7/4/08

LA CURA DE TODOS MIS MALES

Es virtualmente imposible sentirse bien un domingo a medianoche en Lima bajo una llovizna inesperada y pérfida como los chismes que envenenan la vida de la ciudad. Es imposible sentirse bien si uno ha terminado el programa de televisión, todavía está maquillado, no para de toser y maneja con instinto suicida por una autopista desolada y oscura que bordea el litoral de las playas del sur.
Lo que me anima a persistir en el empeño, acelerando un poco más, sintiendo cómo las llantas resbalan levemente en las curvas que parten el desierto y me alejan de la ciudad, es la ilusión o la fantasía de que llegando a la casa de playa que me ha prestado la madre de mis hijas me sentiré mejor, la tos cederá, conseguiré dormir sin drogarme y encontraré en el aire puro que viene del mar la cura para todos mis males.
Mi madre me ha dicho alarmada que debo ver a un médico sin demora, me ha recomendado doctores altamente calificados (ninguno de los cuales, sospecho, es agnóstico), me ha hecho citas para ese lunes por la tarde en la clínica donde murió mi padre, pero yo le he dicho que no tengo fuerzas para volver a esa clínica ni a ninguna y que cinco días a solas frente al mar del sur me harán mucho mejor que los tocamientos invasivos de cualquier doctor pasmado por el verano de la ciudad.
Como era previsible, nada cambia demasiado estando ya en esa casa grande, de un solo piso, muchas habitaciones con más camas y una decoración en extremo arriesgada, levantada temerariamente a menos de cien metros de la orilla del mar. Nada cambia porque sigo tosiendo, insomne y helado, tendido en una cama sin frazadas, los pies cubiertos por tres pares de medias, dos estufas soplando aire caliente a centímetros de mis pies, tan cerca que a veces despierto con los pies hirviendo y la sospecha de que las medias están en fuego. Lo que cambia no es mi salud sino el escenario en que ella sigue deteriorándose: una casa tan vacía que mi tos produce eco y un mar tan inquietantemente cercano que las olas mueren no muy lejos de las estufas que me mantienen tibio.
Eso, la contemplación distante del mar, la ausencia de criaturas humanas en la playa y en los alrededores de la casa, la compañía gratificante de las arañas en las esquinas y las moscas que, estando todas las puertas y ventanas cerradas, aparecen misteriosamente en la cocina, podrá no ser la cura para mis males y achaques, pero al menos resulta un consuelo reconfortante para mi espíritu, sabiendo que en esta casa soy libre en grado sumo y no molesto a nadie ni nadie me molesta a mí, y recordando la humillante condición de rehén entubado de la que escapé de un hospital de Miami al que sólo volveré si me llevan dopado, inconsciente o sin vida.
Resignado a que los cinco días a solas frente al mar transcurran sin el menor sobresalto, comiendo sólo miel, polen y bananas, arrastrándome de una cama a otra de la casa, escucho a lo lejos, con creciente irritación, unos gritos que provienen de la playa, lo que me lleva a acercarme a la terraza y observar perplejo el espectáculo impensado que se desarrolla ante mis ojos: veinte hombres jóvenes, morenos, fornidos, en trajes de baño mayormente ajustados y por lo general de color negro, han instalado dos arcos pequeños de fútbol y persiguen ardorosamente una pelota blanca que va y viene, dando botes caprichosos, por la arena de la playa, exactamente frente al jardín de la casa, al tiempo que gritan, se arengan, protestan y celebran con euforia cuando convierten un gol.
