Vuelvo a Buenos Aires después de cinco semanas. Los diarios anuncian días helados. No me preocupa demasiado. Al pie de la cama tengo una estufa portátil que sopla aire caliente (robada de un hotel chileno y a la que llamo “soplapollas”), que es como mi mascota y me previene de resfriarme. Le digo al chofer que me lleve a San Isidro, pero no por la general Paz, que a esa hora, las ocho de la mañana, suele ser un enredo intransitable, sino por una ruta alternativa, Gaona y Camino del Buen Ayre. El chofer me dice que me costará veinte pesos más.
Le digo que no importa y que acelere. Me dice que nos pueden tomar una foto y multarnos. Le digo que en ese caso pagaré la multa. Salvo el cansancio, nada me exige llegar pronto a casa. Pero llevo la prisa del viajero frecuente, que, sin pensarlo, impulsado por una antigua costumbre, quiere ser el primero en salir del avión, pasar los controles, subir al taxi y llegar a casa, como si fuese una competencia con los demás pasajeros o con uno mismo, como si quisiera batir una marca personal.
Después, al llegar a casa, desaparece esa inexplicable premura, esa urgencia ciega, y puedo pasar una hora frente a la computadora, leyendo diarios y correos que tal vez no debería leer. Duermo pocas horas. Sueño con celebridades. Es una extraña y alarmante costumbre la de soñar con celebridades. Al despertar, llamo al restaurante alemán, digo que estaré allí en quince minutos y pido la comida. De todos los restaurantes que he visitado, es el que más feliz me ha hecho. Se llama “Charlie’s Fondue”.
Está en Libertador y Alem. Cuando estoy en San Isidro, almuerzo allí todos los días, y a veces también voy a cenar. Después de almorzar, voy a cortarme el pelo con Walter. Atiende en “Walter Pariz”, con zeta, en la calle Martín y Omar, casi esquina con Rivadavia. Me hice su cliente en otra peluquería, pero tuvo el valor de abrir su propio negocio y no dudé en acompañarlo. Es un joven amable y emprendedor. Me habla de su hija, me muestra fotos de ella. Me habla de San Lorenzo, su otra pasión.
Me corta el pelo mejor que ningún peluquero de Miami o Nueva York. Me cobra doce pesos, veinte incluyendo la propina. Le digo que nos veremos en tres semanas, cuando regrese al barrio. Paso por la clínica San Lucas. Me acompaña Martín, mi amigo más querido. Su hermana Candy sigue enferma, batallando contra un cáncer que no cede. Entramos a la habitación. Sus padres me saludan con cariño.
Candy está muy delgada. Tiene un calefactor encendido a su lado, en la cama. Me impresiona su lucidez. Hablamos de viajes, del que hizo a Río con Martín, a Sudáfrica con su hermana, del que su padre hizo a Londres. La televisión está prendida en un programa de chismes. De pronto, se queja de estar así, postrada y entubada en un sanatorio, con sondas y sueros y toda clase de dolores y molestias inenarrables por los que una mujer de su edad, apenas treinta años, no debería pasar. Sin quebrarse ni compadecerse de su propia suerte, con una firmeza y un coraje admirables, dice: “Quiero que me saquen todo esto y me dejen volver a casa. Si me voy a morir, prefiero morirme antes. No tiene sentido vivir así, para que puedan venir a visitarme”. Se hace un silencio. Nadie sabe qué decir.
Yo la admiro sin reservas. Al despedirme, le doy un beso y le digo que la quiero mucho. Es muy difícil creer en Dios cuando el destino embosca a una mujer tan joven y se ensaña con ella. Los días siguientes grabo mis entrevistas de televisión. No deja de ser una ironía que aparezcan en un programa de modas y glamour, dos asuntos que desconozco por completo. Voy con la misma ropa todos los días, el mismo traje, la misma corbata, los mismos zapatos viejos de liquidación. Llevo tres pares de medias, por el frío, que no da tregua. Lo que más me gusta de ir a la televisión es conversar con las señoras de maquillaje.
Son tres y poseen extrañas formas de sabiduría, además de un número no menor de chismes. Me cuentan el más reciente: una diva, harta de esperar a una actriz joven, que demoró una hora en llegar a las grabaciones, entró al cuarto de maquillaje, le gritó a la actriz: “¡Sos una negra culosucio!” y la abofeteó.
Ellas, que presenciaron la escena, le dan la razón a la diva. Lo que menos me gusta de ir a la televisión es que me maquillen con esas esponjas sucias, trajinadas, olorosas, impregnadas de cientos de rostros célebres y ajados, bellos y estirados, falsos y admirados.
Me digo en silencio que en mi próximo viaje llevaré mis propias esponjas, pues parece riesgoso que a uno le pasen por la cara tantas horas de televisión, tantas partículas diminutas de tantos egos colosales que terminan confundidas en mi cara de tonto, junto con la base, el polvo y la sonrisa más o menos impostada. Pero los mejores momentos no son los que ocurren en la televisión sino en mi barrio de San Isidro, por el que, a pesar del frío y una llovizna persistente, me gusta caminar sin saber adónde ir, dejando que me sorprenda el azar.
Voy al almacén de la esquina a comprar cosas que no necesito, sólo para conversar con las chicas empeñosas que allí atienden. Paso por la tienda de discos a comprar discos que no voy a escuchar, sólo para hablar con los chicos suaves que me saludan con cariño. Entro a la tienda de medias polares y me quejo del frío y me llevo varios pares más, deben de pensar que voy a esquiar.
Compro champús franceses, sólo para darme el placer de preguntarle a la señora francesa muy mayor, que no para de fumar, qué champú le vendría mejor a mi tipo de pelo, y ella da una bocanada, echa humo, tose, pierde felizmente un poco de vida, me toca el pelo grasoso y recomienda el Kérastase gris, que es el que peor me va, pero el que me llevo obediente, porque me encanta que me toque el pelo con sus viejas, viejísimas manos.
Me detengo en el negocio de computadoras y me siento a imprimir unos cuentos innecesarios, prescindibles, sólo porque quiero mirar a, y conversar con, el chico tan lindo, tan abusiva e inquietantemente lindo, que despacha tras el mostrador. Estos son los momentos caprichosos y felices que, cuando me voy de Buenos Aires, echo de menos, sin contar, por supuesto, los otros, los que paso con Martín, que espero que no lea esta crónica y se entere de la verdadera razón por la que cada tarde tengo algo urgente que imprimir en el negocio de las computadoras de la calle Martín y Omar.
De madrugada, todavía a oscuras, subo al taxi, rumbo al aeropuerto. El chofer me cuenta que tiene diez hijos pequeños y hace poco nació uno más, todos con la misma mujer. Le digo que debe de ser muy lindo tener una familia tan numerosa. Me dice: “No. No es lindo. Pasa que llego a casa tan cansado, a las siete de la mañana, que siempre me olvido de ponerme forro”. Nos reímos. Hay en su risa enloquecida una extraña forma de sabiduría. Sólo en Buenos Aires uno encuentra gente así. Por eso quiero irme a vivir a esa ciudad.
30/11/07
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