30/11/07

LOS SECRETOS DE LA TÍA INÉS

Mi tía Inés enviudó hace dos años o poco más. A su esposo Juvenal le dio un infarto mientras fornicaba en un hotel con una prostituta de lujo. La noticia salió en los periódicos, en las páginas policiales.

El chisme era demasiado bueno y se esparció deprisa, era inevitable. Mi pobre tía quedó desolada. Ya era una mujer mayor, de casi sesenta y tantos años. Había dedicado toda su vida a servir y cuidar a su marido, y de pronto se le murió así, con escándalo policial, sobre el cuerpo cálido de una mujer alquilada. La tía Inés guardó luto riguroso.

No salió de su casa durante un mes. Tenía miedo de que sus amigas del club, de la parroquia, de los naipes, se burlasen de ella porque toda la ciudad supo que el tío Juvenal, un empresario respetado, colapsó jadeando sobre una prostituta jovencita en el hotel Sheraton del centro de Lima. Ella, mi tía, había sido muy religiosa toda la vida, de misa los domingos sin falta y rezarle al Señor de los Milagros en octubre y hasta vestir el hábito morado en casa, pero cuando su marido murió en tan bochornosas circunstancias, sufrió una crisis de fe y dejó de rezar.

Un domingo, sin embargo, regresó a la iglesia de Miraflores.

Como siempre, se encargó de pasar la canasta de la limosna. Al terminar de recoger las donaciones de los fieles, sufrió un impulso ciego, repentino.

Entró al despacho del cura con la canastita, vació todos los billetes y monedas en sus bolsillos y se retiró encantada, eufórica, invadida por una felicidad plena y rotunda que no había sentido en años, quizá en décadas.

En ese momento, la tía Inés descubrió –nunca es tarde para saber la verdad– que era atea y cleptómana. Desde entonces, se dedicó a robar con astucia y sigilo, por puro placer, siguiendo los oscuros dictados de su voz interior.

Era una mujer rica, acomodada, que no necesitaba dinero. Robaba porque la hacía feliz, porque era una manera de sentirse libre, de emanciparse de todas las servidumbres estúpidas a las que se había condenado toda su vida para ser una mujer decente, honorable, respetada. Robaba porque ya no le interesaba ser una mujer decente. Quería ser feliz.

Y nada la hacía más feliz que robar. Dentro de las variadas y minuciosas modalidades de hurto que practicaba –en el supermercado, en ciertas tiendas exclusivas, en las bodegas de su barrio, en casas de algunos de sus familiares, a los que secretamente empezaba a aborrecer–, la que más le excitaba era robarle a sus amigas de toda la vida, con quienes jugaba cartas una vez por semana.

Las reunía en su casa, les daba de comer, de beber, y, fingiendo que iba al baño, entraba al cuarto donde ellas habían dejado sus bolsos, sus carteras, sus abrigos y sobretodos, y se extasiaba robándoles un billete o dos con suma delicadeza y discreción, no fuesen a darse cuenta.

Un día cualquiera, sin explicación alguna, la tía Inés se compró una moto colorada. Siempre, desde muy joven, había escondido esa fantasía, la de montar una moto bien roja y veloz, y ahora había llegado el momento de concederse esa dicha largamente postergada.

Como estaba en buena forma física, pues nadaba todas las mañanas en la piscina de su casa y tomaba polen y uña de gato y nunca había fumado ni bebido mucho alcohol, aprendió sin dificultades a montar moto. Era feliz surcando el malecón, acelerando, haciendo rugir su moto, sintiendo cómo el viento le despeinaba las canas.

Porque la tía Inés no usaba casco, le parecía una mariconada, y había dejado de pintarse el pelo. Andando en moto cerca del mar, un muchacho tuvo la osadía de ofrecerle marihuana, y la tía Inés decidió, por qué no, fumarse un porrito.

Esa tarde, sentada sobre su moto, detenida en una curva del malecón, mirando el mar oscuro allá abajo, algo cambió radicalmente en su vida.

La tía descubrió que, como robar, fumar marihuana le procuraba unos placeres secretos, inesperados. Y empezó a fumarla con la misma devoción con la que antes cuidaba abnegadamente a su marido.

