio?
-Nada, una cosa simbólica, un pedazo de vidrio pesado con una placa.
-¿Y qué dice la placa? -Dice: “Jaime Bayly, Visibilidad Award”. Suena horrible, ¿no?
-Sí, amor. No me gusta nada. Creo que debes devolverlo con una nota diciéndoles: “Señores travestis, se han equivocado, yo no soy bisexual, yo soy hombrecito, tengo mi pipilín y estoy contento así”.
-Pero mamá, no puedo hacer eso, sería un desaire.
-El desaire es que te premien por algo que no eres, amor.
-Pero yo soy bisexual, mamá.
-No, hijito, eso no existe, tú eres unisexual nomás, tú eres hombre y punto, se acabó.
-Pero se puede ser hombre y también bisexual, mamá.
-No entiendo nada, Jaimín. Yo sólo sé que cuando naciste tenías un pipilín, no creo que ahora tengas dos.
-No, tengo uno nomás.
-Por eso te digo, amor. Eres unisexual.
-Pero el bisexual es el que puede desear a un hombre o a una mujer.
-Pero tú no deseas ser mujer, amor. Tú eres bien hombre.
-No deseo ser mujer, pero a veces puedo desear a un hombre.
-Eso no se puede, amor, porque no eres mujer.
-Sí se puede, ma.
-Ay, Jaimín, estás muy confundido, voy a tener que ir a verte a Miami.
-No te preocupes. Yo voy a Lima el próximo fin de semana.
-Cuando vengas te voy a dar la receta para que seas muy hombre y muy feliz.
-Ya, ma. ¿Y cuál es esa receta?
-Te levantas a las seis de la mañana, corres tres kilómetros, te duchas en agua fría y vas a misa de ocho conmigo en María Reina todos los días. Vas a ver que así se te pasa todita la confusión.
-Qué graciosa eres, mamá. -Pero no es broma, amor. Lo que pasa es que allá en Miami hay muchos travestis y eso te parecerá normal, pero no es normal, amor.
-Ya, mamá. -Por eso te digo que debes regresar a vivir a Lima y lanzarte a presidente.
-Gracias, ma. Bueno, feliz día, que lo pases lindo.
-Gracias, Jaimín.
-Y finalmente, ¿vas a venir al programa en Lima? ¿Me vas a dar la entrevista?
-Me encantaría, amor, pero no puedo. Tus hermanos se oponen terminantemente. Me han prohibido que te dé la entrevista. -No les hagas caso.
-No puedo, amor. No puedo hacerles eso.
-¿Y por qué están en contra?
-Por tu papi, amor. Dicen que tu papi se revolvería en su tumba si voy a tu programa.
-Qué pena que lo vean así. Yo no creo, pero bueno. ¿Y Alan qué dice?
-Alan también se opone.
-¿Qué dice? -Que una dama como yo no puede ir a un programa de televisión al que va gente de mal vivir.
-¿De mal vivir? -Bueno, sí, esa gente rara que entrevistas tú.
-Entiendo. Ojalá que algún día me des la entrevista. Sería tan divertido.
-Pero yo tengo que hacer el bien, amor, no lo que es divertido.
-Claro, entiendo. Bueno, feliz día de la madre.
-Gracias, mi amor. Y ese premio que te han dado, rómpelo, amor. Tíralo a la basura. No dejes que el diablo se meta a tu casa.
-Besos, mamá.
-Besos, Jaimín.


EL HOMBRE HARAGÁN

El hombre haragán organiza su vida, sus trabajos, sus asuntos familiares, sus precarios compromisos de toda índole, alrededor de una idea no negociable, que es el pilar de su supervivencia o bienestar: debe dormir por lo menos ocho horas y mejor si son diez.

Temeroso de que interrumpan esas horas sagradas, duerme con los teléfonos desconectados. Su ex esposa le ha dicho que es un acto innoble apagar los teléfonos por tantas horas, que alguien cercano a la familia podría morir y ella no tendría cómo darle la infausta noticia. Pero él piensa, y así se lo ha dicho, que si alguien muere es mejor enterarse unas horas después, ya reposado. El hombre haragán ha perdido todo interés en el amor y el sexo.

No tiene pareja ni desea tenerla. Le resulta una fatiga seducir a alguien –un proceso laborioso en el que no puede evitar mentir, simular ser alguien mejor de quien en verdad es, encubrir el rasgo más conspicuo de su carácter, la pereza– y más todavía vivir con esa persona y aceptar sus caprichos. Ya lo intentó una vez, cuando estuvo casado, y sabe que el amor es un esfuerzo trabajoso y del todo innecesario.

