30/11/07

EN DEFENSA DE LOS GAYS

Mi madre se va a molestar conmigo por decir esto, pero lo siento por ella: yo defiendo a los gays. Nada tiene de malo que dos personas de un mismo sexo se amen. Los gays han sufrido y todavía sufren una discriminación muy injusta.

Yo los defiendo. Yo estoy con ellos.El amor es una maravilla y hay que celebrarlo siempre. Yo estoy a favor de que las personas sean felices y vivan el amor. La vida es una aventura incompleta si uno no encuentra nunca el amor. Y el amor tiene muchas manifestaciones, siendo el amor homosexual una de ellas.

El amor entre dos personas de un mismo sexo es tan legítimo y respetable como el amor heterosexual.Algunas personas condenan a los gays. Es una pena.

Los argumentos que usan para oponerse a los gays suelen ser los siguientes: la homosexualidad es antinatural; ofende a Dios; constituye une enfermedad que debe ser curada; amenaza con destruir a las familias; no es una expresión de amor sino de lujuria pervertida; atenta contra la reproducción de la especie; y es una desviación moral inaceptable.

Todos esos argumentos son falsos.Ser gay es perfectamente natural. Alguna gente nace así. Lo natural es lo que ocurre sin forzar las cosas, en armonía con la naturaleza. Muchas personas, desde pequeñas, sienten una atracción natural por otras personas de su mismo sexo. Eso ha ocurrido siempre y seguirá ocurriendo. Yo tengo amigos gays. He conversado con ellos. Muchos se han sentido gays desde niños.

Lo antinatural sería obligarlos a estar con una mujer, a violentar sus deseos. Si las mujeres no les gustan, ¿por qué los vamos a forzar a acostarse con ellas o a vivir en absoluta castidad? Eso sería una crueldad. Ellos también tienen derecho a ser felices y amar.

Eso es lo natural.Ser gay no ofende a Dios. La iglesia católica dice que la tendencia homosexual no es un pecado pero que la práctica sí lo es. Es decir: que los gays deben reprimir su sexualidad y vivir en abstinencia. Según una carta oficial del Papa, la homosexualidad "es una conducta intrínsecamente mala desde el punto de vista moral" y los actos homosexuales "no forman parte de una vida afectiva complementaria y sexualmente auténtica".

Con todo respeto, no estoy de acuerdo con su santidad. Dios quiere que seamos felices y vivamos el amor. Dios es amor. Si dos personas se aman y son felices, honran a Dios y a la vida misma. Dios ha creado también a los gays y ellos tienen derecho a ser felices y amar a su manera. No es verdad que una pareja gay no pueda ser plenamente feliz.

Hay muchísimos casos que confirman que los gays pueden vivir un amor de pareja tan complementario y auténtico como el de las parejas heterosexuales.Los gays no están enfermos. Hace ya mucho tiempo que los médicos dejaron de considerar a la homosexualidad como una enfermedad. No sabemos si las personas nacen gays o se hacen gays. Yo creo que algunas nacen y otras se hacen.

Pero eso da igual. Lo importante es que hay personas gays y que ellas son felices así. ¿Por qué deberían cambiar? Eso es un disparate. Nadie debería cambiar su manera natural de ser, de vivir, de expresar el amor, siempre que así sea feliz y no le haga daño a nadie.

Que cambien los que quieran, los que no se sientan cómodos con su tendencia gay; y que no cambien los que son felices siendo gays. Pero es absurdo pedirles a los gays que se curen porque están enfermos. Los gays no están enfermos: están muy sanos y casi todos muy contentos.Ser gay no amenaza a las familias ni a nadie.

Si tratamos a los gays con cariño, ninguna familia se va a destruir. Lo que destruye a las familias es la mentira, la hipocresía, la duplicidad moral. Lo que hace daño es que los gays se escondan bajo el manto protector de una familia heterosexual, sólo para salvar las apariencias, y que lleven una vida homosexual clandestina y avergonzada.

Eso sí es inmoral y suele hacer daño. Pero que los gays puedan vivir libres y felices, ¿qué daño hace a las familias heterosexuales? Ninguno.Que aceptemos que los gays existen y tienen derecho a ser felices no hará que más o menos personas sean gays. Ninguna persona heterosexual se va a convertir en gay sólo por tener amigos gays y tratarlos con cariño. No hay que tenerle miedo a la diversidad. Viva la diferencia.

Los gays no son pervertidos o promiscuos por naturaleza. Hay gays pervertidos y promiscuos como hay heterosexuales pervertidos y promiscuos. Ser gay no hace a una persona mejor o peor. Yo conozco gays cultos, sensibles y encantadores, y también conozco gays ignorantes, vulgares y detestables.

El hecho mismo de ser gay no define el contenido moral de una persona, su conducta y sus valores. Es perfectamente posible que una mujer o un hombre gay lleve una vida decente y admirable.

Nadie está condenado a ninguna perversión sólo por sentir deseos hacia una persona de su mismo sexo, así como nadie está a salvo de llevar una vida sexual impresentable sólo por sentir una atracción hacia el sexo opuesto.

La sexualidad debería ser idealmente una expresión del amor. Y la relación ideal de pareja, gay o straight, debería ser una en la que no haya mentiras ni infidelidades. Dentro de eso, cabe todo en el amor: lo único que importa es que las personas adultas se amen, sean felices, no se mientan y no le hagan daño a nadie.

Es cierto que algunos gays son muy promiscuos, pero eso parecería ser una consecuencia de que viven su sexualidad a escondidas, con vergüenza. Cuando una persona gay se atreve a vivir su sexualidad libremente, sin complejos, lo sano -casi diría lo natural- es que aspire a una relación de pareja y no a una vida promiscua.

Pero, por último, si una persona quiere tener una vida sexual muy activa y acostarse con mucha gente, es problema de ella. Eso no depende de su identidad sexual sino de su moral personal.La humanidad no va a desaparecer si aprendemos a tratar con cariño a los gays. Los heterosexuales continuarán siendo la mayoría.

La gente seguirá teniendo hijos. Es absurdo pensar que si dejamos de discriminar y humillar a los gays, si empezamos a tratarlos simplemente como a personas normales, todos nos vamos a convertir en gays y la especie se extinguirá en unas décadas. Lo normal y natural es que nazcan más heterosexuales que homosexuales, y eso no va cambiar si aprendemos a ser tolerantes y justos con los gays.

Por último, ser gay no es inmoral. ¿En nombre de qué moral se condena la homosexualidad? Yo no acepto que mi sentido de la moral, de lo que está bien y lo que está mal, me lo dicten otras personas.

Cada uno sabe, en el fondo de su corazón y su conciencia, lo que está bien y lo que está mal. Y yo honestamente creo que es inmoral decirle a una persona homosexual que no puede expresar sus sentimientos, que debe renunciar al amor, que debe vivir una vida amargada, reprimida, avergonzada.

Yo creo que es inmoral condenar a alguien a la infelicidad en nombre de una moral intolerante y cruel. Lo inmoral no es ser gay: lo inmoral es despreciar a los gays y negarles la posibilidad del amor.

Lamento discrepar con mi madre en este tema. Yo la quiero muchísimo pero también defiendo, respeto y quiero a los gays. Allí radica, querida mamá, el gran desafío del amor: aprender a querernos a pesar de nuestras diferencias.



UNA TARDE EN LA CLINICA

Hacía años, cuatro o cinco, que no veía a mi padre. La última de nuestras peleas fue por un asunto menor, de dinero, pero probablemente se originó cuando besé a un amigo en la televisión española, lo que provocó considerable escándalo en Lima, donde él vivía, donde ha vivido toda su vida.

Ahora pienso que esa pelea de dinero, ocurrida meses después del beso innombrable en cámara lenta, fue sólo una ramificación penosa de aquel bochorno abrumador que, una vez más, mi padre sintió al ver a su hijo mayor, y el que lleva su nombre, besándose con otro hombre en televisión, vergüenza que se tradujo en un escueto correo electrónico que me hizo llegar: “Dios perdona el pecado, pero no el escándalo”, al cual respondí: “Sería más honesto que dijeras: Yo perdono el pecado, pero no el escándalo”.

Es justo decir que, en los años en que dejamos de vernos, mi padre me escribió algunos correos electrónicos que no quise o no me atreví a responder, por ejemplo cuando me invitó a un viaje familiar a Paracas para celebrar sus setenta años, o cuando, con un curioso amor a la patria, me dijo “Feliz 28” el día de la independencia peruana.

Sabía, por la madre de mis hijas, que se comunica regularmente con mi madre y algunos de mis hermanos, que mi padre estaba enfermo, con cáncer, y que la quimioterapia había minado considerablemente sus fuerzas.

