Me veo obligado a dejar el hotel frente al campo de golf porque los ruidos escandalosos que hacen los jugadores de la selección peruana de fútbol, alojados en los pisos de arriba, y los chillidos histéricos, inflamados de un patriotismo de corta vida, de sus admiradoras reunidas frente a la puerta del hotel, me impiden dormir.
Escapo unos días a Buenos Aires. No sé de qué escapo, supongo que de la vida pública de Lima, de las obligaciones familiares. Me refugio en el departamento de San Isidro, donde usualmente consigo dormir bien. No tengo suerte en esta ocasión. Están haciendo obras en el departamento de arriba. No hace mucho murió su dueña, una señora mayor, y los hijos están refaccionándolo. El ruido es agobiante y comienza a las nueve de la mañana. Cuando suspenden los trabajos a las cinco de la tarde, tomo un ansiolítico y duermo unas horas para no enloquecer.
Me refugio en un hotel en el campo, a la altura del kilómetro sesenta de la autopista a Pilar. Es una casona antigua, de dos pisos, con habitaciones grandes y bien dispuestas, una piscina de buen tamaño y un amplio jardín por el que a la noche, después de cenar, caminamos Martín y yo. El teléfono de Martín no para de timbrar. Es Inés, su madre, que está muy triste porque Enrique, su esposo de toda la vida, la ha dejado. Martín ama a su madre, le tiene paciencia, la escucha, le da consejos. Pero el teléfono suena y suena. Martín me dice que llevará a su madre a pasar la navidad en ese hotel en el campo para alejarse del bullicio insoportable de las fiestas y para que ella sienta menos la ausencia de Enrique.
Un día de sol abrasador, vamos a almorzar a Morgana, un restaurante del centro comercial de Pilar. En la mesa vecina, un sujeto habla a gritos en inglés. Parece un turista de la India o Pakistán. Parece orgulloso de que sabe hablar inglés y tal vez por eso lo habla en ese tono ofensivo, vulgar. Quien lo escucha y asiente dócilmente (quizá porque es su empleado) es un tipo que parece argentino y chapurrea un inglés trabado. No soportamos los gritos y pedimos que nos cambien de mesa. La camarera, una rubia que seguramente piensa que algún día triunfará como actriz y nos mira con cierto desdén, dice que no podemos cambiarnos de mesa porque aquel sector al fondo, lejos del parlanchín odioso, “no está habilitado”. Le pregunto quién tiene que habilitarlo, si no ella misma, que, por lo visto, se resiste a caminar unos pasos más. No me responde. Nos vamos del restaurante odiando al gritón y alegrándonos de no haber ido nunca a la India ni Pakistán.
Al día siguiente nos invitan a una fiesta en el Alvear. No podemos resistirnos a los encantos de ese hotel. Martín maneja a toda prisa, le pido que vaya más despacio. Escuchamos un disco de Mica. Martín canta eufórico. Ningún sonido que provenga de él podría molestarme. Es un momento feliz.
En el salón del hotel hay tanta gente que no se puede caminar. Aparecen unos mariachis y un cantante argentino, suben al escenario, estalla la música. Entre las muchas conversaciones más o menos mentirosas que se funden en el ambiente y el estruendo alegre de los mariachis, a duras penas se puede hablar. Hablo con un diseñador que tiene caballos en Palm Beach. Hablo con el dueño de un restaurante famoso, que me invita a comer al día siguiente. Hablo con una amiga actriz y su novio, con el que se va a casar en el otoño. Hablo a gritos y todo o casi todo lo que digo es mentira, pero unas mentiras encantadoras, dichas con absoluta convicción. Al cabo de una hora, cansado tanto gritar, me voy con Martín a comer al restaurante del hotel. Está lleno, no tienen una mesa libre. Sin embargo, nos acomodan un ambiente privado. Martín está precioso, toma champagne. Es otro momento feliz.
A mediodía del jueves tengo cita con la masajista. Es una señora gorda, mayor, de anteojos. Martín dice que le da asco imaginar que esa señora lo toca. La mujer me dice que me tienda boca abajo. Obedezco. Masajea mi espalda sin el rigor que yo quisiera. No quiero que me hable. Me habla. Me pregunta qué me pareció el discurso de Cristina. Le digo que no lo vi. Me dice que a ella le encantó. Dice: “Esa mujer tiene unos ovarios impresionantes”. Sólo escuchar la palabra “ovarios” en boca de la veterana masajista destruye por completo la posibilidad de que las fricciones de sus manos en mi piel resulten placenteras.
A la tarde tengo cita con el siquiatra, el doctor Farini, que es también el siquiatra de Martín y su madre. Caminando por la avenida Las Heras, envuelto en una nube de humo gris que despiden los colectivos vetustos, me siento como en Lima. Me duele la cabeza o, como dice Martín, “se me parte la cabeza”. Martín dice esas expresiones curiosas, que me hacen reír. Cuando está caliente, me dice “te voy a partir al medio”. Tomo dos ibuprofenos en un bar de Las Heras y caminamos tapándonos los oídos porque el ruido de esa avenida es insoportable para dos chicos suaves como nosotros.
El doctor Farini me pregunta cuál es mi conflicto. Le digo: “Hay demasiado ruido, doctor”. Me dice que estoy deprimido. Me receta un antidepresivo nocturno y otro diurno. Le pregunto si cuando duermo también estoy deprimido. Me dice que sí. Compro los antidepresivos. Leo las indicaciones. Uno de ellos, el nocturno, podría generar priapismo, es decir una erección tan prolongada que llega a ser dolorosa. Martín se ríe y me dice que debería tomarlo también de día.
Camino al aeropuerto a las seis de la mañana, el remisero no para de hablar. Me tomo un alplax y dos ibuprofenos para soportar esa cháchara cruel sobre política. Le digo, medio dormido, que Chávez me parece un cretino. El taxista levanta la voz, se declara revolucionario y admirador del matón venezolano. Mientras habla a los gritos, baja la ventanilla y trata de espantar una mosca. Al hacerlo, pierde un segundo el control del auto y casi nos estrellamos. Le digo: “Por favor concéntrese en la ruta”. Pero el sujeto sigue discurseando.
Llegando a Lima a mediodía, me refugio en un hotel antiguo y señorial, en el que quise suicidarme cuando era joven y pensaba que nunca encontraría a un hombre como Martín. Intento descansar. Poco después comienzan unos ruidos brutales. Están ampliando el hotel, construyendo más habitaciones porque pronto habrá no sé qué convención. Pido que me cambien de habitación. Escapo del hotel.
En casa de mis hijas no puedo escribir porque los perros ladran y ladran. Le pido a la empleada que abra la puerta y los deje salir a la calle. Ella me dice que en el barrio quieren envenenarlos. Ojalá, le digo.
A la noche regreso al hotel. Me han cambiado de habitación. A las dos de la mañana, duermo por fin en medio de un silencio largamente deseado. Poco dura la felicidad. A la siete y media del domingo estalla un fragor de música electrónica. Hay una maratón cuyo punto de partida es exactamente frente al hotel. De pie frente a la ventana, veo a centenares de hombres y mujeres, vestidos en indumentaria blanca, deportiva, saltando y bailando al ritmo de los pasos que marcan, desde el escenario, tres jovencitas sobreexcitadas, saltimbanquis, en mallas naranjas. Detesto a toda esa gente feliz, optimista, sudorosa, que no me deja dormir. El doctor Farini tiene razón, debo estar deprimido. Salgo del hotel, subo a la camioneta y termino en la avenida Javier Prado. No sé adónde ir. Tengo que irme a vivir al campo con Martín. ��
18/12/07
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