30/11/07

MIS AMIGOS LOS FAMOSOS

Cuando un amigo me pide consejo, nunca le cobro. Yo no tengo la culpa de tener amigos famosos; la vida me ha premiado así. Tampoco es mi culpa que algunos estén confundidos y me pidan un consejo franco. No me provoca contestarles, pero es mi deber porque creo en la amistad.

Julio Iglesias: cásate con Miranda, regresa a España, no tomes más sol y evita que tus dos lindos bebés escuchen tus canciones en inglés, todo niño tiene derecho a crecer libre de traumas.

Luis Miguel: no te cases con Mariah, sácate el smoking, pídele un par de camisas al Beto Cuevas y opérate la papada con el cirujano de don Francisco, que te deja liviano.

Shakira: suave con el chico de la Rúa, que toda la plata de Pepsi y Nokia me la vas a dejar en esos hoteles carísimos de Bariloche; abrígate bien y olvídate las tarjetas de crédito en Miami, a ver si el chico paga la cuenta.

Antonio Banderas: ¿te acuerdas cuál fue la última película decente que hiciste?
Melanie: hija, a tu edad ya no estamos para tatuajes; recapacita.

Salma Hayek: está bien que seas famosa, está bien que estés con el chico Norton, está bien que salgas en Vanity Fair, pero las telenovelas que hiciste en México que te las borre alguien discretamente, te lo digo por tu bien.

Ricky Martin: bailas bonito, tú ganas, pero a ver si me escribes un par de canciones decorosas y dejas de mover tanto la cadera, yo te puedo ayudar con las letras si ya no te sale corrido el español; otra cosita: no le des tu e mail a Boy George, que anda hablando mal de ti; ah, y algo más: mándales un sencillo a los ex Menudos, andan cortos de plata.

Enrique Iglesias: ya tienes tu avión, ya le ganaste a tu papá, llámalo de vez en cuando, sé un buen hijo; y no sigas diciendo que eres virgen, que la chibola Aguilera se la cree. (Chiquilla Aguilera: deja tranquilo a tu papá, no andes diciendo que abusó de ti, que igual tú abusas de nosotros con tus canciones adefesieras).

Julio junior: llegaste tarde, una pena; insiste como modelo porque como cantante no la vas a ver; y ten cuidado con Cher, que primero te invita a cantar como telonero y después tú ya sabes.
Fher: ya eres un clásico, Maná ha hecho historia, pero el champú y el reacondicionador no le hacen daño a la ecología ni a la memoria de Chico Mendes; lávate el pelo, hazlo por nosotros, tus fans.

Susana Giménez: haz una película con Almodóvar y dile a tu novio JR que saque a pasear a la perrita y que pague tus impuestos, si no pregúntale a Valeria.

Fito Páez: ojo con la chica Roth y los bebitos adoptados, habla con Woody Allen, que te cuente cuánto le cuestan los trece vietnamitas que adoptó Mia y los catorce abogados que contrató para defenderse de Mia; nada personal, Fito: yo sé que dar es dar, pero también hay que saber guardar.

Calamaro: sos grande, pero esos anteojos oscuros regálaselos al Chabón de los Sultanes.
Charly: habitaciones sin balcón, maestro.

Cecilia Bolocco: Menem es el hombre, el 2003 eres primera dama en Buenos Aires y Santiago y las Malvinas, tú te lo mereces; pero mejor no te acerques a la Zulema, que te deja todita arañada, y chau Viva el lunes.

Marcelo Ríos: fuiste número uno y duraste siete días, bien por ti, chino; pero eso no te da derecho de tratarnos a todos como si fuéramos tus recogebolas; haz algo para mejorar tu malhumor, prueba con la acupuntura o las infusiones de hierbaluisa; si no funciona, súbete al techo y grita toda tu rabia, no importa si te escucha la polola en Costa Rica.

Maturana: sereno, moreno: mucha táctica, mucho pizarrón, pero nos falta alegría: usted lo que necesita es un fin de semana con las gemelas Bernaola en los bungalows de El Pueblo, yo invito si Perú clasifica al mundial.


LA DIVA Y LA RATA

Llego al estudio de televisión, en un barrio desangelado al norte de Miami, y saludo al guardia colombiano, embutido en su uniforme color café y su sombrero de ala ancha, que antes me quería y por eso me contaba chistes malos y ahora me odia y se limita a gruñir una exclamación que es como el aborto de un saludo.

Bajo de la camioneta, saludo a los guardias afro-americanos, uniformados como la policía montada canadiense, que también me odian y siempre me odiaron sin razón aparente, y paso por el salón vip, donde suelen esperar los invitados al programa. Todavía no ha llegado nadie. Saco una banana y una barra de granola.

De pronto, escucho unos ruidos extraños, como los de un animal rasguñando una pared o caminando en el techo. Pienso: deben ser gatos techeros o pequeños roedores que vienen por la comida. Voy al cuarto de maquillaje.

Etián, un cubano guapo y musculoso que vivió en Alemania y alguna vez maquilló a Robbie Williams en Colonia, me maquilla con esmero, muy suavemente. Es lo mejor de salir en televisión: que alguien te acaricie el rostro con tan exquisita delicadeza, como ya nadie te lo acaricia en la vida misma, mientras te cuenta chismes envenenados sobre los famosos que conoció o dice haber conocido.

Poco después llega la invitada. Es una mujer bella y famosa. Es cantante y actriz. La acompaña un séquito de asistentes, peluqueros, publicistas y socorristas de asuntos ínfimos. Uno de ellos lleva varios vestidos como si llevara un tesoro incalculable. La diva elegirá, llegado el momento, cuál se pondrá esa noche en el programa.