Como se había vuelto tan independiente y ahora gozaba de estar sola y entregarse a sus vicios privados, ya no le interesaba participar de las reuniones familiares, visitar a sus hermanas, asistir a los bautizos, primeras comuniones y cumpleaños, llevarles regalos a sus nietos. Descubrió –y no lo ocultaba– que los niños la irritaban de un modo inexplicable.

No tenía vergüenza de decir a gritos: “Qué niño tan odioso, ¿alguien puede callarlo, por favor?”, incluso si no conocía al niño ni a su familia.

Y cuando sus amigas celebraban el nacimiento de un bebé y decían que era precioso, que tenía la nariz del padre o los ojos de la madre, esas cosas que suelen decir las mujeres contemplando a un bebé, ella se impacientaba y decía: “Todos los bebés son iguales, tienen la cara chancada, y además no sé por qué las mujeres siguen pariendo, si el mundo es una mierda”.

Como mi tía Inés decía esas cosas y la gente se escandalizaba y ella ya no toleraba a los niños engreídos y chillones, dejó de ir a los eventos familiares y se encerró en su mundo, aunque ocasionalmente participaba de alguna actividad social (principalmente bodas) con el escondido propósito de desvalijar a los anfitriones y llevarse algún cenicero de plata, algún billete arrugado, alguna chuchería fina que le entrase discretamente en los bolsillos.

Esos años, sus años de atea, cleptómana, motociclista, fumadora de hierba y enemiga de los niños, fueron los más felices de su vida, y sólo fueron ensombrecidos, si acaso, por la culpa de haber descubierto tan tarde su verdadera identidad, después de tantos años de sumisión y sometimiento a las reglas no escritas del honor social.

Una mañana de verano, serpenteando por el malecón de Miraflores, presumiblemente bajo los efectos sedantes de un porro de marihuana, la tía Inés perdió el control de la moto y rodó por los acantilados.

La Policía cubrió su cadáver con las hojas del mismo periódico que, un par de años atrás, hizo un festín desalmado a raíz de la muerte del tío Juvenal.

En sus bolsillos encontraron dos joyas (que luego se descubrió que pertenecían a sus amigas de los naipes), chocolates y chicles (que había robado esa tarde de una bodega), una bolsa de marihuana y un papel con el teléfono de un muchacho llamado Rommel, que prestaba servicios sexuales a domicilio.

Te echaremos de menos, tía querida.


RECUERDOS DE HALLOWEEN

Cuando era niño, esperaba con impaciencia el día de Halloween por dos razones: porque se suspendían las clases en el colegio y porque mi madre me dejaba disfrazarme de la Pantera Rosa.

El disfraz era bastante chapucero y poco creíble, pero yo me sentía lánguida, elegante y despistada como la Pantera Rosa, y eso bastaba para que fuese el mejor día del año, o el más esperado en todo caso.

Mi madre, que me quería tanto, y que soñaba que cuando fuese adulto me ordenase como sacerdote para llegar con la gracia de Dios hasta el mismísimo Vaticano, no me dejaba salir a pedir caramelos por el barrio, pues le parecía peligroso e inapropiado, a pesar de que vivíamos en una colina muy bonita de casas espléndidas, a una hora de Lima, un cerro soleado todo el año llamado Los Cóndores, pero al menos me concedía la dicha de ser una tarde –y parte de la noche– la suave y sigilosa Pantera Rosa, y además me dejaba recibir a los otros niños del barrio, que llegaban disfrazados a tocar el timbre en busca de golosinas.

Había que enjaular a los perros para que no espantasen a tan encantadores y sorprendentes visitantes, a piratas tuertos, brujas pérfidas, supermanes, batmans y robins inseparables, hombre arañas, popeyes marinos, calaveras andantes, gitanas cantarinas, peter panes y toda clase de personajes fantásticos que, cuando caía la tarde, llegaban a la casa con sus bolsitas cargadas de dulces y sus sonrisas ávidas de una recompensa.