Prefiere, cuando está urgido –lo que a sus cuarenta y tantos años es algo infrecuente–, aliviarse a solas, pensando en un cuerpo que se entrega y se somete a sus caprichos y luego se marcha sin decir palabra ni exigir nada.

El hombre haragán trabaja pero detesta hacerlo y sólo lo hace animado por una secreta ilusión, la de reunir suficiente dinero como para no tener que trabajar más. No trabaja entonces con ganas, disfrutándolo, encontrando en ello alguna forma de dignidad o nobleza que lo redima de su abrumadora mediocridad.

Trabaja resignadamente, porque no hay más remedio, porque otea en el horizonte un premio todavía borroso: vivir sin trabajar, vivir de sus rentas, pasarse el día entero en una casa a solas, haciendo nada. El hombre haragán está inscrito en un gimnasio.

Tiene una credencial con su fotografía. Cuando despierta de la siesta (porque aun cuando ha dormido diez horas, intenta también dormir la siesta, por si le hubiera faltado un tramo final en el único empeño al que se entrega trabajosamente: dormir), sale al gimnasio y camina dos cuadras, la distancia que separa su casa de ese gimnasio moderno, lleno de gente optimista (que lo irrita) y estremecido por aquellos ritmos vocingleros que escupen los parlantes (que lo irritan más aún).

Por lo general, llega a la puerta del gimnasio, echa una mirada pusilánime y decide no entrar, no contaminarse de esa vitalidad sudorosa, volver a casa arrastrando su pereza, que es, a sus ojos, una manera de preservar su dignidad.

El hombre haragán quiere a su madre y a sus hermanos, pero no los ve con frecuencia porque le resulta arduo desplazarse por la ciudad, reunirse con ellos, fingir que es feliz, esquivar los temas conflictivos (que son los únicos de los que le interesa hablar, pero de los que no se habla con ellos) y recordar todos los cumpleaños, aniversarios y eventos de la tribu.

El hombre haragán viaja todas las semanas de un país a otro. Podría parecer, por el ritmo vertiginoso en que se desplaza, que es todo menos haragán. Pero sería una percepción engañosa.

Lo hace porque, si bien es un esfuerzo no menor, lo anima el deseo escondido de ahorrar suficiente dinero para no tener que trabajar ni viajar más, y sólo viajando ahora cree que podrá llegar pronto a ese oasis de ocio absoluto que es, en su mente adormecida, la idea más pura de la felicidad.

Además, sabe que en el avión, arrullado por el rumor de las turbinas y cubierto por tres mantas, dormirá con una profundidad que le resulta esquiva en tierra firme, en alguna de sus camas de paso. De modo que, cuando se dirige a un aeropuerto, piensa esperanzado en las horas de sueño que encontrará en el avión, lo que en cierto modo mitiga el esfuerzo de salir de casa.

El hombre haragán no quiere aprender o educarse o hablar otros idiomas o saber la historia de la humanidad. Prefiere divertirse. Antes leía ensayos, libros de historia, biografías políticas para saber quién gobernó de tal año a tal año, qué ideas políticas prevalecieron, quién ganó y quién perdió en la lucha perpetua por la gloria y el poder. Ahora nada de eso le interesa. No lee para aprender sino para obtener alguna forma de placer o goce.

Por eso suele leer novelas que cuenten las vidas de gente ordinaria como él, pero a menudo las deja, vencido por el cansancio. Nunca intenta seguir leyendo cuando se le entrecierran los ojos. No hay placer superior que el de evadirse de la realidad, no ya leyendo sino durmiendo y esperando con curiosidad las historias que vivirá en sus sueños, en las que suele ser un hombre seductor, aventurero, valiente, todo lo contrario de lo que es en la vida misma.

El hombre haragán tiene dos hijas –que, por supuesto, le fueron dadas por una mujer que quiso hacer de él un hombre emprendedor y fracasó–, pero no intenta educarlas o enseñarles nada o darles nociones de disciplina o rectitud moral, asuntos sobre los que no tiene la más vaga idea.

Cuando está con ellas, intenta hacerlas reír haciendo bromas tontas –lo que no le cuesta ningún esfuerzo–, hablando en acentos pintorescos –especialmente como cubano–, simulando ser un idiota redomado –algo que le sale natural– y dejando que hagan los que les dé la gana –aun si eso implica mentir o hacer trampa o fastidiar a alguien.

El hombre haragán ve con cierta perplejidad que una afición de su primera juventud, la de ver partidos de fútbol por televisión, ha regresado a su vida y se ha instalado en su rutina con nuevos bríos.