Esa incertidumbre crea una tensión que se puede respirar en el aire. Uno podría preguntarse por qué la bella dama no eligió el vestido en su casa o en la suite del hotel.

La respuesta parece obvia: si alguien no le cargase los vestidos con tan conmovedora devoción, quizá no sería una diva o no lo parecería, que es tan importante como serlo. Saludo a la bella dama. Le digo que la admiro mucho. Puede que esté exagerando.

Ella me dice lo mismo. Sospecho que exagera también. Es la televisión. Todo es mentira. La naturaleza misma del encuentro es de una falsedad innegable. Ella y yo simularemos un considerable interés por la vida del otro, pero el propósito verdadero que anima el encuentro es uno bien distinto del afecto o la curiosidad periodística: el de ella, promocionarse, que la vean muchas personas, que compren su disco, y el mío, cobrar.

Si no estuviéramos frente a las cámaras, si no me pagasen, ¿nos haría tanta ilusión conversar las mismas cosas en un café, a solas? ¿Nos diríamos tantas lisonjas y zalamerías? ¿Nos juraríamos un próximo encuentro a sabiendas de que nunca ocurrirá? Me temo que no.

De cualquier modo, la invitada es un encanto y por eso no necesito recurrir a mis fatigadas dotes histriónicas para hacerle saber que me cae bien.

Quizá podría tomar un café con ella a solas y reírme sin fingir una sola risa. Ahora estamos en el salón vip. Comemos cosas grasosas que engordan, a pesar de que también han servido abundante comida japonesa, a pedido de la diva o de sus representantes, quienes parecen más ávidos por comer y beber que su patrocinada.

La diva y yo, masticando doritos, nos decimos mentiras dulces, convenientes. Persiste, inquietante, el ruido de algo que sólo podría ser un animal inquieto y casi tan hambriento como las señoras publicistas de la diva.

Poco después, ella, la bella dama en cuestión, la estrella de la noche, se enfrenta a la decisión crucial de la noche, lo único que de verdad parece preocuparle: qué vestido ponerse, con qué aretes acompañarlo, cuál sería entonces el matiz apropiado del colorete en sus labios.

Sus áulicos y turiferarios esperan el momento con un comprensible estremecimiento. Algo, sin embargo, se interpone en el camino entre la diva y sus vestidos relucientes (y sin asomo de arruga alguna).

Es una rata, que ha salido de su madriguera, debajo del sillón de cuero gastado, y mira fijamente a la diva sin el afecto o la devoción que nosotros le prodigamos. Es una rata grande, gorda, insolente, desafiante.

Puede incluso que no sea una rata, que sea pariente de una rata, alguna criatura bastarda y aviesa de la familia de las ratas. La diva, como era de esperarse, da un alarido de espanto y deja caer un rollo de comida japonesa (palta, queso cremoso, langostino), aterrada por la aparición del voluminoso roedor. La rata chilla, pero no huye. Al parecer hambrienta, se acerca al enrollado y lo olfatea. Los asistentes gritan, llenos de pavor, y salen corriendo con los vestidos agitándose y acaso arrugándose.

En un momento de rabia, pierdo el control y le arrojo una lata de coca-cola a la intrusa. Para mi mala suerte, no le acierto. La rata, al verse agredida, nos mira como nunca me había mirado una rata, es decir, con un aire de superioridad física o moral, y decide atacarnos.

Naturalmente, como es una rata, y como odia la belleza, ataca a la diva, mordiéndola en el tobillo descalzo. La diva no puede tolerar esa imagen escalofriante, la de una rata gorda y peluda hincando sus dientes bucaneros en la piel suavísima de sus pies, que ella ha cuidado con tanta minuciosidad.

Luego la rata huye y la diva se desmaya en el sillón de cuero gastado y alguien llama a la emergencia médica. Poco después, cuando la diva recobra el conocimiento y es confortada por los socorristas médicos y abanicada por su delicado séquito de eunucos, pronuncia unas palabras secas y memorables:

-¡Una rata de mierda no va a joder mi carrera! ¡Tráiganme los vestidos!


MI PADRE Y YO

Acaba de celebrarse el día del padre. Pasé el día, para variar, subido en un avión. Pero tuve tiempo de estar en Lima para darle un abrazo a mi padre.

No me gustan el día del padre, de la madre o los días así. Siento que son una trampa comercial. Algún vendedor astuto se inventó esa idea para hacernos comprar chocolates, corbatas, perfumes y mil cosas más. No es que sea un tacaño, pero no me gusta que me obliguen a hacer un regalo.

A mi padre le regalé una botella de whisky por su día. Yo no tomo whisky. Mi padre tiene una cabeza admirable para el trago. Yo tengo la resistencia alcohólica de un picaflor. Si mi padre y yo tomásemos juntos esa botella, me tendría que llevar cargado a la clínica Americana.

Una de las cosas que más admiro de mi padre es su capacidad de trabajo. Mi padre siempre ha trabajado duro. No lo recuerdo tomando vacaciones. Yo, en cambio, no sé lo que es trabajar. Mi vida es una vacación, una larga y serena vacación. Yo trabajo un mes al año y el resto del tiempo me dedico a la reflexión, el análisis de los acontecimientos globales y el ocio creativo.

Mi padre es un hombre muy generoso. Tiene diez hijos. ¿Hay una mejor prueba de generosidad que esa? Yo, si tuviera diez hijos, haría todos los años una teletón para recaudar fondos que cubran sus gastos de colegio y universidad. Yo tengo apenas dos hijas y sólo en comprarles las bolsas de chizitos que vienen con figuritas de pokémon me gasto el 30% de mis ingresos después de impuestos.

