1/11/08

POR TI MUERO AHOGADO

Acabo de soñar con Shakira. Son las cinco de la mañana y estoy parado escribiendo en la cocina porque tengo el brazo roto y sentado no puedo escribir.

No es la primera vez que sueño con ella. Estoy enamorado de ella desde que la conocí. Y ya son años. La conocí cuando vino a Miami y no sabía hablar inglés y vivía en un apartamento y conducía un auto rojo convertible y quería conquistar el mundo con esa voz milagrosa que viene de siglos de sangre derramada en tierras libanesas y se entremezcla con el desgarro poético de ser colombiana y vivir asomada al abismo mirando curiosa y preguntándose si volaría como una mariposa en caso de saltar, que es como viven no pocos colombianos, hechizados por la tentación del abismo, cantando, pintando o escribiendo al borde mismo del despeñadero.

Nunca nadie me había mirado como me miró Shakira aquella noche y nadie volverá a mirarme así, ni siquiera ella, que ahora sabe que yo no valía esa mirada de fuego que quemaba las entrañas.

Me miró así porque era una niña sabia que se había sentado en televisión conmigo y había descubierto que había algo que nos unía profundamente. Yo estaba sobrecogido y hechizado como si hubiese descendido de los cielos Remedios la bella y cubierto de flores aquel estudio desangelado. Sus padres, sabedores de que llevaban un pequeño milagro que acabaría por embrujar al mundo, resignados a acompañarla en esa larga travesía, no parecían sorprendidos de que nos mirásemos con esa desesperación o ardor por saber qué era aquello que tan profundamente nos unía, si el amor o algo que aún no conocíamos y tal vez jamás conoceríamos.

Cuando se iba caminando deprisa, volvió a mirarme como si sólo yo existiera, como si fuera una amapola que ella quería oler y me dijo con la mirada que la llamase, que quería meterse y perderse en mí.

Pero no la llamé porque estaba casado y era infeliz y me sentía bisexual y no tuve el coraje de contarle todo eso y tampoco que me había enamorado de ella como nunca me había enamorado de nadie, de ningún chico ni chica.

Y fue ella, como tenía que ser, quien me llamó un día y me dijo tímidamente (porque nadie supondría que esa niña que subyuga multitudes es de una timidez casi esquizofrénica) que me invitaba al cine a ver Titanic. Y yo, cobarde, tratando de evitar mi propio naufragio, que se hundiera el matrimonio con Sofía y ella se llevara a nuestras hijas a la ciudad del polvo y la niebla como acabó llevándoselas, le dije que no podía ir al cine con ella. Nunca más volvió a llamarme. Nunca más me miró como aquella noche, diciéndome si quieres, soy tuya, ven y atrévete y pruébame y no podrás dejarme.

Si hubiera tenido el valor de ir al cine con ella, tal vez hoy estaríamos juntos, tendríamos hijos y no seríamos felices porque ella lloraría en silencio cuando yo le dijera que además de sus caricias y sus besos necesito también el amor de un hombre que me quiera como no quiso o no pudo quererme mi padre, que me dijo desde niño que yo había nacido para ser un mariconcito, que es lo que en efecto fui con Shakira y terminé siendo hasta hoy, un mariconcito al que sin embargo le gustan extrañamente las mujeres.

Luego Shakira conquistó el mundo y se enamoró de Antonio el noble y, fue inevitable, yo también me enamoré de él, porque es uno de los hombres más buenos, leales y valientes que he conocido y porque cuando nos sentamos a hablar de madrugada me hace llorar por lo puta y cabrona que ha sido la vida con él y, sin embargo, por la alucinante fortuna que tuvo al hallar en esa pequeña diosa libanesa a la curandera que ha restañado sus heridas y lo ama como no he visto que se amen nunca dos amantes, aunque es verdad que casi nunca salgo de casa y a casi todos los amantes que veo los veo en las películas, unos amantes bellos, arrojados, con esa pasión suicida y poética que tenían antes, cuando daban la vida por amor. Por eso los amo sin reservas y deseo que estén juntos y felices para que nos demuestren a nosotros, los cobardes y ermitaños, que el amor sí es posible, sólo que no lo conocemos porque nos falta coraje.

Que es lo que no le faltó a Antonio, coraje, cuando vio en mis sueños que estaba ahogándome en una playa mexicana a la que me habían invitado como a veces me invitan para reírse de las vulgaridades o extravagancias que digo. Antonio me vio ahogándome, Shakira a su lado, y no dudó en meterse a salvarme. Shakira se quedó aterrada porque las olas me envolvían, devoraban y lanzaban contra el fondo arenoso y tal vez pensó que ese mediodía perdería al amor de su vida, lanzado temerariamente a rescatar a un pusilánime como yo, que no merecía tamaño riesgo.

Y ahora en mis sueños (azuzados por las pastillas que trago cada noche queriendo ahogarme en otros mares procelosos) estaba Antonio a mi lado nadando, braceando, dándome ánimos, alejándome de las olas que me arrastraban, y me tomaba del brazo y me decía tranquilo, man, ya estás conmigo, ya estamos afuera, tranquilo, man, porque Antonio me dice man cuando tomamos vino y es mi hermano. Y ahora Antonio conseguía dejarme en un lugar seguro, con piso, y enseguida una corriente pérfida como el alma del mexicano servil que te halaga y luego traiciona se lo llevaba allí donde las olas le caían encima con saña y ferocidad y Antonio se ahogaba, se hundía, no encontraba fuerzas para volver donde mí y se dejaba abatir por esa maldita emboscada del destino.

Entonces pasaron dos cosas memorables que, recién despertado del sueño, recuerdo ahora con vergüenza y admiración. Vergüenza porque no fui capaz de atreverme a salvar a Antonio como lo hizo él por mí: me quedé parado, inmóvil, avergonzado de mí mismo, mirando cómo moriría ahogado mi amigo. Y me sentí un pedazo de mierda, un cobarde despreciable. Y admiración porque de pronto vi a una mujer pequeña, resuelta, ajena al miedo, entrando sin vacilaciones al mar, surcando las olas, segura de que enfrentaba apenas un peligro menor que ella sabría conjurar con el aplomo que los dioses le dieron para hacer siempre el bien y jugarse la vida por las causas más nobles, como salvar la vida de su hombre noble. Y así fue como Shakira se metió hasta donde reventaban unas olas enormes y recogió los escombros de Antonio y le dijo o cantó cosas al oído y fue más fuerte que la más chúcara y matonesca de todas las olas y lo sacó hasta la arena y lo revivió besándolo y sacándole el agua que Antonio había tragado y tragando ella esa agua salinosa como si fuera un pacto de amor eterno.

Yo miraba humillado y con ganas de pedirles perdón por ser tan poca cosa, un bicho miserable al lado de ellos.

Y entonces ocurrió algo inesperado. Y es que Antonio recobró la lucidez y Shakira se puso de pie y vino hacia mí y pensé que me daría una bofetada por cobarde. Pero no: me dio un beso impensado y me dejó en los labios el sabor salado de los labios del noble y me dijo: Antonio y yo nunca dejaremos que te mueras ahogado. Y yo le dije: Pero tú nunca me amarás como la noche que nos conocimos. Y ella me dijo: Ahora te amo más, porque sé que eres lo que eres y me gusta que seas hombre y mujer y porque quizá algún día tendremos un hijo gay. Y miré a Antonio aterrado y él sonreía como si la idea le pareciera linda. Y yo quise besarlos a los dos, decirles que era suyo, todo suyo, pero entonces desperté sólo para recordar que la última vez que abrí los ojos tan repentinamente estaba ella, Shakira, acariciando mi rostro en un sillón rojo del hotel Mandarín de Miami, que fue otra manera de salvarme de morir ahogado, intoxicado por las pastillas que me devuelven al mar del que ya no sé si podré salir.