Pero mi madre era única, maravillosa, impredecible, y siempre hacía cosas que no hacían las otras mamás de mis amiguitos, cosas que me dejaban pasmado y a veces un poco abochornado, sin perjuicio de la adoración que sentía por ella.

Por ejemplo, hacía pasar a los niños a la sala, les preguntaba por sus papás, por sus familias, por el colegio al que iban, si ya habían hecho la primera comunión, si iban a misa los domingos, cosas así, que el hombre araña o batman y robin no esperaban tener que contestar por Halloween.

Y dependiendo del aplomo y la hondura religiosa de sus respuestas, mi madre y yo les dábamos más o menos caramelitos, chocolates, galletas de vainilla y chupetines con chicle relleno. Pero mamá, antes de darles el premio mayor, los dulces tan ansiados, los hacía tomar lonche: un vaso de leche chocolatada y un plátano bien maduro.

Y las calaveras, los corsarios, los muertos resucitados y las brujas desdentadas no esperaban verse en ese trance, comiendo un plátano y recibiendo de manos de mi madre una estampita amarillenta con la oración al fundador del Opus Dei, monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, que entonces, me parece, todavía vivía, porque había llegado hacía poco a Lima, esparciendo su palabra inflamada y dicharachera, y mi madre había corrido a verlo con el mismo ardor adolescente que yo sentía por los Menudo o por Miguel Bosé en sus pantalones rojísimos ajustados y tan prometedores.

Y entonces los niños guardaban sus estampitas sin entender nada, mientras mi madre, un amor, una santa incomprendida, les decía: -La estampita del Padre hace milagros, chicos. Les va a endulzar la vida mucho más que cualquier caramelito. Es un dulce para el alma.

Y yo me sentía un poco raro de tener una mamá así, que repartía estampitas de un santito ceñudo y con anteojos por Halloween, pero no por eso dejaba de quererla, pues me parecía la mujer más buena del mundo, siempre preocupada por salvar a todas las almas y llevarlas con ella al cielo, y por eso estaba siempre atareadísima, bautizando y casando y confirmando y educando en la fe a sus empleadas domésticas, que eran muchas, y a los maridos de sus empleadas domésticas, que a veces eran más, y a los hijos de ambos y de los otros, que eran infinitos.

Hasta que un día vino a la casa a pedir caramelos un niño disfrazado de religioso, con una sotana negra como la noche de ese cerro arenoso de Lima y un crucifijo enorme colgándole del pecho, y mamá le preguntó haciéndose la inocente de qué se había disfrazado, y el niño le dijo “de cura”, y mamá muy suavemente lo riñó, le dijo “no se dice cura, se dice padre o sacerdote, cura es una palabra muy fea que ofende a Dios”, y el niño se quedó pasmado, con un caramelo en la boca a medio chupar atragantándosele, y mamá le dijo “no está bien disfrazarse de sacerdote, no es correcto burlarse así de los padres, que son representantes y ministros del Señor acá en la tierra”, y el niño no supo qué decir, cómo defenderse, y yo le pedí a mamá que le diese caramelitos para endulzar ese momento tan amargo, pero ella le dio su plátano, su vaso de leche y su estampita de monseñor Escrivá, y no le dio ni un solo caramelito o chocolate Sublime o turrón de doña Pepa o chupete bombombún, y lo mandó de vuelta a su casa a cambiarse el disfraz.

Y luego pasaron los años y dejé de usar mi disfraz de la Pantera Rosa porque ya no me quedaba y porque prefería ponerme el uniforme del Barcelona F.C. con el apellido en la espalda del Cholo Sotil, y los niños dejaron de venir a la casa porque estaban hartos del plátano, la leche y la estampita por Halloween, y entonces, como ya habían crecido y eran más rebeldes y al parecer nos guardaban algún (comprensible) rencor, nos tiraban huevos en las paredes y la puerta de calle de la casa, y pintaban cosas feas, por ejemplo “tacaños” o “locos” o “aplatanados”, y después el jardinero, el chino Mario, que era tan bueno, mi mejor amigo, se pasaba horas limpiando esas pinturas tan injustas, que hicieron que perdiese toda ilusión por esperar el día de Halloween.