A veces pienso que no he sabido darle muchas felicidades a mi padre. He sido un hijo torpe, egoísta y rebelde. Cuando estaba por terminar el colegio, yo sentía que mi padre quería hacerme marino. Yo no quería ser marino. A mí me gusta el mar pero sólo para verlo desde una terraza techada y con bocaditos. Ni siquiera me gustan las piscinas. Aquí afuera tengo una, pero nunca me baño en ella porque juro que he visto una culebra negra nadando allí. Lo cierto es que no pude ser marino porque ni siquiera aprendí a tirarme de cabecita al agua. En cosas del mar, me siento más boliviano que peruano.

Incluso los domingos, mi padre se levanta muy temprano. Como buen hombre de trabajo, es madrugador. Sale de la cama al amanecer, toma un desayuno rápido y se va a trabajar o, si es domingo, a misa. Yo, cuando madrugo, me levanto a las nueve de la mañana. Entre las seis y las nueve de la mañana, mi cerebro entra en estado vegetal. Caigo en un semi-coma profundo. Por eso no me acuerdo nada del colegio. Me llevaban a las siete de la mañana, me sentaba en mi carpeta y dormitaba mudo y aturdido como un balsero en alta mar. Yo debí ir a un colegio nocturno. Ahora sería un profesional.

Tengo recuerdos muy bonitos de mi padre. Por ejemplo, un viaje que hicimos juntos, cuando era un niño, a Piura, mil kilómetros al norte de Lima, en un auto americano muy bonito que mi padre manejaba con suma destreza. Nada era mejor que parar en la carretera a tomar algo y conversar, ni siquiera contar los postes de kilómetros era mejor que eso. También recuerdo una excursión de caza en la que mi padre trató de educarme en el uso de las armas de fuego y el andar a lomo de mula. Fue una alegría correr en mula con mi hermano menor y descubrir que esos mansos animales tenían un cociente intelectual ligeramente superior al mío.

Pero quizás el recuerdo más cálido que tengo de mi padre es la noche en que un policía contratado por él me encontró en el estadio nacional de Lima, vivando al equipo de mis amores, el Cristal. Yo me había escapado de la casa de mis padres. Llevaba una semana viviendo en un hostal de Miraflores. Para dar conmigo, mi padre contrató a un policía y le sugirió que me buscase en el estadio aquel sábado en la noche.

Yo estaba gritando como un energúmeno el gol de Cristal -avance zigzagueante y definición certera de Percy El Trucha Rojas- cuando el agente me invitó a salir tranquilamente de las tribunas. Siempre he sido un hombre pacífico: evité el combate desigual, me entregué sin hacer desmanes y salimos comentando el golazo de Percy.

Afuera me esperaba mi padre. Pensé que estaría molesto y me diría cosas fuertes. Pero no fue así. Me saludó con cariño, me dio un abrazo y me preguntó si quería seguir viendo el partido. Nunca olvidaré esa noche en que mi padre me hizo sentir que el triunfo de Cristal era mucho más imporante que esa pasajera peleílla familiar.

Tampoco he olvidado la cara risueña con la que me miró cuando entramos al cuarto del hostal y vio las revistas porno tiradas al pie de mi cama. Las revistas las decomisó el policía con gesto adusto. ¿Cuándo me las va a devolver, señor?

Feliz día, papá. Gracias por ser mi amigo. Te quiero mucho.


SECRETOS ARGENTINOS

Acabo de leer dos libros que compré recientemente en Buenos Aires: "Menem. La vida privada", de Olga Wornat, y "Junior. Vida y muerte de Carlos Saúl Menem hijo", de Alejandro Margulis. Haré a continuación un arbitrario resumen de los secretos más explosivos que contienen esos libros.

La biografía que Olga Wornat hizo del ex presidente Menem me sorprendió con las siguientes revelaciones:

Menem le pegaba a Zulema, su mujer. En varias ocasiones la dejó muy lastimada. Eso mismo dijo Zulema a la justicia de su país.

No fue Menem quien escogió a Zulema como esposa. La eligió la mamá de Menem, doña Mohíbe, en Damasco. Menem dejó a su amante, Ana María, y se casó con Zulema. Pero Ana María siguió siendo su amante toda la vida, y Zulema lo sabía.

Menem casi nunca se llevó bien con Zulema. Vivían discutiendo, insultándose, incluso pegándose. Se reconcilió con Zulema para ser candidato presidencial el 89 pero duró poco y ya el 90 la echó de la casa presidencial.

Zulema abortó un bebé de Menem después de que naciera Carlitos y antes de tener a Zulemita. Menem la acompañó a abortar.

Menem tiene un hijo con Marta Meza, una de sus muchas amantes. Se llama Carlos Nair, un muchacho que sueña con ser político como su padre.

El padre de Menem, Saúd, un inmigrante sirio, tuvo dos hijos, Amado y María Estela, con otra mujer, antes de casarse con Mohíbe, la mamá de Menem. María Estela nunca fue reconocida oficialmente como medio hermana de Menem, pero Amado sí porque Saúd se lo llevó a vivir con él cuando era niño.

El hijo de Menem, Carlos junior, que murió en 1995, tuvo una hija que no reconoció. Se llama Antonella Carla y su madre es Amalia Pinetta. A poco de morir Carlitos, sus padres reconocieron como nieta a Antonella, luego de que un examen de ADN probase la paternidad de Carlitos. Menem le pasa 2 mil dólares mensuales a la mamá de su nieta. (El libro de Margulis dice que son 3 mil). .

Carlitos se enfurecía cuando Menem le pegaba a Zulema. En una ocasión en 1987, encañonó a su padre con una escopeta y le dijo que si seguía pegándole a su madre, lo mataría. .