El espectáculo resulta de una belleza insólita y sobrecogedora y por eso abro las puertas de la terraza, me expongo a la brisa peligrosa del mar, lejos ya de mis estufas bienhechoras, y me siento o dejo caer en una silla plegable a contemplar extasiado cada pequeño detalle de esa formidable exhibición atlética que estos muchachos, seguramente salvavidas, jardineros o vigilantes de estas casas de lujo, han tenido la generosidad de obsequiar, sin saberlo, a un hombre enfermo, que no ha jugado fútbol hace muchos años, pero que todavía sigue maravillado el vaivén de la pelota en cualquier partido profesional o aficionado, jugado por hombres o mujeres: doy fe de ello porque, cuando salgo a caminar por el parque de Key Biscayne y están jugando fútbol, no hay manera de que mis ojos puedan resistirse al embrujo de la pelota y por eso termino sentándome en una banca a mirar el partido y recordar los tiempos en que yo todavía jugaba, creo que no tan mal.
Esa hora y media que mis ojos se posan en los movimientos díscolos de la pelota, a menudo torcidos o interrumpidos por la arena, que no ayuda a que el juego fluya, pero especialmente en los cuerpos briosos y admirables de quienes la persiguen sin desmayo, derrochando unas formas de energía, salud y vitalidad que nunca más serán mías, me olvido de todos mis males, dejo de toser y sentir frío en los pies y, para mi sorpresa, me encuentro invadido por unas ganas crecientes de bajar a la arena a jugar con ellos. Cuando se van, luego de darse un baño de mar, la enfermedad o el recuerdo de la enfermedad se apodera de nuevo de mí.
Al día siguiente, a la misma hora, la una de la tarde, los mismos hombres infatigables, en tan escuetos trajes de baño, regresan a esa franja de arena frente a la casa, instalan los arcos, calientan músculos y comienzan a gritar mientras persiguen la pelota, ajenos a toda forma de cansancio. De pronto, uno de ellos me ve sentado en el jardín, hipnotizado por el juego y la belleza de sus protagonistas, y me pregunta:
-Flaco, ¿quieres jugar?
Está claro que lo de flaco no responde a una observación cuidadosa de mis carnes sino a una expresión de uso corriente, cargada de buenas intenciones.
-¿No están completos? -pregunto.
-No -dice él-. Nos falta uno.
Minutos después, me he sacado la ropa, he vestido un traje de baño estampado con flores, esparcido protector de sol en la cara y los hombros y bajado a la playa. Tras los saludos y las bromas previsibles, pues todos me reconocen de la televisión y se sorprenden de verme allí sin traje ni corbata, con la barba crecida y la barriga menoscabada por la enfermedad, empiezo a trotar, a buscar la pelota, a pedirla, a desmarcarme, a tocar en primera antes de que me caiga encima uno de esos muchachos musculosos. No hay tos ni enfermedad ni fatiga crónica que me impida disfrutar de ese partido en la arena, aunque mi precaria condición física no me permite correr a la velocidad de mis compañeros ni aventurarme a sortear a los rivales, lo que me obliga a jugar mayormente parado, dosificando con avaricia el poco aire que atesoro y haciendo piques cortos sólo cuando son estrictamente inevitables, piques cortos que son seguidos de un salivazo a la orilla y un mareo pasajero.
Es entonces cuando, recordando viejos tiempos, encuentro un segundo aire, me enredo en una combinación rápida y endiablada, amago que voy a disparar, eludo al defensa incauto y pateo suavemente a la esquina del arco diminuto, con tan buena fortuna que la pelota entra allí mismo, por el rincón invicto al que apunté. Lo mejor no es la gloriosa sensación de marcar un gol después de tantos años sin jugar al fútbol. Lo mejor es confundirme en los abrazos sudorosos de los salvavidas y los jardineros y los vigilantes que me dicen Jaimito y palmotean mi espalda y me hacen sentir la espléndida firmeza de sus cuerpos. Luego anuncio que abandono el juego, me dejo caer en la arena sin más fuerzas para correr, miro el cielo mezquino que escamotea el sol y vuelvo a toser, sólo que ahora feliz y agradecido, pensando que voy a meterme al mar aunque me muera a la noche, confortado por las estufas.

1 comentario:

Unknown dijo...

Huy quien fuera salvavidas!!! para tener el placer de "jugar" con jaimito...