Pero mamá siempre tenía las estampitas listas por si alguien venía a tocar el timbre, aunque ya nadie venía. Y ahora, un martes por la tarde, día de Halloween, tantos años después, estaba solo, en la puerta de casa, en una isla apacible de Miami, esperando a los niños disfrazados, con mis bolsas llenas de chocolates, galletas, chupetes y caramelos, extrañando a mis hijas, que estaban lejos, y honrando inexplicablemente algunas de las locuras de mi madre, pues, junto con las ansiadas golosinas, le entregaba a cada niño un plátano de regalo y me reía por dentro viendo la cara de sorpresa que ponía.

Y era como volver a la infancia y ser mi madre un ratito y quererla así a la distancia y en silencio, a pesar de todo.


EL ALBERGUE TRANSITORIO

Andrea me envía un correo electrónico que dice: “sos malo”. Me lo dice porque hace días que no le escribo.

Le contesto: “soy malo para que me quieras, si fuera bueno te aburrirías de mí”. Se lo digo para que no deje de escribirme. Andrea me escribe: “¿cuándo vienes? ¿cuándo voy a verte?”. Le respondo: “puedes verme los sábados a la noche en Canal 9”.

Se molesta: “sos malo y además cruel, sabés que no soporto verte en la tele, odio tus entrevistas, parecés un nabo atómico, entrevistás a gente que no te interesa realmente, no quiero que salgas en la tele, te hace mal como escritor, no te conviene”.

Le escribo: “te amo cuando me dices esas cosas, estás loca pero tienes razón, yo tampoco soporto verme en la tele”.

Me escribe: “entonces deja la tele y escribe, sólo escribe”.

Le escribo: “no puedo, la tele paga bien, los libros dejan poca plata, tú sabes que a mí me gusta vivir bien”.

Me reprocha: “un verdadero escritor no tiene miedo a ser pobre”.

Me defiendo: “entonces no soy un verdadero escritor, nunca he podido ser nada completamente verdadero, ni siquiera un hombre verdadero”.

Me escribe: “sí lo sos, sólo que no creés suficientemente en vos”. Le respondo: “al menos creo suficientemente en ti”.

Me amonesta: “tampoco creés en mí, porque no querés verme, siempre encontrás una excusa para no verme, voy a borrarme el tatuaje que me hice con tu nombre”.

Le digo la verdad: “sabes que te amo, pero no sé si quiero verte, porque la última vez que nos vimos terminamos discutiendo de política, me dijiste que el vicepresidente de Bolivia, el tal Alvaro no sé cuantitos, es tu amigo, un tipo culto, encantador, que viene a comprar libros a Buenos Aires, y yo te dije que a mí me parece un lunático que incita a la violencia y que apoya a un charlatán impresentable como Chávez”.

Me escribe: “entonces no hablemos de política, pero veámonos, no seas malo”. Le escribo: “estoy en tu ciudad, llegué ayer, esta tarde tengo que grabar dos programas, termino a las siete con suerte, ¿puedes verme a las siete y media en Palermo?”.

No tarda en responder: “sí, decime dónde”. Le escribo: “en el albergue transitorio de Juan B. Justo, pasando Santa Fe, ¿te parece?”.

Me escribe: “nos vemos allí a las siete y media, esperame en el cuarto si llegás antes que yo”. Le escribo: “dale, te espero en el cuarto”.

Podríamos habernos dicho esto por teléfono y no por correo electrónico, pero Andrea no usa celular y yo tampoco, y nunca la llamo a la librería donde trabaja y ella no me llama a casa porque nuestros muy esporádicos encuentros tienen siempre esa naturaleza furtiva, clandestina.

Esa tarde, apenas termino de grabar, tomo un taxi, me bajo en Juan B. Justo, entro al albergue transitorio (que anuncia su condición con un cartel impúdico en letras rojas fosforescentes), le pago cuarenta pesos por dos horas a un joven en la recepción que escucha “La extraña dama” de Valeria Lynch en la versión estupenda de Miranda!, subo a la habitación, me despojo del saco, la corbata y los zapatos, me tiendo en la cama y espero a Andrea.