A Menem lo vestían cuando era presidente. Lo despertaban, lo secaban después de la ducha, le ponían la ropa y hasta le calzaban los zapatos. .

Menem le tenía celos a Cardoso porque el presidente de Brasil hablaba cinco idiomas y él no podía ni con el inglés. Solía decir: ¿y este a quién le ganó? .

Menem se enojó con Daniel Ortega porque quiso seducir a su hija Zulemita. Estuvo a punto de pegarle. .

El dictador libio Ghadafi y Menem tuvieron una seria pelea porque Ghadafi dio cuatro millones de dólares para la campaña de Menem el 89 a cambio de un misil que Menem debía darle si ganaba, pero ya siendo presidente Menem no le dió el cohete prometido y Ghadafi juró venganza. .

La mañana que Carlitos se subió al helicóptero en el que perdió la vida, Menem le pidió que viajase en auto a Rosario porque tuvo un mal presentimiento. .

Por su parte, la investigación de Alejandro Margulis sobre la muerte de Carlitos Menem me sacudió con estas inquietantes revelaciones: .

Una mujer, Inés Argentina López, declaró que vio cuando unos hombres, desde una camioneta, le dispararon al helicóptero piloteado por Carlitos Menem hasta hacerlo caer. .

Un empleado de Ezeiza, que no se identificó, declaró que Carlitos Menem alcanzó a gritar: "¡Me tiraron, me tiraron!" antes de morir, y que esos gritos quedaron grabados en la torre de control, cintas que luego desaparecieron. .

A Carlitos Menem le robaron su reloj Rolex cuando yacía inconsciente tras el accidente, reloj que luego fue recuperado por la policía y ahora usa su padre, y también le habrían robado un maletín con al menos 33 mil dólares en efectivo, dinero que pensaba destinar al alquiler de dos autos de carrera en Rosario. La policía dijo que sólo halló 6 mil dólares y algo más. .

En el helicóptero se encontraron rastros de zinc, cobre, plomo y antimonio, que son las sustancias químicas que componen una bala. .

A Carlitos lo podrían haber matado en venganza: Ghadafi, porque no le dieron el misil; los narcotraficantes, porque el gobierno les declaró la guerra, incautando más de mil kilos de cocaína poco antes de la tragedia; siniestros personajes de la noche argentina, que querían vengar el asesinato de Poli Armentano, dueño de una discoteca que, según el libro, dejó embarazada a Zulemita; traficantes de armas que se sintieron traicionados; o agentes del servicio secreto israelí, en represalia por los dos atentados contra la comunidad judía que estremecieron Buenos Aires. .

¿Cuánto de todo esto es verdad y cuánto mera fabulación? No lo sé ni tengo cómo saberlo. Pero tampoco quiero investigarlo demasiado porque quiero llegar a viejo y jugar con mis nietos. .



ASI ES EL FUTBOL

Este fin de semana me emborraché. Todavía me dura la resaca. No fue la mía una intoxicación alcohólica: tengo muchos vicios pero el trago no es uno de ellos. Me emborraché viendo fútbol. Vi cuatro partidos.

Pasé ocho horas como un subnormal frente al televisor. Me encerré en mi casa, desconecté el teléfono, mandé a las niñas a jugar al jardín y, sedado por esa droga placentera llamada fútbol, perdí por completo la noción de la realidad.

Ahora estoy de vuelta y me da pena porque perdió Perú. Se acabó el recreo. De vuelta a seguir trabajando. No más fútbol hasta fin de mes.

El sábado vi la derrota de Chile ante Uruguay. Lo sentí por los chilenos. Estaba con ellos. La verdad es que los uruguayos fueron mejores. Tampoco produjeron un juego demasiado vistoso, pero dominaron el partido e impusieron su moral aguerrida.

Da la impresión de que Chile se ha perdido confianza. No pocos chilenos quieren despedir al entrenador Acosta. No creo que sea una buena idea.

Chile necesita recuperar la confianza. Zamorano y Salas son dos atacantes formidables, pero andan perdidos allá arriba. El problema de Chile está al medio. Si tuvieran a un Orteguita o un Verón para inventar fútbol y mover a los delanteros, meterían miedo.

Algunos creen que Chile está fuera de carrera porque ha comenzado mal. No saltemos a conclusiones imprudentes. Chile estará en la pelea hasta el final.

Uruguay no juega bonito pero tampoco le interesa. Si la adrenalina fuese una sustancia prohibida, los uruguayos no pasarían el antidoping. Por eso gana Uruguay. Por eso y porque Pasarella es de cuidado. Bilardo era un chico ingenuo al lado de Pasarella.

No le tengo antipatía a Daniel. Es un ganador, aunque para ganar tenga que ahorcarte con sus propias ásperas manos.
Ahora bien, ese chico Recoba, ¿dónde aprendió? Avísenme para inscribirme.


Al que sí le tengo antipatía es a Chilavert. Vi el triunfo en casa de Paraguay sobre Ecuador y me irritaron las exageradas celebraciones del papanatas arquero paraguayo cada vez que su equipo metió un gol. Paraguay fue mucho mejor. Ecuador anda mal.

Cualquier día Bucaram se viste de corto y salta a jugar. Flojito Ecuador. No pasa nada. Paraguay hace bien lo que mejor sabe: correr a toda marcha, meter zapatazos y ajustar con todo. Los paraguayos son los alemanes de Sudamérica. Juegan tosco pero meten unos goles de película.

Si Paraguay queda afuera y Chilavert llora, invito a una parrillada bailable en mi casa. Ese muchacho Chilavert no goza de mis simpatías.