Pero no esperaba que, estando en Miami un día de feroz tormenta eléctrica que colapsó el servicio telefónico, me llegarían por internet cinco correos -de mi hermana y mis hermanos- informándome de que papá estaba muy grave y pidiéndome que tuviese el gesto de acercarme a la clínica antes de que fuese demasiado tarde.

Les respondí diciéndoles que llegaría a Lima el sábado de madrugada y que esa misma tarde pasaría por la clínica a visitar a mi padre. Pero, al escribir esas líneas, pensé que, fiel a una larga tradición personal, estaba prometiendo algo que, en mi fuero más íntimo, sabía que no iba a poder cumplir.

Las pocas personas a las que consulté sobre tan inquietante asunto -el tema del perdón, algo que está en el corazón de mi última novela, la cual me propuse escribir cuando me enteré de que mi padre tenía cáncer- me aconsejaron que hiciera acopio de coraje y cumpliese mi promesa, salvo una amiga argentina muy querida, Andrea, que inspiró un personaje de esa novela, quien me dijo: “No lo hagas por compromiso. No vayas si no tenés ganas.

No digas nada que no sentís de verdad”. El sábado, ya en Lima, un hecho azaroso favoreció mi desusado ánimo compasivo y conciliador: tras un viaje previsiblemente horrendo, logré dormir como hacía tiempo no dormía. Al despertar, supe que iría a ver a mi padre. Si hubiera dormido mal, tal vez no hubiese tenido el valor de visitarlo.

La Clínica Americana está a pocas cuadras de la casa de mis padres, en el barrio de Miraflores, y cerca de ella merodean compradores de ropa usada con quienes solía tener una intensa relación comercial en los años en que vivía intoxicado.

Al pasar manejando lentamente, echo una mirada a esas caras inquietas que me conminan a detenerme, pero no reconozco a ninguno de los que, hace veinte años, me compraban pantalones, sacos, corbatas y zapatos (ropa que a veces no era mía, sino de mi padre), para luego, unas cuadras más allá, en la avenida La Mar, aprovisionarme de unas bolsitas que me hacían reír, o de otras que me endurecían y hacían hablar la noche entera.

La puerta de la habitación 213 está cerrada y me da miedo golpearla. He hecho una promesa a mis hijas. No puedo defraudarlas. Mi madre me abraza. Mi padre estira la mano para saludarme, pero prefiero darle un beso en la cabeza. Hacía muchos años que no lo besaba.

Está delgado, envejecido, lleno de tubos, pero no tan mal como imaginé. Se lo digo: “Estás fuerte. No pensé que estarías tan fuerte”. Luego hablamos de cualquier cosa que no sea dolorosa: de la fiesta sorpresa que le daremos a mi hija mayor esa noche, de las cosas que me quitaron en el control del aeropuerto en Miami, del hurón blanco de mi hija menor, de las pequeñas novedades familiares.

En algún momento, mi madre dice: “Te felicito por tu programa, lo vemos siempre”. Mi padre la corrige: “Yo no lo veo. Es muy tarde para mí. Me quedo dormido”. Se hace un silencio. Mamá interviene: “Pero has visto algunos”. Papá responde: “Bueno, sí, pero no me gustaron las preguntas que hizo, me parecieron fuera de lugar”.

Se hace otro silencio. Trato de no tomarme las cosas a pecho, como por desgracia me las tomé siempre, y digo: “Mejor que no veas el programa. Mucho mejor que duermas”. Luego cambio de tema: lo que hago en televisión ha sido siempre una fuente inagotable de conflictos con mis padres, y no parece la ocasión propicia para reavivarlos. Antes de irme, beso a mi padre en la frente y le digo: “Me voy mañana, pero cuando regrese a Lima vendré a visitarte”.

Papá me corrige: “No vengas a la clínica. El lunes regreso a la casa. Allí te esperamos”. Le digo: “Me alegro de verte tan lúcido y tan fuerte”. Pero no me atrevo a decirle lo que hubiera querido decirle: “No debí dejar de verte tanto tiempo.

Te pido perdón. No hay rencores. Cada uno hizo lo mejor que pudo. Está todo bien”. Esa noche, tratando de conciliar el sueño, recuerdo el momento más feliz que viví con mi padre. Yo tenía nueve o diez años. Papá me llevó de viaje en su auto nuevo, americano, solos los dos, un viaje de hombres.

Yo contaba los kilómetros al pie de la carretera. Papá escuchaba rancheras. En algún momento, cantamos juntos una ranchera, “Cielito lindo”, y él me miró, creo que con amor.


LA MUJER DE LA FOTO

La vi por primera vez en el despacho de un ejecutivo de televisión, el hombre que tiempo después sería su marido. Hubo algo en ella, en su mirada de gato, en su aire insolente y perezoso, en su sonrisa de escritora frustrada, que me interesó enseguida.

El ejecutivo de televisión, que me había ofrecido un programa, notó mi interés en aquella fotografía que colgaba de la pared. -Es mi novia -me dijo-. Es cubana. Ha leído tus libros. Le dije que me encantaría conocerla. No le dije que me encantaría conocerla a solas. No le dije que me encantaría conocerla aun si él no me daba el programa, o más aún si no me lo daba.

Cuando, semanas más tarde, me dijo que no me daría el programa porque no tenía presupuesto (una de esas mentiras elegantes o no tanto que se dicen en el mundo insidioso de la televisión), dejé de verlo, pasé a considerarlo mi enemigo y olvidé a la mujer de la foto. (Yo no quería que me diese el programa porque tuviese algo importante que decir o porque tuviese una ardiente curiosidad por entrevistar a alguien. Nunca he tenido nada importante que decir, tampoco ahora.

Sólo quería ganar un dinero que me permitiese quedarme casi todo el día en casa, escribiendo. Es la misma razón por la que sigo haciendo televisión, después de todo). Dos años después, a la salida de un teatro en Coral Gables, donde yo había presentado un monólogo de humor (la cosa más difícil que he hecho en mi vida: hablar hora y media tratando de hacer reír a un público que había pagado por verme), la mujer de la foto se me apareció de pronto, espléndida, con una falda verde y botas blancas, acompañada de una amiga, y me dijo que le había gustado el espectáculo, pero que no se había reído una sola vez.

Desde entonces empezamos a vernos los miércoles en una heladería de Miami Beach, en la que me citaba a las tres de la tarde, la hora en que su marido suponía que ella estaba con el siquiatra. Tomábamos chocolate caliente y me contaba su vida y a veces yo me animaba a tomarla de la mano y besarla en la mejilla, pero luego se ruborizaba o se asustaba de que alguien pudiese vernos.

Había llegado a Miami a los trece años. Venía con sus padres desde Caracas, donde vivieron un par de años tras escapar de La Habana, la ciudad en que nació. Fue una adolescente infeliz. Su padre era muy violento, gritaba mucho, rompía cosas. Su madre toleraba todo en silencio, sufriendo. Cuando cumplió dieciocho, se enamoró de una mujer de cuarenta y dos y se fue a vivir con ella. La amó. Fue muy feliz con ella. Pero un día se cansó de que la controlasen tanto y se fue a vivir sola. Era muy pobre. Comía latas de frijoles, de atún, de sardinas. Soñaba con ser escritora. Pero no escribía. No tenía tiempo.

Tenía que trabajar para pagar la renta del departamento y las clases de periodismo. Apenas se graduó, consiguió trabajo en un canal de televisión. Allí conoció al hombre que sería su marido. -Cuando me enamoré de él, conocí la armonía -me dice, tomando un té en la terraza del Ritz, en Coconut Grove, una tarde de verano. Ahora es una mujer feliz, y no lo oculta.

Vive en una casa espléndida, tiene dos hijas, cuenta con ayuda doméstica para no enloquecer (más de lo que ya está), viaja a menudo con su marido (al que dice amar, y yo le creo), conduce un auto estupendo, no hace nada o, dicho de un modo más exacto, hace muchas pequeñas cosas más o menos leves y distraídas, pero no tiene que trabajar para ganarse la vida, porque su esposo se ocupa de complacerla en todo, incluso cuando ella se queja sin razón, caprichosamente, y él, que es como un oso de peluche que habla en inglés (porque nació y se educó en Manhattan), la escucha con una paciencia sobrenatural.

En nuestros encuentros furtivos de los miércoles en la heladería, le sugerí alguna vez, o varias veces, que nos besáramos, que fuésemos a mi casa o a un hotel, pero ella me dijo que no podía hacerle eso a su marido, y que si lo hacía, tendría que decírselo, y que si se lo decía, correría el riesgo de echar a perder lo más precioso que había encontrado en la vida: la armonía. Pero ahora, de pronto, hablándome del libro que le gustaría escribir, me ha dicho que le gustaría besarme, subir conmigo a una habitación del hotel, jugar un poco, no acostarnos del todo, no quitarnos toda la ropa, no dejarme entrar en ella, pero jugar un poco, sobre todo besarnos, que es algo que ella nunca me permitió o se permitió por temor a perder la armonía, esa cosa tan quebradiza y evasiva como ella misma. Y yo naturalmente le he dicho que encantado, que subamos, pero que tiene que prometerme que, pase lo que pase allá arriba, no le dirá nada a su marido, porque eso sólo podría tener unas consecuencias catastróficas en su vida y también en la mía.

