30/11/07

MUJERES

Mi primera mujer fue una prostituta. No recuerdo su nombre, no sé si llegué a preguntárselo. Me atendió amablemente, aunque con cierta premura comprensible. No le costó trabajo advertir que los temblores de mi cuerpo se debían no al frío que yo alegaba sino al temor a fracasar con ella, la primera mujer que finalmente podía tocar desnuda. Fracasé, por supuesto, y a ella poco le importó. Para vengar la afrenta, insistí con una prostituta que trabajaba en una casa de masajes. Mi cuerpo, una vez más, se rehusó a obedecerme. Por mucho que lo intenté, no pude obtener alguna forma de placer de esos forcejeos fallidos con un cuerpo al que, aun esforzándome, no conseguía desear. Lo peor no fue pagar sino pedir disculpas por no estar a la altura de la circunstancias. Oficialmente tuve una novia en el primer año de universidad. Se llamaba Ana. Lo que me atrajo de ella fue su descuidada elegancia, la elegancia de una señora precoz, y su manera de fumar. La llevé a cenar con mis abuelos y la aprobaron. Mi padre vino una tarde a visitarme y vio una foto de ella en mi escritorio y no dijo nada pero me miró con un aire raro, no sé si sorprendido o contento o ambas cosas a la vez. Ana y yo salíamos a bailar los fines de semana. Ella fumaba mucho. Era muy inteligente, sabía de historia y política y le gustaba demostrarlo. Su hermano era extraño, decía que quería ser presidente. Sus padres simulaban quererme pero en el fondo me veían con recelo, no les gustaba que saliera en televisión a tan temprana edad. Cuando nos quedábamos solos en su casa, ponía la música que más le gustaba -Genesis, Peter Gabriel- y nos enredábamos a besos, unos besos que por mi parte eran atropellados, torpes, excesivos. No sé por qué terminamos, tal vez porque se hartó de mis besos o porque conocí a su prima. Su prima también estudiaba en la universidad y era más linda que ella. Se llamaba Micaela. Fue la primera mujer a la que, venciendo el miedo escénico, pude amar. Yo fui también su primer hombre o eso fue lo que ella me dijo y ella no mentía. Era una mujer inolvidable en muchos sentidos, no sólo por su belleza sino por su inteligencia, su aire bohemio y su carácter apasionado. Hicimos viajes juntos, elegimos los nombres de nuestros hijos, nos escribimos cartas desesperadas en aquellos años en que todavía se escribían cartas de amor y luego ella se fue lejos y cuando fui a buscarla ya era tarde, ya se había enamorado de otro. A Estefanía, la hermana de un amigo, le gustaba tomar champagne antes de sacarse la ropa, obligarme a bailar aunque me quejase y pedirme prestados sacos y casacas que nunca me devolvió (y no le pido que me las devuelva, pues ya no me quedarían). Lo que más me gustaba de ella es que entendía bien la naturaleza de la amistad que nos unía a su hermano y a mí, algo que, lejos de escandalizarla, parecía divertirle. Cuando pienso en ella, la veo tendida en la alfombra de un departamento vacío, con una botella de champagne. No fue amor, fue sólo un juego retorcido del que supimos salir ilesos o casi. Lo que ha quedado en mí de Gabriela es el sabor salado de sus besos con olor a cerveza aquella noche que bajamos al mar en el auto de mi madre cuando su novio estaba de viaje. No debió ocurrir, pero ocurrió, y luego todo se torció y la amistad se echó a perder, aunque en realidad yo nunca he sido amigo de nadie, ni siquiera de mí mismo. Mi prima Araceli me regaló una tarde de amores furtivos en un hotel, una tarde en la que me asaltó la evidencia de que yo no había nacido para triunfar en esos asuntos resbaladizos. Luego se fue a vivir lejos y yo no la perseguí ni contesté sus cartas porque me humillaba el recuerdo de mi ineptitud pasmada frente a su destreza para el combate cuerpo a cuerpo. Aunque fue una noche y solo una noche -en realidad, un amanecer-, no puedo pasar por alto la emoción que me embargó cuando me deslicé en la cama de Milagros, la hermana de un amigo, y fui suave y generosamente recompensado por esa chica rubia a la que nunca más volví a ver. Sin desmedro de sus encantos, que no eran menores, tal vez aquella madrugada resultó inolvidable por la proximidad en la que se hallaban durmiendo sus padres y su hermano, quienes me creían incapaces de esa felonía, que a ella, sin embargo, no pareció sorprender. Josefina me enseñó a caminar por las calles de su ciudad, a moverme en autobús, a querer a su hija que patinaba en el parque (de la que luego tomé el nombre para una de mis hijas), a ver dos y tres películas una sola noche, a leer los libros que me recomendaba con pasión. Era una mujer fascinante. La amé sin necesidad de hacer el amor. En unas pocas (divertidas) ocasiones, intentamos hacer el amor pero resultaba un estorbo para amarnos. Nos vemos muy rara vez. Eso no ensombrece la certeza de que la sigo queriendo. Todo lo que puedo decir de Sofía es que fue mi mujer por diez años y me dio dos hijas que ahora son, junto con ella, mis mujeres por todos los años que me queden de vida. No sé si es insuficiente decir esto para describir el tipo de alianza que me une con ella, una alianza que sobrepasa las leyes pasajeras del deseo y la posesión. Quizá sea mejor decirlo de esta manera: nada de lo que pueda darle compensará en belleza, arrojo y plenitud lo que ella me dio. Ya no es mi mujer, no dormimos juntos, pero hemos encontrado otras formas más exactas y perdurables de querernos. Es sin duda la mujer que más me ha amado y la que más he amado y lastimado a partes iguales. Las heridas, o el recuerdo de esas heridas, se olvidan cuando nuestras hijas sonríen, que es algo que por suerte pasa a menudo. No exagero cuando digo que ninguna mujer me ha turbado en todos los buenos y malos sentidos, pero sobre todo los malos, como me ocurrió con Isabela. Fue una pasión escondida y deshonesta -es decir, más completa y placentera-, porque ella estaba casada y su marido me conocía y, lo que es peor, confiaba en mí. Pudimos haber tenido un hijo, el azar no lo quiso. Yo era el hombre que ella podía ser a veces con otras mujeres y ella era la mujer que yo podía ser a veces con otros hombres. Su cabeza de loca de patio era la mía. Cada suave contorno de su cuerpo habita en mi memoria. Si hay una mujer a la que no me cansaré de extrañar, es Isabela. Pero ella ya no me desea, o desea que yo sea una mujer, una loca de patio como ella. Con Andrea me pasó algo raro, y es que se hizo un tatuaje en la espalda con mi nombre, lo que parecía un gesto desmesurado de amor, pero nunca me provocó tocar esa piel, besarla, lamerla, hacerla mía, ni siquiera lamer ese tatuaje con mi nombre, lo que hubiera sido como besarme a mí mismo. La última mujer con la que pasé una noche fue Lola. Esto ocurrió hace ya cinco años y, debido a sus apetitos ingobernables, quedé bastante maltrecho y deshidratado. Al día siguiente, bajé al bar del hotel y me enamoré de un hombre alto, flaco y valiente para el amor. Desde entonces no he tenido más mujeres.

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