Estoy dormido cuando suena el teléfono. El chico de la recepción me dice que ha llegado Andrea. Le digo que puede subir.

Andrea me abraza y me regala un libro de Coetzee, Desgracia. -Estás más flaco -me miente.

Vuelvo a la cama, me meto debajo de las sábanas. Andrea no se desviste, se mete a la cama conmigo. Enciendo la tele y voy cambiando de canales hasta que encuentro un partido de fútbol que no puedo perderme. -¿Vas a ver la tele? -se molesta ella. -Sólo faltan quince minutos para el entretiempo -le digo-. Apenas termine el primer tiempo, podemos jugar nosotros. -Odio la tele -dice ella, y me da la espalda-.

Siempre preferís la tele y me dejás esperándote.

No digo nada porque no quiero discutir y tampoco quiero perderme el fútbol. Cuando termina el primer tiempo, apago la tele, me acerco a Andrea y veo que se ha dormido. -Mejor -pienso-. Así puedo ver tranquilo el segundo tiempo.

Llamo al joven de la recepción y le digo que voy a quedarme dos horas más. Andrea duerme o finge dormir mientras veo el segundo tiempo.

Parece estar dormida de verdad, porque ronca un poco y a veces hace unos movimientos raros con su pie derecho, unos temblores suaves y repentinos, como si estuviera relajándose profundamente. Veo el fútbol sin volumen.

No bien termina, apago la tele. Estoy cansado. No sé si quiero tener un revolcón con ella. No tengo un condón a la mano. No quiero despertarla. Cierro los ojos. Respiro al mismo ritmo que Andrea. Cuando despierto, miro el reloj.

Es la una de la mañana. Andrea sigue dormida. Llamo al joven de la recepción y le digo: -Creo que me voy a quedar toda la noche. -Pero son veinte pesos la hora, te va a salir una fortuna -me dice amablemente-. La gente no viene acá a dormir. -Comprendo -le digo-.

Pero mi chica se ha quedado dormida, así que pasaremos la noche acá. -Bueno, te dejo la noche en doscientos pesos -me dice. -Gracias, estupendo -le digo. A la mañana siguiente nos vamos sin desayunar del albergue transitorio.

Estamos contentos, a pesar de que no hemos hecho el amor o debido a eso. Estamos contentos porque hemos dormido mucho.

Lo que revela cuánto me gusta dormir y cuán vago soy para los trajines del amor.


LA NOCHE QUE PELEASTE CONMIGO

Cuando leímos en un periódico que los Pet Shop Boys darían un concierto en Miami, él dijo con ilusión: -No me lo puedo perder. Al día siguiente fuimos al teatro a comprar las entradas. En la camioneta -yo, con el aire encendido en 80 grados; él, bajando el aire de su lado hasta 70-, discutimos.

Él me dijo: -Si no quieres venir, no vengas. Yo voy solo. -Me provoca acompañarte –respondí–. Me gustan los Pet Shop Boys. Cuando era joven, escuchaba sus canciones en Lima. Él me miró inexplicablemente irritado y dijo: -Contigo nunca se sabe.

Nunca sé cuándo me dices la verdad y cuándo estás mintiendo. Yo me quedé en silencio, sin argumentos para rebatir la acusación. Pensé: yo tampoco sé cuándo miento, son tantas mentiras que ya se me confunde todo. El día del concierto amanecí fatal. Me dolía la cabeza. A duras penas podía estar en pie. Tuve que quedarme en cama.

Él se enojó inexplicablemente: -Siempre que tenemos un plan, te enfermas. Seguro que no vas a venir al recital. Salí a comprar la comida. Discutí con una odiosa señora venezolana que criticó, impertinente, mi programa. No debí contestarle. Pero estaba enfermo y fatigado y caí en la trampa de decirle: -No me diga que es “una crítica constructiva”, señora. Si no le gusta mi programa, no lo vea.

Pero déjeme en paz. No me interesa su “crítica constructiva”. Y no sé qué es lo que construye su “crítica constructiva”. Al volver a casa, me dio un ataque de tos.

Él me miró disgustado y dijo: -Otro enfermo más en la familia. Dijo eso porque su hermana, con sólo veintinueve años y una hija pequeña, tiene cáncer. Yo me quedé callado y volví a la cama.