Y ella me ha dicho que antes era una tonta al pensar que debía contarle todo a su marido, que no le dirá nada, que es bueno guardarse algunos secretos. Terminamos de tomar el té, pedimos la cuenta, ella paga, no me deja pagar, espléndida en su vestido verde y sus zapatos dorados, y caminamos en silencio a la recepción, a registrarnos. Y entonces suena el celular. Y es él, su marido. Y ella balbucea un poco y no le miente, le dice que está conmigo. Y en ese momento comprendo que no subiremos, que no me dejará besarla hoy tampoco.

-Lo siento -me dice, cuando la acompaño a su auto y le abro la puerta-. No pude. Fue el destino. Me mira con una mirada dulce y lunática, de bruja buena, de mujer herida, de escritora en celo, de reina del chachachá, y luego me dice: -¿No me vas a besar? Y apenas me acerco, se arrepiente: -Mejor acá no, alguien podría vernos. Y me da un beso en la mejilla y se va, siempre distante y misteriosa, la mujer que no se deja besar, la eterna mujer de la foto.


LA NIÑA MALA

Florencia me escribe un correo electrónico. Dice que trabaja en una revista argentina. Me pide una entrevista. Dice que ha leído mis libros y que le gustan. Puede que esté mintiendo, pero es una mentira amable, de aquellas que se agradecen.

Le digo que sólo estaré en Buenos Aires un par de días más y que le daré la entrevista con una sola condición: que no me haga fotos. En realidad, con dos condiciones: que venga hasta San Isidro, donde vivo. Florencia acepta, no sin quejarse. Acordamos hacer la entrevista en un restaurante alemán al que voy a comer todos los días, en la esquina de Libertador y Alem. Me pide que sea tarde, a las once de la noche.

Llamo al restaurante y hago la reserva. El día de la entrevista, Florencia me manda varios correos, contándome cosas de su vida. Vive sola. Tiene treinta años. Odia a su padre. Fuma marihuana. Tiene novios y novias. Quiere ser escritora. Pero todo le da pereza. Usa una palabra argentina: todo le da fiaca. Le digo que me mande alguna foto para reconocerla cuando llegue al restaurante. Me manda dos fotos.

Es muy linda. En una foto está echada en un sofá lleno de ropa desordenada, viendo la televisión, viéndome a mí en la televisión, en un espacio de entrevistas que hago en Canal 9 de la Argentina los sábados por la noche. En la otra foto está en una playa, con el pelo mojado, en traje de baño, el pecho descubierto, mirando hacia abajo, con aire triste.

Tiene un cuerpo estupendo, y ella lo sabe. A la noche, intrigado por sus fotos y la extraña crudeza de sus correos, camino al restaurante alemán. Por desgracia, está lleno. Es viernes, los viernes siempre está lleno. Me siento a la mesa que ocupo cada tarde a las tres y me traen lo de siempre: dos jugos de naranja recién exprimidos. He llevado un par de revistas, por si la chica se demora un poco en llegar.

San Isidro no le queda cerca: viene desde Palermo. Suerte que llevé las revistas: Florencia no aparece, y ya son las once y media. Pido una sopa de cebollas. Le aseguro a la dueña, una alemana muy delgada, encantadora, infatigable, que mi amiga llegará pronto. Pero Florencia, que en realidad no es mi amiga, no todavía, no llega, no todavía. Así que sigo leyendo las revistas y pido un lenguado con alcaparras.

Cuando veo que ya son las doce de la noche, comprendo que Florencia no llegará. No llevo celular. Tengo la teoría (que no puedo probar) de que los celulares me hacen daño, me dan dolor de cabeza, me quitan años de vida. Pero como se trata de una emergencia, le pido a la señora alemana su celular. Ella me lo presta encantada y me mira con cierta lástima. Llamo a Florencia. Escucho su voz en el contestador. Tiene una voz triste, como sospechaba. Sólo repite su número y dice: “Ya sabés lo que tenés que hacer”.

Le digo: “No sé qué hacer, porque son las doce y no llegas. Por favor escríbeme un mail para saber que estás bien. No quiero leer en el diario de mañana que te pasó algo malo”. Pago la cuenta, pido disculpas por haber ocupado a solas una mesa grande y regreso caminando a casa. Escucho los mensajes del contestador, leo mis correos electrónicos: no hay noticias de Florencia. Vuelvo a llamarla. No contesta. No dejo mensaje.

Hacía mucho que alguien no me daba un plantón así, tan rotundo e inexplicable. Trato de recordar la última vez que alguien me dejó plantado. Fue una cantante española, en un programa de televisión en directo, en Miami. Me dijo que iría encantada. Nunca llegó. Me quedé a solas, en el aire, esperándola. Tuve que entrevistarme a mí mismo. A la mañana siguiente, leo Clarín y La Nación, pero, por suerte, no aparece, entre las desgracias del día (choques, secuestros, robos, violaciones), el nombre de Florencia. Es un alivio saber que no le ha pasado algo malo, aunque luego pienso que si le pasó algo malo, quizá los diarios ya habían cerrado y por eso no recogieron la noticia.

Esa tarde, antes de salir al aeropuerto, leo deprisa mis correos. Me ha escrito el dueño de un canal de televisión de Miami. Me ha escrito mi madre. Y me ha escrito Florencia. Aunque estoy tarde y el taxista me espera para llevarme a Ezeiza, leo los correos. Florencia me dice: “Te pido perdón. Soy una cobarde y una tarada. No pude ir. Me dio miedo. Estaba muy tensa.

Me fumé un porro con un amigo, me colgué, nos fuimos al cine y me olvidé de vos. Supongo que no me escribirás más”. Mi madre me dice: “Tu tía está peor. Le han salido varios tumores más. Ya no podemos seguir con la quimioterapia. Rézale a la Virgen de Guadalupe”. El dueño del canal me dice: “Te espero el martes en mi oficina para firmar el contrato”. Escribo rápidamente las respuestas.

Le escribo al hombre de televisión: “Nos vemos el martes en Miami. Gracias por confiar en mí”. Le escribo a mi madre: “Lo siento. No creo que la Virgen de Guadalupe pueda salvarle la vida”. Le escribo a Florencia: “Estás mal de la cabeza. Me gustas por eso. Tienes un cuerpo delicioso”. Salgo corriendo al aeropuerto. Hago las filas y trámites de rigor. En el salón de espera, tras pasar todos los odiosos controles, echo una mirada a mis correos. Florencia me dice: “¿Me estás amenazando, peruano del orto? ¿De qué Virgen me hablás, boludo?”.

Mi madre me dice: “Qué lindo mi Jaimín, gracias por invitarme a Miami, ¿dónde nos vemos el martes, en el aeropuerto? Mi amor, yo siempre voy a confiar en ti”. El dueño del canal de televisión me dice: “No sabía que te gusto. No creo que pueda verte esta semana. Me voy a Cannes. Te recomiendo que vayas al siquiatra”.


ANDREA Y LA DUDA

Aquella noche, la noche en que peleamos, Andrea y yo fuimos a comer a un restaurante alemán en la esquina de Libertador y Alem, en San Isidro, y yo le conté mi viaje a Mar del Plata y los conflictos sentimentales que viví con Martín esos días cerca del mar, y ella me escuchó en silencio, sin que yo me diese cuenta de que estaba aburriéndose, y luego me acompañó caminando a casa, me abrazó y se fue en taxi, y una hora después o poco más me envió un correo electrónico agradeciéndome por haberla invitado a cenar para aburrirla minuciosa y cruelmente hablándole de Martín.

Herido en mi vanidad, y avergonzado de haber hablado tanto de un asunto que a ella, como debí suponer, poco o nada le interesaba, le respondí enseguida, pidiéndole disculpas y diciéndole que no se preocupase, porque no volvería a aburrirla más, dado que no volvería a verla más. Dejamos de vernos largos meses, quizá un año. Andrea siguió trabajando en la librería, viendo a sus amantes a escondidas, cuidando a su perra con más amor que el que reservaba para cualquiera de sus amantes y ocultando el tatuaje con mi nombre que se hizo en la espalda poco antes de que nos peleásemos. Luego volvimos a escribirnos.

Nadie se disculpó ni aludió a aquella noche torcida, desafortunada. Ella, como siempre, me hablaba de los libros que le habían gustado, y yo me quejaba de algo o de alguien, lo de siempre. Una noche de verano en Miami, Martín se sentó en la computadora de casa y leyó mis correos, que por descuido habían quedado abiertos, entre ellos los últimos que me había escrito Andrea, en los que, al final, pese a todo, me decía “te amo”. Martín se molestó.

