30/11/07

EL LAGO DEL CELULAR PERDIDO

Solía jactarme de no llevar conmigo un teléfono celular, hasta que las mediocres circunstancias que rodean mi vida me obligaron a traicionarme una vez más y comprar un celular en Miami para atender los asuntos siempre urgentes –y casi siempre irrelevantes– del programa de televisión que presento en esa ciudad.

Compré un aparato caro y sofisticado, ultraliviano, de color negro, con un número de funciones que nunca sería capaz de comprender, y, a pesar de la insistencia de la vendedora venezolana, me negué a firmar un contrato con la compañía.

Preferí adquirir el teléfono, cargarlo con una tarjeta de cien dólares y continuar usando esa modalidad, la de comprar tarjetas cuando el crédito estuviese por expirar, pues ese sistema, conocido como “prepago”, me concedió el dudoso placer, en medio de la vergüenza y el fastidio que me asaltaron al convertirme en un rehén más de la cultura celular, de sentirme algo menos prisionero.

Me resultó enormemente difícil elegir el tono musical que debía sonar cuando me llamasen, la imagen que serviría como telón de fondo en la pantalla, el idioma en que aparecerían las palabras (estuve tentado de usar el mandarín) y el nombre del usuario (siempre me ha parecido que Jaime es un nombre chato, seco, desangelado, pusilánime, lo que por otra parte me hace justicia y revela cuán perspicaces fueron mis padres en adivinar mi carácter).

Semanas después, llegué con mis dos hijas a Buenos Aires un martes de primavera. El viaje consistió en dos tramos que duraron casi lo mismo: Lima-Buenos Aires, en avión, y Ezeiza-San Isidro, en taxi, por la avenida general Paz, a las siete y media de la mañana. Esa tarde, tras descansar unas horas, fuimos caminando a una tienda de telefonía móvil y compramos un “chip” que nos permitiese usar mi celular también en Buenos Aires, con un número local y cargándolo con tarjetas.

Al salir de la tienda con mi celular activado, me sentí socio de Microsoft o de Google o de Youtube. Me maravilló que mi vida hubiese dado ese salto tecnológico alucinante.

Luego llamé a mi productor en Miami, me contó apesadumbrado que una entrevista que dejé grabada había salido sin audio, provocando la comprensible indignación del público, y recordé las minúsculas, bochornosas dimensiones de mi existencia.

Del mismo modo que en Miami, sólo usaba el celular en Buenos Aires cuando era estrictamente inevitable, pulsando la tecla de altavoz y alejándolo todo lo que fuese posible de mi cabeza, pues estaba convencido de que las ondas que irradiaba ese adminículo impertinente me provocaban dolores de cabeza, a menos que usara el altavoz y lo mantuviese a cierta distancia de mis orejas. El jueves, día de acción de gracias, mis hijas y yo fuimos a los bosques de Palermo, caminamos por el rosedal y decidimos dar un paseo en bote por el lago de aguas verdosas.

Tras pagar quince pesos y embutirnos en unos chalecos rojos salvavidas, subimos al botecito de madera y empezamos a remar con tanta torpeza como alegría. Fue un momento de intensa felicidad, quizá el mejor recuerdo que guardo ahora de aquel viaje.

Nos hicimos fotos cegados por el sol de la tarde, alimentamos con dos alfajores Jorgito a un pato feo y encantador, remamos chapuceramente a ninguna parte, las niñas dijeron vulgaridades espléndidas que me hicieron reír y, cuando nos cansamos de remar, dejamos que las aguas mansas se ocupasen de mecer el precario botecito, mientras mi hija mayor me pedía que viniésemos a vivir un tiempo a Buenos Aires.

Luego volvimos al muelle con ganas de tomar un helado. Mis hijas bajaron con agilidad, tomadas de la mano por el administrador del negocio. Cuando llegó mi turno, me puse de pie, el bote se encabritó un poco, hamacándose peligrosamente, y conseguí dar un salto al muelle.

Al hacerlo, algo se deslizó del bolsillo de mi pantalón, rebotó en el filo mismo del muelle y, caprichosamente, pudiendo haber quedado de nuestro lado, sobre los tablones de madera, cayó al agua ante la mirada atónita de mis hijas. -¡Tu celular, papi! –gritaron. Pero ya era tarde.

El aparato negro se hundió de inmediato en esas aguas densas, misteriosas, y desapareció para siempre. -Un celular más que se cae al lago –dijo el administrador–. No sabés cuántos he visto hundirse. Debe haber como mil allá abajo.

