26/2/08

LA MUJER QUE ESPERA

En agosto de 1961, mi madre y mi padre se casaron ante un cura español en la iglesia Virgen del Pilar, en San Isidro. Pasaron su luna de miel en la hacienda de mi abuelo materno, al norte de Lima.
Mi padre cojeaba desde niño. Había enfermado de osteomelitis, una infección en los huesos, cuando tenía cinco años. Tenía que usar un zapato más alto que el otro. Sus padres lo llevaron a un colegio internado en Londres, pero no se acostumbró y regresó a Lima.
Como regalo de boda, mi abuelo paterno les regaló un departamento en la calle Pezet, con vista al campo de golf de San Isidro.
Pocos meses después, mi madre quedó embarazada por primera vez. En setiembre de 1962, tuvo una hija. La llamó Doris, como ella. (Mi madre no sabe por qué sus padres la llamaron Doris Mary, un nombre infrecuente en Lima y tal vez en cualquier lugar. Le pregunto si fue por la actriz Doris Day. Me dice que no, pues ella nació en 1940 y Doris Day se hizo famosa en los cincuentas. Me dice que alguna vez sus padres le dijeron por qué la llamaron así, pero ya lo olvidó).
Pocos meses después, quedó embarazada. En diciembre de 1963, tuvo a su segunda hija. La llamó Carol porque la hija de su vecina Alice se llamaba Caroline. Estuvo a punto de llamarla Alice y no Carol.
Pocos meses después, quedó embarazada. En febrero de 1965, nací yo. Me llamaron Jaime, como mi padre y mi abuelo paterno. (En ciertas reuniones familiares, mi lugar en la mesa estaba señalado por una tarjeta que decía Jaime III).
Pocos meses después, quedó embarazada. En enero de 1967, nació un bebé que murió en la incubadora por problemas respiratorios. Lo llamaron Jaime Emmanuel. A la mañana siguiente mi padre me llevó al colegio. Con sorpresa noté que una lágrima caía debajo de sus anteojos oscuros.
Un año y pocos meses después, mi madre quedó embarazada. En noviembre de 1969, tuvo un hijo. Lo llamó Arturo porque mi padre decía que era “un nombre viril”.
Como ya no cabíamos en el departamento de San Isidro, mi abuelo paterno les regaló una casa muy grande, de ocho mil metros cuadrados, en Los Cóndores, en las afueras de Lima.
Muy pocos meses después, mi madre quedó embarazada. En diciembre de 1970, tuvo un hijo. Lo llamó Oscar. “Me parecía un nombre muy internacional”, dice.
Muy pocos meses después, volvió a quedar embarazada. (Mi padre estaba sin trabajo). En diciembre de 1971, tuvo otro hijo. Lo llamó José. No sabe por qué eligió ese nombre ni los siguientes. “Sólo quería nombres en español, no en inglés”, dice.
(Alarmado, mi abuelo materno le dijo a mi madre: “Si sigues quedando embarazada todos los años, no vas a tener zapatos para todos tus hijos”).
Meses después, quedó embarazada. En abril de 1973, tuvo otro hijo. Lo llamó Miguel.
Meses después, quedó embarazada. En diciembre de 1974, tuvo un hijo. Lo llamó Felipe.
Meses después, quedó embarazada. Al tercer mes, perdió al bebé. No supo si era hombre o mujer.
Meses después, quedó embarazada. En mayo de 1977, tuvo un hijo más. Lo llamó Javier.
Un año y meses después, quedó embarazada. En diciembre de 1979, tuvo un último hijo. Lo llamó Andrés.
Entonces, por consejo de su siquiatra, el doctor Silva, y de sus asesores espirituales del Opus Dei, decidió que no seguiría durmiendo con mi padre y se fue a dormir sola al cuarto que había sido mío, al fondo de la casa. (Yo me había ido a vivir a casa de mis abuelos maternos cuando tenía quince años). “Lo mejor de ese cuarto es que olía a tierra húmeda en las mañanas”, dice.