Me dijo que no entendía que ella me amase, y entendía menos que yo le respondiese diciéndole “te quiero” y prometiéndole que la vería cuando volviese a Buenos Aires. “No entiendo que quieras tanto a una persona que me odia”, dijo. Le dije que Andrea no lo odiaba, pero fue inútil, no logré convencerlo. Andrea y Martín siempre se llevaron mal. Cuando salíamos a comer los tres en Palermo, hacían un esfuerzo notorio para fingir que no estaban incómodos.

Martín me decía luego que Andrea estaba loca, obsesionada conmigo, que era capaz de matarme si yo dejaba de verla. Me pedía que tuviera cuidado, me decía que ella le hacía recordar al personaje de Kathy Bates en Misery. Andrea me decía que Martín no me quería de verdad, que era un oportunista, que estaba conmigo sólo para sacarme dinero. Desde entonces, empecé a ver a Andrea a escondidas, mintiéndole a Martín, hasta la noche aquella del restaurante alemán, en que cometí el error de hablarle tanto de él.

Pero ahora habían pasado los meses, y corría agosto, el mes más cruel, de un frío polar, cero grados, y yo estaba de regreso en Buenos Aires, y Andrea me había pedido que nos viésemos porque tenía algo importante que contarme, algo que prefería decirme en persona. Decidí no mentirle a Martín: le dije que me iba a tomar el té con Andrea en una cafetería cerca de casa y que volvería en un par de horas.

Andrea llegó tarde, corriendo, muy abrigada, con libros de regalo para mí, y me abrazó con fuerza, después de casi un año sin vernos, y pidió un té, una coca cola y dos empanadas, y después de besarnos y decirnos esas cosas cursis que sólo deberían decirse, si acaso, al oído, le pedí que me contase aquello que no había querido decirme por correo electrónico. “Estoy enamorada de una chica”, me dijo.

La chica se llamaba Florencia. Vivía en Belgrano, con sus padres. Era joven, muy linda. No se había acostado antes con una chica, era su primera vez. Se consideraba bisexual. Ya habían comprado los pasajes para irse a México, de vacaciones. Luego hubo un silencio y Andrea confesó: “Pero hay un problema. Me he enamorado de otra chica”. La otra chica se llamaba Agustina. Vivía sola, en San Telmo. Era muy linda, quizá más que Florencia. Se asumía como lesbiana. Había tenido otras novias. Fumaba marihuana todos los días. Le pregunté si le gustaba más estar con Florencia o con Agustina.

“A Florencia me encanta cuidarla, protegerla, es muy sensible. Agustina es más loca, más divertida”, respondió. Le aconsejé que, si no podía elegir a una, se quedase con las dos, sin que ninguna supiese de la otra. Me dijo que eso no era posible, porque estaba sufriendo mucho. Tenía que dejar de mentirles. Tenía que elegir a una. No quería irse a México con Florencia. Tampoco quería romperle el corazón cancelando el viaje. Quería seguir durmiendo con Agustina en San Telmo. Tampoco estaba dispuesta a convertirse en lesbiana y dejar de acostarse con chicos. Y a Agustina le molestaba que Andrea dijese que era bisexual: le pedía que se olvidase de los chicos y se quedase sólo con ella.

“Tú sabes que eso no se puede”, me dijo Andrea. Poco después sonó su celular. Era Florencia, llorando, porque su padre acababa de morir de un infarto en la casa. Andrea se quedó muy seria. No lloró. Le dije que debía ir a verla enseguida. Me dijo que iría en un momento. Admiré su serenidad. Le dije que lo peor de una muerte así, tan repentina, debía de ser la tristeza o la culpa de no haber podido despedirse y decirle a esa persona ciertas cosas importantes.

“No creas –me corrigió–. Si no le has dicho esas cosas toda la vida, ¿por qué deberías decírselas sólo porque va a morirse?”. Luego me contó algo que le dijo su padre unos meses antes de morirse, hace años, cuando ella tenía apenas diecinueve. Su padre era matemático, profesor de la universidad, amante de los libros.

Ella le preguntó si Dios existía. “Creo que no, pero no estoy seguro”, le dijo él. Ella le reprochó que no estuviese seguro. Su padre le dijo: “Nunca estés muy segura de nada. Duda siempre. No dejes de dudar”. Andrea me abraza y se va a ver a Florencia. Y yo no dudo de que tuve suerte de conocerla


LA CORTA VIDA DEL HURÓN

Mis hijas pasan sus vacaciones de julio conmigo en Miami. Los días se parecen bastante: vemos todas las películas malas del verano, nos exponemos excesivamente al sol, compramos cosas que no necesitamos y que luego se pierden o son objeto de peleas feroces, pasamos horas en la piscina organizando juegos perfectamente estúpidos y divertidos, alimentamos a los gatos del vecindario, miramos demasiada televisión comiendo demasiados helados.

De eso se tratan las vacaciones en Miami: de no hacer nada que nos convierta en mejores personas, sino todo lo que nos convierta en personas peores, pero más felices. Mi hija menor, sin embargo, no está feliz. No lo está porque quiere comprar un hurón. Alguien le ha contado que el hurón es la mejor mascota del mundo, la que recomiendan veterinarios y maestros de escuela, la más limpia, noble, leal, juguetona y discreta.

Cuando mi hija me dice que quiere un hurón (en realidad dice su nombre en inglés, ferret), yo no sé de qué me está hablando, le digo que no conozco a ese animalejo, que nunca lo he visto. Ella me dice que sí lo he visto, que es un animalito muy gracioso que aparece en una película que vimos juntos, Along came Polly, con Jennifer Aniston y Ben Stiller. Le digo que recuerdo que en esa película Jennifer Aniston tiene una mascota ciega que anda golpeándose con los muebles y las paredes. Eso es un hurón, me dice.

En una tienda de mascotas de Alton road, en medio de la pestilencia natural que resulta inevitable al hacer convivir a tantos animales enjaulados en un lugar tan pequeño y acalorado, el dueño, un chileno amable que no para de transpirar, nos conduce, entre serpientes, ratones y canarios, hasta la esquina hedionda en que un hurón canadiense duerme patas arriba, la boca entreabierta, como si estuviera dopado o como si fuese un familiar mío. Nunca había visto a un animal durmiendo en una postura tan sorprendentemente humana.

El hurón cuesta ciento cincuenta dólares. Está vacunado y en perfecto estado de salud. No debe ser expuesto al calor del verano porque moriría deshidratado. Debe permanecer en casa, con aire acondicionado, de preferencia en la sombra. No muerde. Es amigable. Come comida procesada, parecida a la de los perros o los conejos. Se le puede soltar dentro de la casa, pero nunca en el jardín, porque se pierde con facilidad y no regresa. Es perezoso y defeca con frecuencia, particularmente en las esquinas de la casa.

Cuando pago por el hurón, la jaula, la comida, el coche rosado para trasladarlo, el shampoo, la ropa para que no pase frío y la correa para pasearlo, me asalta la certeza de que estoy cometiendo un error del que me arrepentiré muy pronto. Pero mi hija está feliz con el hurón y me da muchos besos, casi tantos como los que le da a ese roedor blanco, alargado y narigón. Mi hija mayor, que es rápida para hacer las cuentas, me exige que le compre un nuevo iPod en compensación por los gastos onerosos en que su hermana ha incurrido al adquirir el hurón y sus accesorios.

Por suerte, la menor no me pide que le compre un iPod nano al hurón, aunque esto podría ocurrir en cualquier momento. Ya en la casa, la niña sufre porque el hurón está en cautiverio, lo que le parece un abuso, una crueldad, un atropello a su libertad y su derecho a ser feliz. Por eso, sin pedirme permiso, sin advertirme siquiera, abre la jaula, libera al hurón y le permite tomar posesión de la casa y desplazarse, ágil y curioso, por todos los cuartos, mientras ella lo persigue, lo carga, lo acaricia y le da de comer.

Yo protesto, le digo que el maldito animalejo va a traer enfermedades y ensuciarnos la casa entera, pero ella, que ama a los animales con una pasión desmesurada que sin duda no heredó de mí, me recuerda que es la mejor mascota del mundo y me asegura que nada malo pasará. A la mañana siguiente, enciendo el televisor para ver uno de mis programas favoritos, el de Ellen DeGeneres, y, mientras Pink le cuenta a Ellen que no cree en el matrimonio pero hace poco le pidió matrimonio a su novio y ahora está felizmente casada aunque todavía sigue sin creer en el matrimonio, lo que parece sugerir que las contradicciones son el camino más seguro a esa cosa tan insegura que es la felicidad, voy por la casa recogiendo en cada esquina los innumerables restos fecales del hurón canadiense y al parecer con diarrea, odiándome por haber comprado una mascota cuando siempre odié tener mascotas en la casa, y pensando que mi idea de unas vacaciones sosegadas nunca fue la de agacharme en cada esquina a limpiar las cacas de un animal incontinente, pero consolándome al ver a mi hija abrazando con tanta ternura a su nuevo amor.

