26/3/08

LA TOS Y EL AMOR

Todo comienza un jueves por la mañana. Una tos persistente y dolorosa me advierte de que algo está mal. Enemigo como soy de los médicos y los medicamentos, espero a que me dé una tregua y deje de acosarme.
Pero esa tos de origen misterioso se ensaña conmigo con más crueldad de la que había imaginado. Lejos de ceder, se apodera de mí con tal virulencia que no me deja respirar, dormir, comer o siquiera caminar de un lugar a otro de la casa.
A tal punto me ha debilitado que caminar unos pocos metros dentro de la casa, arrastrando mis pantuflas de conejo, resulta una operación para la que debo prepararme mentalmente, haciendo acopio de las pocas fuerzas que me quedan, y subir al segundo piso, donde se encuentra mi habitación polvorienta, es ya una empresa fuera de la realidad, que los achaques respiratorios me tienen vedada.
Me digo, sin embargo, que, con sólo tomar mucha agua y abstenerme de ingerir jarabes o antibióticos, pronto estaré recuperado y volveré a respirar como de costumbre.
Una amiga de setenta años, cuyo hijo murió de sida y tal vez por eso me quiere como si fuera su hijo, me trae sopa de pollo, jugo de naranja, antibióticos, jarabes, pastillas para aliviar el dolor de garganta, pero no tengo hambre, no puedo comer nada y los antibióticos me debilitan todavía más, quizá porque los he tomado sin comer en varios días.
El domingo a la noche mi pequeño reino privado, cuyos dominios han venido empequeñeciéndose gradualmente a medida que la enfermedad avanza, se reduce al sillón del que ya no me puedo levantar, el sillón en el que, tendido en ropa de dormir, con el teléfono en una mano y el control de la televisión en la otra, tal vez me encontrarán en unos días, helado y ausente, cuando la pestilencia se inmiscuya insidiosamente en la casa de los vecinos, que por cierto me odian.
Temeroso de morir asfixiado, incapaz de ir del sillón a la refrigeradora o del sillón a la computadora o del sillón a ninguna parte, llamo a emergencia y pido ayuda médica.
Un momento después, estoy tendido en una camilla, dentro de una ambulancia, con una mascarilla de oxígeno, mientras el ulular de la sirena destruye la quietud de la noche y me somete a esa incomprensible forma de tortura.
Le pido al enfermero que apaguen la maldita sirena. Me dice que no será posible y que no me quite la mascarilla. Le digo que lo que me está matando no es la enfermedad sino la sirena.
En urgencias me pinchan sin compasión toda vena o arteria posible, me sacan más sangre de la que creía tener, me someten a toda clase de pruebas humillantes, me inyectan sustancias amarillentas innombrables, me hacen firmar papeles diciendo que si muero o quedo inválido ellos no tienen la culpa de nada y me preguntan a quién deben llamar en caso de que algo muy malo suceda. A nadie, digo. La señorita me pide un nombre y un número. Digo dos, pero están en Sudamérica y ellos no pueden hacer llamadas internacionales. Me pide un número local, de Miami. No tengo amigos en esta ciudad, le digo. Pero ella insiste en pedirme un número. Ponga su número, llámese usted misma, le digo.
Una doctora rubia y de anteojos me dice que el nivel de oxígeno en mi sangre es muy bajo y que ha podido darme un paro respiratorio. Me informa que procederán a internarme. Le digo que ya me siento mejor con todas las cosas que me han metido y que si me venden un balón de oxígeno me iré encantado a casa. Me dice que no puedo irme a casa, que tiene que internarme. Claro, pienso, lo que quieren es sacarme dinero, sanguijuelas miserables.
En algún momento al final de la madrugada me llevan a mi habitación en el tercer piso, con vista a la playa de estacionamiento y a medio árbol. Estoy helado. El aire acondicionado está a tope y no puedo apagarlo porque proviene de un sistema central cuya temperatura gélida alguien decide sin piedad alguna por quienes padecemos de frío crónico. No puedo abrigarme. Como estoy pinchado, entubado y atrapado por un pulpo de plásticos transparentes, tengo que permanecer casi desnudo, vistiendo apenas la bata vieja y rasgada, de color verdoso, que no pocos muertos habrá despedido y ahora posa su gastada, indeseable tela en mí.