EL ESCRITOR Y EL PAYASO

Conocí a Mario Vargas Llosa en un chifa de Miraflores un sábado que Arturo Salazar, entonces director de La Prensa, decidió reunir a sus jóvenes turcos con el gran escritor. Era 1982 y Mario llevaba bigotes, era muy serio y hablaba mucho, en un tono que te replegaba al silencio. Ya era una gloria literaria. Yo tenía entonces 17 años y me dediqué a comer arroz chaufa y tratar de entender aquello de lo que se hablaba, que me resultaba esquivo.

En algún momento Mario me dijo que había leído un reportaje mío sobre los intelectuales de izquierda que vivían cínicamente de la caridad capitalista. Me dejó muy contento.

Pero me sorprendió su bigote y su extrema locuacidad en tono papal.

Luego me hice amigo de Álvaro, su hijo mayor, que llegó un día a La Prensa, enjuto y barbudo, con un artículo defendiendo a los sandinistas y contando que había abandonado la universidad de Princeton para ser periodista en Lima.

Nos hicimos amigos. Teníamos casi la misma edad, él apenas unos meses más joven que yo. Me pareció un tipo valiente, honesto, divertido.

En represalia por dejar Princeton y volver a Lima, Mario echó a Álvaro de su casa en Barranco. Como no tenía dónde dormir, Álvaro terminó pasando la noche en el departamento de un amigo. Recuerdo sus risas contándome que un domingo a mediodía entró al cuarto de nuestro amigo a preguntar dónde estaba el café y lo encontró copulando con un gordo velludo.

Álvaro terminó asilado en casa de Fernando de Szyslo, amigo de la familia. Cierta tarde, Mario lo citó en el parque de Miraflores para convencerlo de regresar a Princeton. Alvaro volvió a La Prensa con un ojo morado. Mario le había dado un puñete. Ya se sabe que los grandes pensadores liberales a veces dan golpes a sus amigos escritores o a sus hijos díscolos. (Es siempre más fácil ser liberal en las palabras que en los hechos).

Desde entonces Mario me dio un poco de miedo, me hizo recordar a mi padre, que me pegaba cuando no le obedecía.

Álvaro y yo nos hicimos amigos y su hermano Gonzalo, gran tipo, también fue mi amigo fugaz. Alguna vez nos encontramos en San Juan, Puerto Rico, y Gonzalo y yo preferíamos fumar marihuana y bañarnos en el mar manso y tibio que asistir a las conferencias de Mario.

En ese viaje me enamoré de Morgana, la hija menor de Mario.

Volvíamos de la playa y nuestras piernas desnudas se rozaron y tuve una inesperada erección y ella lo notó, creo que divertida o halagada o espantada. Nunca pasó nada más, para mi desdicha: que lo sepas, Morgana.

Luego vino la locura de la campaña presidencial. Mario hablaba y hablaba como un predicador en celo y nadie lo entendía y creo que Ribeyro tuvo razón cuando le hizo decir a su Luder que Mario imponía con prepotencia sus opiniones, no sabía escuchar y se regocijaba escuchándose a sí mismo. Mario perdió por arrogante, malhumorado e intelectualmente vanidoso. Nadie entendía sus discursos. Citaba a Smith, Hayek, Mises, Isaiah Berlin. Los peruanos naturalmente lo odiaban, porque les recordaba su ignorancia.

Apoyé a Mario con entusiasmo desde mi programa. Pero cometí un error. Una tarde Freddy Cooper me pidió que asesorase a Mario. Me preguntó si lo haría a título honorario o por dinero. Pedí dinero. Nunca más me llamaron.

Cuando perdieron, Mario tuvo el gesto de invitarme a comer a su casa con Patricia, en vísperas de irse a París.

Por esos días Álvaro me pidió ayuda para que le cediera mi programa en Santo Domingo, del que luego de cinco años de viajes mensuales estaba ya harto, y por suerte conseguí cederle la posta.

Decidí irme a Washington a escribir una novela, huyendo de las servidumbres de la televisión y viviendo austeramente de mis ahorros. Durante cuatro gloriosos años, fui libre, expatriado, escritor a tiempo completo y caminante de barrios apacibles.

Cuando terminé la novela, se la envié a Mario, que estaba en Princeton. Tuvo la generosidad de leer aquel mamotreto. Tiempo después, nos reunimos en el Palace de Madrid. Elogió moderadamente la novela, dijo que debía corregirla y publicarla y me ayudó, llamando por teléfono, a que Seix Barral la publicase. Además, se dio el trabajo de escribir una frase exagerada, diciendo que era una excelente novela, lo que también escribió, con entusiasmo y sin reservas, Miguel García Posada, crítico de El País de España, a página entera, en abril de 1994, suplemento Babelia.

Yo no sería un escritor si no fuera por el gran Mario Vargas Llosa, que me abrió las puertas de España y me protegió de las incalculables mezquindades de la prensa peruana.

Pero los Vargas Llosa son amigos difíciles y lo que comenzó tan bien ha terminado mal.

Primero fue Mario que me llamó snob en El Comercio porque no quería marchar con Álvaro protestando contra el felón de Fujimori.

Luego fue de nuevo Mario llamándome chismoso e intrigante y culpándome de la renuncia que Álvaro presentó tardíamente a Toledo (tardíamente, porque cuando Toledo negaba como hija a Zaraí, Álvaro seguía defendiéndolo, trepado sobre un camión, con camisa amarilla, la noche de la primera vuelta). Si bien le aconsejé que renunciara en una carta breve, alegando motivos personales, y que no hiciera pública la información confidencial que poseía como asesor del candidato, porque sería visto como desleal o traidor, Álvaro no me hizo caso como nunca le hizo caso a nadie, ni a sus padres. Y Mario injustamente me culpó de la decisión de su hijo.

Quedé decepcionado de que Mario no dijera una palabra contra Toledo en la campaña por negar a su hija Zaraí y negarla ante los tribunales, acusando a la madre de prostituta, todo lo cual, en un país civilizado, habría destruido la carrera política de Toledo y lo hubiera llevado a la cárcel.

Luego apoyé a Álvaro en la campaña por el voto en blanco y lo hice porque me dio pena que, tras apuñalar moralmente a Toledo y ser criticado por su padre, se quedase confundido, sin juego político.

Años después, fui profesor en Georgetown y vecino de Álvaro. Nos veíamos a menudo. Le conté que estaba tentado de volver a El Francotirador en la campaña peruana del 2006. Me animó. Me dijo: Hazlo. Sácale toda la plata que puedas a Ivcher. Me lo dijo en su camioneta negra, saliendo de los cines de Georgetown.

En febrero de 2006 comencé El Francotirador. Desde entonces, Álvaro me eliminó como amigo, sin explicación alguna. No contestó más mis correos. Pasé por DC, lo llamé y tampoco respondió. Supuse que me había dado de baja por trabajar con Baruch Ivcher, su enemigo.

Irónicamente, cada tanto Álvaro pasaba por Lima y daba entrevistas a la señora Valenzuela en el canal de Ivcher, al señor Tafur (que salía los sábados en el canal de Ivcher), e incluso al diario Trome (que no es el New York Times) a doble página. Pero Ximena, mi productora, lo llamaba para invitarlo a El Francotirador y él ni la atendía y a mí, ni saludos.

Luego pasaron dos percances o infortunios que, me temo, agriaron más las cosas. Me invitaron a la boda de Morgana en Máncora y no pude ir porque estaba en Buenos Aires (pero me excusé con las secretarias). A los pocos días no me invitaron a la fiesta de Mario por sus setenta épicos años en La Huaca, a la que, de haberme invitado, tampoco hubiera ido, porque tenía que pagar para asistir al banquete.

Hace pocas semanas fui al correo en Madrid y despaché una novela para Mario y Patricia (con todo mi cariño) y otra para Álvaro y Susana (con la esperanza de reanudar nuestra amistad).

El otro día, un pasquín peruano, con evidente mala leche, le preguntó a Álvaro por mí, presentándome como representante de la cultura frívola y acanallada, y mi amigo no me defendió. Yo lo hubiera defendido sin dudarlo de una pregunta tan insidiosa.

