30/11/07

UNA SEMANA EN AGUA FRÍA

Lunes por la mañana. Es feriado en Buenos Aires. No hay tráfico en la autopista, qué placer. Martín me espera despierto porque han cambiado la cerradura de la puerta del edificio. Baja a abrirme en ropa de dormir. Me cuenta que el vecino del piso de arriba se ha vuelto a quejar por un escape de gas de nuestro departamento y ha amenazado con enjuiciarnos. Me van a matar, vamos a volar todos si no arreglan el escape de gas, le dijo el vecino a gritos. Martín le cerró la puerta en sus narices. Lunes por la tarde. Mientras duermo la siesta, Martín compra un calefón y contrata a Lucas para que lo instale. Lucas retira el calefón viejo que está perdiendo gas e intoxicando al vecino de arriba. Al tratar de instalar el nuevo (una operación que resulta más complicada de lo que había calculado) se le cae por la ventana una pieza de metal, que golpea y agujerea el techo de vidrio del jardín de invierno de la vecina del primer piso. Minutos después, la vecina toca largamente el timbre de nuestro departamento. Está furiosa, hemos dañado su techo de vidrio. Martín le abre la puerta. La mujer, de ojos saltones y nariz aguileña, le dice a gritos que le hemos roto su techo de vidrio. Martín le pide que no grite. La mujer no le hace caso, sigue gritando. Sos un amanerado, le dice, y hace una mueca de asco. ¿De dónde has salido, amanerado?, se pregunta. Martín se siente insultado y le dice que no tiene derecho de gritarle de esa manera. La mujer le dice que es él quien no tiene derecho de romperle el techo de su jardín. Sos un loco, un maleducado, le dice. La maleducada es usted, responde Martín. Además, yo sé que su jardín de invierno es ilegal, lo ha construido sin permiso, le dice, y ella se repliega, como si la hubieran pillado en falta. En ese momento aparece el vecino del piso de arriba, víctima del escape de gas. Está en bata y pantuflas. Defiende a la vecina, vuelve a quejarse por el escape de gas y dice que Martín es un grosero y un patán porque no hace nada por resolver el escape de gas. Martín se defiende a los gritos. Salgo de mi habitación. Pido disculpas. Les explico que fue un accidente. Le digo a la mujer que pagaremos la reparación de su techo de vidrio. Le digo al vecino de arriba que cambiaremos el calefón y acabaremos con el escape de gas. Les recuerdo que por eso se rompió el techo, porque están reparando el escape de gas. El vecino me dice su nombre, enfatizando que es licenciado. Noto que está fumando. Le digo: Si hay un escape de gas, tal vez conviene que deje usted de fumar. Se queda en silencio, sin saber qué decir. Se retira unos pasos y apaga el cigarrillo. Martes por la mañana. No hay agua caliente. Me ducho en agua helada. Es una sensación dolorosa y reconfortante. Miércoles por la tarde. Lucas, su padre y su hermano cambian el techo de vidrio de la vecina del primer piso. La vecina queda encantada. Toca el timbre, se disculpa con Martín, le explica que el lunes tuvo un mal día. Martín acepta sus disculpas pero sigue odiándola. No le perdona que le haya dicho: Sos un amanerado. Imagina distintas maneras de vengarse. Quiere rociar aceite hirviendo por debajo de su puerta o echarle cucarachas. La madre de Martín quiere ir a decirle cuatro cosas por insultar a su hijo. Jueves por la mañana. Seguimos sin agua caliente. Me ducho en agua helada. Es una sensación odiosa y estimulante. Es la única cosa viril que hago en todo el día (y sólo porque no tengo otra opción). Jueves por la tarde. Estoy tomando el té en John Bull. Una paloma defeca sobre mi cabeza. No tengo reservas viriles para bañarme de nuevo en agua fría. Voy al hotel del Casco, pago una habitación y me baño largamente en agua tibia. Viernes por la mañana. Dejo chocolates y tarjetas de disculpas en la puerta del departamento del licenciado y de la vecina del primero. Les explico que no hubo mala intención, que el escape de gas y el daño en el techo fueron accidentes desafortunados. Les prometo que en pocos días estará resuelto el problema del gas. Les pido disculpas por los ruidos que provocará la instalación del calefón nuevo. Viernes por la noche. Pongo agua a hervir, vacío la tetera en un balde y me baño echándome agua tibia con una taza de Starbucks que Martín compró en Washington. Poco me duró la virilidad para soportar sin quejarme el agua fría. Sábado por la tarde. Lucas y su padre golpean la pared para instalar el calefón nuevo (una operación que resulta más ardua de lo que habían calculado). El vecino del piso de arriba, conocido ya como El Licenciado, toca largamente el timbre de nuestro departamento. Le abro. No me agradece los chocolates ni la tarjeta. Está en bata y pantuflas, las mismas del lunes feriado. Tiene mala cara. Me dice a gritos que somos unos desconsiderados porque no paramos de hacer ruido, siendo un sábado a la tarde, día en que la gente decente (pone énfasis en esa palabra, decente, como si yo no lo fuera) aprovecha para descansar. Le explico, tratando de no enfurecerme, que Lucas y su padre están haciendo ruido porque están cambiando el calefón para que él no sienta el escape de gas. Me dice a los gritos que está prohibido hacer ruidos el sábado y domingo, que el reglamento del edificio (que seguramente no he leído) dice que no puede hacerse obras el fin de semana. Le pido disculpas, le digo que ya falta poco, le prometo que esa misma tarde terminarán las obras y se acabará el escape de gas que él siente que lo está matando. Me dice que está harto del gas y ahora el ruido, que si no acabamos con eso me va a denunciar. ¿A denunciar por qué?, le pregunto. Por poner en peligro mi vida, por atentar contra mi vida, me dice, como si yo quisiera matarlo. Luego hincha con cierto orgullo la panza que su bata esconde mal. Quien atenta contra su vida es usted mismo, por fumar como condenado, le digo, porque de nuevo está fumando. Tira el cigarro al suelo y lo pisa con una pantufla. Antes de que se vaya, le pregunto: Licenciado, ¿en qué es usted licenciado? Me responde, gravemente: En Artes y Humanidades. Le digo: Caramba, qué honor, lo envidio. Al mismo tiempo pienso: No se nota, cabrón. Sábado por la noche. Lucas y su padre han terminado la obra. Ha vuelto el agua caliente. El licenciado habla a gritos por teléfono en su departamento, tanto que yo lo escucho como de costumbre en el piso de abajo. De pronto tocan el timbre. Es él, siempre en bata y pantuflas. Me pide disculpas, dice que tuvo un mal día, que le tiraron una piedra en la autopista y le rompieron el parabrisas, que estuvo a punto de matarse. Le digo que está todo bien, que no se preocupe. Nos damos la mano. Adiós, licenciado, le digo. Sonríe con orgullo. Le gusta que le digan licenciado. Sábado por la noche. Me ducho en agua fría. Puedo hacerlo en agua caliente, pero prefiero el agua fría. Es un raro y placentero momento de virilidad.

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