30/11/07

SOY TU FAN

Todo comenzó con un correo electrónico. Al llegar a casa después del programa, me senté a leer mis correos, como todas las noches, y encontré uno cuyo encabezado o título era inquietante: “Soy tu fan”. Alarmado, abrí el correo. Lo había escrito Karina.

Era venezolana, vivía en Miami. Decía que le gustaba mucho mi programa, que no se lo perdía, que había leído varias novelas mías y que tenía mucha ilusión de venir una noche al estudio para ver mi programa en vivo como parte de la audiencia. Contesté enseguida. No debí hacerlo.

Le pedí que me dijera qué noche quería venir para anotarla en la lista de invitados y que me mandase una foto para reconocerla. A los pocos minutos, Karina volvió a escribirme diciéndome que quería venir al día siguiente y que vendría sola porque vivía cerca del estudio, en Aventura. No me mandó la foto.

Le escribí diciendo que la esperaba en el estudio a las nueve y media de la noche, le di la dirección y la anoté en la lista. La noche siguiente conocí a Karina.

Era bastante gorda, de unos treinta y tantos años, tenía el pelo pintado de rubio y estaba cargada de regalos para mí.

Después de abrazarme con emoción, mirándome con ojos ardientes, me entregó un libro de poemas que había escrito (titulado “La vida es bella y yo también”), una camiseta Ralph Lauren talla extra large (bastaba con que fuera large), un perfume Lacoste, una caja de chocolates Godiva y un disco de Ricardo Arjona.

A pesar de que faltaban pocos minutos para comenzar el programa, me tomó del brazo, me clavó una mirada intensa, perturbadora, dijo que ese era el momento más feliz de su vida y reveló algo que me dejó perplejo: -Somos almas gemelas, papito. No pude hacer bien el programa porque sentía su mirada sofocante, sus aplausos excesivos, su respiración agitada, su desmesurada felicidad instalada en esa silla precaria de metal. A

l terminar, saltó sobre mí, haciendo crujir el tabladillo de madera, y me obligó a firmarle tres novelas. Como no quería repetirme, escribí “Para Karina, con todo mi cariño”, “Para Karina, gracias por leerme” y (aquí me equivoqué gravemente) “Para Karina, con la ilusión de verte otra vez”.

Luego ella le pidió a un camarógrafo que nos hiciera fotos, me abrazó con virulencia y, mientras nos retrataban, me susurró al oído: -Por fin he encontrado al hombre de mis sueños.

Todo esto naturalmente perturbó mis sueños. Como no podía dormir, bajé a leer mis correos y encontré varios de Karina, preguntándome si había leído sus poemas, si me quedaba bien la camiseta, si estaban ricos los chocolates.

Fui a la cocina, abrí la caja de Godiva y descubrí que faltaba una trufa. Al parecer, ella la había robado, víctima de un antojo comprensible.

Me reí, comí un par de trufas y le escribí: “Gracias por tantos regalos, eres un amor”. Ella contestó enseguida diciéndome que estaba dichosa, que vendría al día siguiente con más regalos, que no me preocupase porque nunca más estaría solo, pues ella me cuidaría con devoción. Antes de despedirse, decía: “Te he buscado toda mi vida. Por fin te encontré. Te amo”. Solté una carcajada y no le contesté.

A la mañana siguiente encontré un correo de Karina que decía: “Hicimos el amor toda la noche. Eres todo un hombre, papito.

Me has hecho gozar demasiado. Estoy loca por ti”. Asustado, le escribí diciéndole que no podría verla esa noche en el estudio porque ya no había cupo, que lo sentía, que nos veríamos en otra ocasión. No se dio por aludida. Escribió sin demora: “Tengo más regalos para ti. Nos vemos esta noche, papichulo”.

Llegando al estudio, entregué la lista de invitados al portero y le rogué que no dejara pasar a nadie más. Por suerte, Karina no apareció en el estudio.

