30/11/07

CASI FAMOSO

El avión del magnate mexicano nos espera en un aeropuerto privado. Llego puntualmente, cargado de caramelos.

Los pilotos y el mecánico, todos mexicanos, me saludan con cierta frialdad porque no me conocen, verifican que estoy en la lista de invitados y siguen tomando café como si fueran extras de un culebrón de Televisa.

Estoy preocupado porque en mi maletín de mano llevo champú, pasta de dientes, colonia y desodorante, cosas que con seguridad me quitarían en el aeropuerto regular de vuelos comerciales, pero que, como es la primera vez que vuelo en avión privado, no sé si me dejarán llevar conmigo o confiscarán al pasar algún control de seguridad.

No comparto esa inquietud con los pilotos mexicanos porque no quiero delatar mi condición de advenedizo, intruso y debutante en las grandes ligas aéreas.

Los otros invitados, en total ocho, van llegando sin atropellarse, distraídamente, como quien llega a la casa de un amigo, y llevan consigo equipajes minúsculos, ultralivianos, porque siempre hay alguien que les carga la ropa en un vuelo regular.

Todos se entretienen manipulando un aparato pequeño, negro, en el que reciben y envían correos electrónicos, al mismo tiempo que escuchan canciones en sus ipods, no sé si canciones de ellos porque algunos son cantantes famosos.

Yo no tengo ipod ni blackberry ni laptop ni equipaje ultraliviano, yo viajo a la antigua, con dos maletas impresentables de cuarenta dólares compradas en liquidación en la avenida Collins, los periódicos del día, un libro aburrido y, para matizar, un ejemplar de la revista Hola!

Pero ninguno de ellos tiene caramelos de limón o fresa o manzana verde y yo sí, y eso me hace extremadamente popular, eso y el hecho curioso, celebrado por todos, de que llevo puestos cinco pares de calcetines y cinco suéters de la misma talla y color, como si estuviésemos viajando a Alaska cuando en realidad nos dirigimos a Panamá, donde el concepto del sauna resulta una redundancia, porque uno suda a cántaros en cualquier esquina, y donde los zancudos son tan grandes que parecen cucarachas voladoras capaces de hincar sus aguijones traspasando las cinco capas de ropa que me protegen de un frío completamente imaginario, pero que siento sin la menor duda.

En el avión, todos van ensimismados en sus asuntos, preparando discursos, revisando agendas, firmando afiches, camisetas y gorros, leyendo libros con un audífono (es decir, oyendo la voz de un relator que lee el libro por ellos) y recurriendo a mí cuando quieren otro caramelo de manzana verde, los favoritos.

Sólo hay dos brevísimos momentos de tensión: cuando uno de los famosos quiere encender un cigarrillo y el piloto lo amonesta y le dice que está prohibido fumar y entonces el famoso lo ignora con una gracia de veras poética y se va a fumar al baño; y cuando el peluquero de una de las famosas, un italiano canoso y delgado, insiste en cantar a gritos las canciones que escucha en su ipod, lo que provoca que su clienta y protectora, que intenta dormir arropada bajo una manta, le pida suavemente, con los mejores modales, que nos dé tregua y deje de canturrear, que es algo –la sola idea del silencio– que al parecer provoca cierto grado de sufrimiento en el alma bullanguera del peluquero italiano.

Pero, fuera de esos dos momentos de tensión en verdad muy menores, el vuelo es un agrado, a pesar de que voy en un asiento de espaldas a los pilotos, como nunca antes había viajado en un avión, es decir mirando la cola (del avión, y ocasionalmente también de los famosos) y gracias a que nadie decomisó mis artículos de higiene personal.

De pronto, el avión es sacudido por una turbulencia inoportuna y todas las luces se apagan y esa joya voladora que vale no sé cuántos millones se desliza por los aires como si estuviese planeando con los motores muertos y por unos pocos segundos que parecen eternos todos nos miramos aterrados en medio de la oscuridad y pensamos que ha llegado el momento final, que nos espera una muerte horriblemente brusca y glamorosa, que varias leyendas de la música acabarán despanzurradas en algún paraje agreste de la selva panameña y que (si esto sirve de consuelo) saldremos todos juntos (yo también, aunque sin foto) en el próximo número de Hola!

Yo espero la muerte con gallarda resignación y hasta con modesta gratitud, porque no podría imaginar una manera más bella, cinematográfica y perfecta de morir, rodeado de celebridades, en el avión de un magnate, tarde en la noche, hojeando Hola!, en algún punto incierto del Caribe y en medio de un viaje benéfico para ayudar a los niños.