Se nota que está encantado de conocerse. En el diccionario, la definición de arrogancia debería ser una foto: la de Chilavert con su sonrisa simiesca y su cara de televisor dieciocho pulgadas.

El domingo a mediodía ya estaba calentando para ver a Argentina. ¿Cómo caliento antes del fútbol? Comiendo papitas fritas. Lo he dicho antes y lo repetiré enseguida: soy hincha jurado de Argentina. Esos chicos saben mucho. Juegan una barbaridad.

Pero Bolivia fue una sorpresa. Se paró bien y casi arranca un empate heroico. Bolivia tiene un arquerito que parece ex Menudo pero que tapa todo.

Argentina tiene el mejor mediocampo del mundo. Cuando Orteguita y Verón están inspirados, producen una belleza de fútbol. Lástima que Batistuta no la metió. El que juega muy raro es el Piojo López. En Valencia es un ídolo y mete tres goles por partido, pero cuando juega por Argentina es una sombra. Dicho sea de paso, ¿por qué le dicen Piojo? Los piojos, ¿tienen cara?

El que no debería salir en la tele, porque es un bochorno, es el entrenador Bielsa. Ese señor puede saber mucho de táctica y estrategia, pero tiene una barriga del tamaño de la Bombonera. Che Bielsa, ¿vos sabés algo de unas flexiones llamadas abdominales?

Grité el gol de Gustavo López porque hizo justicia, porque a Perú le convenía y sobre todo porque a los bolivianos hay que ganarles en el llano porque allá arriba en la puna son unos diablos y sólo respiran en el entretiempo.

El partido entre Perú y Brasil lo vi solo y sufriendo, como correspondía. Aunque me hubiesen regalado la mejor entrada, no hubiera ido al estadio. Prefiero ver el fútbol en la tele. Había apostado que Brasil ganaría. Me parecía muy difícil que Perú metiera un gol. No jugó Pizarro, el mejor delantero peruano; tampoco Solano, que sabe patear de lejos.

Perú jugó con ganas pero no le hizo ni cosquillas a Brasil. Sólo conté una llegada clara de Perú, un tiro de Palacios al final que pasó cerca. Después, nada más. Los dos atacantes peruanos, Holsen y Zuñiga, si fuesen brasileros jugarían en la tercera división del Palmeiras.

Perú ha comenzado bien. Ahora viene Ecuador en Quito. Esa será una prueba de fuego. Maturana es un buen entrenador pero alguien debería hacerle un regalo porque siempre está como triste. Por otra parte, Brasil ¿para qué juega las eliminatorias?

Los brasileros deberían clasificar directo al mundial, a las semifinales del mundial. Son de otro mundo. No es justo que jueguen con once. Si Brasil va a jugar estas eliminatorias, debería jugar con ocho nomás. Voy a mandarle una carta a Havelange y otra a Maradona a La Habana.

El domingo en la noche, embriagado de fútbol, pude ver un quinto partido, el de Colombia con Venezuela, pero ya mi mujer y su abogado tenía listos los papeles del divorcio acusándome de ser un vago antisocial portador de ese virus llamado la fiebre malsana del fútbol, así que apagué la tele y me perdí los tres goles de Colombia.

Ahora bien, ¿no haría Venezuela un mejor papel si mandase a la cancha a su equipo de bésibol? A Venezuela habría que darle al menos un punto cuando pierde por menos de tres goles. Hay que inventar algún estímulo para que esos muchachos no sufran tanto.

Sigo borracho de fútbol y feliz por eso, pero no tanto como para engañarme: los mejores siguen siendo Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay.

No siempre porque jueguen mejor, sino porque se sienten mejores. En cuanto a Perú, sugiero que el puntaje lo lleve el organismo electoral, conocido como ONPE: así clasificamos de todas maneras.


VOTAR POR INTERNET

¿Por qué sólo podemos votar en el país del que somos ciudadanos? Ahora que la tecnología ha derribado las fronteras nacionales y ha hecho del mundo una aldea global, ¿no podríamos votar por internet en todos los países donde nos interese elegir un gobierno?

No importa dónde hayas nacido o en qué lugar tengas tu casa: la información está ahora al alcance de todos, los problemas globales nos conciernen a todos y no es exagerado decir que, más allá del pasaporte con el que viajas o la cédula de identidad con la cual sufragas, todos somos, nos guste o no, ciudadanos del mundo.

A mí me gustaría votar no sólo en mi país, el Perú, donde nací y, si cabe la expresión, me eduqué, sino en todos los países de América Latina, en los que, por las obvias raíces culturales que nos hermanan, uno nunca llega a sentirse del todo extranjero, y hasta en los Estados Unidos, donde he tenido la suerte de vivir estos últimos años. A mí me gustaría votar por internet en todas las elecciones de América.

¿Es una locura decir que quizás en unos años podremos votar por internet? No lo creo. Si ahora mismo podemos hacer por internet toda clase de transacciones personales, comerciales, bancarias, afectivas y hasta legales -ayer leí que un cierto país islámico uno puede divorciarse mandándole a su esposa un escueto e mail que diga: me divorcio de ti-, ¿por qué sería descabellado pensar que a la vuelta de unos años podremos ahorrarnos el odioso trajín de ir a la mesa de votación, escribir un voto, depositarlo en el ánfora y mancharnos el dedo con una tinta oscura, y en lugar de toda esa innecesaria y costosa fatiga podremos votar cómodamente por internet desde nuestras casas?

El voto obligatorio es ya un error, y el voto obligatorio en una mesa de sufragio sólo en el país del que eres ciudadano es un doble error. El voto debería ser siempre voluntario. Nadie debería pagar una multa por no votar.