Hice el programa tranquilo. Pero, al salir, estaba esperándome detrás de las rejas, en su auto, acompañada del guardia de seguridad. Al verla, no pude escapar.

Bajé de la camioneta, se abalanzó sobre mí y me abrazó de un modo abusivo y brutal, que dejó sorprendido al portero. Me disculpé por no dejarla entrar, alegando que ya no había sitio para ella.

Sin embargo, no parecía ofendida: me dio más regalos (alfajores, chocolates, un libro de Coelho, una corbata de flores), me dejó su tarjeta (era agente inmobiliaria, debajo de su foto había escrito su lema: “Nada es imposible para mí”) y me invitó a comer: -Te voy a llevar a comer chuchi, papito. Dijo “chuchi”, no “sushi”, lo que me dejó aterrado, y por eso me disculpé, diciéndole que no tenía hambre, que prefería regresar a casa. -Bueno, vamos a tu casa y nos tomamos un vinito -dijo ella, encantada. -No, no puedo, lo siento -dije-. Tengo que escribir.

Se le torció la sonrisa, dio un paso atrás y dijo: -Me había olvidado de que eres un literato. Anda nomás, papito. Entré a la camioneta, suspiré aliviado y la dejé atrás. Ya en la autopista, me pareció que un auto me seguía. Aceleré y confirmé mis sospechas.

Era ella, Karina, al timón de un auto japonés, persiguiéndome a una velocidad imprudente, a riesgo de su vida y de la mía.

Recién entonces me asusté y me di cuenta de que estaba en apuros. Empecé a correr como un lunático, salí por un desvío cualquiera, pasé varios semáforos en rojo y terminé en un barrio que no conocía, pero al menos conseguí perderla de vista sin perder la vida. Al llegar a casa, me había escrito desde su blackberry varios correos.

En orden cronológico, decían: “No huyas de nuestro amor”, “No tengas miedo, no muerdo, sólo chupo rico”, “Yo te voy a sacar el hombre que siempre has sido” y “Cuando me pruebes, vas a saber lo que es el amor”. Irritado como estaba, escribí: “Cachalote malparida, horca asesina, déjame en paz. Si vuelves a seguirme, llamaré a la policía”.

No volvió a escribirme ni se apareció por el estudio. Una semana después o poco más, mi madre me llamó por teléfono y me felicitó por mi nueva novia.

Sorprendido, le pregunté de qué estaba hablando. Me dijo que se había hecho muy amiga de Karina, mi novia venezolana, que la llamaba todos los días a Lima a contarle lo felices que éramos en Miami. Me quedé helado. Le pregunté cómo Karina había conseguido su teléfono en Lima.

Me dijo que pensó que se lo había dado yo, que un día llamó Karina y se presentó como mi novia y que le pareció una chica encantadora, buenísima, un amor, y que se notaba que me quería mucho porque llamaba todas las tardes a contarle cosas lindas de mí. -Ojalá puedas traerla a Lima para presentarme a tu Karinita que tanto te quiere, mi Jaimín -dijo mi madre, con ilusión.

Le dije indignado que no estaba con Karina, que era una loca peligrosa, que me seguía y me acosaba, que no le contestase más el teléfono, pero mi madre dijo: -Tú siempre tan misterioso, amor.

Pero yo soy tu mami y te conozco mejor que nadie y sé que te desvives por tu Karina. Apenas corté el teléfono, busqué la tarjeta de Karina y le escribí un correo.

No pude evitar ser vulgar: -Gorda de mierda, si vuelves a llamar a mi madre, te voy a romper el culo.

En cuestión de minutos, ella contestó: -Papichulo, rómpemelo cuando quieras, mi culo es tuyo. Te amo. Karina ha conseguido lo que se propuso. No puedo dejar de pensar en ella.


ELLA TIENE MALA CARA

Saliendo del cine de Lincoln road, ella quiere ir al baño. Me detengo a esperarla. Ella entra al baño, pero sale enseguida con mala cara y dice que hay mucha gente, unas colas horribles, y que mejor irá al baño del Starbucks de Alton road, que está a una cuadra, mientras yo saco la camioneta del estacionamiento.