Estoy extenuado pero no puedo dormir por el frío del aire acondicionado, la tos que no cede, la humillante condición de rehén y los gritos de un enfermo que se ha parado en medio del pasillo, a la salida de mi habitación, vociferando:
-¡No soy un bendito ni un comemierda! ¡No soy un bendito ni un comemierda! ¡No soy un bendito ni un comemierda!
El sujeto, que grita con un marcado acento boricua, acusa a los médicos y enfermeros de querer matarlo, de haberse confabulado para privarlo de su libertad y minar lenta y calculadamente lo poco que le queda de salud.
Nadie consigue acallar al paciente enloquecido. No puedo dormir y la tos me está matando. Pido que me den un sedante: es en vano, a nadie le importa que no haya dormido ni comido en varias noches, todo lo que quieren saber es qué voy a desayunar, almorzar y comer, si quiero huevos o cereales, si deseo el flan de postre, si me apetece la trucha o la merluza. Y yo sólo quiero borrarme pronto, irme de allí, desaparecer del todo, que alguien me duerma doce horas. Pero eso, al parecer, es mucho pedir.
A las ocho de la mañana, ya callado el bendito del pasillo, me traen un desayuno grasoso y pestilente, un plato de huevos, hamburguesa y papas cuya sola contemplación me hunde en la náusea pura e infinita.
No deja de sorprenderme que cada quince minutos alguien entre a mi cuarto a cumplir alguna tarea rutinaria, menor, como dejarme un peine o quitarme las medias o tomarme la presión o cambiar el oxígeno o suministrarme más líquidos amarillos innombrables o dejarme lociones y champús o dejarme incluso unas medias coloradas que se adhieren bien al piso para que no me caiga. Cada diez o quince minutos alguien entra y me toca un poco, me pincha de nuevo, me da vuelta, me enrosca y atrapa más todavía en el pulpo de tubos y luego se va y yo me quedo angustiado, viendo cómo pasan las horas y no puedo ni podré dormir mientras me quede en este hospital.
Entonces comprendo que debo escapar.
Los médicos me han dicho que debo quedarme varios días con sus noches desveladas soportando los gritos del bendito. Les digo que debo irme, pero me dicen que no pueden autorizar mi salida, que mi salud corre serio riesgo si me voy. Más riesgo corre si me quedo, les digo.
Por la tarde encuentro al cómplice que estaba buscando, un enfermero joven, todo de blanco, muy guapo, de nombre Armando, que me ha reconocido de la televisión y es muy amable conmigo. Le ruego que me ayude a escapar. Se compadece de mí. Me hace firmar unos papeles, me quita todos los tubos y parches adhesivos, trae una silla de ruedas, me sienta en ella y, desafiando las miradas reprobatorias de los médicos (que, en venganza, se han negado a darme las prescripciones para mi tratamiento), me saca de ese infierno. Uno de esos médicos, un sujeto odioso, de panza y bigotes, me interrumpe a la salida del ascensor y me pregunta por qué me voy del hospital contra la opinión profesional de todos los médicos.
-Porque no soy un bendito ni un comemierda, le digo, y él me mira sin entender.
Pero un poco más allá, Armando, mi enfermero y cómplice, se ríe y yo pienso que algún día volveré al hospital no para terminar de morir allí sino para decirle que esa mañana tosiendo y tosiendo me enamoré de él y de sus manos bienhechoras, y que la tos, como el amor, es algo que no se puede ocultar, según dejó escrito mi amigo Roberto Bolaño, que murió en un hospital.

19/3/08

MORIR TOSIENDO

Antes de irme de Buenos Aires, Martín y yo vamos a los cines del tren de la costa. Son cines viejos, descuidados, pero a mí me gustan porque va poca gente y el boletero es un encanto y me mira con intención.
Martín se desespera porque una mujer hace crujir su butaca una y otra vez. Suele ocurrir, ciertos asientos de esos cines son un concierto de ruidos molestos. Lo raro es que la mujer no se da cuenta del ruido que hace cada vez que se mueve. Martín pierde la paciencia, le dice a gritos que se cambie de asiento. La mujer no se da por aludida, sigue moviéndose y haciendo chirriar la butaca. Martín abre un paquete de m&ms y empieza a arrojarle esos diminutos proyectiles multicolores de chocolate y almendras. Cuando por fin le da en la cabeza, la mujer voltea y nos insulta. Martín le dice a gritos que si no se cambia a una butaca que no haga ruido le seguirá tirando m&ms. La mujer y su amiga se van del cine, no sin antes insultarnos.