El acto de escoger un gobierno debería ser libre por naturaleza, como lo es, por ejemplo, en los Estados Unidos. Cuando una persona vota bajo coacción, sólo para evitarse pagar la multa, aumenta sin duda la probabilidad de que ese voto sea desinformado y, por consiguiente, equivocado.

Al ser voluntario el acto de votar, la gente que en efecto participa de la elección es aquella que libremente se siente comprometida con la democracia y quiere expresar su opinión.

Yo quiero soñar que algún día será posible votar voluntariamente por internet en todos los países donde uno quiera. El mundo sería en verdad de todos.

Si podemos soñar con un tribunal internacional que juzgue a quienes violan los derechos humanos, ¿por qué no podemos soñar con votar por internet al menos en todos los países de América Latina?

Toda esta quimera cibernética sirve de precaria introducción para tener una coartada mínimamente presentable y perpetrar la monstruosa imprudencia que deseo acometer: quiero decirles por quién me gustaría votar en las varias elecciones presidenciales y regionales que se avecinan en América, si ustedes me perdonan la osadía.

En mi país, el Perú, votaré sin duda por el señor García. El presidente Toledo ha sido en general bastante ineficiente, y mi país está hoy peor que hace diez años, cuando Fujimori asumió el gobierno, pero sus desbordes autoritarios han dañado considerablemente la democracia, y su candidatura a una nueva reelección estuvo reñida con la ley,además Ollanta Humala no me da buena espina, asi de simple.

Reconozco que el señor García no ha sido un buen presidente, pero no puedo votar por un candidato que está fuera de la ley, cómo Humala. El Perú necesita restituir plenamente la democracia, y el señor García es la mejor carta para hacerlo.

En Venezuela, si pudiera, me gustaría votar por Francisco Arias. No veo con simpatía el hecho de que conspirase contra el gobierno democrático el año 92, pero es obvio que no existe el candidato perfecto y que uno debe resignarse a elegir el menor de los males.

El presidente Hugo Chávez es un formidable animal político y tiene unas dotes alucinantes de comunicador, pero por desgracia suele defender ideas equivocadas. Chávez ha creado un clima de tensión social que es inconveniente para Venezuela.

No es exagerado decir que la democracia está en peligro en Venezuela. Chávez quiere concentrar todos los poderes y eso no puede ser bueno. Me inquietan su estrecha amistad con Fidel Castro y su no tan furtiva complicidad con los guerrilleros colombianos.

Chávez podría llegar a ser una amenaza a la democracia de Venezuela y a la estabilidad de la región. Alguien tiene que devolverle sensatez y moderación al gobierno en Venezuela. Francisco Arias parecería la mejor opción para evitar el caos en ese país.

Ningún voto me resulta más fácil que el de México. El señor Labastida puede quedarse afónico diciendo incendios contra los dinosaurios del PRI, partido del que curiosamente es candidato, pero ya es hora de que los señores del PRI se vayan a sus casas y permitan que otra gente gobierne México.

Yo no votaría de ninguna manera por el señor Labastida, aunque reconozco que el presidente Zedillo ha hecho un buen trabajo y ha abierto unos espacios considerables de libertad en la vida mexicana. Tampoco votaría por el señor Cárdenas. Me parece un político honrado y sensible, pero también antiguo y despistado.

Sospecho que le encantaría fumarse una pipa en el monte con el gracioso subcomandante Marcos y que podría escribir unos poemas desgarrados, pero también presiento que sería un presidente fatal. En México votaría sin duda por ese candidato machote y pintoresco que es Vicente Fox. Votaría por Fox y enseguida rezaría.

En la República Dominicana, no podría votar por Joaquín Balaguer, porque es un anciano de 94 años que además está ciego. Nadie debería ser candidato a nada a los 94 años. Balaguer me inspira simpatía y respeto, pero su postulación es un error. Dudaría entre votar por Hipólito Mejía, del PRD, o Danilo Medina, del PLD. Probablemente votaría por Medina sólo porque me parece más serio, riguroso y aburrido, y también porque el presidente Leonel Fernández, del PLD, ha hecho un excelente trabajo. A un país tan afiebrado como la República Dominicana le viene bien tener un presidente aburrido. Pero no es un voto fácil.

Por último, y prolongando esta especulación perfectamente inútil, en Nueva York me encantaría votar por Hillary Clinton. El señor Giuliani ha sido un alcalde espectacular, y espero que pueda vencer el cáncer a la próstata y los rumores maliciosos de que tiene una amante en el closet, pero creo que la señora Clinton merece un premio por haberse conducido con tanto aplomo y dignidad durante la crisis presidencial/conyugal que vivió no hace mucho.

Hillary sobrellevó esa tragedia personal con admirable compostura, dio una lección de grandeza moral al quedarse con su esposo y perdonarlo por sus aventurillas sexuales y demostró que tiene la cabeza muy bien amoblada y el corazón a prueba de balas para elefante.

Hillary merece un reconocimiento. Por eso, y porque es un ejemplo para cualquier mujer que quiera competir en pie de igualdad con los hombres, votaría con entusiasmo por ella.


TODA LLAVE ABRE UNA PUERTA

El vuelo de Lima a Buenos Aires llega a las siete de la mañana. Un viajero desprevenido podría pensar que la parte más odiosa del viaje son las casi cuatro horas en el avión o los trámites burocráticos que debe sortear para salir de Ezeiza.

