Todo comienza un jueves por la mañana. Una tos persistente y dolorosa me advierte de que algo está mal. Enemigo como soy de los médicos y los medicamentos, espero a que me dé una tregua y deje de acosarme.
Pero esa tos de origen misterioso se ensaña conmigo con más crueldad de la que había imaginado. Lejos de ceder, se apodera de mí con tal virulencia que no me deja respirar, dormir, comer o siquiera caminar de un lugar a otro de la casa.
A tal punto me ha debilitado que caminar unos pocos metros dentro de la casa, arrastrando mis pantuflas de conejo, resulta una operación para la que debo prepararme mentalmente, haciendo acopio de las pocas fuerzas que me quedan, y subir al segundo piso, donde se encuentra mi habitación polvorienta, es ya una empresa fuera de la realidad, que los achaques respiratorios me tienen vedada.
Me digo, sin embargo, que, con sólo tomar mucha agua y abstenerme de ingerir jarabes o antibióticos, pronto estaré recuperado y volveré a respirar como de costumbre.
Una amiga de setenta años, cuyo hijo murió de sida y tal vez por eso me quiere como si fuera su hijo, me trae sopa de pollo, jugo de naranja, antibióticos, jarabes, pastillas para aliviar el dolor de garganta, pero no tengo hambre, no puedo comer nada y los antibióticos me debilitan todavía más, quizá porque los he tomado sin comer en varios días.
El domingo a la noche mi pequeño reino privado, cuyos dominios han venido empequeñeciéndose gradualmente a medida que la enfermedad avanza, se reduce al sillón del que ya no me puedo levantar, el sillón en el que, tendido en ropa de dormir, con el teléfono en una mano y el control de la televisión en la otra, tal vez me encontrarán en unos días, helado y ausente, cuando la pestilencia se inmiscuya insidiosamente en la casa de los vecinos, que por cierto me odian.
Temeroso de morir asfixiado, incapaz de ir del sillón a la refrigeradora o del sillón a la computadora o del sillón a ninguna parte, llamo a emergencia y pido ayuda médica.
Un momento después, estoy tendido en una camilla, dentro de una ambulancia, con una mascarilla de oxígeno, mientras el ulular de la sirena destruye la quietud de la noche y me somete a esa incomprensible forma de tortura.
Le pido al enfermero que apaguen la maldita sirena. Me dice que no será posible y que no me quite la mascarilla. Le digo que lo que me está matando no es la enfermedad sino la sirena.
En urgencias me pinchan sin compasión toda vena o arteria posible, me sacan más sangre de la que creía tener, me someten a toda clase de pruebas humillantes, me inyectan sustancias amarillentas innombrables, me hacen firmar papeles diciendo que si muero o quedo inválido ellos no tienen la culpa de nada y me preguntan a quién deben llamar en caso de que algo muy malo suceda. A nadie, digo. La señorita me pide un nombre y un número. Digo dos, pero están en Sudamérica y ellos no pueden hacer llamadas internacionales. Me pide un número local, de Miami. No tengo amigos en esta ciudad, le digo. Pero ella insiste en pedirme un número. Ponga su número, llámese usted misma, le digo.
Una doctora rubia y de anteojos me dice que el nivel de oxígeno en mi sangre es muy bajo y que ha podido darme un paro respiratorio. Me informa que procederán a internarme. Le digo que ya me siento mejor con todas las cosas que me han metido y que si me venden un balón de oxígeno me iré encantado a casa. Me dice que no puedo irme a casa, que tiene que internarme. Claro, pienso, lo que quieren es sacarme dinero, sanguijuelas miserables.