Y luego Mario le dice a mi amigo Pedro Salinas en una entrevista reciente: Bayly es inteligente y agudo, pero algo payaso. En efecto, puede que en ocasiones yo sea algo payaso (o divertido, según quien me juzgue), como Mario es a menudo algo solemne, pomposo y aburrido, por ejemplo en aquella obra de teatro que vi en Guadalajara o quejándose de la cultura del espectáculo, cuando él mismo hace de su vida un espectáculo incesante. Porque si tanto le molesta la cultura del espectáculo, que se recluya en una casa de campo y deje de exhibirse ante las cámaras de todo el mundo (que es una parte de la cultura del espectáculo, aquella que lo glorifica, que no parece irritarle tanto).

Pensé que Mario y Álvaro serían siempre mis amigos. Ahora no estoy tan seguro de ello. Quizá sea lo mejor, dado que en todo escritor que se respete debería agazaparse la sombra del parricida, como bien sabe Mario, a quien seguiré queriendo aunque me diga payaso, un oficio que, por otra parte, es tan noble o más que el del escritor.

LAS MUERTES DESEADAS

Muchas son las muertes que yo deseo, no sólo las de Fidel y Raúl Castro, por secuestrar la libertad de los cubanos más de medio siglo y humillarlos y esclavizarlos. A Fidel me gustaría verlo morir trotando zombi y babeando en su buzo Adidas o sentado en el inodoro, pujando en vano porque los intestinos se le han amotinado y son su sierra maestra, su contrarrevolución intestinal. A Raúl me gustaría verlo morir borracho, vomitando en un parque en la penumbra y confesando que todo fue un fraude para usurpar el poder y beber buen vodka y andar en Mercedes.

Al canalla de Ortega me gustaría verlo morir de viejo, calvo, sin dientes, condenado a cadena perpetua en una mazmorra de Managua, al lado del otro canalla de Alemán, tremendo pillarajo y asaltante de caminos. Y a la desalmada de su mujer, que dice ser poeta, me gustaría verla arder lentamente en la hoguera por encubrir y consentir los abusos sexuales que Ortega cometió con su hija adolescente.

A Evo no me gustaría verlo morir, pues hay algo en él me que me inspira cierta ternura. Pero me gustaría que se retire de la política y se dedique a jugar al fútbol, que es lo que de verdad le pierde y aquello para lo que tiene algún talento, sobre todo si lo juega a cuatro mil metros de altura y masticando hoja de coca.

A Correa no me gustaría verlo morir, o no todavía, pues es joven e idealista y un charlatán incontinente y levemente histérico. Lo que quisiera es que se quedara mudo o, mejor aún, sordomudo, para que deje de decir, en ese insoportable tono plañidero que es el suyo, tantas zarandajas y paparruchadas.

A Piedad Córdoba me gustaría que la secuestrasen y la tuviesen atada a un árbol seis años como mínimo, y que la obligasen a comer arroz con frijoles en el mismo plato donde antes ha defecado, para que sepa lo que padeció Ingrid Betancourt cuando era rehén de esos angelitos uniformados que ella defiende con un ardor casi vaginal.

Uribe me gustaría que fuese inmortal, por noble, gallardo y valiente. La señora Bachelet quizá no inmortal, pero sí que viviera cien años y pasara un fin de semana ardiente y multiorgásmico con Arjona, que es lo que se merece por ser una mujer buena, humilde, sencilla y de sonrisa fácil.

A Cristina Kirchner y a su esposo no me gustaría verlos muertos, lo que me gustaría es que sufran un poco, no demasiado, sólo lo justo, antes de irse del gran teatro o sainete que es todo esto. A Cristina, tan chavista cuando necesita dinero, y tan capitalista cuando necesita bolsos y zapatos, me gustaría que la obligasen a vestirse toda de colorado, como buena chavista, con guayabera y pantalones, sin maquillaje alguno, sin peinadores ni estilistas, sin esos ojos repintados de vampiresa ajada, toda de colorado y al natural, salidita de la ducha, así me gustaría verla en público todo lo que queda de su mandato, que es mucho. Y a su esposo me gustaría verlo más bizco, mucho más bizco y extraviado, mirando para un lado con un ojo y para el lado opuesto con el otro, de modo que nunca nadie sepa, ni él mismo, ni su mujer, a quién coño está mirando. Y también me gustaría que tenga una repentina sequía de saliva para que sesee más todavía y cuando hable no se le entienda ya nada, sólo que está seseando y mirando a todos lados y ninguno.

A Alan García no me gustaría verlo muerto porque creo que ha aprendido de los errores derivados de su ego imperial, pero sí me gustaría que, por ley, lo sometieran a dieta, a dejar de tragar de ese modo obsceno en un país de famélicos, que lo obligaran a correr diez kilómetros seguido por las cámaras de televisión y hacer flexiones, ranas, planchas y abdominales y luego darse volantines en las arenas de las playas de Miraflores, todo en muy escueto traje de baño, exhibiendo el escándalo que esconde en el vientre preñado de los saraos y banquetes que se permite a expensas de los contribuyentes que le pagan el salario, hasta que baje como mínimo cincuenta kilos, por respeto al pueblo que no tiene qué comer y ve cómo este señor se dedica a engullir sin inhibiciones todo lo que le sirven frío o recalentado.

A Chávez me encantaría verlo morir, pero no tiroteado por un francotirador ni envenenado por un conspirador ni en una reyerta por el poder entre generales y coroneles que codician el dinero del que ahora dispone este felón lenguaraz de Barinas. Me gustaría verlo morir de este modo: que esté hablando en televisión en su infinito programa dominical y de pronto haga una pausa entre cada bravuconada, matonería y diatriba que profiere y se trague un buen pedazo de arepa o cachapa y trate de seguir hablando pero no pueda, y entonces se atragante, se le quede la cachapa entera con el maíz y el queso en el buche de pavo real y se quede mudo por glotón y empiece a toser, a tener convulsiones y arcadas, y antes de morir lance un vómito espeso de color petróleo sobre las cámaras y se cague entero los pantalones y su rostro bolivariano termine hundido sobre el charco viscoso de su erupción intestinal, por fin tieso, por fin en silencio, por fin listo para reunirse con el espectro de Bolívar.

Al Rey de España me gustaría verlo morir follándose a una puta dominicana en los parques de Madrid o navegando en Mallorca y arrojándose al mar y siendo devorado por unos tiburones como el tiburón de Chávez, por quien el Rey se dejó devorar a cambio de una amable rebaja en el precio del petróleo. No es por animadversión u hostilidad que le deseo muerte súbita a Su Majestad: es por devoción a los príncipes Felipe y Letizia, a los que deseo vida eterna, especialmente a Felipe, por guapo y buen tío y escoger a una mujer encantadora.

A Zapatero no me gustaría verlo morir, porque me cae bien sólo porque legalizó las bodas gays y tuvo el coraje de enfrentarse a los obispos y el clero vaticano y las marujas santurronas, pero sí me encantaría que, de pronto, atacado por un raro trastorno hormonal, se descubra gay, pero muy gay, gay de Chueca, militante y sin ambages, y se separe de Sonsoles, tan encantadora ella, tan herida de melancolía, y se case con Boris Izaguirre, que tendría que divorciarse de Rubén, y convertirse en la primera dama española venezolana de la historia. Y que Zapatero y Boris, recién casados por un juez arisco del PP, se besen con la pasión con que nos besamos alguna noche Boris y yo ante las cámaras de la televisión catalana, es decir con lengua y a por todas, como han de besarse los hombres muy machos.

A Bush me gustaría verlo morir cazando con Cheney, los dos con escopetas persiguiendo patos y de pronto a Cheney le da un infarto y aprieta el gatillo y mata por la espalda al tontuelo de W, que siendo el más tonto de todos los hermanos terminó siendo presidente, cosa curiosa.

