Tocan la puerta. Estoy tratando de escribir. Me interrumpen. No pienso abrir. Agazapado en una esquina, trato de espiar a la persona que está afuera. Es una mujer. No sé quién es.
Vuelven a tocar. No tocan el timbre porque no hay timbre. No hay timbre porque lo he desconectado. Lo he desconectado porque generalmente lo tocan muy temprano y me despiertan.
Un día vinieron unas mujeres a las nueve de la mañana y no pararon de tocar el timbre hasta despertarme. Bajé furioso con mis pantuflas de conejo. Me dijeron en inglés que querían venderme galletas. Les dije en español: Vayan a venderle galletas a San Puta. Me miraron consternadas. Ese día desconecté el timbre y pegué en la puerta un papel que dice: “No tocar la puerta antes de las dos de la tarde en ningún caso”. Lo dice en español y también en inglés por las dudas.
Ese papel sigue pegado en la puerta de mi casa. Pero son las cuatro de la tarde, tal vez por eso la mujer insiste en tocar. Derrotado, abro. No sé quién es.
-Buenas tardes -dice en español-. Soy su vecina.
Es una mujer alta, distinguida, algo mayor que yo.
-Perdone que lo moleste -dice- pero el ruido de su aire acondicionado me está matando.
Está nerviosa, agitada, aunque procura controlarse.
-No sé a qué ruido se refiere -le digo-. Tengo el aire apagado. Nunca lo prendo.
Hace un leve gesto de fastidio o contrariedad, como si no me hubiera creído, como si pensara que le he mentido fríamente.
-Pues hay un ruido que viene de su jardín que no me deja dormir -dice, levantando algo la voz-. Me está volviendo loca. Tiene que hacer algo.
-No sé de qué me está hablando -le digo-. No soy una persona ruidosa.
-Déjeme mostrarle, si no me cree -dice ella.
Luego camina y entra a mi jardín por la puerta lateral que usan el jardinero y el hombre que limpia la piscina. Camino detrás de ella. Al seguir sus pasos, escucho un ruido que se acrecienta a medida que nos acercamos. La mujer señala una máquina negra que está encendida y hace un ruido metálico.
-Es la bomba de la piscina -le digo-. No es el aire acondicionado.
-Me da igual -dice ella-. Este ruido me está volviendo loca. No puedo dormir. No puedo pintar por las tardes. No puedo hacer nada.
Me parece que está exagerando. Es un ruido tolerable, el ruido de una bomba de piscina.
-No lo había notado -le digo-. Le pido disculpas. Usted comprenderá que no me ocupo de estas cosas.
-Pero algo hay que hacer -dice ella, llevándose las manos a la cintura, mirándome con una dureza inquietante-. Este ruido no es normal.
-¿Le parece? -pregunto, sorprendido por su agresividad-. Yo diría que este ruido no molesta gran cosa comparado con el ruido de su perro.
Me mira, entre sorprendida y furiosa.
-No tengo un perro -dice.
-Qué raro -le digo-. Porque todas las mañanas me despiertan los ladridos de un perro que juraría que está en su casa.
-No es mi perro -dice ella-. Es el perro del vecino de allá -añade, y señala la casa al otro lado de su jardín.
-Bueno -le digo-. Veré qué puedo hacer. Llamaré al hombre de la piscina.
La mujer camina unos pasos hacia la salida. La sigo. Se detiene y me dice:
-Esta noche tengo una cena. Por favor, le ruego que apague ese ruido.
-No se preocupe -le digo.
La veo irse caminando deprisa. Vuelvo a la bomba de la piscina y la apago. Al apagarla, me doy cuenta del ruido fastidioso que hacía. Curiosamente, no lo había sentido dentro de la casa y nunca salgo al jardín o la piscina en estos meses.
Esa noche escucho la música, los gritos, las risotadas, el escándalo de la cena en casa de la vecina. Son las cuatro de la mañana, estoy en la cama y no puedo dormir porque no paran de reírse y dar gritos. Calzo mis pantuflas de conejo, bajo al jardín y enciendo en venganza la bomba que tanto le molesta. Si quiere ruidos a las cuatro de la mañana, ruidos tendrá.
Tocan la puerta. Ya amaneció. Despierto asustado. Bajo en mis pantuflas de conejo. Es la policía. Abro más asustado. Afuera hay un auto de la policía. Un oficial obeso en uniforme azul me dice en inglés que la vecina se ha quejado de unos ruidos molestos que provienen de mi casa. Le digo que es insólito que me despierten por una queja caprichosa y sin fundamento, que no he hecho ningún ruido de ningún tipo. Me dice que la vecina alega que una máquina averiada genera un ruido insoportable para ella y que, a pesar de sus quejas, insisto en dejar esa máquina encendida. Camino con el oficial hasta la bomba de la piscina y señalo la máquina supuestamente estropeada.
-¿Le parece que este ruido es excesivo o anormal, oficial? -pregunto, con la certeza de que la razón me acompaña y mi vecina es una loca rencorosa.
-Sí -me dice el policía-. Este ruido no es normal. La bomba está dañada. Por eso hace tanto ruido. Debe cambiarla cuanto antes.
Desconecto la bomba y me quedo en silencio, humillado por la autoridad.
Apenas se va el agente policial, vuelvo a la cama a tramar mi venganza. Descarada, pienso. Tienes un perro odioso que no para de ladrar y lo niegas. Haces fiestas escandalosas que no me dejan dormir. Y llamas a la policía porque la bomba de mi piscina está gastada. Caradura. Me vengaré de ti.
Más tarde llamo a la policía y me quejo de que en la casa de mi vecina hay un perro histérico que ladra a todas horas y no me deja dormir. Poco después la policía llega a la casa de mi vecina. Espío desde la ventana. Por suerte es otro oficial. Habla con la vecina. Entran en la casa. No mucho después el agente viene a mi casa.
-Está mal informado -me dice, amablemente-. En esa casa no hay ningún perro.
-Es imposible -le digo-. Yo lo escucho todas las mañanas. Lo habrán escondido.
-La señora de la casa me dice que no tiene perros y yo no tengo por qué no creerle -me dice.
Luego se marcha sin prisa. Pero yo sé que la vecina miente, que tiene un perro histérico al que odio hace meses y quiero acallar como sea.
Esa madrugada salgo al jardín y enciendo la bomba para molestar a la vecina.
A la mañana siguiente encuentro una nota pegada en la ventana de mi camioneta. Dice: “Gilipollas, no me dejas dormir”.
Llevo una nota y la dejo en el felpudo de la vecina. Dice: “Yo cambio la bomba si tú callas a tu maldito perro”.
Por la tarde apago la bomba porque el ruido ya me molesta a mí también. Pero en la noche salgo a prenderla para que la vecina no pueda dormir, aunque yo tampoco pueda dormir.
A la mañana despierto con los ladridos del perro de la vecina que ella esconde tan bien. Bajo a mirar si me ha dejado otra nota. No encuentro nada. Es una decepción.
Salgo al jardín. La bomba está apagada. La puerta lateral está abierta. La vecina ha entrado y la ha apagado ella misma.
Su perro vuelve a ladrar. Estoy seguro de que en esa casa hay un perro. Los ladridos salen de allí.
Me acerco a la piscina. Veo tres libros hundidos al fondo. Son tres novelas mías. La vecina ha arrojado a la piscina tres novelas mías.
El perro vuelve a ladrar. Tengo que encontrar una manera de entrar a esa casa, secuestrar al perro y callarlo para siempre.
Esta guerra recién comienza.
4/3/08
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