Esa noche, con el taxi esperando abajo para llevarme al aeropuerto, Martín y yo hacemos el amor. Ha sido un momento sagrado, le digo. Nunca fue tan perfecto como hoy, le digo. Nadie te va a coger como te cojo yo, me dice.
Llegando a Lima voy a una casa en la playa donde me esperan mis hijas y su madre. Manejo cien kilómetros a una velocidad imprudente. Llamo a Martín. No le digo que voy camino a la playa. Le miento. Le digo que voy a la casa de mi madre como todos los fines de semana.
Martín sabe que le he mentido porque me escuchó en el departamento en Buenos Aires hablando con mi hija menor, diciéndole que me esperase en la playa, que el sábado en la tarde iría a verla. Sabe que le he mentido pero no me dice nada. Me dice que está en el sanatorio porque su tío está mal de salud.
En la playa me doy un baño de mar, duermo la siesta y me siento a comer con mis hijas y Sofía, su madre. Me queda poco crédito en el celular, he olvidado comprar una tarjeta llegando a Lima. Entro al baño y llamo a Martín. Hablo en voz baja para que Sofía no me escuche. Vuelvo a mentirle, no le digo que estoy en la playa, le digo que estoy en la casa de mi madre. Martín se da cuenta de que algo le oculto. Se despide fríamente: Hasta luego.
Más tarde, ya de noche, estoy hablando con una amiga cuando aparece una llamada cuyo origen se anuncia como: Privado. No imagino que es Martín. No contesto. Poco después se me acaba el crédito, mi celular deja de funcionar.
A la una de la mañana, salgo de regreso a Lima. Voy solo a toda la velocidad que me permite la camioneta nueva. Hago esos cien kilómetros en menos de una hora, aunque no sin darme un susto: en algún paraje oscuro del camino han puesto tres piedras grandes bloqueando la ruta, seguramente para robar a los conductores que se detengan, pero, al verlas, recuerdo las historias que me han contado y no me detengo, giro bruscamente y paso por encima de una piedra, golpeando de un modo brutal la camioneta con apenas doscientos kilómetros recorridos y dejando atrás a los ladrones agazapados entre las sombras.
Llegando a Lima no recargo el celular, me voy a dormir. Cuando despierto pasado el mediodía, paro en una gasolinera, compro una tarjeta de cien soles y cargo el celular. Entonces escucho mis mensajes. Tengo tres, los tres de Martín. Uno a las dos de la mañana, otro a las cuatro, el último a las cinco de la mañana. Son mensajes violentos, llenos de rabia. El último dice: A mí nadie me apaga el celular. No me llames más. No quiero verte más.
Llamo a Martín al departamento y a su celular, pero no me contesta. Le escribo un correo explicándole el malentendido: que mi celular se quedó sin crédito, no que lo apagué para evitar sus llamadas. Pero Martín sabe que le he mentido, que he ido a la playa sin decírselo. Por eso me manda un correo que dice: Sé la verdad. Dime la verdad. No seas cobarde.
Pillado en falta, le escribo un correo diciéndole que fui a la playa y que no se lo conté porque no quería molestarlo, sé que no ve con simpatía mi relación cordial con Sofía y por eso le escondí que iba a la casa de playa a estar con ella y mis hijas.
Martín me escribe un correo violento. Me dice que no merezco estar con él, que no merezco a un chico inteligente, refinado, lindo y divertido como él, que no merezco vivir en Buenos Aires con él como tantas veces hemos soñado, que merezco volver a vivir con Sofía, dormir con Sofía, vivir en Lima, esa ciudad que él detesta. Te mereces Lima y Sofía, mereces ser infeliz en Lima con Sofía, me escribe. Luego me escribe algo terrible: Ya ni siquiera me gusta cogerte.
Leo ese correo y minutos después entro al estudio a hacer el programa de televisión. En mi cabeza resuenan las palabras feroces que acabo de leer.
Al día siguiente viajo a Miami como casi todos los lunes. En el aeropuerto leo un correo de Martín. Me dice que se enfureció tanto porque la noche que me llamó varias veces y no le contesté quería contarme que le han encontrado unos pólipos malignos en la vesícula y que tendrán que operarlo pronto para extirparlos. Me dice que se sintió dolido de saber que le había mentido al ir a la playa y que se sintió humillado al pensar que yo, por estar con Sofía, había apagado el celular y no le había permitido contarme lo de los pólipos malignos.