Al Papa, ese viejo nazi y marica, me gustaría verlo morir sodomizado por diez mauritanos aventajados y sin vaselina, y que antes de expirar alcance a decir que todo lo que defendió era mentira y que ser gay no es malo sino estupendo y saludable y que ser ensartado por un africano de tres piernas es un placer inenarrable que la Iglesia no ha de seguir condenando y Dios Nuestro Señor habrá de perdonarle.

A Clinton me gustaría verlo morir follando con ayuda del Cialis y el Viagra a su bienamada Hillary, un esfuerzo hercúleo que naturalmente acabaría por costarle la vida porque él cerraría los ojos y pensaría en Monica L.

Y a Hillary me gustaría verla no morir sino ganando las elecciones en unos años y nombrando primera dama a Michelle Obama, basta de hipocresías, que Hillary es un varón, más recia que Obama o Bill o Mc Cain y probablemente dotada de pene no menor.

Pero es evidente que no me será dado el privilegio de asistir a tantas muertes deseadas e improbables, porque de momento me hallo empeñado, con tesón y buen gusto irreprochables, en provocar la mía propia a base de innumerables pastillas, que es como mueren los caballeros, sedados y en su cama y convencidos de que ya estuvo bueno y lo peor está por venir.

EL CICLISTA VOLADOR

Me he hecho adicto a montar en bicicleta. Me lo aconsejó la doctora Lourdes en Miami para curar mis males respiratorios. Monto una hora todas las tardes en Key Biscayne, aunque llueva.

También me he hecho adicto al Stilnox, al Klonopin, al Xanax y al Lunesta para dormir. La doctora sólo me aconsejó el Lunesta por dos semanas. Las demás me las vende un médico informal en Hialeah. Duermo como un niño. Cuando despierto rara vez sé dónde estoy. Quizá es una buena manera de comenzar el día.

También me he hecho adicto al Prozac pero no porque estuviera deprimido sino porque quiero evitar estarlo o quiero estar consistentemente feliz. Llegué a tomar ocho al día y me sentía eufórico, me hacía pensar que podía ser presidente del Perú o acostarme con una mujer.

También soy adicto al Cialis para que se me ponga dura porque tomar tantos Prozac me ha vuelto impotente. Los efectos del Cialis duran tres días y a veces se me pone dura, pero el sexo ya me aburrió y no quiero metérsela a nadie ni que me la metan. Lo curioso es que tomo Cialis para terminar haciéndome una paja.

Todas estas adicciones casi me costaron la vida el otro día en Madrid y lamento que no me la costaran porque hubiera sido una muerte bella y oportuna.

El domingo apenas llegué fui al Corte Inglés de Goya pero estaba cerrado. Volví la tarde siguiente y compré una bicicleta, la más barata, doscientos euros (las buenas costaban ochocientos), con canasta, timbre, estilo antiguo, como las de las películas de antes.

-Son de mujer -me dijo el vendedor.

-Pues mejor -le dije.

Se llamaba David, era bajo, pelo negro, peinado con fijador, musculoso. Me enamoré de él.

Salí en bicicleta por la calle Goya y creo que fui feliz. La combinación de sedantes, Prozac, Cialis, este amor repentino e imposible por David y montar bicicleta en Madrid me hacía tan rotunda e inesperadamente feliz. Al menos la gente por la calle no parecía tan feliz como yo.

Mi plan era montar por el Retiro pero resultó un fiasco porque hay pendientes empinadas, escaleras cada tanto, peatones y patinadores, pistas de tierra cuesta arriba y policías hostiles. No resultó. No es un parque para ciclistas.

Lo mejor de montar por el Retiro, además de mirar al ángel caído, fue el encuentro con un negro de Mauritania que me ofreció drogas. Era yo quien podía ofrecérselas a él, pero las llevaba puestas, corriendo por mis venas. Me acerqué y le hablé porque era guapo y tenía una linda sonrisa. Nunca he tenido sexo con un negro y ahora que creo que voy a votar por un negro, el virtuoso señor Obama, no veo por qué debería inhibirme de tener sexo con otro, sabiendo, como sé, que me queda poca vida.

Como era de esperar, se acercó un coche de la policía y nos interrogó y no me creyeron cuando les dije que era escritor. Por suerte nos dejaron ir. El negro era precioso como lo son a veces los negros. Obama por ejemplo es virtuoso pero no precioso.

Decidí entonces montar por las calles de Madrid. Tomaba Prozac, subía a la bici con canastita y tocaba el timbre esquivando a los peatones, pero las señoras me reñían, me decían que debía ir por la pista, con los autos, y era como ir toreando y cuando estuve a punto de atropellar a una mujer con su coche de bebé (porque las veredas son angostas y yo, mal torero), decidí bajar a la pista.

David me había querido vender un casco, pero yo le dije: Los cascos son para mariquitas. David, qué guapo era, se rió y me dijo: Hombre, pero esa bici también.

Era un miércoles por la tarde y hacía treinta grados y venía del correo de la calle Ibiza de despachar mi novela El canalla sentimental a mis hermanos Javier y Andrés, que están en Vancouver y Boston, y me sentía liviano, astuto, listo, rápido, esquivando autos y peatones, burlando semáforos en rojo, toreando a Madrid en bicicleta. Pasé por una librería y compré seis libros de mi novela para mandarlos a los amigos y enemigos y los puse en la canastita y tomé Menéndez Pelayo, que en ese tramo es de bajada, y empecé a ir deprisa, a toda prisa, volando, tanto que tuve que quitarme el sombrero.

Era un momento bello, inolvidable, toreando en bicicleta a Madrid como si fuese mensajero o repartidor de mi novela. Me sentí inmortal o sentí que ese momento tal vez lo era, que la felicidad debía ser algo parecido a eso.

Luego el bus frenó en seco, yo frené ya tarde, un auto frenó detrás y golpeó la llanta trasera y salí eyectado, disparado, volando, literalmente volando. Sentí que volaba en Madrid y que ese vuelo era eterno, hermoso, inolvidable y que ya no importaba la caída porque por unos segundos había conseguido ser lo que siempre soñé: una mariposa en Madrid, rodeado de mis libros.

Cuando caí ya nada era tan hermoso y la mariposa era un gusano. El bus partió, echando humo en mi cara en el pavimento a medio metro. El auto que me golpeó por detrás también se alejó, son los tiempos que corren. En el asfalto de la Menéndez Pelayo yacía un peruano que no podía levantarse, además de seis libros escritos por él, desparramados a su alrededor (como si fuera una campaña de promoción) y mi sombrero, anteojos oscuros, billetera, llaves y pasaporte, que yo siempre salgo de casa con el pasaporte, no vayan a deportarme.

No podía levantarme. Se acercaron unas señoras muy amables. Me socorrieron, me pusieron de pie entre todas. Una de ellas me dijo: ¿Quiere venir a casa? Otra me dijo: Está usted verde, se va a desmayar. Otra me devolvió la billetera, las llaves y el sombrero. Una más joven recogió los libros y me dijo: Sales guay en la foto. Alguien se robó mi pasaporte o nadie lo recogió y terminó pisado por los coches.

Por la euforia del Prozac o mi arrogancia natural, dije que estaba bien, que no llamaran ambulancia alguna, que estaba cerca de casa. Caminé esas tres calles empujando la bicicleta, dejando manchas de sangre, sintiendo que estaba a punto de desmayarme.

Llegué al apartamento, dejé la bici, me lavé la cara y las manos ensangrentadas y llamé a un médico amigo, Tony, cubano, que me dijo que estaba en consultas y fuese al Marañón. Mandé un par de mails, tomé un taxi, entré a urgencias del Marañón, la cara y la ropa manchadas de sangre con alta densidad de barbitúricos y dije que necesitaba un médico, pero que, como carecía de seguro médico en España, podía dejar mi tarjeta de crédito o un depósito en efectivo.

-No hace falta -dijo la mujer-. Aquí atendemos a los que tienen dinero y a los que no.

Qué diferencia con Miami, pensé.