Poco después, detengo la camioneta en la puerta del Starbucks y ella sube con su café y un jugo para mí. Tiene mejor cara. Pudo ir al baño. Está más tranquila. No mucho más allá, paso por dos huecos en Alton road. La camioneta tiembla un poco.

Ella derrama el café en sus manos y sus piernas. No le había puesto la tapa de plástico. Se quema las manos. Grita. Me detengo. Ella tira el café a la calle, se seca las manos con la falda manchada, me dice que sigamos, que es su culpa por no poner la tapa. Tiene mala cara.

Antes de entrar a la autopista, ella me dice que le hubiera gustado quedarse paseando por Lincoln road, que no entiende por qué debemos regresar a la casa tan pronto, siendo un sábado en la noche.

Le digo que no me provoca pasear por esa calle un sábado en la noche porque suele estar muy congestionada, pero que, si quiere, la dejo un par de horas, me voy al gimnasio y luego regreso a buscarla. Me dice que no, que no le provoca quedarse sola. Le pregunto si está segura. Me dice que sí. Pero tiene mala cara. Tiene cara de estar harta de mí.

Ya en la autopista, saco el celular y llamo a la madre de mis hijas, que está en Lima, en la playa. No la encuentro. Dejo un mensaje cariñoso. Le digo que la extraño, que en dos semanas estaré con ella y las niñas para pasar una semana en la playa y que luego vendremos de vacaciones a Miami. Guardo el celular. Ella me mira con mala cara y me dice que no entiende por qué soy tan cariñoso con la madre de mis hijas. Porque es la madre de mis hijas, le respondo.

Pero me odia, responde ella. Y no deberías querer tanto a una persona que me odia, añade. No te odia, le digo. Quizá te tiene celos. Quizá te ve como una rival. Pero no te odia. Sí me odia, se enfurece ella, y me mira con mala cara. Me odia. No lo niegues. Y tú la sigues tratando como si fuera una reina. No te importa que la gente me odie, tú igual te llevas bien con ellos. Como con tu amiguito José Manuel o con tu novia Andrea, que me detestan, hablan mal de mí y tú como si nada, son tus grandes amigos, te da igual, no me defiendes. Exageras, le digo. Nadie te odia. Estás viendo fantasmas. Se hace un silencio. Ella tiene mala cara.

No me regalaste nada por Navidad, dice. Me quedo sorprendido por el reproche. Pero fue un acuerdo, tú misma me dijiste que mejor no nos regalaríamos nada, le digo. Sí, pero después me arrepentí y te regalé un maletín de cuero que me costó un montón de plata, me recuerda, furiosa. Y tú no me regalaste nada, te dio igual, añade. Pero a ella, a tu ex, que me odia, le diste no sé cuántos regalos, ¿o no? Bueno, sí, pero eso no tiene nada que ver contigo, pasé las fiestas en Lima con ella y mis hijas y era natural que les diese regalos a las tres, ¿o querías que llevase regalos a mis hijas y no a la mujer que me dio a mis hijas? Ella me mira con mala cara y dice: ¿Y yo qué? ¿No podías darme aunque sea un regalito? Lo siento, le digo. Pensé que no tenía tanta importancia. Fue un error. Mañana mismo te daré tu regalo de Navidad. Ella me mira con mala cara. ¡Ya no quiero un regalo!, se enfurece. ¡Ya no es Navidad!, me recuerda.