Antes de subir al avión le escribo diciéndole que lo siento mucho, que iré a acompañarlo el día de la operación si me necesita.
Llegando a Miami dejo de llamarlo y escribirle por unos días. Estoy dolido. Recuerdo las palabras que me escribió: no me mereces, mereces Lima, mereces volver con Sofía y ser infeliz.
Una tarde me llama y deja un mensaje. Estoy allí pero no levanto el teléfono.
Le escribo: No puedo olvidar las cosas horribles que me dijiste. Si sientes que mereces a alguien mejor que yo, no estés conmigo. No entiendo cómo puedes ser tan cruel, después de todo lo que nos hemos amado.
Me escribe: Estoy loco y soy malo, pero te amo.
No me llama. No lo llamo. Pero a cada momento pienso en él, recuerdo la madrugada en que hicimos el amor, antes de subirme al taxi.
Luego viene la enfermedad. No puedo respirar. Me ahogo. Siento que voy a morirme solo en esta casa y que pasará una semana sin que nadie lo advierta.
No he cambiado mi testamento. Si muero, todo pasará a la madre de mis hijas. A Martín no le estoy dejando nada. Me va a odiar.
Tosiendo y ahogándome y vomitando sangre, manejo de madrugada hasta el hospital. Me piden mi seguro médico. Entrego mi tarjeta verde del seguro peruano. Me dicen que no pueden admitirme con ese seguro. Ofrezco mi tarjeta de crédito. Me dicen que no aceptan pacientes sin seguro. Le digo que el seguro peruano me aseguró que me cubrían en Estados Unidos. Me dicen que ese seguro no es válido en ese hospital. Me siento humillado. Por eso voy a votar por Obama, le digo. Esta mafia sin compasión tiene que cambiar.
Regreso tosiendo y ahogándome y caminando muy despacio hasta la camioneta. Nunca imaginé que, siendo casi famoso, me rechazarían de un hospital.
Llegando a casa llamo a Martín y le digo tosiendo sangre: Estás loco y eres malo, pero te amo.

GRITOS EN LA AUTOPISTA

El escenario de la pelea familiar a punto de estallar es un auto japonés, automático, cuatro puertas, que avanza a ciento cuarenta kilómetros por hora en la ruta de Mar del Plata a Buenos Aires, un jueves por la tarde, con Martín al timón. Su madre, Inés, está sentada a su lado. Atrás va Cristina, la hermana mayor de Martín. Los tres han pasado una semana de vacaciones en Mar del Plata y tal vez ya están cansados de verse las caras tan a menudo, como están agotados por el viaje de cuatro o cinco horas en auto. Como suele ocurrir con los viajes familiares, cada uno está pensando (pero no lo dice) que a la familia es más arduo quererla cuando se la ve todos los días y que la mejor manera de llevarse bien con ella es tomándose vacaciones no para verla a toda hora sino para alejarse de ella. Estas cosas, claro está, se piensan, si acaso, pero no se dicen.
Sin reparar en que el curso que ha tomado en la conversación es uno de colisión con su hermano al volante, Cristina dice:
-No es justo que mamá no le preste el auto a papá los fines de semana.
Inés, su madre, permanece en silencio, extrañando a su perra Lulú, que ha quedado sola en el departamento. No hace mucho, Enrique, su esposo de toda la vida, la dejó. Inés lloró días enteros, pensó que era una tragedia inexplicable, se hundió en una depresión. Pero luego, sorprendentemente, las cosas empezaron a cambiar: compró a la perra Lulú y encontró en ella una compañía más amorosa, serena y leal que la de su marido de treinta años, se mudó a un departamento que Martín le regaló para que dejara atrás los malos recuerdos, se sintió más libre y despreocupada y, para su sorpresa, empezó a darse cuenta de que la ausencia de Enrique, lejos de abatirla, podía resultar propicia para su felicidad. Por eso, cuando Enrique le hizo saber que le gustaría usar el auto los fines de semana, ella se negó a dárselo.
-El auto es de mamá –dice Martín, conduciendo a una velocidad imprudente–. No tiene por qué prestárselo.
