17/12/07

MIS CHICAS CUBANAS

Poco antes de las dos de la tarde de un viernes soleado de diciembre, llego a un restaurante de la isla y me siento a esperar a mis tres amigas cubanas, a las que he invitado a almorzar para despedir el año. Todavía me sorprende que mis chicas cubanas, que tanto me hacen reír y a las que veo casi todas las noches, sean tan mayores: dos son bisabuelas y una, abuela. No tarda en llegar la menor, Thais. Guapa, elegante, distinguida, vestida de blanco, con una collar de piedras rojas semipreciosas, carga un bolso en el que trae regalos para mí, para mi amigo Martín que está en Buenos Aires (con quien ella intercambia correos electrónicos a menudo), para Catita, la sobrina de Martín. A pesar de que no le gusta manejar, Thais ha venido manejando desde su casa en Coral Gables. Cumple setenta y un años hoy lunes, pero parece que tuviera sesenta o menos, tal vez porque todas las mañanas va al hotel Biltmore y hace aeróbicos acuáticos en la enorme piscina del hotel. Está casada con un médico que ama la ópera, tiene tres hijos, se divierte haciendo collares y dice que estaba deprimida hasta que me conoció. Me vio una noche en televisión, vino a verme al estudio, me trajo regalos, me contó que había perdido a un hijo cuando él tenía apenas veinticinco años, me enseñó fotos de su hijo, me dijo que yo le recordaba a su hijo y desde aquella noche nos hicimos amigos. Todos los lunes, Thais me lleva al estudio una bolsa llena de exquisiteces para que no me falte comida toda la semana y no tenga que ir al supermercado. Desde que la conozco, creo que he engordado. Tiene una debilidad por los mejores chocolates y yo tampoco sé resistir esa tentación viciosa que ella estimula en mí. Poco después llegan al restaurante mis otras amigas, Esther y Delia. Son inseparables, van a verme al estudio casi todas las noches. Esther es alegre, de risa fácil, siempre de buen humor; Delia es más tímida y callada. La que maneja el pequeño auto coreano (“mi máquina”, lo llama ella) es Esther. Delia camina con cierta dificultad, apoyada en un bastón. Esther tiene ochenta años, pero, como se ríe todo el tiempo, parece de setenta, una niña que ha envejecido sin dejar de ser niña. Delia ya cumplió ochenta y tres. Yo le digo a Delia que nunca conocí a una mujer de esa edad tan despierta, tan curiosa, tan atenta a todo, tan joven. Las admiro a ambas, siempre llenas de energía y vitalidad, siempre diciéndome cosas amables y riéndose de cualquier cosa. Mis chicas cubanas y yo pedimos la comida. Thais elige la milanesa de pollo; Esther y Delia, el bacalao. Me cuentan cómo llegaron a Miami, jovencitas las tres, Thais enamorada, dispuesta a casarse con el hombre que todavía hoy es su esposo, Esther ya casada, con hijos, huyendo de la dictadura, Delia también casada, con hijos, sin hablar inglés, sin saber cómo se ganarían la vida. Tuvieron que pasar por toda clase de privaciones y sacrificios, eran pobres, trabajaban como enfermeras, como vendedoras de almacenes, limpiando baños, multiplicándose para cuidar a sus hijos, acompañar a sus esposos y ganar dinero. Dejaron atrás un país, un buen pasar, unos recuerdos, una vida llena de promesas. Nada de eso las hizo duras o amargadas ni las envenenó de rencor. Han tenido vidas tremendas, sorteado adversidades brutales, peleado sin descanso para sacar adelante a sus familias y no por eso han dejado de ser buenas, cálidas, traviesas, coquetas, juguetonas. Yo les digo que son mis chicas cubanas y ellas se ríen y Esther me dice “¡cállate!” y yo me río con ellas y las quiero porque inexplicablemente me siento feliz con ellas, olvido mis problemas, comprendo que son nada comparados con los que esas mujeres alegres y aguerridas han tenido que enfrentar y de los que han sabido salir airosas. Las tres perdieron hijos y me lo cuentan con tristeza pero al mismo tiempo con serenidad, resignadas a las maldades incomprensibles con las que nos golpea el destino. El hijo de Thais se llamaba Héctor y murió de sida a los veinticinco años. Me enseña fotos en blanco y negro de Héctor. Era guapísimo, parecía un actor de cine, vivía como un príncipe en Manhattan en los tiempos de Studio 54. Adoraba a su madre y ella moría de amor por él, aun hoy muere de amor por él, lo recuerda cada día, lo cuida en sus pensamientos y oraciones, cree ver cosas de Héctor en mí. Soy en cierto modo ese hijo que ella perdió y ella es en cierto modo mi madre cubana, una de mis madres cubanas, y así se lo digo siempre que puedo. Esther tenía un hijo muy lindo que se llamaba Jorge. Era un adolescente, tenía apenas catorce años, la edad que tiene ahora mi hija mayor. Me enseña una foto de Jorge, un chico bellísimo, la mirada inocente de un ángel. Un día Jorge y sus amigos fueron a la playa. Jorge se arrojó al mar desde cierta altura, se golpeó la cabeza y murió allí mismo. Esther me lo cuenta sin quebrarse, sin llorar, sin sentir compasión por ella misma, con una fortaleza asombrosa, como si me estuviera contando la vida de otra persona. Estuvo casada casi cincuenta años con Bebo, un cubano del campo, un hombre bueno. Me enseña la foto de Bebo, ya me la había enseñado antes. Bebo murió a poco de que cumplieran las bodas de oro. Vivían en un apartamento cerca de la línea del tren, a Bebo le gustaba el silbido del tren, sentía que estaba en el campo. Esther está orgullosa de sus hijos. Me habla de su hijo Luis. Sus palabras están cargadas de amor. Me cuenta que Luis tiene un compañero, Juan, el español. “A Juan lo quiero como a un hijo”, dice. Cuando dice eso, yo siento que la quiero como si fuera un poco su hijo también y admiro la sabiduría de esa mujer que cree en Dios pero también en la alegría y en el amor, en todas las formas del amor. Delia es más tímida y callada y sólo interviene cuando le hago preguntas. Eso me gusta de ella, que sabe escuchar. Es inteligente, aguda, refinada en sus bromas y observaciones. Como Thais y Esther, perdió a un hijo y me lo cuenta con admirable dignidad. Se llamaba Mario, tenía cuarenta años o poco más cuando murió de sida. Delia lo cuidó y acompañó hasta el final, como la madre ejemplar que es. Me enseña una foto de Mario, un hombre guapo, de traje y corbata, sonriente. Me enseña su tarjeta, con una dirección en Coconut Grove. Me habla de su Mario con una ternura y una devoción que me conmueven. Todo en Delia es suave y delicado, y el modo en que evoca a su hijo lo es también. Mis tres chicas cubanas comen panqueques con dulce de leche y me piden que llame a Martín, mi chico argentino. Saben que está en Buenos Aires y que yo lo quiero mucho. Cuando voy a verlo todos los meses, le mandan cartas y regalos. Saben que Martín perdió a su hermana Candy hace un par de meses y por eso lo quieren más y se preocupan por él. Llamo a Martín. Le digo que estoy con mis chicas cubanas. Martín se ríe, me dice que estoy loco. Le digo que ellas lo quieren saludar. Mientras veo a Thais, a Esther y a Delia hablando con Martín, diciéndole cosas lindas y animándolo a que venga pronto a Miami, pienso que soy más feliz desde que conozco a esas tres mujeres bellas y adorables y pienso también que es así como me gustaría que mi madre me quisiera.

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