14/12/07

LOS SUEÑOS INCUMPLIDOS

Enrique, el padre de Martín, con quien Martín se lleva mal, siempre se llevó mal, interna a su tía Otilia, una anciana, en una clínica geriátrica en las afueras de Buenos Aires, obtiene de ella un poder para disponer de su patrimonio, vende el departamento de Otilia en Palermo, mete el dinero en efectivo en una mochila y le promete a la anciana que le pagará el geriátrico hasta que se muera. No le dice lo que está pensando: que le conviene que Otilia se muera pronto. Inés, la mujer de Enrique, encuentra la mochila llena de dinero en el cuarto de huéspedes de su departamento de San Isidro, saca unos billetes furtivamente y se compra un mueble moderno. Va a mudarse pronto a un departamento que Martín, su hijo, ha comprado generosamente para ella, a tres cuadras del que ahora ocupa, en el que Inés ha vivido los últimos veinte años. Enrique descubre que faltan unos billetes en la mochila y se lo dice a Inés en tono airado. Ella reconoce que los sacó sin decirle nada y le pide disculpas. Enrique se enfurece, dice que ese dinero no es suyo, es de su tía y está reservado para pagarle el geriátrico hasta que se muera. Inés se ríe y le dice que no es para tanto, que sólo fue una travesura. Inés y Enrique discuten. Inés se queja de que él no la quiere, no la lleva nunca al cine o a pasear. Le pide que se vaya de la casa. Enrique no lo piensa dos veces: se va con la mochila, dando un portazo. Inés piensa que Enrique volverá al día siguiente, que se trata de una pelea más, una de las muchas que han tenido en los treinta y cinco años que llevan casados. Enrique no vuelve. Inés lo llama, le pide que tomen un café, le dice que la casa sin él se siente rara. Se reúnen a media tarde en un café de la calle Chacabuco que se llama Cosquillas. Inés le pide perdón, se emociona, llora discretamente, tratando de que no la vean. Enrique le dice que está harto de ella, que no va a volver, que quiere vivir solo y cumplir sus sueños. Inés queda sorprendida, no esperaba eso de su esposo de toda la vida, siente que ese hombre no es el que ella creía conocer. No entiende a qué se refiere cuando él habla de cumplir sus sueños. Enrique alquila un departamento no muy lejos de su barrio de siempre. Pasa los días en el club de rugby con sus amigos. Se siente libre. Algunos lo miran mal por haber dejado a su mujer en ese momento tan delicado, después de la tragedia que se abatió sobre la familia, pero a él no le importa. Inés lo extraña, se arrepiente de haberlo echado de la casa, se da cuenta de que con él no estaba bien, pero sin él está peor. Se consuela con el afecto de su perra Lulú, que duerme en su cama y le lame los dedos de la mano. Martín lleva a Inés a un siquiatra en Recoleta, el doctor Farinelli, que le receta antidepresivos más potentes. Inés los toma, pero igual está triste y llora. Martín está furioso con su padre, le parece que no debió dejar a su madre de esa manera, tan bruscamente, sólo dos meses después de la tragedia que golpeó a la familia. Quiere que su madre se enamore de un hombre muy rico que le consienta todos sus caprichos. Fumando en el balcón de su departamento, Enrique piensa: Me conviene cambiar a mi tía Otilia a un geriátrico más barato. Me conviene que la vieja se muera cuanto antes. Acariciando a su perra Lulú, Inés piensa: ¿Vendrá Enrique a la comida de Navidad? Si no viene, me voy a morir de la pena. Trotando en la faja estática del gimnasio, Martín piensa: El tarado de mi padre se va a gastar toda la plata de la mochila y va a regresar con el caballo cansado, pero cuando eso ocurra lo voy a echar, porque mamá va a vivir en el departamento que he comprado para ella y ni en pedo dejo que el boludo de papá vuelva a joderle la vida. Echado en un asiento del avión sin poder dormir, Joaquín piensa: Voy a comprar la peluquería de Wally. Joaquín estaba cortándose el pelo un lunes por la tarde en el barrio de San Isidro cuando Wally le contó que estaban vendiendo la peluquería y que él no la podía comprar y por eso tendría que irse pronto a buscar otro local, lo que sería muy malo para su negocio, pues corría el riesgo de perder parte de su clientela. Joaquín se interesó en el negocio, preguntó el precio de la peluquería, consiguió que el vendedor hiciera una rebaja sustancial y entregó un dinero –una “seña”, en lenguaje argentino– para reservar la primera opción de compra. Wally le prometió que le pagaría una renta superior a la que pagaba. Joaquín pensó que sería divertido ser dueño de una peluquería por varias razones: parecía un buen negocio, ayudaría a Wally –a quien consideraba un excelente peluquero- y podría decir que se había retirado de la televisión para dedicarse, junto con Martín, a un asunto más provechoso, el de la peluquería en la calle Martín y Omar (una calle cuyo nombre le encantaba). Joaquín recibe un correo electrónico que dice urgente en mayúsculas y con varios signos de exclamación. Lo ha escrito Eva, una señora que trabaja como empleada doméstica en casa de la abuela de las hijas de Joaquín. Eva le pide un préstamo para comprarse una casa. Es una cantidad considerable, que sorprende a Joaquín: más de lo que cuesta la peluquería de Wally. Eva le dice que no aguanta más a la patrona Diana, que necesita irse de esa casa en la que ha vivido los últimos veinte años casi como esclava de Diana, trabajando duramente a cambio de un salario modestísimo, y que quiere comprarse una casa de tres pisos y ocho habitaciones en el barrio de Salamanca, no muy lejos de la casa de su patrona Diana, de la que quiere irse para no volver más. Eva le promete que le pagará en diez años, alquilando algunas de las habitaciones de la casa. Joaquín no le contesta. Le tiene cariño a esa mujer noble y hacendosa, de firmes convicciones religiosas, pero le parece imprudente prestarle tanto dinero y esperar diez años a que ella, con suerte, si alquila todas las habitaciones de la casa, le pague. De paso por Lima, se ve obligado a decirle a Eva que no le prestará el dinero porque le parece que ella no podrá pagarlo. Eva se siente humillada. Todos los bancos le han dicho que no le prestarán ni un centavo y ahora el joven Joaquín le niega el dinero de su casa de Salamanca con ocho cuartos de los que ella pensaba alquilar seis. Abrazada a su osito negro de peluche, Eva piensa: El joven Joaquín es bien malo, qué le costaba ayudarme, yo en diez años todito le hubiera pagado y tendría mi casa propia y podría traer a mi mamá de Huancayo. Manejando despacio una camioneta a la que ya le suena todo, Joaquín piensa: Tengo miedo de que me secuestren. Contando los días para que Joaquín compre la peluquería, Wally piensa: Cuando venga Joaquín, ¿le cobraré doce pesos por corte o no debería cobrarle nada porque ahora es el dueño? Maquillándose levemente antes de ir a un concierto de su amiga Sol, Martín piensa: Si Joaquín me quiere, pasará la Navidad conmigo en Punta del Este, como me prometió. Comiendo empanadas frente al televisor, Inés piensa: Enrique no me quiso nunca, si me quisiera no me hubiera dejado llorando en el café Cosquillas. Fumando en el bar del club, Enrique piensa: Pude haber sido un buen jugador de rugby, el matrimonio me jodió la vida. En el baño del avión, Joaquín piensa: Quiero pasar la Navidad con mi chico en Punta del Este.

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