Entre agosto de 1961, en que se casó, y diciembre de 1979, en que nació su último hijo, mi madre tuvo doce embarazos y diez hijos que sobrevivieron hasta hoy.
Entre agosto de 1961 y diciembre de 1979, transcurrieron 220 meses. Mi madre estuvo embarazada 102 de esos 220 meses.
Entre agosto de 1961 y diciembre de 1979, mi madre estuvo embarazada el 46 por ciento del tiempo.
Mi madre nació a principios de abril de 1940. Pronto cumplirá 68 años. Ha vivido unos 814 meses hasta el día de hoy. De esos 814 meses ha estado 102 meses embarazada. Es decir que ha estado embarazada el 12.5 por ciento de toda su vida. Si consideramos que su vida adulta comenzó a los 18 años, ha estado embarazada el 17 por ciento de su vida.
Le pregunto a mi madre si recibía sus embarazos con alegría o preocupación. Me dice que se alegraba pero que al comienzo no se lo decía a mi padre, que trataba de ocultarlo todo lo que podía. Le pregunto por qué ocultaba los primeros meses de sus embarazos. Me dice que tal vez por pudor o por temor a que mi padre lo tomase mal.
Le pregunto si nunca pensó en cuidarse para no quedar embarazada. Me dice que no se le ocurrían esas cosas, que le parecía normal quedar embarazada una y otra vez.
Le pregunto si alguien le sugirió que se cuidase, que dejase de tener tantos hijos. Me dice que nadie le dijo nada, ni sus padres ni sus amigas ni nadie, y que además ella no veía a nadie porque “vivíamos en una casa en la punta del cerro que era tan grande que no tenías vecinos”.
Le pregunto si mi padre se alegraba cuando ella le decía que iban a tener un hijo más o si la noticia lo abrumaba. Me dice que se alegraba con los hijos que llegaban casi todos los años, pero no sé si creerle.
Le pregunto si tenía antojos durante los embarazos. Me dice que su principal antojo eran los chocolates, pero sólo al final del embarazo, no al comienzo, porque en los primeros meses tenía náuseas. Y que también le daba antojo oler la tierra y a veces masticarla. (Ella dice ahora que sólo la olía, no la masticaba, pero hace unos años me contó que a veces necesitaba desesperadamente masticarla, no pasarla, sólo masticarla y luego escupirla).
Le pregunto cuál de sus hijos estuvo más cerca de morir. Me dice que Miguel. Cuando tenía cinco años, cayó desde las gradas hasta la arena de la plaza de toros. Sobrevivió de milagro. Cuando era un muchacho, tuvo en accidente en un auto deportivo. Sobrevivió nuevamente.
Le pregunto si mi padre alguna vez intentó cuidarse para no tener tantos hijos. Me dice que no se acuerda, pero que en aquella época no se conocían esas cosas que ahora usan los jóvenes para no tener hijos. “Yo a tu papá lo quise muchísimo”, dice. “Ahora que no está, me doy cuenta de cuánto lo quise”.
Hace pocos días, mi madre vino a verme por mi cumpleaños a una playa a cien kilómetros al sur de Lima. Almorzamos juntos. Me regaló un disco con fotos de cuando yo era niño. Le hice muchas preguntas. No se acordaba de nada o casi nada, pero parecía una mujer serena y feliz. “Tengo la familia más linda del mundo”, me dijo, de espaldas al mar.
Esa noche, inquieto por la furia de las olas, me quedé pensando que la historia de mi madre, la mujer que esperaba y esperaba y no se cansaba de esperar, tal vez podría considerarse un pequeño milagro y que a veces las mejoras cosas que te pasan son precisamente aquellas que no planeas, como esos diez embarazos imprudentes, de los que muchos en su familia se alarmaban con razón, y que ahora, tantos años después, la llenan de amor, todo el amor que ella merece.

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