Mis hijas lamentaron el incidente, me llenaron de mimos y prometieron que me regalarían un celular nuevo, pero yo me sentía extrañamente aliviado y feliz, como si el destino o el azar o algún designio superior hubiese obrado un pequeño y oportuno milagro, el de arrebatarme suavemente ese aparato innecesario, recordándome las ventajas del silencio y, de paso, restaurando una cierta armonía que el celular, con sus constantes interrupciones, había quebrado. -No volveré a comprar un celular –dije, mientras comíamos helados a la sombra–. He comprendido el mensaje del lago. -Eres un tonto –me dijo mi hija mayor–. No hay ningún mensaje. Se te cayó porque no lo guardaste bien.

No le eches la culpa al lago. Al final de la tarde, fuimos a los cines de la esquina de las calles Bulnes y Beruti, vimos una película alemana sobre una joven que enfrentó a los nazis y murió en la guillotina y luego, para celebrar el día de acción de gracias, cenamos pavo con puré en un hotel muy elegante, rodeados de comensales que hablaban en inglés y cuidaban con celo sus carteras y reían escandalosamente.

Como era el día de dar gracias, pensé que debía agradecer a quien correspondiese por haberme privado de seguir padeciendo la minuciosa tortura del celular. Al llegar a casa, pasada la medianoche, había un mensaje de la madre de mis hijas en el contestador.

Decía que la salud de mi padre había empeorado, que a duras penas podía hablar, que estaba allí en la clínica con él llamándome para que hablásemos un ratito, que me había llamado varias veces al celular pero nadie contestaba, que por favor llamase de vuelta porque mi padre quería hablar conmigo y no quedaba mucho tiempo.

El lago de Palermo se tragó esa conversación, que pudo ser la última.


EL ULTIMO HELADO

En mayo del año pasado, en vísperas de cumplir setenta, mi padre me escribió un correo electrónico invitándome a su cumpleaños en un balneario al sur de Lima.

Llevábamos años sin vernos ni hablarnos (y una vida o dos jugando una encarnizada partida de ajedrez en la que ambos habíamos perdido la reina y sabíamos que era imposible ganar, pero sin querer resignarnos a sellar las tablas).

No tuve la nobleza de contestarle aquel correo breve pero afectuoso a su manera. Sería su último cumpleaños en buena forma.

No estuve a su lado aquellos días en Paracas. En mayo de este año tampoco lo acompañé ni lo saludé a la distancia. Ya entonces estaba minado por la quimioterapia.

Hace un mes o poco más, informado por mi madre de que su salud se hallaba gravemente deteriorada, fui a visitarlo a la clínica.

Me costó trabajo golpear la puerta y entrar en su cuarto después de tanto tiempo sin vernos.

Sentí, sin embargo, que era mi deber, que en la hora final lo que correspondía era tener un gesto de afecto con él y deponer las hostilidades del pasado.

No por culpa de nadie, o por culpa mía en todo caso, la nuestra había sido, desde mis primeros recuerdos, una relación trabada por desencuentros, malentendidos y orgullos excesivos, y viciada por la expectativa de que el otro debía ser uno distinto del que era naturalmente.

Aquel encuentro fue cordial (le di un beso en la frente al entrar y otro antes de irme) y mi padre fue amable y generoso conmigo, pero en algún momento, cuando mi madre habló de la televisión, él expresó ciertos reparos, muy a su manera, sobre mi programa, y dijo que no lo veía o que prefería no verlo (aunque mi madre lo desmintió enseguida), y yo escribí luego una crónica recreando esa visita cargada de emoción, en la que no pude omitir el momento en que él tomó distancia de ciertas cosas que yo había hecho en televisión.

Aunque la crónica era sentida y afectuosa y terminaba rememorando un viaje que hicimos juntos cantando rancheras en su auto cuando era niño, supe luego que le había disgustado o contrariado aquella columna que publiqué en el periódico, lo que me entristeció.

Hace unos días, mi madre me llamó por teléfono y, con admirable tranquilidad -la paz de los que tienen fe, una paz que siempre me fue esquiva-, me dijo que mi padre quería verme, que estaba preguntando por mí, que debía darme prisa porque la situación era grave y le quedaban pocos días de vida.

Abrumado por los recuerdos, fui a la clínica al día siguiente. Mi padre tenía la muerte dibujada en el rostro.

A duras penas podía hablar. Hizo un gran esfuerzo para sostener una breve conversación conmigo.