El médico que me atendió era venezolano y se llamaba Víctor López Soto y sus asistentes, un dominicano, Carlos Domínguez y un español, Javier Narbona. Fueron encantadores y me trataron con gran humanidad y compasión. Me dijeron que tenía tres huesos fracturados en el brazo derecho, me inmovilizaron el brazo, me dieron analgésicos (más pastillas de las que ahora soy adicto, especialmente Nolotil) y me cosieron puntos en la cara. Luego me sugirieron una placa en la cabeza para descartar daños cerebrales. Siempre he estado mal de la cabeza, les dije, y nos despedimos con cariño.

Tomé un taxi y fui a la comisaría del Retiro. El oficial que me atendió y redactó la denuncia o atestado número 72464 era guapísimo. Me enamoré enseguida. Denuncié el accidente y el extravío de mi pasaporte. Le dije que era peruano. Sonrió y dijo: Acá vienen muchos peruanos. Pregunté: ¿Más que ecuatorianos? Dijo: Más. Los peores son los peruanos. Pero usted no parece peruano. Y lo quise perdidamente, como perdido se hallaba mi pasaporte, y me fui caminando, turbado por el amor, dejando olvidado mi sombrero de Barneys, que espero ahora use él, recordándome.

VECINOS Y AMIGOS

Hace trece años Sofía y yo nos separamos. Yo quería vivir solo. Ella no toleraba vivir sola con las niñas en Miami. Decidió volver a Lima. Le rogué que no lo hiciera, le dije que sería un error. Pero ella no soportaba la idea de quedarse cuidando a las niñas y darme la libertad de buscar otras formas de amor. Me sentiría tu empleada, me dijo. Y empacó todo y volvió a Lima.

Recuerdo que me quebraba y lloraba cuando entraba al cuarto de mis hijas y no las encontraba durmiendo allí. Fue duro. Ya estaban en mi corazón y ahora, si quería verlas, debía tomar un avión a Lima, precisamente a Lima.

Pero eso no fue lo peor de todo, sino que Sofía decidió vivir en la casa de huéspedes de la mansión de su madre, en la periferia de la ciudad. Esa casa de huéspedes, rodeada de un vivero, se hallaba deshabitaba y ruinosa, a punto de derrumbarse. Sofía decidió hacer su casa allí. Me pareció un error y se lo dije, pero comprendí que era una mujer herida y necesitaba sentirse acompañada por su familia y la ayuda doméstica, que es en verdad otra familia (y a menudo más noble y leal que la biológica).

Sofía y yo reconstruimos por completo la casa de huéspedes, ampliándola, cambiándole techos, pisos y paredes, modernizándola y decorándola y llenándola de aparatos modernos. En realidad todo lo hizo Sofía, tan hacendosa; yo me limité a pagar, quejarme y cada tanto pedirle que volviera a Miami. La nueva casa quedó preciosa, en medio de un vivero lleno de flores exóticas, un lugar paradisíaco para mis hijas.

Pero como nada es perfecto, allí estaba la madre de Sofìa entrometiéndose, intrigando contra mí, tratando de conseguirle novios ricachones, cambiando la decoración de la casa, sacando ropa del clóset de Sofía sin pedirle permiso, diciéndole cuando peleaban (es decir, cada tres días) que esa casa era de ella, su terreno, legalmente suya, y no de Sofía.

Con el tiempo le hicimos más reformas a la casa y quedó muy linda y hasta salió en la televisión en un programa de casas ejemplares, y además tenía la inestimable ventaja de estar a un paso del colegio de las niñas. Y un día, a poco de esa exhibición de la casa en la televisión, que tanto orgullo dio a Sofía, su padrastro me echó de la casa (la casa que habíamos construido con mi dinero), acusándome de haber dejado como una puta a Sofía en El huracán lleva tu nombre, y yo aguanté la humillación y me fui en silencio, mientras mis hijas veían perplejas esa escena.

Pero todo dura lo que tiene que durar y este año, ya mis hijas adolescentes, ya Sofía con cuarenta años y harta de los desatinos de su madre, ocurrió lo inevitable: me pidieron que les comprase un departamento en San Isidro.

No lo dudé. Era lo que, como padre y amigo, debía hacer. Sofía encontró un departamento en San Isidro, último piso, todavía en construcción. Decidimos comprarlo. Luego nos animamos a comprar los dos departamentos del piso para que yo pudiese quedarme allí y no en un hotel cuando visitase Lima.

Ya estaba todo listo para firmar cuando la otra noche, seis de la mañana en Madrid, llamé a Sofía y le dije dos cosas razonables, sin imaginar que originarían una pelea feroz.

Le dije: Ya que vamos a ser vecinos, es bueno que sepas que cada uno preservará su libertad amorosa y sexual y que tú puedes hacer lo que quieras con quien quieras en tu departamento y yo lo que quiera con quien quiera en el mío.

Su respuesta me resultó inesperada: En ese caso prefiero la distancia, que vivas lejos.

Me dejó dolido, perturbado. Me pareció incomprensible que, después de tantos años separados y siendo tan buenos amigos, se negase a respetar mi libertad como yo respeto la suya, sólo porque seríamos vecinos.

Luego le dije: Si vamos a tener un hijo, como habíamos acordado, seguiremos siendo amigos y cada uno será libre sexualmente.

Me dijo: Yo jamás tendría un hijo con un amigo.

Sentí que no era aceptable que después de tantos años como amigos me dijera esas cosas tan hirientes, porque yo pensaba darle un hijo como un acto de amor puro y bello precisamente porque se lo daba como amigo, sin recortar sus libertades, sólo porque la quiero y sé lo buena madre que es.

La conversación duró tres horas, terminó a los gritos, ella insultando a mi chico argentino (solo quiere tu dinero), yo diciéndole cosas mezquinas (eres tú quien solo quiere mi dinero, él me ama de verdad), y entonces, ya enfurecido, le dije que, dadas las circunstancias, había decidido no comprar ningún departamento, pues ella acababa de demostrarme que no era mi amiga y en consecuencia se quedaría viviendo con las niñas en la casa mágica del vivero. Eran las nueve de la mañana, salí a comprar los diarios en Menéndez Pelayo y a tomar un jugo de naranja en La Parisiena y pensé que Sofía nunca sería capaz de entenderme y quererme bien, que me quería pero de una manera obsesiva y autodestructiva.

Como el amor a mis hijas prevalece sobre todas las miserias que nos envenenan a su madre y a mí, al día siguiente le escribí, ya descansado, diciéndole que había reconsiderado mi posición, que comprendía que tenían que mudarse a San Isidro y que estaba dispuesto a comprarles un departamento en ese edificio, pero que renunciaba a la ilusión de ser su vecino y tener un hijo con ella y prefería seguir quedándome en ese hotel tan lindo, el Country, donde me miman como un principito o una princesita los pocos domingos que paso en Lima cada mes.

Sofía tuvo la nobleza de disculparse, decirme que quería ser mi socia y amiga, no mi pareja, y que estaba feliz con la idea de comprar el departamento.

Entonces, en un arrebato de optimismo, dije que mejor comprásemos los dos y dejásemos el otro vacío, como inversión y para tener la privacidad de todo el piso y eventualmente pueda irme a vivir a ese departamento y seamos amigos y vecinos, queriendo de paso a las eventuales parejas o novios que nos reserve el destino, que es así como debemos educar a nuestras hijas: que el amor consiste en la amistad incondicional y el sexo es sólo una prolongación traviesa y a veces fugaz de esa amistad.

Y ahora, a las cinco de la mañana en Madrid, que vengo de ver con María la película genial de Stiller en los Ideal, donde vimos a Almodóvar saliendo deprisa y subiendo a su Audi A8 con chofer, he llamado a Sofía y le he dicho que nuestro abogado y los constructores firmarán los papeles y compraremos los departamentos, aunque yo no me mudaré allí y seguiré disfrutando de la comodidad del hotel y mi departamento lo dejaremos vacío, como inversión, sala de fiestas o reuniones para las niñas o eventual biblioteca o despacho literario o casa de huéspedes.