Al final de la tarde, me di una ducha y me vestí para el concierto. No podía estropear la noche. Me tomé dos coca colas y pensé, como los toreros, que Dios reparta suerte. Llegamos puntualmente.

No fue complicado encontrar parqueo. Tampoco tuvimos que hacer muchas filas para llegar a nuestros asientos en la mezanine.

Enseguida fuimos al bar. Pedí dos copas de vino blanco californiano. -¿Vas a tomar? -se sorprendió él. -Sí -dije-. Creo que voy a emborracharme.

Hacía mucho que no tomaba. Pero estaba tenso, exhausto, maltrecho, y necesitaba escapar un poco de mi cuerpo y volver al pasado, a aquellas noches infinitas en que me agité felizmente, en compañía de unos amigos que ahora están lejos o que ya no están o que ya no son mis amigos, al ritmo de los Pet Shop Boys.

Fue un concierto memorable. Perdí la cuenta de las veces que regresé al bar por una copa más. No nos pusimos de pie, no bailamos, pero cantamos esas canciones eternas y nos miramos sonriendo y nos burlamos de algunos vecinos exaltados y sentí que todo estaba bien, que, gracias al vino californiano y a la magia de la música, había sido una noche feliz, a pesar de todo.

Entonces cometí un error: la banda se despidió, el público pidió aplaudiendo que volviera al escenario, regresaron como era previsible y, seguro de que, ahora sí, era la última canción de la noche, le dije: -Yo voy saliendo. Te espero en la camioneta.

Él me miró irritado y dijo: -¿No puedes quedarte hasta el final? -No me gusta salir con todo el gentío. Prefiero salir ahora. Pero tranquilo, no te apures, yo te espero en la camioneta.

Me puse de pie y, para mi sorpresa, él salió conmigo. Bajando por las escaleras mecánicas, dijo: -¿Quién te crees que eres, Susana Giménez? ¿No podías salir al final, como todo el mundo? -Pero yo no te dije que salieras conmigo -me defendí-. Quédate, yo te espero afuera, no hay apuro. Ya era tarde.

Él estaba furioso: -Tenías que malograrlo todo con tus caprichos de diva. Siempre hay algo que te molesta: el aire acondicionado, la gente, el ruido. Tenías que malograrlo todo. Caminaba bruscamente.

Yo tenía que apurarme para no perderle el paso. Le pregunté si quería comer. Dijo que no tenía hambre. Subimos a la camioneta. Seguíamos molestos.

Él dijo: -No te aguanto más. Me voy mañana a Buenos Aires. Hacía tiempo lo venía pensando. -Nadie te obliga a quedarte. Eres libre. Haz lo que quieras. -No puedo vivir con un tipo que está todo el día enfermo, en la cama. -Lo siento. Pero yo no puedo fingir que no me siento mal sólo para hacerte feliz.

Me sentía mal y aun así vine al concierto. -No hubieras venido. Mejor hubiese venido solo. -Es la última vez que voy a un concierto contigo. Siempre termino arrepentido. -No vengas. Quédate en la cama.

Pero por tus hijas sí haces cualquier cosa. Yo no quiero vivir con un hombre que tenga hijas. -No te compares con mis hijas. Es un error. Son amores distintos. -No te soporto más. Estás todo el día hablando de política.

Te vistes todos los días con la misma ropa. No tienes amigos. No sales a ningún lado. ¿Crees que es divertido vivir contigo en ese aburrimiento mortal que es Key Biscayne? Me quedé en silencio. Necesitaba una copa más.

Llegando a casa, cada uno se encerró en su cuarto. Pasé la noche desvelado, recordando cada momento de la pelea, cada palabra hiriente.

Al día siguiente hubo gestos amables que atenuaron el daño, pero él hizo sus maletas, llamó un taxi y partió a Buenos Aires.

Antes de irse, me abrazó y dijo: -Si quieres, vuelvo en un tiempo. Pero yo sentí que estaba mintiendo porque le daba pena verme llorar. Cuando el auto negro se alejó, salí a comprar una botella de vino.

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