Todos los días son Navidad, le digo, a ver si se ríe, pero no se ríe. Luego me equivoco gravemente. Además, tú me dijiste que tu regalo de Navidad podía ser el pasaje para que vinieras a Miami, le digo. Ella me mira con mala cara. ¿Ese fue tu regalo? ¿Un vulgar pasaje en económica de Nueva York a Miami?, me pregunta. ¿Por qué yo, tu amante secreta, tengo que volar en económica, y a tu ex la haces volar en ejecutiva? ¿Hasta cuándo me vas a mandar atrás, como si no estuviera a la altura de tu ex? ¿Por qué a ella no la mandas atrás también? ¿No ves que a ella la tratas como a una reina y a mí me tratas como a una puta barata? ¿Crees que me hace gracia viajar en económica, cuando tú y ella viajan siempre en ejecutiva? Me quedo callado. No tengo defensa. Lo siento, le digo.

Fue un error no darte un regalo por Navidad y mandarte el boleto en económica. No volverá a ocurrir. Digo “no volverá a ocurrir” y pienso “porque es mejor que te quedes en Nueva York y no vengas a verme”. Pero eso no se lo digo. Llegando a la casa, ella se encierra a hablar por teléfono. No sé con quién está hablando porque habla en voz muy baja, para que no pueda oírla.

Para no sufrir (o para sufrir de otra manera), me voy al gimnasio. Trotando en la faja, pienso que es mejor que ella regrese a Nueva York y se quede allá y no venga a verme de vez en cuando.

Luego paso por la farmacia y le compro el perfume que más le gusta y pido que lo envuelvan con papel de regalo de Navidad. Cuando llego a casa, le doy el perfume pero ella tiene mala cara, me agradece secamente, no me da un beso y sigue escribiendo en la computadora y me mira como diciéndome que la estoy interrumpiendo, así que me retiro en silencio.

Tarde en la noche, cuando ella duerme, bajo a la computadora y descubro que ha estado chateando con Jorge Javier, un amante que tuvo o tiene en Madrid. Es fácil descubrirlo porque ella ha dejado el chat abierto, quizá por descuido, o más probablemente para que yo lo lea y sufra.

Ella le dice a Jorge Javier que está harta de mí, que la trato mal, que es como si todavía estuviera casado con la mujer que me dio dos hijas, que nunca me voy a casar con ella, que la trato como si fuera una amante de paso.

Y ella ya no aguanta más mi frialdad, mis caprichos, mis desplantes. Luego descubro que ha estado viendo pornografía en internet. Es fácil descubrirlo porque ella ha dejado varias ventanas abiertas, seguramente con la intención de que yo las encuentre cuando baje a escribir. A la mañana siguiente, ella regresa a Nueva York en clase económica, pasillo, fila 25.

Cuando vuelvo a la casa, encuentro en mi cama el perfume que le compré, con una nota que dice: “No todos los días son Navidad”.


LAS MANOS DE CANDELA

He venido a esta casa de playa a cien kilómetros al sur de Lima no porque me guste la playa o esta playa en particular, que se llama Asia por alguna razón que me resulta esquiva, sino para evitar que venga mi más querida enemiga, mi suegra.

Técnicamente, entonces, no estoy descansando en la casa de playa o disfrutando de ella, sino atrincherado, vigilante, alerta, a la defensiva y en posición de combate, dispuesto a impedir que mi querida enemiga tome posesión de esta hermosa propiedad con una espléndida vista al mar.

Debería estar en Miami, ocupándome de mis asuntos, pero ningún asunto me parecía más urgente y literario que mantener vivo el rencor contra ella y su bienamado esposo, frustrar con una mezquindad incalculable sus planes de fin de año, librar una rápida guerrilla familiar en plena Navidad y demostrar, por si me subestiman, que soy un soldado con una misión, y esa misión es azuzar y multiplicar el odio literario contra ellos, que me echaron de su casa cuando publiqué cierta novela (El huracán lleva tu nombre), pues los odios literarios no se toman vacaciones, ni siquiera por Navidad, y tienen que ser eternos si de verdad son literarios.

Estoy, por eso, solo en la casa de playa, porque ellos, mis queridos enemigos, sorprendidos por mi astucia (pues pensaban disfrutar en mi ausencia de esta casa que yo he pagado), no permiten, en represalia, que mis hijas vengan a visitarme, alegando que deben montar a caballo o tomar clases de baile o visitar a la tutora de ortografía o jugar con sus lindos primos, que han venido desde lejos.

