30/11/07

EL AMANTE FRANCES

Cuando Sofía y yo nos enamoramos, ella dejó a su novio francés, Michel, con el que había vivido dos años en París. Michel, un dentista joven que practicaba deportes de alto riesgo, no se resignó a perderla y viajó a Washington para tratar de reconquistarla. Una noche en Washington, Sofía me dijo que iría a cenar con Michel para decirle que estaba enamorada de mí y que no quería volver a ser su novia. Le sugerí que se lo dijera por teléfono. Tenía miedo de perderla, de que Michel la sedujera de alguna manera desesperada. Me dijo que tenía que decírselo en persona. Me pidió mi casaca prestada porque hacía frío. Se la puso y fue a verlo. Cuando la vi salir con esa casaca que le quedaba grande, supe que volvería conmigo. Algún tiempo después, la madre de Michel llamó a Sofía y le dijo que Michel estaba muy grave en el hospital, que se había cortado las venas porque no podía soportar su ausencia. Por tu culpa mi hijo se está muriendo, le gritó. Sofía cortó el teléfono y me dijo que tenía que irse a París. La llevé al aeropuerto. Me prometió que cuidaría a Michel hasta que se recuperase y luego volvería. Cumplió. Volvió en un mes y me dijo que ya no lo aguantaba más, que no podía estar con un hombre que la amenazaba con suicidarse si ella lo dejaba. Sofía dejó a Michel, se casó conmigo, tuvimos una hija, pero Michel nunca dejó a Sofía del todo. Cada semana el cartero traía una carta suya escrita en francés. Sofía la leía y la metía en una cajita con muchas otras cartas escritas por él. Yo me desesperaba porque trataba de leerlas pero no entendía nada. Un día, mientras Sofía estaba en la universidad de Georgetown, vino al departamento un amigo que podía leer francés y me tradujo las cartas de Michel. Le decía a Sofía que la amaba, que no podía vivir sin ella. Le aseguraba que yo nunca la amaría como él. Le rogaba que me dejara y se fuera a París a vivir con él. Le decía que había puesto un consultorio como dentista en París y otro en Ginebra y que estaba ganando mucho dinero. Le prometía que trataría a nuestra hija como si fuera suya. Nunca supe si Sofía contestaba esas cartas. De vez en cuando, Michel la llamaba por teléfono y ella se encerraba en su cuarto y hablaban largamente y a veces ella se impacientaba y levantaba la voz y en otras ocasiones le hablaba en un tono más suave y afectuoso y yo me preocupaba. Cuando peleábamos, cuando perdía toda esperanza en mí, ella a veces lo llamaba y creo que consideraba seriamente dejarme y tomar el avión a París con nuestra hija, pero nunca lo hizo. Después de su graduación, le dije a Sofía que quería irme solo a vivir a Miami porque no aguantaba más el frío de Washington. Fue una cobardía dejarla con nuestra hija sin que ella hubiera conseguido un trabajo todavía. Sofía no quiso quedarse sola en Washington con la niña. Se hartó de seguir esperando que yo fuese el hombre que no podía ser y regresó a Lima. Siempre pesará en mi conciencia la certeza de que si me hubiera quedado en Washington y hubiese sido generoso con ella, no la habría obligado a regresar a Lima. Apenas se enteró de que Sofía y yo nos habíamos separado, Michel viajó a Lima y se quedó dos semanas tratando de convencerla de que se fuera con él a París. No se alojó en un hotel en Lima, durmió en el cuarto de huéspedes de la estupenda casona de la madre de Sofía, que, con buen instinto, siempre le tuvo a Michel más cariño del que me tuvo a mí. Sofía y Michel fueron a la playa, era verano. Michel conoció a nuestra hija y se hizo fotos con ella. No sé cuán cerca estuvo Sofía de irse a París. Creo que estuvo a punto de irse. Pero al final, no sé por qué, decidió quedarse en Lima. Michel se marchó derrotado una vez más, pero yo sabía que no se daría por vencido. Tiempo después, en una de mis visitas a Lima, Sofía vino de sorpresa al departamento. Yo esperaba a Gabriela, una amiga. Cuando sonó el timbre, dije imprudentemente: Pasa, Gabriela. Pero no era Gabriela, era Sofía. Ella pensó que Gabriela era mi amante. No lo era, era sólo mi amiga. De ese malentendido, y de la discusión y reconciliación que le siguieron, y de la inexplicable urgencia que se apoderó de nosotros por hacer el amor, Sofía quedó embarazada. Le rogué que volviera conmigo, que viniera a Miami a pasar un embarazo tranquilo. Para mi fortuna, me dio una segunda oportunidad. Cuando Michel se enteró de que Sofía había vuelto conmigo y estaba embarazada nuevamente, la llamó a Miami (no sé cómo conseguía el teléfono de casa, alguien en Lima operaba como su aliada) y le dijo a gritos que era una loca, una tonta, que se arrepentiría, que no quería verla más (yo escuchaba sus gritos, Sofía después me los tradujo). Por un tiempo, por unos años, dejó de llamarla y mandarle cartas. Pensé que por fin había aceptado la derrota. En algún momento, Sofía tuvo la lucidez de comprender que no le convenía seguir viviendo conmigo. Me dejó en Miami y volvió a Lima con nuestras hijas. Le rogué que se quedara en Miami, pero ella había dejado de creer en mí y sabía que su felicidad estaba en otra parte. Pasaron los años sin que tuviera noticias de Michel. A veces le preguntaba a Sofía por él y ella me decía que no sabía nada, que había dejado de llamar. No hace mucho estaba en Lima y Gisela, la empleada doméstica, trajo el teléfono y le dijo a mi hija mayor: Camila, te llama tu amiga Michelle. Camila contestó y no entendió nada. No era su amiga Michelle. Era un hombre que le hablaba en francés y le decía Sofía, Sofía, Sofía. Era Michel. Camila le habló en inglés, pero él no entendía nada. Camila le dijo no Sofía, no Sofía, no Sofía. Michel dijo que volvería a llamar. Supe entonces que había vuelto. Cuando llegó Sofía y le contamos el malentendido, nos reímos mucho. Después ella me contó que Michel se había casado, que tenía dos hijos, que había ganado mucho dinero y la seguía llamando. No le pregunté si tenía ganas de verlo. No me atreví. Hace poco Sofía me contó que viajaría a Oslo a visitar a su hermana. Me alegré por ella. Le dije: No dejes de ir una semana a París, yo te invito. Se sorprendió, me lo agradeció. Con ilusión y miedo a la vez, me propuse conseguirle un hotel en París (lo que no fue fácil, por el mundial de rugby) y hacer las reservas de aviones. En vísperas de su partida, le dije: Sería divertido que vieras a Michel. Me dijo: Sí, me gustaría, pero tengo que ir a Ginebra porque está allá con su esposa y sus hijos. Le dije: No te conviene, dile que vaya él a París, no te arriesgues conociendo a la esposa, eres la ex novia, te tratará mal, será más divertido que se vean solos en París. Ella me miró sorprendida, sonrió y dijo: Tienes razón. Le dije: Claro, que le diga a su esposa que hay un congreso de dentistas en París. Ella se rió y creo que me quiso un poco más. Quince años después de que Sofía lo dejara para estar conmigo, ahora estaba yo en el teléfono buscándole un hotel a ella en París para que pudiera reunirse con él. Después de todo, me parecía un acto de justicia.

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