Es curioso cómo la otra noche a esta misma hora nos odiábamos e insultábamos con una saña inquietante y hoy, hace un momento, amaneciendo en Madrid, nos dijimos al teléfono que sería lindo ser amigos y vecinos y hasta tener al bebé (que seguro saldrá gay), sin recortar en absoluto nuestras libertades sexuales y sentimentales, y luego ella me dijo siempre serás mi mejor socio y amigo y yo, emocionado, le dije siempre te voy a amar, aunque no pueda ser tu pareja.

Que el azar no vuelva a emboscarnos con otra conversación envenenada un amanecer en Madrid y que el ángel caído del Retiro, que tanto me hipnotiza, nos enseñe a ser amigos y vecinos y quizá también padres, pero en ese caso padres en condición de amigos, que es por cierto la más noble de todas las condiciones humanas.

Mañana iré en bicicleta al ángel caído del Retiro, acechado por los demonios que lo esperan para corromperlo y enroscado por las serpientes, que es como ciertas noches me siento yo, secuestrado por mis demonios y sus culebras, y le diré gracias por tener en Sofía a una socia y amiga.

UN DOMINGO EN MADRID

Hacía tres años que no venía a Madrid, desde que me dieron el finalista y luego me dijeron que no lo merecía y enseguida, como castigo, me llevaron un mes por toda España hablando las mismas cosas con cualquier periodista, impostor, aprendiz o gilipollas que pidiera media hora a solas conmigo. Y luego me llevaban al Corte Inglés y me sentaban a firmar libros, pero la poca gente que pasaba me miraba con extrañeza y hostilidad, salvo una señora que pensó que la mesa estaba en venta y me preguntó cuánto costaba, sin que yo supiera darle el precio, lo que la ofuscó.

Madrid en setiembre es perfecto porque todavía hace calor, pero ya volvió la gente de vacaciones y no te sofocas como en agosto, que puede ser cruel. Y llegar un domingo a las nueve de la mañana es muy conveniente porque no hay tráfico y llegas rápido adonde quieras, no te enredas en los atascos de las entradas a la ciudad (aunque sí te pierdes inevitablemente en el aeropuerto, que, ya modernizado, se ha convertido en un laberinto borgiano con aires de Epcot, y por eso, extraviado, termino pasando por rayos X en un vuelo a Estambul). Lo malo es que, al encontrar por fin la salida de Barajas, el chofer no contesta mis preguntas, que son simples (¿qué le parece el gobierno?, ¿por quién votó usted?, ¿hizo bien Aragonés en dejar fuera de la Eurocopa a Raúl?), pues el viejo habla mucho, esquiva las cosas y al final babea una cháchara en la que no toma partido por nada, salvo cuando dice que él no votó por nadie y yo le pregunto si acá en España es obligatorio votar y él responde, riéndose: No, eso sólo pasa en las dictaduras africanas. Prefiero no decirle que en mi país también.

Al llegar al departamento, que me han prestado unos amigos muy queridos, los Montaner, en Menéndez Pelayo, frente al Retiro, consigo entrar sin contratiempos, desactivar la alarma y me asalta una felicidad inesperada y me siento como en casa, disfrutando de la decoración sobria y refinada, de los libros (ninguno mío, por suerte) y los cuadros y retratos familiares, en los que Gina sale siempre tan guapa. Recuerdo cuando Carlos me prestó este departamento hace quince años, pues mi visa me obligaba a salir de Estados Unidos, donde vivía con Sofía, y no quería volver al Perú de Fujimori y sus adulones, que por eso no compraban los libros de Vargas Llosa.

Extraño a mis hijas, a Martín, a Sofía, pero necesitaba venir solo y pasar dos semanas libre, en silencio, mirando las caras, observando, escuchando, tomando cada pequeña decisión sin negociar con nadie, caminando esta tarde de domingo soleado por el Retiro, entrando como siempre por la puerta de Mariano de Cavia, en la calle del poeta Esteban Villegas (que suena bien porque son los poetas y las putas, y no los militares y los curas, los que deberían llevar los nombres de las calles, dado que son quienes mejor las conocen), y luego bordeando los senderos de los gatos que subestiman con razón mi mirada nublada por los sedantes y después caminando (si a ese paso cansino, zigzagueante, como de borracho, se le puede llamar caminar) por el paseo de Cuba, la plaza del Ángel Caído, por el estanque, con sus bailarines brasileros, cantantes argentinos, videntes, masajistas filipinos y lectoras canosas del Tarot que por diez euros te dicen (así la escucho decir a Lola: veo que sucederán unos ingresos muy satisfactorios, lo que puede tener una lectura económica, sexual o incluso policial, siendo en este último caso la satisfacción la de los malhechores) y cuando me canso de arrastrar los pies con doble media (porque no he dormido nada en el avión: me tocó al lado un colombiano encantador que me decía que saque toda mi plata del Citi y la reparta entre el Santander, el Lloyds, el Deutsche y el Bank of America, porque el Citi es el próximo en caer y no se sabe si el gobierno lo rescatará), me desvío por el Paseo de Argentina, que es el más lindo de todos, y luego paso por el Rosedal y recuerdo que allí leía las cartas que me enviaba mi padre, sugiriéndome volver a Lima y que yo inexplicablemente respondía en inglés (tal vez para impresionarlo, para que me quisiera un poco) y luego bajo por el Paseo de México y tres jóvenes peruanas, muy simpáticas, me reconocen y me piden amablemente unas fotos. Y mientras intento persuadirle a la cámara de que esa sonrisa fatigada no es una impostura, una de ellas, amorosa, me dice: Eres un orgullo del Perú, Jaime. Y yo me voy pensando: Jodido ha de estar el Perú para que yo sea un orgullo. O jodido he de estar yo.

Salgo por la puerta de Alcalá, ya muy cansado, y subo a un taxi porque no quiero caminar de regreso, lo que quería era comprar una bicicleta en el Corte Inglés de Goya pero estaba cerrado y la tienda en la calle Evita en la que antes las alquilaban también por ser domingo, así que vuelvo en taxi y (Martín odia esto de mí) le pregunto al conductor: ¿Hizo bien Aragonés en dejar fuera a Raúl de la Eurocopa?. Con esa simpática tosquedad española, responde: Hombre, me da igual, lo que importa es que ganamos.

En la plaza Mariano de Cavia me da hambre. Entro a una bodega, Chapela o Chápela, no sé bien, porque el nombre está en mayúsculas y la señorita oriental que atiende no es para nada fluida en español, le pregunto cuánto cuestan las uvas y me dice mira, mira, le pregunto cuánto los plátanos y dice mira, mira, le pregunto si tiene jugo de naranja natural y dice mira, mira, le pregunto si vende tarjetas telefónicas para llamar a Lima y Buenos Aires y previsiblemente me dice mira, mira, que es, al parecer, la única palabra que habla en español. Y al final tiene razón: es cosa de mirar y mirar y encontrar lo que quieres y luego ella te cobra, enseñándote la calculadora, porque quizá todavía no sabe decir veinticuatro euros cincuenta. Volveré mañana a Chápela o Chapela (prefiero Chápela, porque la chinita está rica) y le haré muchas preguntas hasta que me diga otra palabra en español que no sea mira. Luego paso por la cafetería Parisién, un clásico del barrio, y me tomo tres jugos de naranja recién exprimida a cinco euros cada vaso y ordeno una porción de jamón de pata negra, porque, al preguntarle cuál es el mejor jamón, Pablo, el camarero, me ha dicho, muy directo: El serrano cuesta ocho el kilo, la pata negra treinta y dos,

¿cuál crees que es mejor?. Es cosa de mirar y mirar, como aconseja la china Chápela, y de preguntar, que así se aprende, aunque no con los taxistas, que a veces son tan brutos que dan miedo.