En algún momento al final de la madrugada me llevan a mi habitación en el tercer piso, con vista a la playa de estacionamiento y a medio árbol. Estoy helado. El aire acondicionado está a tope y no puedo apagarlo porque proviene de un sistema central cuya temperatura gélida alguien decide sin piedad alguna por quienes padecemos de frío crónico. No puedo abrigarme. Como estoy pinchado, entubado y atrapado por un pulpo de plásticos transparentes, tengo que permanecer casi desnudo, vistiendo apenas la bata vieja y rasgada, de color verdoso, que no pocos muertos habrá despedido y ahora posa su gastada, indeseable tela en mí.
Estoy extenuado pero no puedo dormir por el frío del aire acondicionado, la tos que no cede, la humillante condición de rehén y los gritos de un enfermo que se ha parado en medio del pasillo, a la salida de mi habitación, vociferando:
-¡No soy un bendito ni un comemierda! ¡No soy un bendito ni un comemierda! ¡No soy un bendito ni un comemierda!
El sujeto, que grita con un marcado acento boricua, acusa a los médicos y enfermeros de querer matarlo, de haberse confabulado para privarlo de su libertad y minar lenta y calculadamente lo poco que le queda de salud.
Nadie consigue acallar al paciente enloquecido. No puedo dormir y la tos me está matando. Pido que me den un sedante: es en vano, a nadie le importa que no haya dormido ni comido en varias noches, todo lo que quieren saber es qué voy a desayunar, almorzar y comer, si quiero huevos o cereales, si deseo el flan de postre, si me apetece la trucha o la merluza. Y yo sólo quiero borrarme pronto, irme de allí, desaparecer del todo, que alguien me duerma doce horas. Pero eso, al parecer, es mucho pedir.
A las ocho de la mañana, ya callado el bendito del pasillo, me traen un desayuno grasoso y pestilente, un plato de huevos, hamburguesa y papas cuya sola contemplación me hunde en la náusea pura e infinita.
No deja de sorprenderme que cada quince minutos alguien entre a mi cuarto a cumplir alguna tarea rutinaria, menor, como dejarme un peine o quitarme las medias o tomarme la presión o cambiar el oxígeno o suministrarme más líquidos amarillos innombrables o dejarme lociones y champús o dejarme incluso unas medias coloradas que se adhieren bien al piso para que no me caiga. Cada diez o quince minutos alguien entra y me toca un poco, me pincha de nuevo, me da vuelta, me enrosca y atrapa más todavía en el pulpo de tubos y luego se va y yo me quedo angustiado, viendo cómo pasan las horas y no puedo ni podré dormir mientras me quede en este hospital.
Entonces comprendo que debo escapar.
Los médicos me han dicho que debo quedarme varios días con sus noches desveladas soportando los gritos del bendito. Les digo que debo irme, pero me dicen que no pueden autorizar mi salida, que mi salud corre serio riesgo si me voy. Más riesgo corre si me quedo, les digo.
Por la tarde encuentro al cómplice que estaba buscando, un enfermero joven, todo de blanco, muy guapo, de nombre Armando, que me ha reconocido de la televisión y es muy amable conmigo. Le ruego que me ayude a escapar. Se compadece de mí. Me hace firmar unos papeles, me quita todos los tubos y parches adhesivos, trae una silla de ruedas, me sienta en ella y, desafiando las miradas reprobatorias de los médicos (que, en venganza, se han negado a darme las prescripciones para mi tratamiento), me saca de ese infierno. Uno de esos médicos, un sujeto odioso, de panza y bigotes, me interrumpe a la salida del ascensor y me pregunta por qué me voy del hospital contra la opinión profesional de todos los médicos.
-Porque no soy un bendito ni un comemierda, le digo, y él me mira sin entender.
Pero un poco más allá, Armando, mi enfermero y cómplice, se ríe y yo pienso que algún día volveré al hospital no para terminar de morir allí sino para decirle que esa mañana tosiendo y tosiendo me enamoré de él y de sus manos bienhechoras, y que la tos, como el amor, es algo que no se puede ocultar, según dejó escrito mi amigo Roberto Bolaño, que murió en un hospital.
26/3/08
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