3/12/07

LA PERRA CHINA

Nunca me gustaron los perros. Nunca imaginé que caminaría por esta casa con un perro blanco siguiéndome a cada paso y echándose a mi lado cuando me siento a escribir, a leer el periódico o a ver televisión. Nunca pensé que terminaría compartiendo las pechugas de pollo a la plancha que me sirven a la hora del almuerzo con ese perro que espera que le arroje pequeños pedazos furtivamente, sin que me vean mis hijas o las empleadas, que me tienen prohibido darle de comer nada que no sea su comida balanceada. Ese perro blanco que se pasea por esta casa como si fuera suya, subiéndose a las camas y los sofás y lloriqueando si lo dejamos solo, fue comprado hace tres meses a un precio en dólares que me pareció desmesurado y abusivo, teniendo en cuenta que quien lo vendió es mi primo hermano (pero ya se sabe que el espíritu de lucro quiebra con facilidad las lealtades familiares), y fue llamado Bombón por mi hija menor, la responsable de que ese inquieto animal llegase a la casa, a pesar de que su madre, su hermana y yo nos oponíamos de un modo enfático, alegando que ya teníamos cuatro perros en el jardín y no queríamos vivir con un perro caprichoso y chillón dentro de la casa. Mi hija, que siente un amor por los animales que sin duda no proviene de mis genes, sólo tuvo que llorar un poco para acallar las discusiones, imponer su voluntad y obligarnos a comprar un perro de la raza, el color y el sexo que había elegido: Bichon Frisé, blanco, macho. Si bien es formalmente de ella, yo siento que ese perro me quiere más a mí, aunque no ignoro que su amor es interesado y tiene precio: lo he comprado a escondidas, cada vez que le dejo caer un pedazo de pollo, de jamón, de lomo, de queso. Cuando llego a la casa de algún viaje, el perro hace unos mohines escandalosos, ladra con una histeria calculada, me lame los dedos de las manos y mordisquea mi pantalón hasta que consigue lo que se propuso: abro la refrigeradora y, sin que me vean las niñas, que creen que lo quiero matar con una salchicha barata de la bodega (como intoxiqué y estuve a punto de matar al caniche de un cantante famoso), le doy un poco de buena comida, lonjas de jamón o pollo, no esa horrible comida balanceada que lo obligan a tragar para que sus deposiciones sean bien sólidas y no apesten. No podría decir que el cariño que ese animal siente o finge sentir por mí (todos exageramos a menudo nuestros afectos para poder comer bien) me resulte incómodo en modo alguno. Me hace gracia que me siga a todas partes, incluso al baño; que llore cuando no lo subo al sofá, como si se sintiera disminuido o incluso humillado por estar en la alfombra; que cuando lo miro fijamente, sin hablarle, me sostenga la mirada, como si tratara de decirme que en realidad soy tan vago como él aunque un poco más idiota; y que me muerda el pantalón para llevarme de regreso a la refrigeradora, donde sabe que se esconde la felicidad, esa felicidad que le resulta esquiva cuando estoy de viaje. Afuera, en el jardín, sólo quedan tres perros chow chow, dos marrones, uno negro, perros chinos, perros leones, porque Simba, la más vieja, la primera chow chow que llegó a esta casa como un regalo para nuestra hija mayor, hace ya catorce años, ha muerto hoy en la mesa de operaciones de una veterinaria (curiosamente también de origen chino), que trató de que Simba se recuperase de un accidente que ocurrió hace pocos días y acabó por costarle la vida. Antes del accidente, sabíamos que a Simba le quedaba poca vida y por eso la cuidábamos especialmente. Según mis hijas, que saben mucho de estas cosas o se las inventan, los chow chow suelen vivir entre diez y doce años y ella tenía ya más de catorce, caminaba a duras penas y parecía sorda y ciega, pues no respondía cuando la llamábamos y los pedazos de salchicha le rebotaban en el hocico cuando yo se los arrojaba y luego no podía encontrarlos en el piso y los otros perros se los comían antes de que ella pudiera olfatearlos a tiempo. Esa tarde, un sábado, Simba dormía a la sombra de la camioneta azul, Sofía encendió la camioneta, Simba al parecer no escuchó el motor o no pudo reaccionar a tiempo o no vio nada, Sofía retrocedió y Simba lanzó un alarido desgarrador cuando la llanta posterior hizo crujir su cadera. No pudo levantarse más. No volvió a caminar. Quedó tendida en un charco de orín, gimiendo de dolor. Una semana después, murió de un infarto, anestesiada, en la mesa de operaciones. Yo no quería que la operasen y así se lo dije a la veterinaria, a mis hijas y a Sofía. Yo sugería que la pusieran a dormir. -No es justo que sufra tanto -dije, cuando la veterinaria nos comunicó que debía hacerle tres operaciones para que, con suerte, volviera a caminar. -El que está sufriendo eres tú, porque no quieres pagar la operación -me dijo mi hija menor. La operación a la cadera costaba quinientos dólares. Luego, si sobrevivía, la operarían en la columna, por otros quinientos, y en no sé qué huesos desviados o dañados, por trescientos más. -Me parece una locura gastarnos tanta plata en operar a una perra vieja, ciega y sorda, que igual se va a morir pronto -dije. La veterinaria me lanzó una mirada de fuego, no sé si por amor a la perra o porque quería ganarse la plata. Mi hija menor dijo: -La vamos a operar. -Se va a morir en la operación -dije. Luego le pregunté a la veterinaria: -Si se muere, ¿nos va a cobrar por la operación? La mujer, en su uniforme verde, no lo dudó: -Sí, señor. Enseguida añadió en tono compasivo: -Pero si la perra fallece, se le hace un descuento. -¿De cuánto? -pregunté, soportando las miradas hostiles de mis hijas. -De un cincuenta por ciento -dijo ella. -Entonces haga todo lo posible para que se muera -dije, pero la mujer no se rió y me miró con un aire de desdén o superioridad moral que me obligó a retirarme. Esta tarde, mientras trataba de escribir con el perro Bombón dormitando a mis pies, sonó el teléfono. La veterinaria nos había dicho que la operación duraría unas cuatro horas y que nos llamaría apenas concluyese. Era temprano para que llamase. Era ella, sin embargo. Sofía se puso al teléfono. La mujer le dijo: -Señora, lamento informarle que la perra ha fallecido. Sofía le agradeció, colgó y me dio la noticia. Mentiría si dijera que fue una mala noticia. Le pedí que me dijera las palabras exactas que le había dicho la veterinaria. Repitió: -La perra ha fallecido. Me reí. Supongo que soy una mala persona porque no me apenó que hubiese muerto. Sólo pensé que la operación me costaría la mitad y que ya no escucharíamos más sus gemidos. Sofía sonrió conmigo, aliviada. Supongo que es una mala persona. Supongo que por eso me enamoré de ella. Ahora mis hijas duermen sin saber que la perra está muerta. Sofía y yo hemos pensado que la enterraremos en el jardín, allí donde ella se comía a las palomas que atrapaba. Cuando yo muera, quiero que me entierren en ese jardín, con Bombón a mis pies, y que la veterinaria pronuncie el discurso fúnebre.

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