Estar solo, como bien se sabe, tiene ciertas ventajas conocidas, por ejemplo hacer lo que a uno le dé la gana sin dar explicaciones a nadie, pero, cuando se está en una casa de playa y se pretende bajar al mar sin sufrir una insolación en la espalda, hace falta alguien que se ocupe de la tan ingrata tarea de echarle a uno protector de sol en dicha región del cuerpo. Y a eso se reduce entonces el problema de estar solo en la playa: a que no sé cómo diablos echarme protector en la espalda, y después de intentarlo con un cuchillo de cocina, con una espátula de madera, con una botella plástica de tamaño familiar y con un aerosol, me doy por vencido y me resigno a buscar a un amable vecino, curioso o espontáneo que me saque del apuro y me embadurne la espalda por fin.

Es entonces cuando entra en escena Candela. Candela es un joven bajo, de tez morena y ojos chispeantes, uniformado con una camiseta celeste y un pantalón corto azul, que se aparece en la terraza para vigilar que los motores de la piscina estén funcionando correctamente, que el agua esté en la temperatura y el nivel adecuados y que no falte una pequeña dosis de cloro para purificarla.

Candela cumple su misión en silencio, se diría incluso que con calculado silencio, con admirable sigilo, porque ha sido advertido de que nunca debe perturbar la paz de los residentes de esta playa. Por eso, cuando le invito un helado de chocolate y le digo que se siente un momento a conversar conmigo, se sorprende, pero, vencida esa primera reacción de comprensible timidez, acepta la invitación y come el helado sin hacer el menor ruido.

Una vez que me ha contado algunas cosas de su vida (que se llama Candela, que vive en un pueblo cerca de la playa, que tiene una hija llamada Sheyla para quien me pide un autógrafo a pesar de que la niña tiene apenas trece meses de nacida, que uno de sus sueños es tener una piscina propia y aprender a nadar), me animo a pedirle, de la manera más viril y respetuosa, que por favor me eche protector en la espalda, porque quiero bajar a la playa a darme un chapuzón.

Algo sorprendido, pero acostumbrado a atender en todo lo que sea posible a los habitantes de aquella playa, Candela acepta cumplir tan innoble y peligrosa tarea, la de cuidarme la espalda de los rigores del sol.

Ahora estamos Candela y yo de pie, él en su uniforme playero, yo en un traje de baño de flores que me queda grande, y Candela abre sus manos y yo deposito en ellas sendos chorros de protector número 70, el más resistente y grasoso de todos, y luego me doy vuelta y Candela empieza a frotar sus manos por mi espalda con una seriedad y un esmero indudables. Que esto no se malinterprete, pero el momento en que Candela me masajea la espalda con esas manos recias y grasosas, curtidas por el cloro, el agua salada y el sol, es, con mucha diferencia, el más memorable de cuantos he pasado en estos días atrincherado en la playa, y así se lo hago saber con el debido respeto: -Lo haces estupendamente, Candela.

Por favor, échame un poco más y no dejes ninguna parte sin protector, que odio la erisipela. -Con mucho gusto, señor -dice él, y estruja el frasco de plástico para extraer más protector 70. Para mi mala fortuna, cuando Candela se halla frotándome la espalda ya con más confianza aunque no por ello con menos dedicación, pasan caminando frente a la terraza, rumbo a la playa, dos señoras en traje de baño y sombrero, muy elegantes, bañadas por supuesto en protector, y al ver a un muchacho uniformado sobando una y otra vez mi espalda tantas veces sospechada, comentan algo en voz baja, se persignan con estupor y una dice: -Cómo se ha maleado esta playa.