Cristina, que se lleva mejor con su padre que Martín, y que en las discusiones familiares suele tomar partido por su padre, al tiempo que Martín defiende a su madre en cualquier caso, dice en tono airado, seguramente harta de tantas horas de ver a su hermano en el hotel de Mar del Plata, en el club de playa y ahora en el auto:
-El auto de mamá también es mío. Yo puse parte de la plata para comprarlo. Tengo derecho a usarlo. Y tengo derecho a prestárselo a papá.
Cristina es una abogada brillante y conoce bien sus derechos. Siempre fue la más estudiosa de la familia, la promesa académica, la que mejores notas obtenía en el colegio y la universidad. Martín, no siendo tan estudioso, se las ha ingeniado, sin embargo, para hacer más dinero que su hermana por vías no convencionales (pero dentro de la ley), gracias a su audacia y su ingenio. Ese hecho no menor, que ella haya estudiado más y que él, a pesar de eso, tenga más dinero, es algo que probablemente irrita a Cristina, aunque estas cosas tampoco se dicen.
-No digas boludeces –se ofusca Martín–. El auto es de mamá. Lo pagó con su plata.
-Yo también puse plata –protesta Cristina.
-Nadie te obligó –dice Martín–. Y ahora el auto es de ella. Y si mamá no quiere prestarle el auto a papá, me parece muy bien. ¿Con qué cara el tarado le pide el auto si la dejó?
-No hables mal de papá –dice Cristina–. La dejó porque está deprimido.
-No –dice Martín–. La dejó porque es un egoísta. Desde que Joaquín se separó de su esposa, siempre se preocupó por darle plata, nunca la abandonó.
Inés va en silencio, se abstiene de intervenir, pero naturalmente está de acuerdo con su hijo. Más que la separación, lo que le duele es el modo en que Enrique la dejó, la crueldad con la que ejecutó la operación de irse con el dinero y dejarla a su suerte.
-Claro, tu noviecito es perfecto porque es gay –se burla Cristina–. Vos también sos perfecto porque sos gay, –continúa, reforzando las sospechas que Martín siempre ha tenido: que su hermana es homofóbica–. En cambio papá es malo porque no es gay.
-Me da igual –dice Martín–. Yo no quiero verlo más. Pero el auto es de mamá, no tuyo.
-En parte es mío –levanta la voz Cristina–. Yo puse plata para comprarlo.
-No hablemos de plata, por favor –dice Martín–. Si vamos a hablar de plata, yo acabo de comprarle un departamento a mamá para que pueda rehacer su vida y vos no pusiste ni un mango.
-¿Con tu plata? –pregunta Cristina–. ¿O con la plata de tu noviecito?
-Cristina, por favor –protesta Inés, que tiene cariño por Joaquín, el novio de su hijo.
-Lo compré con mi plata –dice Martín–. Y si lo hubiera comprado con plata de Joaquín, ¿a vos qué carajo te importa? ¿Por qué tenés que burlarte de él?
-Porque es un aparato –dice Cristina–. Y porque vos te hacés la estrella de la familia y criticás a papá, pero sos un mantenido que vivís de tu noviecito.
-Gorda de mierda –se exalta Martín–. No te permito que me hables así en mi auto.
-Te duele por que es verdad –grita Cristina–. Sos un mantenido. Tenés más guita que yo, pero yo laburo.
-Yo también laburo, gorda boluda –grita M artín–. Laburo todos los días.
-Con tu novio.
-Sí, con Joaquín, ¿y qué tiene de malo trabajar con él? Somos un equipo.
-Un equipo, claro. Dejá de joder.
-Y vos, ¿qué? ¿Acaso no trabajás con el tío Pepe? ¿No has trabajado toda tu vida en el estudio de Pepe porque él te llevó allí?
-Porque es el estudio de la familia y porque soy abogada recibida, no como vos que no terminaste la universidad. Yo no vivo de mi noviecito.
-Porque no tenés novio ni nunca vas a tenerlo –grita Martín–. Porque sos una gorda insoportable. Por eso me tenés envidia, porque yo tengo un novio que me ama y vos estás sola.
-Puto de mierda, ¿qué sabés vos de mi vida amorosa? -grita Cristina.
-Lo que sé es que no te cogés ni a una foca –grita Martín.
Inés llora en silencio y se lamenta de haber dejado sola a su perra Lulú, que la quiere sin peleas, gritos ni reproches.