Por suerte, las luces y los motores se encienden y todos recobramos el aliento y nos miramos aliviados y algunos interrumpen sus rezos y, para hacerlos reír, digo, al tiempo que reparto más caramelos, que hubiera sido una ironía espléndida que se cayera el avión de la fundación “Alas”.

Luego les recuerdo una escena de Almost famous, cuando el avión de los rockeros está a punto de caer y todos gritan sus últimas confesiones (uno revela que es gay), pero luego el avión no se cae y más de uno se arrepiente de haber contado sus secretos más bochornosos.

Y entonces jugamos a que cada uno cuente algún secreto y yo me resisto a contar el mío, que debajo de los suéters tengo una camiseta con el bello rostro de una de las criaturas famosas que vuelan en ese avión, y termino contando algo desatinado que no debí decir: que no me sé la letra de ninguna de las canciones de ninguno de los artistas famosos que viajan esa noche conmigo, porque nunca pude aprenderme una canción completa.

Y entonces se instala un silencio ominoso y alguien dice que está bien, que no pasa nada, que nadie en ese avión (ni siquiera el peluquero italiano) ha leído mis libros, con lo cual estamos a mano. Y en ese instante quiero que se caiga el avión, pero ya es tarde. Y enseguida comprendo que nunca más me subiré a un avión tan lindo, invitado por mis amigos famosos.

Y dos días después, en un vuelo de Copa, sentado al lado de una señora que viaja con una tapa de plástico de un inodoro sobre sus piernas, lloro porque no hay justicia en esta vida y porque en lugar de ser escritor debí ser cantante o al menos escritora.


MIS E-MAILS

Mucha gente me escribe e mails. Pocos son los afortunados que reciben una respuesta. Me encantaría contestarles a todos, pero el tiempo no me lo permite y mi orgullo tampoco.

Leer tantos e mails me ha dejado una melancólica conclusión: el papanatismo es universal y no parece estar en vías de extinción.

Me encanta la gente noble y despistada que suele escribirme algo así como: "Jaimito, mándame un saludo en tu programa, y si puedes saluda también a mi tía abuela Rudecinda, que está recuperándose de una severa hemorroides en el hospital".

Esa gente me escribe porque quiere sus quince segundos de fama y cree que soy yo quien graciosamente puede procurárselos. Nunca contesto a esas personas pedigüeñas. No lo merecen.

Por supuesto, tampoco les mando saludos en la televisión. Si lo hiciera, me pasaría medio programa nombrando a una importante cantidad de cacasenos y pánfilas, ansiosos todos de oir su nombre en televisión, lo que, sospecho, no sería demasiado entretenido para nadie, con excepción de ellos mismos.

A veces me provoca contestar: "Querida señora: si quiere que digan su nombre en la tele, piérdase tres días a ver si la nombran al final del noticiero en la relación de personas desaparecidas. ¡Suerte!".

También me entretienen mucho los amables escribidores de e mails que, luego de halagarme con frases más o menos azucaradas, me piden que les diga dónde pueden conseguir mis libros o, ya con más confianza, que les mande de regalo un libro autografiado.

Rara vez me precipito al correo a complacer los deseos de esos extraviados ciudadanos del mundo.

Pero me quedo siempre un poco triste y pensativo, porque ¿cómo diablos podría saber dónde puede usted, señor Hiraoka, conseguir mi penúltima novela en la localidad de Fukushima, al norte de Tokio? ¿Cómo diantres, querido compratiota Almendro Huamaní, podría decirle dónde conseguir mis libros en el puerto seguramente hospitalario de Brisbane, Australia? La respuesta más eficaz suele ser: "Consulte en internet".

Pero no me escapo tan fácilmente de los que me piden mi libro regalado. ¿Qué contestarles? ¿Cómo decirles la cruda verdad sin defraudarlos? Al final me refugio cobardemente en el silencio, y si algunos fastidiosos insisten, reclamando su librito firmado con mucho cariño, le echo la culpa al correo, asegurándoles que el obsequio fue enviado y ya debe de estar por llegar. Pero quisiera tener coraje para escribir: "Amigo: si quiere un regalo, pídaselo a papá Noel, que acá en casa estamos ajustados". ¡La gente ya se pasa de fresca!

No faltan los aspirantes a escritores, jóvenes promesas de la lengua de Cervantes, que me envían sus más recientes creaciones con la plausible esperanza de que yo las lea, les diga mi opinión y los ayude a publicarlas.