Se interesó por mis asuntos con una generosidad que me impresionó. Al parecer, estaba orgulloso porque Shakira me había saludado en su concierto en Lima y había dicho que somos amigos.

También veía con simpatía que hubiese apoyado a un amigo suyo en las elecciones a la alcaldía de San Isidro.

Cuando le conté que tenía un pequeño problema de salud, se interesó vivamente, me hizo preguntas (ignorando a la enfermera que le pedía que no hablase tanto) y me recomendó que me atendiese con un médico amigo suyo.

Me impresionó el esfuerzo que hizo para describir tan detalladamente el tratamiento que debía seguir para aliviarme de esa molestia.

Por eso le dije: -Qué bueno ver que estás tan bien de la cabeza. Mi padre me guiñó el ojo, sonriendo, y dijo: -El lunes estaré en la casa.

Fue sorprendente que me guiñase el ojo con tanto afecto y picardía, como nunca antes lo había hecho.

Fue un momento entrañable, que me dejó conmovido y en silencio. A pesar de que su cuerpo estaba casi paralizado por la enfermedad, con sólo mover levemente una pestaña me había dicho que todo estaba bien entre nosotros, que no estaba molesto, que tal vez, al final, después de tantos desencuentros y extravíos, se sentía orgulloso de mí, o al menos en paz conmigo, y que esa secreta complicidad que existía entre nosotros cuando me llevaba al colegio y me daba un dinero diciéndome que era “un fondo de emergencia” por si me pasaba algo malo (sabiendo que gastaría ese dinero en un helado a la salida, una emergencia que se repetía cada tarde) y ese pozo de amor que había en su mirada cuando me decía “sólo gástate la plata si tienes una emergencia” (sabiendo que a la mañana siguiente me diría lo mismo) todavía nos unían, a pesar de todo.

Poco después, la enfermera le pidió que comiese algo y él dijo que no tenía hambre, pero, como ella insistió, él pidió un helado de chocolate y una coca cola.

La enfermera recomendó que comprásemos una coca light, pero mi padre me hizo saber con la mirada que prefería la cocacola de verdad.

Bajé a la cafetería con Javier, mi hermano, y compramos un helado de fresa, porque no había de chocolate, y dos coca colas, una regular y otra light.

Mi padre, por supuesto, bebió la coca cola más fuerte. Cuando mi madre le dio el helado en la boca, no pude evitar pensar cuántos helados le debía a papá, cuán tardío e insuficiente era este último helado.

Un día antes de que muriese, nos quedamos un momento a solas y le pedí perdón por no haber podido ser el hijo que él merecía.

Mi padre ya no podía hablar. El lunes, como él me dijo, volvió a su casa, pero ya estaba muerto.

Al día siguiente, en el funeral, me incliné, besé el ataúd y le pedí perdón en silencio, por última vez. Ahora, cuando lo recuerdo, lo veo sonriendo, guiñándome el ojo.

Así lo recordaré siempre.


EL MEJOR (Y PEOR) NEGOCIO DE MI VIDA

Hace seis años o poco más, una compañía española de internet, que entonces florecía y se expandía por el mundo como heredera cibernética de los conquistadores que vinieron por el oro, propuso comprarme los derechos de una novela que estaba por publicar y subirla por entregas en sus portales de Latinoamérica.

No hubo nada que negociar porque la oferta económica resultaba irresistible y sólo me obligaba a enviarles el texto de la novela, que ya estaba escrita, y a participar semanalmente en “chats” con sus suscriptores latinoamericanos.

Mi legendaria agente literaria aprobó enseguida la operación. Firmamos en Miami, en un rascacielos espléndido, frente a la bahía. Me dieron el cheque sin demora y con fondos.

Sentí que los conquistadores españoles, por una vez, habían sido timados por un indiecito peruano con apellido inglés.

La novela se publicó por entregas diarias, a lo largo de tres meses, en los portales de esa compañía de internet, y fue leída principalmente por secretarias y recepcionistas en horas de oficina, quienes, burlando sus tediosos quehaceres laborales y tal vez mintiéndoles a sus jefes y supervisores, se entregaban furtivamente a consumir esas cartas despechadas o no tanto que yo había escrito a una ex novia, un ex amante clandestino y tres amigos memorables, que había perdido para siempre.

(De esas cinco personas que inspiraron las cartas, sólo una de ellas, un periodista de talento tan prominente como su nariz, me dijo que había leído el libro y le había gustado, con lo cual se negó generosamente a perderme como amigo. Los otros cuatro, debo presumir, se sintieron aliviados de que los exonerase de seguir considerándolos mis amigos).