-Y vos te cogés a quién: a un peruano ridículo que te lleva como veinte años y que es una víbora que cuenta las intimidades de la familia –dice Cristina.
Martín frena bruscamente y grita:
-Bajá ahora mismo de mi auto.
-Martín, por favor –interviene su madre.
-Bajá -grita Martín.
-Andá a cagar –grita Cristina, abre la puerta y baja.
-No quiero verte más –le dice Martín.
Cristina se queda llorando al pie de la autopista. Martín acelera.
-¿Qué se ha creído esta gorda para hablarme así? –dice.
Inés piensa: No vuelvo más a Mar del Plata con mis hijos, las mejores vacaciones son quedarme en casa con Lulú.
Martín piensa: No aguanto más a esta familia de locos, me voy a Miami.
Cristina piensa: Dejé mi cartera en el auto, ¿y ahora cómo llego a casa?
Siete kilómetros más allá, Martín regresa a buscar a su hermana.

4/3/08

ESTA GUERRA RECIEN COMIENZA

Tocan la puerta. Estoy tratando de escribir. Me interrumpen. No pienso abrir. Agazapado en una esquina, trato de espiar a la persona que está afuera. Es una mujer. No sé quién es.
Vuelven a tocar. No tocan el timbre porque no hay timbre. No hay timbre porque lo he desconectado. Lo he desconectado porque generalmente lo tocan muy temprano y me despiertan.
Un día vinieron unas mujeres a las nueve de la mañana y no pararon de tocar el timbre hasta despertarme. Bajé furioso con mis pantuflas de conejo. Me dijeron en inglés que querían venderme galletas. Les dije en español: Vayan a venderle galletas a San Puta. Me miraron consternadas. Ese día desconecté el timbre y pegué en la puerta un papel que dice: “No tocar la puerta antes de las dos de la tarde en ningún caso”. Lo dice en español y también en inglés por las dudas.
Ese papel sigue pegado en la puerta de mi casa. Pero son las cuatro de la tarde, tal vez por eso la mujer insiste en tocar. Derrotado, abro. No sé quién es.
-Buenas tardes -dice en español-. Soy su vecina.
Es una mujer alta, distinguida, algo mayor que yo.
-Perdone que lo moleste -dice- pero el ruido de su aire acondicionado me está matando.
Está nerviosa, agitada, aunque procura controlarse.
-No sé a qué ruido se refiere -le digo-. Tengo el aire apagado. Nunca lo prendo.
Hace un leve gesto de fastidio o contrariedad, como si no me hubiera creído, como si pensara que le he mentido fríamente.
-Pues hay un ruido que viene de su jardín que no me deja dormir -dice, levantando algo la voz-. Me está volviendo loca. Tiene que hacer algo.
-No sé de qué me está hablando -le digo-. No soy una persona ruidosa.
-Déjeme mostrarle, si no me cree -dice ella.
Luego camina y entra a mi jardín por la puerta lateral que usan el jardinero y el hombre que limpia la piscina. Camino detrás de ella. Al seguir sus pasos, escucho un ruido que se acrecienta a medida que nos acercamos. La mujer señala una máquina negra que está encendida y hace un ruido metálico.
-Es la bomba de la piscina -le digo-. No es el aire acondicionado.
-Me da igual -dice ella-. Este ruido me está volviendo loca. No puedo dormir. No puedo pintar por las tardes. No puedo hacer nada.
Me parece que está exagerando. Es un ruido tolerable, el ruido de una bomba de piscina.
-No lo había notado -le digo-. Le pido disculpas. Usted comprenderá que no me ocupo de estas cosas.
-Pero algo hay que hacer -dice ella, llevándose las manos a la cintura, mirándome con una dureza inquietante-. Este ruido no es normal.
-¿Le parece? -pregunto, sorprendido por su agresividad-. Yo diría que este ruido no molesta gran cosa comparado con el ruido de su perro.
Me mira, entre sorprendida y furiosa.
-No tengo un perro -dice.
-Qué raro -le digo-. Porque todas las mañanas me despiertan los ladridos de un perro que juraría que está en su casa.
-No es mi perro -dice ella-. Es el perro del vecino de allá -añade, y señala la casa al otro lado de su jardín.
-Bueno -le digo-. Veré qué puedo hacer. Llamaré al hombre de la piscina.