Esa misma tarde salimos a comer algo, pero mi hija se resiste a dejar a su mascota sola en la casa, así que le amarra una correa rosada alrededor del cuello y la sube a la camioneta con nosotros. El hurón parece encantado de salir de casa. A llegar a la tienda de comidas, mi hija ata la correa al timón de la camioneta, deja al hurón en el asiento delantero y baja todas las ventanas para que su animalito no pase mucho calor. Por las dudas, pone a todo volumen el último disco de Paris Hilton, así el hurón no se siente tan solo.

En la tienda gourmet compramos las cosas de siempre, porque no sé cocinar y es más fácil llevar la comida preparada. No tardamos más de diez minutos, quince como mucho. Cuando salimos, mi hija da un alarido: el hurón cuelga fuera de la camioneta, balanceándose levemente. En nuestra ausencia, quiso escapar, saltó por la ventana y, como su correa estaba amarrada al timón, quedó colgado. Mis hijas corren, lo rescatan, pero ya es tarde: el pobre ha muerto ahorcado por querer escapar.

Mi hija menor no para de llorar. Yo pienso que tal vez el hurón, siendo tan listo, comprendió que al saltar por la ventana se quitaría la vida, y eligió valientemente suicidarse para no seguir oyendo la canción de Paris Hilton, pero no me atrevo a decírselo, porque la niña está desolada. Llegando a la casa, enterramos al hurón en el jardín. Nunca asistí a un funeral tan triste.


ELOGIO DEL SILENCIO

Mis hijas me piden que las lleve al concierto de Madonna en Miami. No soy fanático de Madonna y no me gustan los tumultos, pero soy fanático de mis hijas, así que me propongo llevarlas. Un amigo generoso me consigue tres entradas.

Pago y siento un dolor en el bajo vientre. Con ese dinero podría grabar un disco en mi país. Madonna se habrá vuelto muy espiritual, pero no se nota en el precio de sus conciertos. Llegamos temprano al coliseo techado, al pie de la bahía, bajo un calor sofocante.

Todavía no ha oscurecido. Dejo la camioneta en una playa de estacionamiento que cobra cuarenta dólares. La chica que me cobra es peruana. Me saluda con cariño. Me pasa el celular para que salude a su mamá que está en Lima.

Hablo con su mamá mientras mis hijas me miran, perplejas. No sé qué decirle. Ella tampoco sabe qué decirme. La felicito por su hija. Me felicita por mi programa. El celular es como la cocaína: hace que la gente diga un montón de tonterías que tal vez convendría ahorrarse.

Apenas abren las puertas, nos metemos a empellones a una fila llena de chicas lindas con camisetas ajustadas. Nadie nos dice nada por cortar camino tan indecorosamente. A pesar de que está prohibido entrar con cámaras, las metemos a escondidas en mis bolsillos. Para eso hemos gastado tanto dinero: para tomarle fotos a Madonna, para tomarnos fotos cerca de ella. Compramos pizzas y bebidas gaseosas.

Nos dan las bebidas sin las tapas de plástico. Pido que nos den las tapas. La vendedora me dice que está prohibido. Le pregunto por qué. Me dice que la gente suele arrojar las tapas al escenario, a otros espectadores. Quedo confundido. ¿Quién podría excitarse arrojando tapas de plástico a Madonna después de pagar centenares de dólares por verla?

Le digo a la vendedora que si quisiera arrojar algo, podría, a falta de tapas, tirar las botellas de plástico. Ella me dice que las tapas son más peligrosas. Nos llevamos las botellas destapadas. Encontramos nuestros asientos, fila dieciséis, muy cerca del escenario.

Estamos atentos a las celebridades que van llegando. Todos miramos frenéticamente, a un lado y a otro, buscando a las celebridades. Es una caza visual de celebridades. Es como si mirar una celebridad te hiciera una mejor persona o alguien vagamente célebre también.

A nuestro lado se sientan dos venezolanos. Me saludan con cariño. Uno de ellos lleva muletas. Se lastimó corriendo una maratón. Son amables. Me piden que les firme un papelito. Escribo: “Por la buena música”. Pero no sé si el concierto de esa noche será buena música. No importa. En los autógrafos siempre se miente. Más adelante, un argentino agita una bandera de su país con la leyenda “Argentina is crying for you”. No entiendo el mensaje.

No sé por qué ese joven sobreexcitado cree que lloran los argentinos, si porque Madonna no va a cantar allá o porque el musical Evita fue un tanto luctuoso o porque aman su música al punto de llorar o por alguna razón que se me escapa. El argentino agita su bandera, incansable, y se hace notar saltando y gritando.

Alguien me dice al oído que ese chico musculoso que está detrás de mí es el hermano de Madonna. Hago correr el chisme entre mis hijas. Lo miramos discretamente. Parece un buen tipo. No se da aires de divo. Se abraza con otro chico musculoso. Parecen íntimos amigos, más íntimos que amigos. Les pregunto a mis hijas si quieren tomarse una foto con el supuesto hermano de Madonna. Me dicen que no.

Madonna sale de una bola de cristal y empieza a cantar. La gente salta y canta a gritos con ella. Yo no canto porque no me sé esa canción ni ninguna de sus canciones ni ninguna canción completa en ningún idioma, incluyendo el himno nacional de mi país.

No me gustan las nuevas canciones de Madonna. Son demasiado ruidosas. No me conmueven. Me aturden. Me recuerdan que soy un haragán que no sabe bailar. La música electrónica no es para mí. Yo sólo quiero ir a un recital de Calamaro.

Madonna es demasiado moderna para mí. Mi hija mayor se tapa los oídos con las manos. No soporta tanto ruido. Apenas se oye, perdida, diluida, difuminada entre tantas estridencias, la voz de Madonna. Mi hija menor toma fotos. Yo miro a Madonna y envidio lo flaca que está, lo bien que baila, la energía que derrocha con casi cincuenta años y, sobre todo, la plata que está ganando esa noche, esquilmando a un montón de incautos como nosotros, que nos creemos glamorosos por ir a verla.

El argentino agita la bandera como un loco. Quiere que Madonna lo vea, le diga algo. El venezolano levanta su muleta y corta el aire con ella. Quiere que Madonna lo distinga entre la multitud. Todos queremos eso: que ella nos mire, nos sonría, nos diga algo al pasar, nos incorpore a su mundo irreal aunque sólo sea por un instante fugaz.

Pero Madonna no se distrae en pequeñeces y ejecuta con precisa frialdad su brillante coreografía. Todos están de pie, bailando o casi bailando, cantando o casi cantando. Yo ni casi bailo ni casi canto. Estoy cansado. Me siento. Es un bajón. No veo nada. Nadie se sienta. Nadie se sienta nunca. Aun en las pocas canciones lentas la gente sigue parada.

Es agotador. Ser fan de Madonna exige una vitalidad, una energía, un amor por la vida, unas ganas de bailar y chillar y cantar estribillos y dar alaridos, un deseo quemante de usar ropa ajustada y estar a la moda y verse condenadamente bien: todo lo que yo no puedo ser. Por eso no soy fan de Madonna ni puedo serlo. Pero ya es tarde para descubrirlo. Ya pagué. Ya estoy allí. Más vale disfrutarlo. Trato de disfrutarlo, pero no lo consigo.

Me cansa estar tanto tiempo de pie. Me fastidia que la gente parezca tan rotundamente feliz y grite tanto esa alegría inexplicable. Me duele la panza cada vez que una canción de moda escupe sobre el público ese vómito de decibeles altisonantes. Me entristece que todos repitan como autómatas: “Time goes by, so slowly”.

Efectivamente, el tiempo pasa muy lentamente esa noche en el concierto de Madonna. En medio de un mar de personas que saltan y toman bebidas energizantes y no se cansan de tomarle fotos a Madonna o de tomarse fotos ellos mismos tan cerca de Madonna, del mismo modo que otra gente se toma fotos con el Papa o con alguna virgen que llora, tres personas permanecen sentadas, cabizbajas, tapándose los oídos, ajenas a esa euforia, a esa escandalosa felicidad.

Somos mis hijas y yo, que en realidad ya queremos irnos, pero que no nos vamos sólo porque hemos pagado tanto dinero por estar allí sentados entre un montón de gente linda que, maldición, no se sienta nunca, ni siquiera en el baño, supongo.

Y así se va la noche, arrepentidos los tres, comiendo pedazos de pizza fría, soportando esa desmesurada agresión sonora, recordando la sabiduría de la vendedora de gaseosas que se negó a darnos las tapitas de plástico.