Salvo dormir, nada le interesa más que sentarse en un sillón reclinable a ver cualquier partido de fútbol, preferentemente de la liga argentina o española, pero también de las copas europeas o sudamericanas, del torneo inglés, italiano o chileno, o incluso, en sus momentos más abyectos –que le producen una sensación de repugnancia de ser quien es, ese hombre fofo que mira una pelota–, partidos del dantesco campeonato peruano.

El hombre haragán quiso ser político en su juventud, pero ahora ve con horror la idea de servir a los demás cuando es tanto más razonable y gratificante servirse a uno mismo, dado que los demás siempre terminan enojados, insatisfechos y culpando de sus males a quienes han intentado servirles, y en cambio uno mismo, si aprende a servirse debidamente, suele quedar satisfecho, en paz, y sin deseos de que quien lo ha servido, o sea uno mismo, vaya a la cárcel.

Luego quiso ser escritor –y quizá todavía está poseído por esa forma elegante de ejercitar la vanidad–, pero ahora piensa que sólo está dispuesto a seguir publicando ficciones de dudoso valor si nadie le obliga a defenderlas o explicarlas, a dar incontables entrevistas inútiles, a dejarse retratar, participar en congresos, foros o seminarios de los que sólo recuerda la pueril vanidad de quienes allí se lisonjean o enemistan, a viajar en giras de promoción y ser esclavo mediático de la editorial.

Prefiere quedarse en casa, encender una de las tantas estufas –que él, sin razón alguna, llama soplapollas–, tumbarse en la cama con los teléfonos apagados y esperar el momento redentor del sueño, viendo cansinamente un partido de fútbol –y maravillándose cuando una pierna se le mueve sola, como queriendo patear la pelota.


EL HIJO QUE NO PUDO SER

Apenas termino el programa en Miami, enciendo el celular y recibo una llamada. Es Ximena, mi mejor amiga y productora de mi programa peruano, llamándome desde Lima.

Me dice que acaba de presentarse en un programa de alta audiencia, en directo, a las nueve de la noche, un muchacho que dice ser mi hijo. Se llama Felipe, dice tener veinte años o poco más y asegura que nunca me ha visto personalmente, pero que su madre, que trabajó como empleada doméstica en casa de mis padres hace muchos años, cuando yo era joven, y que ahora vive en alguna ciudad española, le dijo recientemente que yo soy su padre, que la dejé embarazada cuando ella trabajaba como empleada doméstica.

Al parecer, según lo que ha contado Felipe, su madre, de visita en Lima, estaba viendo mi programa un domingo y de pronto le dijo a Felipe, señalándome: -Ese señor de la televisión es tu papá.

Ximena me cuenta todo esto con cierta preocupación y espera que yo le diga algo que alivie la gravedad del asunto. Le pregunto si el muchacho que dice ser mi hijo se parece a mí. -Más o menos -dice ella-. Tiene un aire.

Pero me han llamado varias amigas diciéndome que es igualito a ti, que como nada es tu hijo. Le digo que es altamente improbable que el muchacho sea mi hijo porque, aunque mi memoria no es de fiar y mi honestidad tampoco, no recuerdo haber tenido intimidad amorosa ni comercio sexual alguno con ninguna empleada doméstica en casa de mis padres.

Ella me dice que la historia no tiene pies ni cabeza, que si yo hubiese dejado embarazada a una empleada hace veinte años, ¿por qué ella habría esperado tanto tiempo para tratar de comunicarse conmigo o hacerlo público?

Yo le digo que no se preocupe, que es una broma pesada de algún oportunista con ansias de protagonismo, que le sacaremos provecho en nuestro programa del domingo.

Lo que no le cuento a Ximena es que alguna vez, siendo muy joven, con apenas trece años, tuve un amor delirante y contrariado por una empleada de mis padres, una joven de tez morena y nalgas poderosas que me tenía afiebrado, en estado baboso y suplicante, pero que nunca accedió a mis requerimientos, ignorándome con gran simpatía, como si estuviese bailando un alcatraz, mientras yo la perseguía por la cocina, derritiéndome a sus espaldas, que eran todavía mejores que las de las chicas que jugaban en la selección de voley y cuyos partidos olímpicos no me perdía por televisión, aun cuando fuesen de madrugada, por razones claramente extradeportivas.