De vuelta al barrio, camino por la calle Roncesvalles, donde me parece que también vivió Gina, una mujer leal, admirable, gran escritora, de la que me enamoré tan pronto la conocí en este mismo piso hace ya tantos años, una noche fría de febrero, y de la que siempre estaré enamorado, porque es mi amiga y mi hermana y porque quiere vivir sola y sin mayor interés en el sexo, exactamente como yo, y suicidarse discreta y prudentemente a una edad apropiada, antes de las humillaciones inevitables a las que nos condenará la lenta corrupción de nuestros cuerpos, que alguna vez se desearon, algo que todavía me conmueve porque fue una extensión de la hermandad y la complicidad que siento por ella y que me hace pensar que algún día este departamento tan bello y acogedor será de todos los Montaner, de Carlos y de Linda, pero también de Gina y de mí, y de Paola y Gabriela y de Camila y Paola y de Sofía y el bebé y Martín y viviremos todos juntos, felices, hacinados, durmiendo tres en una cama, como una familia superpoblada de La Habana, en la que el amor no es algo que impone la sangre sino que nace del corazón, que es como quiero yo a los Montaner, mi familia cubana.

LA CENSURA

Cuando hace pocos meses nos mudamos a los nuevos estudios de Miami, advertí que el estudio estaba congelado y un aire gélido me daba en plena cara durante el programa y el público tosía y se quejaba.

Dije irónicamente que estábamos transmitiendo desde Alaska y pedí que cuidaran la salud del público y la mía (que había estado en el hospital por problemas respiratorios) apagando el aire o entibiándolo.

Al día siguiente el dueño del canal envió un memo advirtiéndonos que no toleraría quejas en público y que el próximo en quejarse sería despedido.

Esperé dos semanas a que atenuasen la frialdad del estudio, que me dejaba enfermo cada noche. Me quejé numerosas veces en privado, pero nadie me hizo caso.

El jueves perdí la paciencia (el público en el estudio me rogaba que bajaran el aire) y me volví a quejar al aire y dije que así como no me callaba ante las injusticias de Fidel y de Chávez, tampoco me callaría, como un empleado pusilánime y acobardado, ante esta injusticia del canal.

El dueño del canal se sintió ofendido y me conminó a pedir disculpas por haberlo comparado con Fidel y Chávez.

El lunes comencé el programa reconociendo que mi frase había sido desafortunada, un exabrupto, y que no había querido decir que el dueño era como Fidel o Chávez, pero que tampoco le tenía miedo por ser un magnate y que si cometía una injusticia conmigo tenía derecho a denunciarla.

Luego le dije que hace dos meses no me pagaban el contrato tal como lo habíamos firmado y que aquella era otra injusticia que no estaba dispuesto a seguir callando. Enseguida añadí que si seguían matándome de frío y además incumpliendo el contrato (siendo que mi programa es el de más alta sintonía en ese canal y el que en cierto modo le dio un prestigio y una identidad y lo salvó del descalabro), mejor sería que me despidieran porque yo no me sentía a gusto trabajando en un lugar donde se me humillaba de ese modo.

En ese momento me sacaron del aire y me dejaron hablando sin que yo supiera que ya no estaba en vivo. Fue triste porque seguí quejándome y desafiando al dueño del canal, sin saber que ya no estaba al aire y habían puesto una canción de Celia Cruz.

Al día siguiente la mayoría de Miami repudió la censura, se solidarizó conmigo, amenazó que no vería más ese canal y expresó en las radios que el comportamiento del dueño, al censurarme, no parecía muy distinto al de Fidel. Es decir, que si quería demostrar que no era como Fidel, había demostrado precisamente lo contrario.

El martes la gerencia del canal me pidió que no me fuese. Yo mentalmente ya estaba escribiendo en Buenos Aires, lejos de Miami y sus comisarios morales (hacía poco me habían censurado un artículo en el Miami Herald por contar que me había vuelto impotente por tomar antidepresivos). Pensé que mi tiempo en Miami se había terminado.

Pero el canal insistió en que me quedara. Pedí dos condiciones: que ofrecieran disculpas por la censura y cumplieran mi contrato, pagándome lo que me debían. Esa noche tuve que elegir entre el honor intransigente o el sentido práctico, entre quedar como un mártir de la libertad de expresión y largarme censurado doblemente de Miami o ser humilde y entender el error del canal y perdonarlo y comprender que, después de todo, había ganado la batalla.

Todo el día desconecté el teléfono. No quise dar ninguna entrevista. No pedí consejos a nadie, salvo a dos amigos. Traté de preservar la calma y el silencio y pensar en bicicleta si debía hacer prevalecer el sentido del honor y el heroísmo moral o si debía ser humilde y compasivo, entender y perdonar el error ajeno (recordando que a menudo uno también se equivoca groseramente) y no perder una tribuna valiosa, que me hace llegar a Estados Unidos y Puerto Rico diciendo mis opiniones políticas con absoluta libertad y desparpajo y de paso cobrando un dinero nada desdeñable.

Decidí que la humildad era un mejor negocio que el fundamentalismo moral y que tal vez la inteligencia consiste en comprender y perdonar los errores de los demás (la infidelidad de un amante, el abuso de un jefe, la deslealtad de un amigo). Por eso aquella noche regresé al canal y todo se arregló: la gerencia me pidió perdón, admitió el error y se comprometió a respetar el contrato que estaba burlando.

No me arrepiento de haberme quedado en el canal. Además, al quejarme en público había roto un pacto de confidencialidad que me prohíbe criticar al canal (es decir que yo también me había equivocado, al menos formal o legalmente), de modo que ellos podían despedirme sin indemnizarme y yo quedarme seis meses sin poder salir en la televisión de Estados Unidos, como estipula el contrato. Y yo quería seguir saliendo todas las noches para reírme de las obscenidades de Chávez y los delirios que escribe Fidel en pañales y para seguir burlándome de los charlatanes de Morales, Correa y Ortega y para criticar a Mc Cain y Obama todo lo que me diese la gana y comentar la campaña norteamericana hasta las elecciones de noviembre.

Por eso creo que hice bien en perdonar la censura, ganar la batalla y seguir peleando desde mi modesta trinchera.

Por supuesto cierta prensa de Lima, siempre tan generosa, dijo que yo había enloquecido por tomar pastillas, que necesitaba un siquiatra y en realidad quería suicidarme en televisión.

No dijeron desde luego que mis críticas tenían razón y fundamento y que hubo un gesto de coraje y rebeldía al hacerlas públicas, desafiar al canal y hacerme respetar, como en efecto ocurrió (por una sola razón: porque el programa es un éxito y no se atrevían a prescindir de él y parte de su éxito consiste precisamente en la irreverencia y la rebeldía tanto con las injusticias ajenas como con las que ocurren en mis propias narices y en desmedro de ellas).

También decidí que, a pesar de que me censuraron un artículo, seguiría escribiendo los domingos en el Herald, porque entendí que esa crónica era demasiado libertina y desvergonzada para un periódico que leen personas mayores y en extremo conservadoras. Y por eso he seguido publicando en el Herald los últimos domingos.

Si estuviera tan loco y fuese tan suicida como dicen mis detractores, no habría aceptado las disculpas del canal ni seguido publicando en el Herald y me habría mudado a Buenos Aires dando cien entrevistas y proclamándome un héroe de la libertad de expresión que no se doblega ante nadie.

Y algo más: es verdad que mi hija Camila me pidió que no viajara con ella y su madre a París y que no estuviera en su fiesta de quince años, pero me lo pidió porque es mi amiga y no duda de nuestro amor y me tiene confianza y prefería que yo no estuviera con ella y su madre en París para evitar tensiones y peleas domésticas y que tampoco estuviera en su fiesta de quince para no llamar la atención entre sus amigos y crearle toda clase de molestias por mi condición de obscena celebridad local. Y si cuento estas cosas no es porque esté loco ni me quiera matar (aunque tampoco me parece tan terrible morirse a mis años y después de tantas desmesuras): las cuento porque estoy condenadamente orgulloso de tener una hija como Camila, que me quiere y es mi amiga y me dice la verdad y por eso cuando la estorbo me lo dice con cariño, y porque creo también que mezclar todo esto con mi rebeldía en televisión (justificada y fundamentada: por algo se disculparon a toda prisa) es de una mezquindad y una vileza que, tratándose de cierta prensa, ya no debería sorprenderme, pero, la verdad, todavía me sorprende y entristece, sobre todo porque detrás de ellas se agazapan personas que hacen alarde de su innata decencia, confundiendo decencia con soberbia y envidia.