Pero recién allí comienza el tramo más lento y contrariado de la travesía: por muy presuroso que sea el conductor de taxi, quedará empantanado en una ciénaga interminable de autos, en esa gran miasma metálica que es la avenida general Paz. Y es allí, bajo el sol impiadoso de la mañana, cuando el viajero, estragado por la mala noche, tratando de bloquear los rayos de sol con una bufanda que cuelga de la ventana, soportando la cháchara de un chofer lenguaraz, es allí cuando se prometerá una vez más que pasará un año entero sin subirse a un avión.

Una hora y media después, llegará a casa desesperado por dormir todo lo que no ha dormido en muchas noches breves. Que es exactamente como llegué el lunes al departamento en San Isidro, en la calle Sáenz Peña, con vista al campo de rugby, al barrio laberíntico de casas antiguas y al río marrón que invita a la melancolía.

Fue entonces cuando ocurrió la primera emboscada del azar, porque los contratiempos precedentes estaban todos más o menos calculados, dado que un lunes de cada mes llego a Buenos Aires a morir un poco en ese cementerio móvil y humoso que es la general Paz: después de despedirme del taxista, traté de abrir la puerta de calle del edificio, pero todos mis esfuerzos, un tanto crispados por la fatiga del viaje, resultaron inútiles, pues al cabo de diez minutos de forcejear la cerradura acabé pateando la puerta y timbrando al portero, que al parecer había salido o estaba dormido.

Evidentemente, habían cambiado la cerradura. Extenuado como me hallaba, hice rodar mi maleta por las seis cuadras empedradas que separaban aquel edificio impenetrable de un antiguo y señorial hotel de San Isidro, el hotel del Casco, frente a la catedral.

A pesar del cansancio y la irritación, me asaltó un ramalazo de alegría al caminar por esas calles y reconocer las caras inconfundibles del barrio: la pareja de lesbianas de la bodega, el gordo parlanchín del lavadero, los remiseros en corbata, el viejo cegatón del quiosco, las chicas en mandil que fuman en la puerta de la farmacia, la camarera que me ve en la tele y sabe todos los ratings. Es aquí, me dije, donde quiero venir a morir.

Y seguí haciendo rodar la maleta, en busca de una cama. Tuve suerte: el recepcionista del hotel me dijo que tenía libre la habitación que más me gustaba, la del segundo piso, con una vista esquinada a la catedral. El joven no hizo preguntas (lo que siempre se agradece), me ayudó con la maleta y me recordó que en media hora retirarían el desayuno.

Traté de dormir, pero el recuerdo del espléndido desayuno que servían en ese hotel conspiró contra tan noble propósito, así que tomé dos analgésicos para mitigar el dolor de cabeza y bajé al patio a darme un atracón de medialunas, quesos, jamones, frutas y yogures, uno de esos desayunos que te dejan sin hambre el día entero y con la sospecha de que nunca nadie volverá a desearte. Pocos son los placeres ciertos, indudables, y comer bien sigue siendo uno de ellos, y devorar el desayuno de un hotel que viene incluido en el precio de la habitación puede que sea uno de los placeres más subestimados en los tiempos modernos.

En ese trance desmesurado me hallaba, comiendo mucho y sin hambre, sacando un provecho vicioso del desayuno gratuito, cuando alguien me saludó: -Jaimito, dónde venimos a encontrarnos. Era Carlos García, Carlitos, el mejor amigo que tuve en los años alucinados de la universidad, argentino, hijo de argentinos, residente en Lima en los ochentas hasta que sus padres se fueron a vivir a los Estados Unidos y él se fue con ellos y dejé de verlo desde entonces, desde que se mudó a Denver, Colorado.

Hombre noble y bueno si los hay, cultor del ocio creativo o del ocio a secas, cuarentón como yo, el gran Carlitos fue quien me inició en el amor por la marihuana, el rock argentino y la vida argentina. Protegido por unas gafas oscuras, Carlitos me dijo que estaba en Buenos Aires porque su madre había muerto. Lo dijo con naturalidad, sin hacer ningún drama: -Se murió mi mamá. Tenía cáncer. Sufrió mucho. Vinimos a enterrarla acá, como ella quería.

Este fue su barrio de niña. ¿Te acuerdas cuando vinimos y nos quedamos en la casa de mis abuelos? Aquel fue, con apenas veinte años, es decir veinte años atrás, uno de los mejores viajes de mi vida, un mes en Buenos Aires con Carlitos, instalados en una gran casa de sus abuelos maternos cerca del río, comiendo excesivamente, fumando marihuana con fervor religioso, durmiendo juntos en una vieja cama que chirriaba y nos hacía reír, mientras sus abuelos, maravillosos anfitriones, dormían recatadamente en un cuarto lleno de imágenes religiosas y retratos familiares entre los que sobresalía, bella, radiante, angelical, la señora Milagros, madre de Carlitos.

Al terminar el desayuno, fuimos a su habitación y encendió un porro. Hacía algún tiempo que yo no fumaba; parecía la ocasión propicia para corregir ese descuido. Fumamos juntos, como en los viejos tiempos, en una cama vieja de una casona vieja de un barrio viejo al norte de Buenos Aires. Luego me sorprendió: -¿Vamos a la catedral a rezar por mi madre?

Naturalmente, lo acompañé. No me pareció prudente decirle que soy agnóstico: si Dios no habita las catedrales, alguien tiene que habitarlas por Él. Solos los dos en una severa banca de la catedral, vi a Carlitos arrodillarse, persignarse, cerrar los ojos y orar en silencio.

Confortado por los auxilios de aquella hierba matinal, y aunque sospechaba que mis plegarias merecían ser desatendidas, recé por la madre de Carlitos, por sus abuelos también fallecidos, por mi padre enfermo, por mi madre, por el doble milagro de mis hijas, por el bello Luisito, por su hermana.

