Antes de irme de Buenos Aires, Martín y yo vamos a los cines del tren de la costa. Son cines viejos, descuidados, pero a mí me gustan porque va poca gente y el boletero es un encanto y me mira con intención.
Martín se desespera porque una mujer hace crujir su butaca una y otra vez. Suele ocurrir, ciertos asientos de esos cines son un concierto de ruidos molestos. Lo raro es que la mujer no se da cuenta del ruido que hace cada vez que se mueve. Martín pierde la paciencia, le dice a gritos que se cambie de asiento. La mujer no se da por aludida, sigue moviéndose y haciendo chirriar la butaca. Martín abre un paquete de m&ms y empieza a arrojarle esos diminutos proyectiles multicolores de chocolate y almendras. Cuando por fin le da en la cabeza, la mujer voltea y nos insulta. Martín le dice a gritos que si no se cambia a una butaca que no haga ruido le seguirá tirando m&ms. La mujer y su amiga se van del cine, no sin antes insultarnos.
Esa noche, con el taxi esperando abajo para llevarme al aeropuerto, Martín y yo hacemos el amor. Ha sido un momento sagrado, le digo. Nunca fue tan perfecto como hoy, le digo. Nadie te va a coger como te cojo yo, me dice.
Llegando a Lima voy a una casa en la playa donde me esperan mis hijas y su madre. Manejo cien kilómetros a una velocidad imprudente. Llamo a Martín. No le digo que voy camino a la playa. Le miento. Le digo que voy a la casa de mi madre como todos los fines de semana.
Martín sabe que le he mentido porque me escuchó en el departamento en Buenos Aires hablando con mi hija menor, diciéndole que me esperase en la playa, que el sábado en la tarde iría a verla. Sabe que le he mentido pero no me dice nada. Me dice que está en el sanatorio porque su tío está mal de salud.
En la playa me doy un baño de mar, duermo la siesta y me siento a comer con mis hijas y Sofía, su madre. Me queda poco crédito en el celular, he olvidado comprar una tarjeta llegando a Lima. Entro al baño y llamo a Martín. Hablo en voz baja para que Sofía no me escuche. Vuelvo a mentirle, no le digo que estoy en la playa, le digo que estoy en la casa de mi madre. Martín se da cuenta de que algo le oculto. Se despide fríamente: Hasta luego.
Más tarde, ya de noche, estoy hablando con una amiga cuando aparece una llamada cuyo origen se anuncia como: Privado. No imagino que es Martín. No contesto. Poco después se me acaba el crédito, mi celular deja de funcionar.
A la una de la mañana, salgo de regreso a Lima. Voy solo a toda la velocidad que me permite la camioneta nueva. Hago esos cien kilómetros en menos de una hora, aunque no sin darme un susto: en algún paraje oscuro del camino han puesto tres piedras grandes bloqueando la ruta, seguramente para robar a los conductores que se detengan, pero, al verlas, recuerdo las historias que me han contado y no me detengo, giro bruscamente y paso por encima de una piedra, golpeando de un modo brutal la camioneta con apenas doscientos kilómetros recorridos y dejando atrás a los ladrones agazapados entre las sombras.
Llegando a Lima no recargo el celular, me voy a dormir. Cuando despierto pasado el mediodía, paro en una gasolinera, compro una tarjeta de cien soles y cargo el celular. Entonces escucho mis mensajes. Tengo tres, los tres de Martín. Uno a las dos de la mañana, otro a las cuatro, el último a las cinco de la mañana. Son mensajes violentos, llenos de rabia. El último dice: A mí nadie me apaga el celular. No me llames más. No quiero verte más.
Llamo a Martín al departamento y a su celular, pero no me contesta. Le escribo un correo explicándole el malentendido: que mi celular se quedó sin crédito, no que lo apagué para evitar sus llamadas. Pero Martín sabe que le he mentido, que he ido a la playa sin decírselo. Por eso me manda un correo que dice: Sé la verdad. Dime la verdad. No seas cobarde.
Pillado en falta, le escribo un correo diciéndole que fui a la playa y que no se lo conté porque no quería molestarlo, sé que no ve con simpatía mi relación cordial con Sofía y por eso le escondí que iba a la casa de playa a estar con ella y mis hijas.
Martín me escribe un correo violento. Me dice que no merezco estar con él, que no merezco a un chico inteligente, refinado, lindo y divertido como él, que no merezco vivir en Buenos Aires con él como tantas veces hemos soñado, que merezco volver a vivir con Sofía, dormir con Sofía, vivir en Lima, esa ciudad que él detesta. Te mereces Lima y Sofía, mereces ser infeliz en Lima con Sofía, me escribe. Luego me escribe algo terrible: Ya ni siquiera me gusta cogerte.
Leo ese correo y minutos después entro al estudio a hacer el programa de televisión. En mi cabeza resuenan las palabras feroces que acabo de leer.
Al día siguiente viajo a Miami como casi todos los lunes. En el aeropuerto leo un correo de Martín. Me dice que se enfureció tanto porque la noche que me llamó varias veces y no le contesté quería contarme que le han encontrado unos pólipos malignos en la vesícula y que tendrán que operarlo pronto para extirparlos. Me dice que se sintió dolido de saber que le había mentido al ir a la playa y que se sintió humillado al pensar que yo, por estar con Sofía, había apagado el celular y no le había permitido contarme lo de los pólipos malignos.
Antes de subir al avión le escribo diciéndole que lo siento mucho, que iré a acompañarlo el día de la operación si me necesita.
Llegando a Miami dejo de llamarlo y escribirle por unos días. Estoy dolido. Recuerdo las palabras que me escribió: no me mereces, mereces Lima, mereces volver con Sofía y ser infeliz.
Una tarde me llama y deja un mensaje. Estoy allí pero no levanto el teléfono.
Le escribo: No puedo olvidar las cosas horribles que me dijiste. Si sientes que mereces a alguien mejor que yo, no estés conmigo. No entiendo cómo puedes ser tan cruel, después de todo lo que nos hemos amado.
Me escribe: Estoy loco y soy malo, pero te amo.
No me llama. No lo llamo. Pero a cada momento pienso en él, recuerdo la madrugada en que hicimos el amor, antes de subirme al taxi.
Luego viene la enfermedad. No puedo respirar. Me ahogo. Siento que voy a morirme solo en esta casa y que pasará una semana sin que nadie lo advierta.
No he cambiado mi testamento. Si muero, todo pasará a la madre de mis hijas. A Martín no le estoy dejando nada. Me va a odiar.
Tosiendo y ahogándome y vomitando sangre, manejo de madrugada hasta el hospital. Me piden mi seguro médico. Entrego mi tarjeta verde del seguro peruano. Me dicen que no pueden admitirme con ese seguro. Ofrezco mi tarjeta de crédito. Me dicen que no aceptan pacientes sin seguro. Le digo que el seguro peruano me aseguró que me cubrían en Estados Unidos. Me dicen que ese seguro no es válido en ese hospital. Me siento humillado. Por eso voy a votar por Obama, le digo. Esta mafia sin compasión tiene que cambiar.
Regreso tosiendo y ahogándome y caminando muy despacio hasta la camioneta. Nunca imaginé que, siendo casi famoso, me rechazarían de un hospital.
Llegando a casa llamo a Martín y le digo tosiendo sangre: Estás loco y eres malo, pero te amo.
19/3/08
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