En los “chats” semanales que la compañía española me organizaba en sus distintos portales americanos fracasé escandalosamente, pues apenas entraban ocho o diez personas con sobrenombres lujuriosos que deseaban ligar entre ellas o conmigo, lo que, en cierta ocasión, me produjo un bochorno considerable, pues mi madre, enterada de aquel provechoso negocio cibernético, decidió darme una sorpresa y se descolgó sin previo aviso en el “chat” peruano con el apelativo de “tumamita”, y de pronto se vio envuelta en un tráfico de declaraciones calenturientas, de piropos encendidos, de impaciencias hormonales que a ella, una digna señora del Opus, le provocaron natural espanto, lo que la obligó a escribirme en dicho “chat”: -“tu mami”: jaimín, quería saludarte, pero mejor me retiro, porque esto está peor que sodoma y gomorra.

Con el dinero que gané en la publicación cibernética de aquella novela y mi participación en esas reuniones de sexópatas camuflados, decidí comprarme un departamento en Lima.

Todos me decían que la mejor inversión –la más segura, la más rendidora– era en el negocio de los bienes raíces, y yo, que nunca tuve raíces de ningún tipo en la ciudad en que nací, decidí echar raíces en los bienes raíces, y compré un departamento, zanjando el problema de raíz.

Era un departamento espléndido, de tres pisos, frente al campo de golf del club Los Incas, muy cerca de la casa de mis hijas, y se lo compré a un viejo amigo de la familia, un hombre encantador.

Este caballero italiano, avecindado en el Perú, amigo de mis padres desde que era niño, me llevó al edificio que él mismo había construido sobre el terreno de la que había sido su casa de toda la vida, y me hizo subir quince pisos por escaleras –porque no habían instalado aún los ascensores– hasta el “penthouse triplex” que me ofrecía con entusiasmo, y me enseñó los cuartos y las vistas y las terrazas de lo que sería mi refugio limeño.

El edificio estaba desnudo, en concreto, sin puertas ni ventanas ni acabados de ningún tipo, sólo la torre maciza de cemento frente al campo de golf, y el caballero italiano me aseguró que estaría terminado en tres meses como mucho.

Aunque me asaltaron dudas de último minuto, cuándo no, firmé el contrato y le entregué el cheque. Todo el dinero que me habían pagado los españoles del pulpo cibernético fue a parar a las manos de este caballero ítalo-peruano. Nadie sabe para quién trabaja.

Han pasado seis años o quizá siete y todavía no he podido mudarme ni pasar siquiera una noche en mi departamento, pues el edificio sigue exactamente como estaba cuando lo visité: sin ventanas ni puertas, sin ascensores ni cocheras, sin personas que lo habiten, sin nada de nada, desolado y polvoriento, un gran pedazo de concreto abandonado a su suerte, un sueño fallido en el cual creyeron doce o quince incautos como yo, que nos quedamos como avergonzados o rencorosos propietarios de un edificio fantasmal, dueños de un fracaso más de los tantos fracasos de los que está hecha la historia de mi país.

De vez en cuando, paso por el edificio desnudo, le doy una mirada, procuro sonreír a pesar de todo, me reafirmo en mi propósito de no enjuiciar a nadie ni enredarme en peleas inútiles, recuerdo por si hiciera falta que ésa es la prueba más alta y pesada de que soy un tonto redomado –si no lo fuera, habría investigado bien antes de pagar, y me hubiese enterado de que la obra estaba paralizada porque el banco que la financiaba había quebrado– y vuelvo a casa y le escribo un correo electrónico a mi buen amigo el italiano, preguntándole cómo van las cosas, cuándo, si acaso, se terminará el edificio y me entregarán mi lindo departamento.

Y unos días después él me responde gentilmente y me explica el laberinto judicial en que se halla sumido y me promete que “ahora sí, Jaimito, créeme, hermanito, en medio año máximo tendrás tu lindo departamentito con vista al golf”.

Pero ya no soy tan incauto para creerle y estoy resignado a que cuando me muera ese edificio seguirá tal como estaba cuando pagué por su último piso: a medio hacer, a medio terminar, a medio camino entre el sueño y la frustración, como suelen ser las cosas en el país en que nací.

Sólo pido que, cuando muera, velen mis despojos allá arriba, y que todos los supernumerarios del Opus estén presentes, orando por mi salvación, tragando polvo, exhaustos por escalar quince pisos.

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