Después me distraje, decayó algo mi fe y recé para que Kevin Johansen y Calamaro siguieran cantando, para que la llave fallida abriese otras puertas impensadas y para que Carlitos no volviera a irse a Colorado.


LA VIDA NO ES BELLA

Es muy caro salir a comer todos los días en algún lugar de la isla policial, católica y heterosexual de Key Biscayne, donde inexplicablemente vivo.

El problema es que no sé cocinar, ni siquiera un arroz con huevo frito, porque el arroz me sale mojado, y no tengo quién me cocine en casa, ni siquiera una cocinera que me visite una vez por semana, porque cobran fortunas y soy un tacaño y creo que me van a robar algo o me van a envenenar siguiendo órdenes de Chávez o de Humala.

Ya es hora, me temo, de aprender a cocinar cuatro cosas. Compro, por eso, unas pechugas de pollo congeladas, veinte pechuguitas por cinco dólares, las meto todas en el horno, algo apiñadas en la bandeja, aprieto unos botones al azar y veo, maravillado, que el horno se enciende. Fantástico.

Pienso (si eso califica como pensar): Desde hoy comeré en casa una pechuguita con plátano rebanado y mermelada de fresa. Me siento Martha Stewart (después de ir a la cárcel). Pienso: No en vano soy primo del gran Rafael Osterling, artista de la cocina. Luego me voy al gimnasio, al banco, al correo, y me olvido de las pechugas en el horno.

Vuelvo a casa una hora después o poco más. Hay un camión de bomberos en la puerta. Suena una alarma aguda e intermitente. Un bombero con casco colorado, como los de las películas, me pregunta si es mi casa.

Le digo que sí. Me dice que abra la puerta enseguida, que hay un incendio. Pienso: que se queme todo, menos las fotos de mis hijas y mi pasaporte norteamericano, mis papeles más preciados. Abro la puerta torpemente, porque la llave siempre se atraca, y entro a toda prisa con los bomberos. La casa está llena de humo.

Hay una pestilencia a carne quemada. La alarma no deja de sonar. Del techo caen ordenadas e inútiles ráfagas de agua. Pero por suerte no hay fuego, sólo una densa humareda. -Es el pollo en el horno -le digo al bombero en un inglés deleznable, y pongo cara de Martha Stewart (camino a la prisión o enterada de los ratings de su programa). Abro el horno respirando a duras penas, saco la bandeja, me quemo la mano, doy un grito de dolor, las pechugas negras, carbonizadas, caen al piso, apago el horno, empiezo a toser y salgo corriendo al jardín porque allí adentro no se puede respirar.

Los bomberos verifican que nada se ha quemado, salvo las pechuguitas que ahora yacen en el suelo de la cocina como si hubiese practicado un oscuro ritual de santería para que muera Fidel, abren las ventanas y las puertas para que el humo se disipe, me amonestan cordialmente y se retiran a seguir vigilando la isla para que no arda entera por culpa de algún tonto insigne como yo. Dado que no puedo entrar en la casa, pues la humareda me lo impide, me quito la ropa y me meto en calzoncillos en la piscina y rescato a un sapito que estaba ahogándose y entonces me siento mejor.

Curiosamente, no puedo ser compasivo con mis padres, pero sí con los sapitos, arañas, escarabajos y lagartijas que caen en la piscina. Como el humo se resiste a dejar la casa, tengo que entrar corriendo, subir a mi habitación, sacar mi ropa de televisión y salir corriendo al jardín para no morir asfixiado. Me pongo el traje azul, que apesta a humo o que apesta a secas porque tiene mil horas de televisión encima. Al llegar al estudio, mis productores me dicen que huelo raro, a humo, a quemado.

-Estuve fumando una hierba colombiana todo el día -les digo, y no saben si reírse o si estoy un poco loco. A las diez en punto comienza el programa. Poco después entrevisto (que es una manera de fingir interés a cambio de dinero) a una bellísima actriz cubana que está de moda por una telenovela y por un enredo sentimental, o sea por tomarse muy a pecho las telenovelas. De pronto nos interrumpe bruscamente una risa frenética, chillona, delirante, contagiosa, que brota de un micrófono colgado del techo, sobre nuestras cabezas.

No podemos seguir hablando. Nos reímos de aquella risa impertinente, pero yo estoy irritado. Mando comerciales. Nunca en mis veintitantos años de televisión en directo me había pasado algo tan extraño y cómico: que un muñeco anónimo, activado por unas manos anónimas e insidiosas, se largue a reír escandalosamente de mi programa, sin que nadie pueda (o quiera) detenerlo.

Pienso: el muñeco tiene toda la razón. Yo también me reiría como él. Mi programa es risible. Mi pelo es risible. Mis pechugas carbonizadas son risibles. Mi vida toda es risible. Es natural que un esperpento agazapado detrás de las cortinas no pueda dejar de reírse.

Después del programa, apestando a humo, humillado por las risas del nuevo muñeco Elmo, manejando con la mano izquierda porque la derecha la tengo lastimada por las quemaduras, pongo en el auto el disco en homenaje a Calamaro y busco la voz maravillosa del gran Kevin Johansen y acelero porque me aburre manejar tan despacio como ordena la ley. Y entonces, para completar un día signado por el infortunio, veo relampaguear las luces del auto de la policía y me detengo, resignado.

Y cuando la mujer uniformada me ilumina en la cara excesivamente maquillada con una linterna de alta potencia y me pregunta si sé por qué me ha detenido, la respondo: -Sí, claro. Porque hoy es mi día de mala suerte. Y ella me ilumina con saña y me pide mis papeles para ver si soy ilegal y puede deportarme.

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