Porque, si pudiera, le arrojaría una tapita a alguien, o incluso una botella, por ninguna razón en particular, sólo porque me molesta que la gente sea tan feliz y yo no.

Más tarde, en la camioneta, tras sobrevivir a esa sofisticada y onerosa forma de tortura, mi hija menor me dice que con lo que costó su entrada podría haberse comprado tres hurones. Está indignada. Poco después, su hermana dice: “Me encanta el silencio”. Y yo sonrío, orgulloso de ellas, las chicas que fueron a ver a Madonna y no quieren volver más.


OBSCENA ALEGRIA TROPICAL

Un magnate musical de Miami me llama por teléfono y me pide que vaya a visitarlo a su oficina. Como no sé cantar ni tengo ganas de aprender, le pregunto de qué se trata, en qué está pensando. Me dice: -Te voy a proponer algo que te va a encantar. Sólo le pido una condición: que nuestro encuentro sea después de las cinco de la tarde, para no perderme ningún partido del mundial de fútbol.

Desde las nueve de la mañana, soy un rehén del televisor, un adicto a ese virus incurable que es el fútbol, una víctima de los relatos chillones de los locutores de Miami. El magnate musical se ríe, me dice que él no ve el mundial (lo que me inspira una inmediata desconfianza) y me cita a las seis de la tarde en su despacho.

Llegado el día de la reunión, no tengo que pensar mucho qué ropa voy a ponerme, porque todos los días me pongo la misma ropa: un pantalón azul, una camiseta de mangas largas, un suéter de cachemira negra y un sacón de gamuza marrón.

No parezco apropiadamente vestido para un verano de Miami. No parezco apropiadamente vestido para ninguna estación de ninguna ciudad. Pero es la ropa con la que vivo, malvivo, sobrevivo y duermo todos los días y todas las noches. Apenas llego a la oficina, una estupenda mansión frente al mar sosegado que sólo a veces crispan los huracanes, un asistente del magnate me saluda con cariño y me sorprende: -Te voy a pedir que te quites los zapatos.

Quedo pasmado. Miro mis zapatos. No son nuevos o relucientes, ni siquiera son dignos o presentables: son unos zapatos viejos, gastados, manchados; unos zapatos comprados en liquidación, de marca innoble, roídos por el tiempo, la humedad, las muchas millas caminadas y la emanación de olores ásperos de mis pies peruanos. Sorprendido, le pregunto por qué debo quitármelos.

El asistente del magnate me responde: -Porque a mi jefe no le gusta que entre el polvo o la cochinada a su oficina. -En ese caso, no debería recibirme –le digo, pero él no se ríe y me mira con una seriedad de monaguillo. Me veo obligado a quitarme mis viejos zapatos marrones de treinta dólares, que me han llevado a tantos ciudades y con los cuales he dormido en tantas camas frías.

Saltan entonces a la vista mis medias grises, polares, de lana pura, diseñadas para esquiar, compradas en una boutique de San Isidro, Argentina; unas medias viejas y ahuecadas que, por suerte, cubren a otros dos pares de medias del mismo color y la misma textura, lo que de algún modo disimula los agujeros e impide que sobresalgan, juguetones, los dedos de mis pies.

El asistente del magnate echa una mirada sorprendida a esas medias invernales, se abstiene de hacer un comentario (aunque algo piensa al respecto, de eso no hay duda) y, obediente, se despoja de sus sandalias, quedando descalzo, listo para ver a su ascético jefe, el gurú de la música. Subimos unas escaleras alfombradas. Nos recibe una secretaria muy linda que habla un español menos lindo. Nos conduce por un pasillo cuyas paredes están cubiertas de premios, fotos con celebridades, galardones, trofeos, recortes halagadores, portadas de revistas.

Está claro que allí no despacha el Dalai Lama y que la humildad no se aloja entre esas paredes. El magnate de la música me recibe vestido todo de negro, los pies descalzos sobre una alfombra tan blanca e inmaculada que parece una capa de nieve. Nos abrazamos. Nos sentamos en unos sillones igualmente blancos, impolutos. El asistente permanece con nosotros. Nos halagamos mutuamente. Nos reímos de todo un poco. Somos gente de éxito. Somos muy listos.

Somos estupendos. Estamos encantados de ser quienes somos. El asistente está encantado de ser asistente. Es todo muy feliz. Es todo muy falso y vulgar. El magnate me dice cuánto le costó esa mansión, cuánto le costaron los dos autos que tiene en la cochera, cuánto gana mensualmente con sus discos y regalías. Empequeñecido por la obscenidad de esos números, lo felicito, le digo que es un grande. Pero no le presto demasiada atención porque estoy mirando sus pies, unos pies cortos y regordetes, aunque menos que los de su asistente, que parecen tamales peruanos, nobles camotes, empanadas caseras.

Luego se levanta, saca un disco, lo introduce en un equipo magnífico (que naturalmente me dice cuánto costó) y me pide que escuche con atención, porque se trata de su nuevo hallazgo, un cantante que va a ser una gran explosión en la música latina, el dios pagano al que las masas habrán de adorar. La música empieza a sonar. El magnate sube el volumen a tope. Los ritmos son odiosos; la voz, plañidera; las letras, cursis; todo suena predecible, repetido, falsete, bobalicón.

No me tapo los oídos por cortesía. -¡Esto es una maravilla! –grita el magnate. -¡Un éxito seguro! –lo secunda el asistente. -¡Formidable! –miento, vociferando. Pero yo sólo miro los pies del magnate y los de su asistente, que mueven sus deditos regordetes con obscena alegría tropical, siguiendo los acordes de esas notas musicales que han perpetrado con codicia. Y es una imagen muy difícil de olvidar: esa oficina atiborrada de premios, ese bullicio atroz que expulsan los parlantes, esos deditos optimistas de los pies que se mueven como bailando, aquella insoportable alegría de ser quienes somos.

Cuando termina la canción, el magnate me pide que entreviste a ese cantante que ha descubierto y que será, no lo duda, la nueva megaestrella de la música latina. Le digo que encantado, que será un placer. -¿No quieres quitarte las medias? –me pregunta. -No, gracias, así estoy bien –respondo, temeroso de que se haya percatado de los huecos que desgarran mis calcetines. -¿No tienes calor? –pregunta. -No –le respondo-. Yo siempre tengo frío.

Luego pone otra canción al mismo volumen estruendoso y quiero salir corriendo de allí, gritando obscenidades, pero me aguanto, sufro, me lleno de rencor, miento, elogio esa bullanga y me ofrezco a colaborar en lo que buenamente pueda. El magnate me regala una copia del disco, me dice que me admira, me promete que me llamará pronto para ir a pasear en yate. Le digo que yo lo admiro más, que espero su llamada, que sería estupendo navegar juntos. Todo, por supuesto, es mentira.

El asistente sale de la oficina conmigo. Una recepcionista me devuelve, bastante asqueada, mis zapatos. El asistente me pregunta: -¿Cuánto te costaron? Le respondo, con orgullo: -Veintinueve dólares, en liquidación. -Un artista como tú no puede andar en esos zapatos –me dice, con cariño, palmoteando mi espalda con cierta lástima-. Acá te dejo un obsequio –añade, y me entrega unas sandalias como las que lleva puestas. -Gracias –le digo, fingiendo emoción.

Luego intento ponerme mis zapatos, pero él me sugiere que me ponga las sandalias. Nunca he sabido decir que no: para complacerlo, meto mis pies con tres pares de medias dentro de esas horribles sandalias. Me veo clamorosamente ridículo, al punto que el asistente me dice: -Tienes que quitarte las medias. No puedes usar las sandalias con medias. -Eso sí no voy a poder –le digo, cortante-.

No quiero morirme de una neumonía. El asistente me mira consternado, sin entender mi mal gusto para vestir. Me despido deprisa, subo a la camioneta y, mientras acelero con mis sandalias regaladas, siento ganas de huir de esa tarde falsa, de ser otro, de regresar a Buenos Aires. Tal vez por eso me detengo en una esquina, me quito las sandalias y las arrojo a la autopista.


UN ZOOLÓGICO EN CASA

Mi hija Paola, mejor conocida como Lola, cumple once años, y estoy en Lima para acompañarla en su cumpleaños.

Paola se llama así gracias a la
alegría que sentí al conocer en Madrid a una niña encantadora que patinaba en el parque del Retiro, Paola Ramos, la hija de la escritora Gina Montaner y el periodista Jorge Ramos, y a pesar de la rotunda oposición de su abuela, mi ex suegra, que dijo que Paola le parecía “un nombre de chola”.

Lola ama a los animales. En su casa tiene perros, gatos, conejos, tortugas, ratones, loros, canarios, cacatúas, tortuguitas de agua y una ardilla. También ha construido en el jardín un cementerio de animales, en el que yacen los huesos de los gatos y los conejos que fueron cazados por los perros, y de los ratones cazados por los gatos.