Al parecer, tan pías y honorables damas han caído en el error de pensar que Candela, llevado por la lujuria, está acariciándome, no echándome loción contra el sol, y que dicho joven uniformado y yo nos hemos entregado con descaro, y a la vista de quienes deseen mirar, a las más bajas pasiones, que, como se sabe (aunque tal vez ellas no lo saben), siempre son las mejores. Pues no es así, nobles señoras de Asia: no es que ame a Candela, es que soy un hombre solo y odio la erisipela.

Candela se marcha poco después, agradecido porque le he servido bebidas y bocaditos y le he prometido mandarle saludos en el programa, y yo bajo a la playa, desafiando las miradas hostiles de las damas cuya sensibilidad he herido sin querer, y me doy un baño de asiento en las aguas heladas y arenosas del Pacífico.

Y como no parece ser mi día de suerte, una ola chúcara me golpea por detrás y me desacomoda el traje de baño, y mis amigas, escandalizadas, alcanzan a capturar visualmente, en el luminoso horizonte de bufeos y gaviotas, un pedazo de mi trasero tantas veces sospechado, que, puedo jurarlo, no ha tocado ni tocará nunca Candela, aunque ellas no me crean, porque, cuando paso a su lado, bañado en agua salada, una comenta en voz baja, aunque no tanto como para que no pueda oírla: -Qué desperdicio este muchacho.


LA ROPA DEL OTRO

Llegando a Buenos Aires, voy a cenar con María. Esa tarde, agotado por el viaje, he dormido una siesta y soñado con ella. Aunque ha pasado bastante tiempo sin que me acueste con una mujer, soñé que hacíamos el amor.

En realidad, nunca he tenido esa clase de intimidad con ella y me temo que nunca la tendré. María estuvo casada con un hombre muy rico, del que se divorció (sin pedirle dinero, un detalle que la enaltece) porque se aburría con él.

No tiene hijos, es rubia y delgada, de risa fácil, y acaba de cumplir treinta años. Yo no sé si la deseo o si deseo ser ella o si ambas cosas son posibles a la vez. No hace mucho le regalé una novela con una dedicatoria cursi: “Para María, la mujer que no pude ser”.

Aunque lo disimula bien, María está triste porque su novio la ha dejado cuando ya habían comprado un departamento (en realidad lo compró ella) y tenían planes de casarse.

Hace dos meses, el novio, Lucas, un joven encantador, desapareció de su vida sin decir palabra, al parecer porque ella le pidió que se comprometiera a casarse, y desde entonces no ha llamado, no ha escrito, no ha contestado los correos de María y ni siquiera ha pasado por el departamento para llevarse su ropa. María ha decidido irse a vivir a Madrid. Se irá después de las fiestas.

Ya alquiló un piso en Malasaña. Dice que necesita vivir la aventura española y olvidarse de Lucas. Pero hay un problema: no sabe qué hacer con toda la ropa que él dejó, que no es poca, porque el muchacho era un dandy.

Con una serenidad que tal vez proviene de su sangre austríaca o (más probablemente) del vino que hemos bebido, María me dice que la ropa de Lucas quedará pulcramente ordenada y colgada en su casa, y que si él reaparece y reclama dicha ropa, ella le contestará desde Madrid que tendrá que esperar a que vuelva a Buenos Aires para recuperarla.

Le digo que, en cualquier caso, debemos evitar un desenlace tropical que consista en arrojar la ropa por la ventana, quemarla, rasgarla o enviársela en valijas con una nota despechada. Ella, que es tan elegante, no podría estar más de acuerdo.

Al salir del restaurante, le cuento que esa tarde soñé con ella y se ríe halagada y me abraza y dice que le encanta ser parte de mis sueños. Pero cuando llegamos a la puerta del edificio y le digo si quiere subir a tomar una copa, ella, muy sabia, muy previsora, me dice que ya es tarde, que mejor se va a su casa, y yo me quedo sin María y sin la ropa de Lucas (que en algún momento pensé que ella podría regalarme).