Lo cierto es que aquella morena, de nombre Flor, que hacía honor a su nombre, pudo, de haber sido más indulgente o descuidada, haber quedado embarazada de mí, pero, por suerte para ella, no ocurrió tal cosa, y nunca más sucumbí a los encantos de otra empleada de mis padres, no sólo porque ninguna volvió a gustarme como Flor sino porque a los catorce años me fui a vivir con los abuelos.

Le pido a Ximena que invite a Felipe, el joven que cree ser mi hijo o que desea serlo, a mi programa del domingo, y que tenga todo listo por si tuviera que hacerme una prueba genética para demostrar que no es mi hijo (o que mi memoria está en ruinas).

Luego llamo a mis hijas. Hablo con la menor, que está en casa. Ya está enterada del escándalo. Me dice que vio el programa con las empleadas, que el chico que dice ser mi hijo no se parece nada a mí, que se han reído mucho.

Le digo que no se preocupe, que no es mi hijo. -Ya te fregaste, tienes que hacerte la prueba de ADN porque nadie te va a creer -me dice ella. Luego llamo a mi hija mayor. Está en una fiesta. Contesta el celular.

Se oye una de esas canciones atroces que están de moda. Mi hija adora esas canciones y las baila con pasión. Le cuento el escándalo de mi supuesto hijo con una empleada de mis padres que no recuerdo. Ella no sabía nada. Le digo que no se preocupe, que no es mi hijo. -¿Estás seguro?- me pregunta, muy seria. Le digo que sí, que nunca tuve relaciones sexuales con una empleada de mis padres. -¿Estás seguro? -vuelve a preguntarme, levemente desconfiada. Le digo que sí, que estoy seguro, y ella me dice que me cree, pero me parece que, si bien quiere creerme, algo en ella le dice que quizá, sólo quizá, el muchacho es mi hijo y ella, de pronto, con sólo trece años, ha descubierto en una fiesta, entre un baile y otro, que tiene un medio hermano de veintitantos.

Desde el aeropuerto de Miami, llamo a la madre de mis hijas, que también está en una fiesta. Por suerte está tranquila, se ríe del asunto, ya le habían contado el chisme. Me pregunta: -¿No será hijo de alguno de tus hermanos? -Ni idea - le digo. -Quizá no sea tu hijo, pero sí tu sobrino -me dice, riéndose.

Llegando a Lima, duermo unas horas. Apenas despierto, llamo a Ximena. Está reunida con Felipe, el joven que dice ser mi hijo. Me dice, bajando la voz, que me llamará en un momento. Espero con impaciencia. Por fin llama Ximena. Me dice que está en la oficina con Felipe y su padre. -¿Pero su padre no soy yo? -pregunto, asombrado. -No -dice ella-.

El padre vio a Felipe por televisión y se molestó porque él lo negó y dijo que es tu hijo. -¿Y por qué Felipe hizo eso? -le pregunto. -Porque dice que todo el mundo en la calle le dice que es igualito a ti y pensó que podíamos contratarlo como tu imitador. -Increíble. -Y por eso le aconsejaron que fuera a la tele y dijera que es tu hijo y se inventara el cuento de que su mamá era empleada doméstica y tú la dejaste embarazada. -Notable. -O sea que mintió porque quiere ser tu imitador en televisión, sólo que ahora su papá está molesto con él. -¿Están dispuestos a venir al programa? -Sí. -¿Ambos? ¿También el padre? -Sí. -Genial.

Enseguida llamo a mi madre. Por supuesto, está enterada del escándalo. Le digo que no se preocupe, que el muchacho no es mi hijo. -Yo sabía que no podía ser tu hijo, amor -me dice ella, muy tranquila. Me quedo en silencio, recordando a Flor, la morena irresistible, y pensando que mi madre no me conoce del todo. -Pero te confieso que estoy triste -me dice mamá-. Porque todo esto me ha dejado pensando que sería lindo que tuvieras un hijo, Jaime. -Sí, sería lindo -le digo, porque no sé qué otra cosa decir. -Bueno, tú ya sabes lo que debes hacer y con quién debes tenerlo -me dice ella, que suele decir cosas así, memorables e inesperadas.

Esa noche, a solas, desvelado, recuerdo a una mujer a la que amé, que ahora vive en Madrid y que, con toda razón, no quiere verme más, y me pregunto cómo habría cambiado mi vida, nuestras vidas, si ella y yo hubiésemos tenido el coraje del que carecimos entonces, veinte años atrás, cuando decidimos, acobardados, que ese bebé no merecía tener dos padres tan confundidos como nosotros, que no era justo imponerle un destino tan sombrío e incierto.

No es entonces del todo inexacto decir que siempre pesará sobre mi espíritu el recuerdo de un hijo negado.

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