LA DEDICATORIA

Yo quería dedicarle mi nuevo libro, El canalla sentimental, a Martín. No lo dudaba. Se lo merecía.

Martín es mi amante argentino, el hombre que más he querido. En realidad se llama Luis Martín. Pero en la novela lo llamo Martín como a Sandra, la mujer que más he amado, la llamo Sofía.

Le dije a Luis que quería dedicarle el libro pero no sabía qué escribir porque mis dedicatorias rozaban siempre la cursilería. Le dije que había pensado escribir: a Luis, a Luisito, a Lulito, a Pipito, a Popito, a Popi, a Lulini, a Luli, a vos, a mi chico, a L. Porque generalmente en la intimidad le digo Pipito, Popi o Lulito. Casi nunca le digo Luis, sólo se lo digo cuando estoy molesto, del mismo modo que él sólo me dice Jaime si está furioso, porque lo usual es que me diga Jaimín.

La opción que descartamos fue a L. Parecía cobarde, una manera de encubrir su identidad masculina y sugerir que podía ser mujer.

Decidimos que lo apropiado era simplemente a Luis. Nada más. Ningún añadido de esos que me salen tan cursis: que me enseñó el amor, que me hizo hombre, que me hizo su aparato (porque Luis suele decir que soy un aparato, es decir, alguien bochornoso, impresentable). Así quedó escrito en la primera versión que le mandé a Ana a Barcelona: a Luis.

No había duda de que el libro era en gran parte suyo porque cuenta la tensa intimidad, los malentendidos cómicos y los enredos sentimentales entre Martín (o sea Luis), Sandra (o sea Sofía, mi ex esposa y la madre de mis hijas), Jaime Baylys (escritor mediocre, perezoso e itinerante, o sea yo) y nuestras hijas Camila y Paola.

Les pregunté a Cami y Paoli si preferían cambiar sus nombres o si podía dejarlos en la novela. Camila me dijo que prefería llamarse Camila y que si le cambiaba de nombre sería una estupidez porque todo el mundo sabría que era ella igual. Paola me dijo que le gustaba Isabela pero que también le gustaba Lola y como yo nunca le digo Paola sino Lola o Lolita, me pareció mejor llamarla Lola porque así la reconozco más.

Luego todo se jodió porque al final todo se jode siempre, es la vida.

Luis había venido a Miami con la promesa de quedarse tres meses, todo el verano, harto de su madre, su familia y el frío de Buenos Aires. Lo traje en primera clase, como merecía. Acomodé la casa para él. Tenía la ilusión de que pudiésemos pasar el verano juntos. Pero a las tres semanas decidió que quería irse un mes a Europa con su madre (de quien solía quejarse cuando estaba en Buenos Aires). No me opuse. Organicé y financié parte del viaje. Pero me dolió. Sentí que Luis era demasiado frívolo, inestable y caprichoso y que no le interesaba tanto estar conmigo sino viajar por el mundo. No entendía cómo podía dejarme a poco de haber llegado e irse con su madre a Europa. Lo dejé ir, disimulando mi fastidio, pero cuando se fue, sentí que algo se había roto.

Me quedé triste, pero también aliviado, porque me gusta estar solo y Luis estaba todo el día limpiando obsesivamente la casa, ordenando la ropa, comprando ropa, viendo programas de concursos de diseñadores de ropa, reprochándome mi desinterés en el sexo. Sentí que había recuperado mi libertad, el silencio, las ganas de hacer lo que quisiera sin negociar con él ni darle explicaciones a nadie. Me sentí libre y raramente feliz. Y tal vez por eso empecé a tomar pastillas para dormir y antidepresivos. Y fueron un mes o dos de inmensa felicidad porque dormía muchísimo, diez o doce horas diarias, cada vez con más pastillas, y no extrañaba nada a Luis. Entonces llegué a una conclusión egoísta y definitiva: así es como quiero vivir mi vida, a solas y en silencio y sin justificarme ante nadie.

Entonces, ya Luis de vuelta en Buenos Aires y con ganas de volver pronto a Miami, le escribí diciéndole que quería vivir solo y que fuésemos amigos, de vernos a menudo y tocarnos si nos apetecía, pero nada de novios, pareja convencional o maridos. Porque él a veces hablaba de mí como mi marido y eso me aterraba. Y porque solía contar los días que pasábamos alejados como si fuesen un crimen: ¡hace dos meses que no nos vemos!

Luis lo tomó mal, como era previsible, y me dijo que si no quería ser su novio ni vivir con él, no quería ser mi amigo ni verme nunca más.

La noche que me escribió eso, que no le interesaba ser mi amigo ni verme nunca más, era la última para mandar la versión final con las correcciones definitivas a Barcelona para El canalla sentimental. Pensé: si Luis no quiere ser mi amigo, no merece la dedicatoria. Porque una dedicatoria es para toda la vida y él decía que no quería verme más. Lo dudé mucho, porque sentí que estaba ofuscado y me iba a arrepentir si le quitaba la dedicatoria prometida, pero a última hora, seis de la mañana en Miami, mediodía en Barcelona, mandé las correcciones con una nueva dedicatoria: a Lola.

Elegí a mi hija menor por varias razones, aunque no tendría que enumerarlas, bastaría con decir que es mi hija y la amo. Pero mi último libro se lo había dedicado a Mercedes, la empleada doméstica de mis hijas, y el anterior a Camila (que me enseñó a amar), y nunca le había dedicado uno a Lola, que es tan seca y comedida para demostrarme su amor, pero que siempre que le pregunto si preferiría tener un papá más normal que yo, me dice: No, estás loco.

Y sentí algo tan simple como esto: que mi amor por Lola era para toda la vida y mi amor por Luis estaba en duda porque no le interesaba ser mi amigo. Digamos que ese correo suyo (y el viaje caprichoso con su madre) cambiaron la dedicatoria.

Después se lo dije a Luis y me dijo que era una traición, que le había clavado un puñal, que era algo muy feo prometerle una dedicatoria y luego quitársela. Y dijo que él se merecía el libro mucho más que Lola (lo que me pareció discutible) y que nunca olvidaría esa mezquindad, esa humillación.

El otro día llegó el libro a la casa. No me gustó la portada: un cocodrilo llorando. Pero el título me gusta, El canalla sentimental, una frase que le robé a Borges, que en alguna entrevista decía admirar al canalla sentimental, aquel rufián desalmado que mataba sin compasión a sus enemigos y luego llegaba a su casa y daba de comer alpiste amorosamente al canario.

No quise leer el libro. Nunca leo mis libros. Me aburren, me parecen malos, infinitamente malos comparados con una novela de Cercas (sobre todo La velocidad de la luz), o de Coetzee (sobre todo Desgracia) o de Gina Montaner, que pronto publicará La mala fama, una novela admirable y conmovedora que deben leer.

A minutos de recibir el libro del mensajero y mirar con cierta reticencia la portada (demasiado juguetona para mi gusto), leí un mail de Luis lleno de amargura, reprochándome pequeñas cosas, peleando de nuevo por nimiedades. Y entonces sentí que había acertado, que la novela le correspondía a Lola y no a él, porque Luis seguía furioso debido a que yo no quería ser su novio sino verlo de vez en cuando, sin renunciar a mi libertad.

Entonces, cruelmente y con toda mala intención, le escribí: Acabo de leer tu mail y enseguida llegó el libro de España y sentí que la dedicatoria quedó perfecta a Lola. Besos, besos.

Cuando estaba editando en la tele de Miami, sonó el celular. Era Luis. Como siempre, puse altavoz para evitar el cáncer. Me dijo: Me has destruido el corazón y cortó. César y Eleazar, mis editores, me miraron y se quedaron callados. No dije nada. Seguimos editando.

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