Recibo poemas, cuentos, novelas y hasta ensayos: me conmueve que tanta gente joven sea consumida por el fuego sagrado de la literatura, que tantos chicos y chicas me manden escritos inéditos y piensen que yo podría apadrinar sus carreras literarias.

Generalmente esos e mails comienzan así: "Hestimado Jayme: Quiero ser un hescritor y tú me puedez ayudar".

Podría entonces dejar de leer, pero, por respeto a mi público, leo siempre hasta al final esa cuantiosa producción de bazofias, adefesios y chapucerías que la gente tiene a bien enviarme por internet.

Luego me pregunto qué responder, cómo decir la verdad sin herir a nadie. Una fórmula que me parece apropiada suele ser la siguiente: "Se ve que tienes talento, pero quizás deberías darle una última corrección para suprimir algún ripiecillo menor. Por lo demás, te aconsejo que no abandones tu trabajo, porque los libros dejan poca plata. ¡Sigue escribiendo! ¡No desmayes!".

Nadie está libre de recibir insultos y yo no soy la excepción: puedo dar fe de que me insultan casi a diario en mis correos electrónicos. Recibo e mails procaces, vulgares, coprolálicos o simplemente amenazadores.

Esas personas, que suelen tener la gentileza de dedicarme un segundito de su tiempo para insultarme, no se toman el trabajo de dar sus nombres, y uno comprende que sean tan celosas de su privacidad.

Nunca llega un insulto con nombre y apellido: todos se amparan en la vasta sombra de los seudónimos. Yo leo los insultos con curiosidad y espíritu de superación, y generalmente me hacen reír. No sé por qué, las groserías y cochinadas las contesto todas, sin excepción. Mi respuesta suele ser: "Gracias por escribirme con cariño. Me alegra que me veas con simpatía. Todo lo mejor para ti".

También me intriga la gente que me manda e mails preguntándome por ciertos asuntos de mi vida personal. Me preguntan si estoy casado, si tengo hijas, si es verdad que hago trescientos abdominales diarios, dónde vivo, cuál es mi signo del zodíaco, cuántas veces a la semana me gusta hacer el amor, de qué color son mis calzoncillos; pero lo que más me preguntan es si soy gay o bisexual. Hace poco me llegó un e mail de un chileno que me decía: "Somos tres estudiantes de Temuco. Hemos hecho una apuesta. Yo digo que eres gay, mi amigo Lucas dice que eres heterosexual y mi amiga la Marcelita dice que eres bisexual. ¿Quién gana la apuesta?".

Sinceramente me conmovió sentir tanto cariño de los muchachos de Temuco. Me hubiera gustado confundirme en un efusivo abrazo con esos tres amigos chilenos. Apenas alcancé a contestarles: "Estoy de acuerdo con ustedes: Pinochet debe ser juzgado". (El asunto de los calzoncillos no es broma. Un e mail me preguntaba a quemarropa: "¿Boxers o slips?". Respondí: "Suspensores". La verdad ante todo: uno se debe a su público).

Son muy frecuentes los e mails que podrían clasificarse bajo el nombre de desconfiados, incrédulos o simplemente enfermos. Esas personas, tan pronto como reciben mi respuesta, me advierten: "No te creo. No eres tú. ¿Cómo sé que eres tú? Seguro que es una secretaria que escribe por ti".

Comenzamos entonces un largo y penoso proceso de intercambio de información. Les doy mi fecha de nacimiento, mi talla del zapato (las chicas suelen preguntar), mi número de pasaporte, mi apellido materno, el nombre de mi mejor amigo del colegio, el de la chica que invité a mi fiesta de promoción, pero estas personas, víctimas sin duda de algún desequilibro sicológico u hormonal, insisten: "No eres tú. No te creo. Es tu secretaria".

Yo les ruego que me crean, les aseguro que soy yo, les ofrezco enviarles una carta escrita a mano para que algún experto en caligrafía determine que ese manuscrito me pertenece sin duda, pero esa gente enferma no me cree ni me creerá nunca. Entonces me rindo. Cuando quiero que desaparezcan y dejen de torturarme, escribo: "Tenías razón. No soy Jaime. Soy Amparito, su secretaria. Mil disculpas". Casi nunca vuelven a escribir, aunque algunos insultan a Amparito y otros tratan de seducirla.

Pero los peores e mails son los que llegan con una foto adjunta y una encendida declaración de amor. La manera más rápida de cortarles la pasión es responder: "Gracias por enviarme tu huella digital".

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