La veterinaria que visita la casa todos los días ama a los animales de Lola, pero probablemente ama más a Lola, porque gracias a ella se gana la vida. La veterinaria baña a los perros, vacuna a los conejos, da vitaminas a los gatos, sosiega y educa a los ratones, agiliza el paso de las tortugas. Con una autoridad inapelable, dictamina que un canario está deprimido, un gato, perdiendo la vista, una tortuga, con dolor de pecho o una cacatúa aquejada de estreñimiento, y enseguida convence a Lola de que debe proceder a sanar al animal afligido, mientras mi hija, sin mucho esfuerzo, con sólo sonreír, me convence de pagar el tratamiento.

Como era de esperar, la veterinaria le ha regalado a Lola una perrita por su cumpleaños. Es un regalo y, al mismo tiempo, una inversión: en efecto, parece altamente probable que la perrita sufra en los próximos días una misteriosa crisis de salud y la veterinaria le salve la vida con unas inyecciones muy costosas de un líquido transparente (que yo sospecho que es agua con azúcar).

No es el único animal que le regalan a mi hija en su cumpleaños. El timbre de la casa suena sin tregua y van llegando, en cajas o jaulas o bolsas de plástico, pollitos, ratones, conejos, gatos siameses, peces de colores, un par de gallinas chilenas, un loro que habla. Lola se entusiasma, contempla a sus animales, los alimenta y los deja en la casa, mientras yo intento escribir.
He intentado querer a los animales de mi hija, pero casi nunca lo consigo.

Sólo quiero a los conejos, porque son animales bellos, pacíficos, inofensivos, que respetan minuciosamente el silencio y nunca molestan de modo alguno. Las tortugas y los peces tampoco hacen ruido, pero es muy fastidioso cambiarles el agua cada cierto tiempo, y cuando, conminado por mi hija, lo he intentado, se me han resbalado algunos peces por el escurridizo lavadero de la cocina, no quedándome más remedio, ante la imposibilidad de rescatarlos de ese agujero negro, que prender el triturador y convertirlos en cebiche.

Mientras Lola juega con sus amigas en el jardín, yo hago esfuerzos denodados por escribir, pero es en vano, porque el maldito ratón enjaulado hace un ruido agobiante dando vueltas en su rueda metálica como un demente, el loro que en teoría habla no dice una palabra pero rasguña la tarde con unos chillidos que me enervan, los pollitos atrapados en una caja de leche agujereada no cesan de piar en busca de alguna forma de auxilio o compasión que yo no puedo procurarles, la perrita lloriquea y trata de sacarse el suéter de lana que le han puesto, y las gallinas chilenas, de un plumaje amarillento, se pasean por la casa quejándose o protestando en la forma de un eterno cacareo chillón.

Amo a mi hija, y respeto su amor por los animales, pero he dormido mal, me duele la cabeza, no puedo escribir y este zoológico en casa es demasiado para mí.

Despierta entonces el mal bicho que habita en mis genes: desesperado, libero a los pollitos en la terraza donde a veces pasean los gatos, suelto al ratón enjaulado, le arrojo agua fría al loro y correteo a las gallinas chilenas hasta que consigo dejarlas en el jardín posterior, a merced de los perros. En cuanto a la perrita llorona, la dejo en el cuarto de la empleada y cierro la puerta.
Un silencio glorioso, largamente anhelado, se instala en la casa. A lo lejos, en la terraza, los conejos blancos me miran, impávidos, sin sospechar la crueldad de la que soy capaz.

Poco después, el silencio se interrumpe brevemente: las gallinas chilenas lanzan un último chillido, antes de ser desplumadas por los perros. Y no es culpa o remordimiento o vergüenza lo que siento, sino una secreta euforia al saber que mis enemigas se han callado, que alguna oscura forma de justicia ha prevalecido.

Y recuerdo entonces aquella mañana de domingo, cuando era niño y vivía en una casa muy grande: mi padre furioso, trastornado, incapaz de seguir tolerando los ruidos que hacían las decenas de palomas que habitaban en el techo de tejas de la casa, y luego con una escopeta en la mano, la mirada turbia, vengativa, y poco después el estruendo de los disparos que dejaron una alfombra de palomas muertas en la terraza.

Y me doy cuenta, ya tarde, de que, con los años, he terminado pareciéndome a mi padre mucho más de lo que hubiese querido.



LA VENDEDORA DE MEDIAS

Llego de noche a Guayaquil. Me invitan a dar una conferencia en la feria del libro. Saliendo del aeropuerto, me suben a una camioneta y encienden el aire helado. Bajo la ventana, aspiro la brisa húmeda y pido que apaguen el aire. La señorita chaperona me mira con mala cara y baja el aire, pero no lo apaga.

En el hotel, exhausto, llamo por teléfono a mi amigo argentino y le pido que me consiga un siquiatra porque no sé decir que no y acepto todas las invitaciones que me llegan, por pintorescas o inverosímiles que sean, y por eso me subo a un avión todas las semanas, lo que me está matando. Mi amigo me pide que duerma, me dice que al día siguiente me sentiré mejor. Tenía razón.

Despierto de buen humor, encantado de estar en Guayaquil, y me pongo a pensar qué debo decir en la conferencia, pero no se me ocurre nada, o al menos nada original o gracioso, así que prendo la tele y me quedo viendo tonterías. Cuando ya va siendo hora, me doy una ducha y allí, bajo el agua, me detengo a pensar sobre las cosas que podría decir en la conferencia, pero no se me ocurre nada todavía, y luego visto el traje azul y la camisa blanca, que han llegado bastante arrugados, pero da igual.

Al calzar los zapatos, advierto que no he llevado medias negras, sólo tres pares de medias grises que uso para dormir o para viajar, pero que de ningún modo puedo usar con un traje oscuro, pues se vería fatal. Angustiado por la súbita crisis de calcetines, bajo a la recepción dispuesto a conseguir unas medias que me salven del apuro y me permitan llegar a la conferencia debidamente vestido, aunque sin nada que decir.

Podrán faltarme ideas, pero no medias. En la recepción, un botones amabilísimo me sirve un jugo de piña gratuito, que acepto y seco en un santiamén, y me guía por un corredor hasta la galería comercial, donde, para mi fortuna, señala una casa de ropa masculina. Nada más entrar en la tienda, pregunto si tienen medias.

La vendedora, que me ha reconocido, me saluda con cariño y me conduce al lugar donde se hallan las medias. Sin perder tiempo, elijo unas medias negras y vamos a la caja registradora y entonces ella me sorprende: -Son treinta y dos dólares. Quedo estupefacto: -¿Treinta y dos dólares? -Sí, señor Baylys. Son medias Bugatti, italianas, de seda pura. -Pero es mucho dinero -me quejo-. ¿Será que vienen con un reloj adentro? -bromeo, pero ella no se ríe, así que abro mi billetera y descubro que sólo llevo un billete de cien, que le entrego renuente.

Ella, muy digna, me dice que no acepta billetes de cien, porque ya son muchos los casos de personas inescrupulosas que pagan con billetes falsos, y yo, algo herido en mi vanidad, le digo que es una pena, porque no tengo otro billete. Entonces ella me sugiere que pague con la tarjeta de crédito. Desconfiado, porque sospecho que va a estafarme, le entrego la tarjeta y ella la desliza por las ranuras de una maquinita y poco después frunce el ceño y dice: -No pasa. No hay autorización. -¡Pero no puede ser! -digo. -Está bloqueada por seguridad -me dice ella, y me dirige una mirada que no sé si es de lástima o desprecio o de ambas cosas-. ¿La ha usado mucho últimamente? -Sí -confieso-.

Ayer estuve de compras con mis hijas en Miami y la usé todo el día. -Por eso está bloqueada -me dice-. Deben pensar que alguien se la ha robado. -Y ahora, ¿qué hacemos? -le pregunto. -Bueno, si quiere, se lleva las medias, y más tarde viene a pagarlas. ¿Hasta cuándo se queda? -Hasta mañana temprano, que salgo a Miami. -No hay problema, lléveselas y más tarde viene a pagar. -Estupendo, muchas gracias. Antes de salir de la tienda, la vendedora, que se llama Doris, me pide que nos hagamos una foto.

Sonrío como un tonto, mostrando las medias que no he podido pagar. Ya durante la conferencia, de pie frente a un público numeroso, consigo hablar durante una hora ininterrumpida sin saber qué decir, pero tratando de disimularlo bien. Al final, algunas personas del público se acercan a un micrófono y hacen preguntas.