La noche siguiente, Nico viene al departamento a fumarse un porro. Nico es un muchacho estupendo. Me gusta que fume porros y me cuente su vida. Yo no lo acompaño porque la marihuana me da dolor de cabeza al día siguiente, aunque, en realidad, todo me da dolor de cabeza al día siguiente, incluso si no hago nada.

Nico ha renunciado a su trabajo y se va a vivir a Bariloche. Está dolido y furioso con Tamara, su novia, porque descubrió que se acostaba con otro. Al principio, ella lo negó, pero, ante las evidencias, terminó admitiéndolo. Dice que no pudo evitarlo, que tuvo una “conexión mística” con ese hombre.

“Conexión mística, las pelotas”, dice Nico, y luego me cuenta que fue a encarar al tipo que se acostó con Tamara, porque lo conoce, trabaja en un quiosco. Nico llevó todas las monedas de diez centavos que tenía, que eran como treinta, y se las dio a su enemigo y le pidió caramelos, unos caramelos chiquitos de tres por diez centavos, y se quedó mirándolo fijamente.

“Si me decía algo, le partía la cara”, me cuenta, los ojos chinos, los brazos todavía tatuados con el nombre de la mujer que lo traicionó. Pero el tipo del quiosco contó las monedas, contó los caramelos, le dio como noventa caramelos y no dijo una palabra.

“Lo cagué”, dice Nico. Lo peor vino entonces. Antes de irse con los caramelos, Nico advirtió que su enemigo tenía puesta una camiseta que se le había perdido. “Estoy seguro que era mi remera. Tamara me la robó y se la regaló”, dice, derrotado.

Le digo que podía ser una camiseta igual, que quizá era una desafortunada coincidencia. “Imposible. Era mi remera. Nunca la voy a perdonar a Tamara”, se enfurece.

Extrañamente, Nico está furioso con Tamara y dice que no la perdonará, pero, una vez por semana, la lleva a esos hoteles de decoración rococó donde las parejas se aman furtivamente y, quizá para vengarse, quizá para humillarla, se entrega a unas sesiones de sexo con ella en las que se entremezclan la rabia, el deseo, el despecho y lo que quedó del amor.

Después se quedan en silencio y comen los caramelos de tres por diez centavos que le vendió el tipo del quiosco que llevaba puesta su camiseta. Unos días después, en vísperas de Navidad, voy caminando por la calle y un hombre me saluda y me ofrece unas camisetas que ha desplegado sobre una mesa, allí en la calle, en plena 25 de mayo, en el corazón de San Isidro. “Las mejores son las Lacoste”, me informa.

Cuestan treinta pesos. “Son Lacoste truchas”, me advierte, pero de la más alta calidad. Sin dudarlo, le compro cuatro, dos azules, dos verdes.

El tipo me da la mano y me dice “siempre te veo en la tele”, lo que a todas luces es mentira, una dulce mentira navideña. Llego al departamento y le digo a Lucrecia que he comprado cuatro camisetas muy lindas, Lacoste imitación, para que se las regale a su padre, sus dos hermanos y su cuñado, el jugador de rugby.

Lucrecia mira las camisetas y me dice, indignada: “¿Sos boludo? ¿Vos pensás que le voy a regalar estas remeras pedorras a mi familia? ¿Vos pensás que somos inferiores a tu familia? ¿Vos le regalarías estas remeras truchas a tus hermanos?”.

Le pido disculpas, le digo que no tengo ojo para la ropa, que si bien hago o hacía entrevistas en “Tendencia”, nunca sé qué ropa comprar, cuáles son las tendencias que debo seguir, y siempre tiendo a comprar ropa barata, usada, con tara, fallada, de imitación o en liquidación.

Abatido, descorazonado, pensando que la ropa sólo trae problemas, voy a mi cuarto, me pruebo una camiseta Lacoste con el cocodrilo ilegítimo y me siento a escribir.

Luego pienso (si eso califica como pensar) que quizá un escritor no debería usar nunca prendas de vestir que cuesten más de lo que cuesta un libro suyo.

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