30/11/07
LA MALA EDUCACIÓN
Es sábado. Hace calor en Buenos Aires, ha llegado la primavera. Ignacio, su madre, su hermana Lucila y su sobrina y ahijada Valentina van a comer una parrilla al bajo de San Isidro, cerca del río. Lucila elige un restaurante que a Ignacio no le gusta pero se queda callado y acepta la decisión de su hermana. Valentina está contenta porque Ignacio le ha regalado tres pares de zapatillas de distintos colores: blancas, rosadas y celestes. En el auto se ha puesto las blancas. Pero, en medio del almuerzo, mientras su abuela, su tía y su padrino comen más grasa de la que debieran (tienen una debilidad por las papas fritas), decide cambiarse de zapatillas y ponerse las rosadas. Ignacio celebra la decisión y la ayuda a cambiarse. Lucila se opone de un modo enfático. Ignacio dice que no tiene nada de malo que la niña use las zapatillas blancas y luego las rosadas. Lucila sentencia que no puede tolerar esa conducta, que la estarían educando mal si permiten que se cambie de zapatillas en el restaurante. -Hay que fijarle límites -dice-. No puede hacer lo que quiera. Si se puso las blancas, se queda con las blancas. Si quiere usar las rosadas, tendrá que esperar hasta mañana. Valentina llora a gritos porque no la dejan usar las zapatillas rosadas. Su tía Lucila se mantiene firme y no cambia su opinión. Ignacio odia a su hermana, no entiende por qué tiene que ser tan estricta con la niña por un asunto menor, sin importancia. Si es feliz cambiándose de zapatillas, que se las cambie, piensa. Pero se queda callado y respeta la decisión de su hermana mayor, mientras su madre contempla la escena con aire ausente, como si no le quedaran ya energías para discutir, y los comensales de las mesas vecinas miran con mala cara, disgustados por el llanto sonoro de la niña en medio del restaurante. Es sábado. Hace frío en Lima. Joaquín ha llegado esa madrugada en un vuelo largo y agotador. No ha podido descansar bien, el frío se lo ha impedido. Está fatigado, de mal humor, cansado de viajar tanto. Pasa la tarde con su hija menor, que está enferma, mal de la garganta. Su hija mayor está en casa de alguna de sus muchas amigas. Joaquín y su hija menor se sientan a comer algo. Ella no tiene hambre, pide un yogur y cereales. Joaquín come sin ganas lo que le sirve la empleada, una gordita inteligente y graciosa con la que se lleva muy bien. El perro de su hija da vueltas por la cocina mordisqueando como un demente un muñeco de peluche. De pronto llega la ex esposa de Joaquín, la madre de sus hijas. Se queja porque su hija mayor está con sus amigos y no sabe qué amigos son. Joaquín le dice que se tome las cosas con calma, que la niña ya tiene catorce años, es inteligente y sabrá cuidarse. Sofía, su ex esposa, le dice que no deben ser tan permisivos, que la niña hace lo que le da la gana, que deben fijarle límites para educarla correctamente. Joaquín le dice que no cree en los límites, que los límites sólo sirven para traspasarlos, que lo mejor es darle cariño y confianza y dejar que ella decida lo que es mejor para ella. Pero es una niña, protesta Sofía. No, no lo es, ya es una mujer, dice Joaquín. Tiene catorce años, se exalta Sofía. Tiene catorce años, pero ya es una mujer, dice Joaquín. Luego añade una frase que encoleriza a su ex esposa: Si quiere tener un enamorado y acostarse con él, es problema suyo. Sofía dice a gritos: ¡No puede tener un enamorado a los catorce años! ¡No puede acostarse a los catorce años! ¡No puedes fomentarle eso a tu hija! Joaquín ya está acostumbrado a que lo traten como un pervertido sólo por ser más liberal de lo que suele ser el habitante promedio de esa ciudad. Se defiende: Por mí, que tenga enamorado cuando se enamore y que se acueste con él cuando le provoque, no me importa la edad que tenga, me da igual, yo confío en ella. Sofía no podría discrepar más enérgicamente: ¡No tiene edad para eso! ¡Tenemos que ponerle límites! ¡No puede hacer lo que le dé la gana! Joaquín discrepa: Lo hará de todos modos, con tu consentimiento o a escondidas. Yo prefiero que lo haga en mi casa, con mi aprobación y mi complicidad, sin que me tenga que mentir ni esconderse para estar con su chico. Sofía afirma: ¡Yo no voy a tolerar que ella haga esas cosas en mi casa con su enamorado! ¡No voy a permitir eso de ninguna manera! Joaquín dice: Entonces lo hará en otro lado, pero no dejará de hacerlo si tiene ganas. Y te mentirá, como ya te miente porque eres demasiado estricta con ella. Sofía dice: ¡No puedo creer que te parezca bien que tu hija de catorce años tenga relaciones sexuales! Joaquín pregunta, ofuscado: ¿Y a partir de qué edad se supone que debemos darle permiso para que tenga relaciones sexuales? Sofía no lo duda, responde con una certeza que a él le resulta incomprensible e inquietante: A partir de los dieciocho años, antes no. Joaquín se ríe con aire burlón y dice: Eso es un disparate. Ella hará lo que quiera con quien quiera antes o después de los dieciocho años, y tú ni te enterarás. Pero si le dices que antes de los dieciocho no puede acostarse con su enamorado, te odiará y lo tomará como un abuso y se morirá de ganas de hacerlo sólo para sentirse dueña de su cuerpo y de su libertad frente a ese límite tan caprichoso y arbitrario que le estás poniendo. Sofía dice: Bueno, esta es mi casa y acá no le voy a permitir que esté con su enamorado encerrados en un cuarto hasta que tenga dieciocho años. Es una cuestión de respeto. Joaquín dice: Muy bien, tienes derecho a eso. Pero en mi casa, yo sí se lo permitiré. Así que si no la dejas ser libre acá, se irá a mi casa y allá hará lo que quiera con su enamorado o su enamorada o con los dos a la vez, y contará con mi absoluta complicidad. Sofía se pone de pie y grita: ¡No puedo creer que seas tan estúpido y hables tantas tonterías! Luego se va con los labios pintados de un color rojo muy oscuro a una comida de la que regresará tarde. Se va tan ofuscada, golpeando el piso de madera con los tacos, que olvida su celular, uno de sus varios celulares. Joaquín se queda con su hija menor. Se ríen. Ella le da la razón. Dice que su hermana tendrá enamorado cuando ella quiera, no cuando sus padres lo decidan. La empleada gordita y encantadora, que ha presenciado la discusión, sonríe a medias. Ya está acostumbrada al carácter risueño y libertino del “joven Joaquín”, a las discusiones con la señora por cuestiones morales. El joven le pregunta qué opina ella de ese asunto espinoso del sexo y la edad. Ella, que es muy lista, dice: Lo importante es que le enseñen a cuidarse, joven, porque ahora las chicas rapidito nomás aprenden. Joaquín se ríe y le pide una limonada más. Luego va a la cama con su hija, la abraza, espera a que se quede dormida y se queda con la cabeza recostada en la espalda de la niña, escuchando los latidos de su corazón.
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