De pronto, una mujer se planta frente al micrófono y me dice: -Buenas noches, señor Baylys. Soy Doris, la que le vendió las medias Bugatti. Ya cerramos la tienda en las galerías Colón y usted no vino a pagar, por eso me han mandado a cobrárselas acá. La gente se ríe, pensando que es una broma. -Mil disculpas, me olvidé -le digo, con una voz contrita, afectada-. ¿Cuánto era que le debía? -Treinta y dos dólares -dice ella. -Treinta y dos dólares, ¿por un par de medias? -exclamo, haciéndome el sorprendido. -Así es, señor Baylys -dice ella-. Es que son medias italianas, de seda pura.

Un murmullo de asombro y de reprobación recorre el auditorio, al tiempo que se oyen rechiflas, silbidos, expresiones de fastidio e irritación por el precio abusivo de las medias. -¿Y vienen con una sorpresa adentro? -repito la broma, y el público la celebra por suerte, mientras Doris me mira ofuscada por la cólera.

Ella no responde, se cruza de brazos. -No se preocupe, que le pago al final -prometo. Terminado el acto, la vendedora de medias me espera, un rictus de amargura traspasando su rostro maquillado. Le pido disculpas, le explico que sólo tengo el billete de cien dólares, le ruego que lo acepte, pero ella se niega. Cuando le recuerdo que mi tarjeta está bloqueada, uno de mis anfitriones se ofrece a pagar las medias, pero lo detengo y hago una oferta a la vendedora: -Mire, Doris, le dejo tres libros míos de regalo y usted me deja las medias a cambio, ¿puede ser? -No, señor Baylys -dice ella, inflexible-. Yo no leo, sus libros no me interesan. Y si no me paga, la que va a terminar pagando las medias soy yo, porque me las van a descontar de mi quincena. -Comprendo -digo. Un silencio inquietante se apodera de la escena. -¿Cómo podemos hacer, entonces? -le digo. -Si no puede pagarme las medias, tiene que devolverlas -dice ella. -¿Ahora mismo? -pregunto. -Sí, señor. Ahora mismo. Porque usted se va mañana temprano, y la tienda abre a las diez.

Entonces, ante la mirada atónita de mis anfitriones, lectores, custodios y admiradoras trastornadas, me despojo de las medias más caras que he vestido nunca y las deposito en las manos ajadas de Doris, la vendedora de medias. Y ella se marcha presurosa y yo miro mis libros, descalzo, y pienso que no valen siquiera un par de medias.


EL ENCANTO DE SER PIRATA

Avanzo lentamente, al timón de mi camioneta, por una avenida congestionada de Lima. Me detengo en una semáforo en rojo. Un vendedor ambulante me saluda con cariño, golpea el vidrio, me hace señas para que baje la ventana.

Me resigno a ser amable. -¿Qué te llevas, Jaimito? -me pregunta, mientras exhibe, colgados de una plaqueta de madera, los libros y discos que alguien ha copiado ilegalmente y que él ofrece, sin aparente remordimiento o vergüenza, a la cuarta o quinta parte del precio que cuestan en los locales comerciales. -Nada, gracias -le digo. -Ya, pues, Jaimito, llévate algo, no seas así -insiste, con una sonrisa encantadora.

Luego me enseña una copia de mi última novela. Es una reproducción tan exacta y cuidadosa, que por un momento me hace dudar de que sea una versión pirata. -¿Cuánto cuesta? -le pregunto. -Quince soles -me dice, alcanzándome el libro: nada más tenerlo en mis manos y echarle una mirada suspicaz, confirmo que se trata de una copia clandestina-. Pero a ti, por ser el escritor, te lo dejo en doce soles -añade, de un modo pícaro. -Hombre, muchas gracias -le digo, sorprendido por su audacia. -¿Te lo llevas entonces? -se entusiasma.

Para su fortuna, el tráfico no se mueve, a pesar de que el semáforo está en verde, pues unos colectivos están detenidos, dejando o recogiendo pasajeros, y nadie consigue avanzar detrás de ellos (ni, sospecho, dentro de ellos). -No, gracias -le digo. -Pero dicen que está chévere la novela -insiste el vendedor. -Eso nunca se sabe, sobre eso hay opiniones divididas -me hago el humilde. -Bueno, ya, te la dejo a diez soles -me pone en aprietos. -No puedo, muchas gracias -me defiendo débilmente. -¿Por qué no puedes, Jaimito? -se sorprende él, un hombre joven, moreno, de nariz aguileña y pocos dientes-. ¿Cómo no vas a poder, si eres billetón? -Porque ese libro es pirata -me armo de valor-.

Se supone que me estás robando. Si te lo compro, estaría siendo cómplice de un robo contra mí. El tipo me mira extrañado, seguramente pensando que estoy loco o que he fumado alguna hierba, mueve la cabeza como quien se compadece de mí y dice, con aire melancólico: -Ese Jaimito, el tío terrible.

Te pasas, compadre. Lleva tu libro, pues, no te hagas el estrecho. Ahora escucho los bocinazos repetidos de unos conductores comprensiblemente indignados, que se impacientan porque, de nuevo, el semáforo está en verde y esta vez soy yo quien, por negociar con un empresario callejero, está deteniendo el tráfico. -Compra tu libro, pues, Jaimito -me ruega el vendedor. -Pero yo soy el autor -le digo-.

No lo necesito. Ya lo he leído. -No importa -me dice-. Dale una repasadita, flaco. Regálaselo a alguien. O aunque sea hazlo para apoyar a la cultura. Derrotado, le doy el billete de diez soles y me quedo con esa copia chapucera, mal encuadernada, en papel barato, algo borrosa la portada, de mi última novela.

Acelero, pero sólo consigo avanzar unos metros, porque el tráfico es muy denso y el semáforo ha vuelto a rojo. El vendedor camina unos pasos y, sin perder el ánimo risueño, sigue a mi lado: -Jaimito, todos acá en el semáforo somos tus hinchas -me dice, mientras otros vendedores ambulantes se acercan y me saludan y me hacen bromas-.

Todos hemos hecho un billetito con tus libros. Acá mi compadre Wilberto le ha puesto el techo a su casa con lo que ha ganado con tus libros. ¡Saluda, pues, Wilberto, acá al joven Jaimito de la televisión! Un hombre de edad incalculable, quizá de cuarenta o de sesenta años, de tez morena, ojos achinados, pelo canoso y ojeras prominentes, me mira con una gran sonrisa y me dice: -Jaimito, gracias a ti saqué la calamina, te debo el techo de mi casa, compadre. -Me alegro mucho, Wilberto -le digo.

Otro vendedor me muestra con orgullo la copia pirata de mi novela. -Está vendiendo harto -me dice, como dándome una buena noticia, sin reparar en cuestiones tan abstractas como la propiedad intelectual o las regalías del autor-. Todavía tienes tu jale. -Gracias, muchachos -les digo, conmovido por el desmesurado afecto con que aquellos peruanos encantadores me roban todos los días en ese semáforo tumultuoso de Lima, pero incapaz de verlos como ladrones o criminales o enemigos míos, pues sólo consigo ver en ellos a personas esforzadas, que luchan desesperadamente por sobrevivir, a unos promotores clandestinos e incomprendidos de la cultura, a mis lectores más agradecidos y fervorosos-.

Gracias por ayudarme con la venta de los libros. -¿Cuándo sale el próximo, Jaimito? -me pregunta el que me vendió mi libro pirata, que ejerce un liderazgo tácito sobre los demás. -Todavía falta -le digo. -¿Cómo cuánto falta? -insiste, para mi sorpresa. -No sé, nunca se sabe bien -me hago el misterioso-. Pero calculo que saldrá en un año o dos, con suerte. -¡Mucho tiempo, Jaimito! - se queja él, ofuscado. -¡Tienes que sacarlo antes! -me exige otro pirata, envalentonado. -Pero escribir una novela toma tiempo -me defiendo.

El semáforo está en verde. Conduzco lentamente, al ritmo agobiante de ese río de autos más o menos estragados. Ellos, un puñado de bucaneros sin culpa, corren a mi lado y siguen hablándome a gritos, con una alegría al parecer indesmayable. -¡No seas ocioso, Jaimito! -grita uno de mis amigos piratas-. ¡Publica rápido, no te demores tanto! -¡Acá somos tus hinchas! -me anima otro-. ¡Necesitamos tu nuevo libro! -¡La crisis está dura, hermano! -grita un tercero-. ¡Colabora con nosotros! ¡Saca tu libro antes de Navidad! -Así será, muchachos -les prometo, abrumado, tratando de abrirme paso entre esa enredadera de carros viejos y colectivos humosos que se hunden en huecos milenarios-.

Voy a escribir rápido para sacar el libro cuanto antes. Luego me alejo de ellos, pero alcanzo a escuchar la arenga conmovedora de uno de esos piratas adorables: -¡Escribe, pues, Jaimito! ¡Mi señora está embarazada! ¡No seas vago, flaco!

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