La mujer camina unos pasos hacia la salida. La sigo. Se detiene y me dice:
-Esta noche tengo una cena. Por favor, le ruego que apague ese ruido.
-No se preocupe -le digo.
La veo irse caminando deprisa. Vuelvo a la bomba de la piscina y la apago. Al apagarla, me doy cuenta del ruido fastidioso que hacía. Curiosamente, no lo había sentido dentro de la casa y nunca salgo al jardín o la piscina en estos meses.
Esa noche escucho la música, los gritos, las risotadas, el escándalo de la cena en casa de la vecina. Son las cuatro de la mañana, estoy en la cama y no puedo dormir porque no paran de reírse y dar gritos. Calzo mis pantuflas de conejo, bajo al jardín y enciendo en venganza la bomba que tanto le molesta. Si quiere ruidos a las cuatro de la mañana, ruidos tendrá.
Tocan la puerta. Ya amaneció. Despierto asustado. Bajo en mis pantuflas de conejo. Es la policía. Abro más asustado. Afuera hay un auto de la policía. Un oficial obeso en uniforme azul me dice en inglés que la vecina se ha quejado de unos ruidos molestos que provienen de mi casa. Le digo que es insólito que me despierten por una queja caprichosa y sin fundamento, que no he hecho ningún ruido de ningún tipo. Me dice que la vecina alega que una máquina averiada genera un ruido insoportable para ella y que, a pesar de sus quejas, insisto en dejar esa máquina encendida. Camino con el oficial hasta la bomba de la piscina y señalo la máquina supuestamente estropeada.
-¿Le parece que este ruido es excesivo o anormal, oficial? -pregunto, con la certeza de que la razón me acompaña y mi vecina es una loca rencorosa.
-Sí -me dice el policía-. Este ruido no es normal. La bomba está dañada. Por eso hace tanto ruido. Debe cambiarla cuanto antes.
Desconecto la bomba y me quedo en silencio, humillado por la autoridad.
Apenas se va el agente policial, vuelvo a la cama a tramar mi venganza. Descarada, pienso. Tienes un perro odioso que no para de ladrar y lo niegas. Haces fiestas escandalosas que no me dejan dormir. Y llamas a la policía porque la bomba de mi piscina está gastada. Caradura. Me vengaré de ti.
Más tarde llamo a la policía y me quejo de que en la casa de mi vecina hay un perro histérico que ladra a todas horas y no me deja dormir. Poco después la policía llega a la casa de mi vecina. Espío desde la ventana. Por suerte es otro oficial. Habla con la vecina. Entran en la casa. No mucho después el agente viene a mi casa.
-Está mal informado -me dice, amablemente-. En esa casa no hay ningún perro.
-Es imposible -le digo-. Yo lo escucho todas las mañanas. Lo habrán escondido.
-La señora de la casa me dice que no tiene perros y yo no tengo por qué no creerle -me dice.
Luego se marcha sin prisa. Pero yo sé que la vecina miente, que tiene un perro histérico al que odio hace meses y quiero acallar como sea.
Esa madrugada salgo al jardín y enciendo la bomba para molestar a la vecina.
A la mañana siguiente encuentro una nota pegada en la ventana de mi camioneta. Dice: “Gilipollas, no me dejas dormir”.
Llevo una nota y la dejo en el felpudo de la vecina. Dice: “Yo cambio la bomba si tú callas a tu maldito perro”.
Por la tarde apago la bomba porque el ruido ya me molesta a mí también. Pero en la noche salgo a prenderla para que la vecina no pueda dormir, aunque yo tampoco pueda dormir.
A la mañana despierto con los ladridos del perro de la vecina que ella esconde tan bien. Bajo a mirar si me ha dejado otra nota. No encuentro nada. Es una decepción.
Salgo al jardín. La bomba está apagada. La puerta lateral está abierta. La vecina ha entrado y la ha apagado ella misma.
Su perro vuelve a ladrar. Estoy seguro de que en esa casa hay un perro. Los ladridos salen de allí.
Me acerco a la piscina. Veo tres libros hundidos al fondo. Son tres novelas mías. La vecina ha arrojado a la piscina tres novelas mías.
El perro vuelve a ladrar. Tengo que encontrar una manera de entrar a esa casa, secuestrar al perro y callarlo para siempre.
Esta guerra recién comienza.