1/5/08

HUMO EN LA CIUDAD

Los doctores en Miami me dijeron que, teniendo los pulmones infectados y un cuadro agudo de asma, no debía viajar a Buenos Aires. Les pregunté: ¿Quién no está infectado? ¿Se puede vivir no infectado? ¿No soy yo mismo una infección?

La doctora en Lima me hizo un dibujo atropellado para explicarme que la parte inferior de mis pulmones aparecía negra en las placas, como si fuera un veterano fumador, y que, si no conseguíamos limpiarla con un ataque de antibióticos, tendríamos que extirparla para evitar un cuadro canceroso. Dijo también que sólo estaba usando la mitad superior de mis pulmones y que por eso me faltaba aire y cuando salía a correr por el parque me pasaban caminando las señoras mayores, una humillación que yo mismo le había relatado: Corro tan despacio, doctora, que me pasa la gente caminando. La doctora me pidió que cancelara el viaje a Buenos Aires.

Pero todos esos doctores amables, a quienes no he pagado haciéndoles creer que ya les pagará el seguro cuando en realidad no estoy asegurado, no sabían que, infectado o no, tenía que viajar a Buenos Aires para celebrar que Martín cumplía treinta años, treinta años que por su cara de bebé parecen veinte (y por eso a veces algunas señoras despistadas me preguntan si es mi hijo), treinta años de los cuales yo lo he tenido conmigo los últimos seis, porque antes él salía con chicas lindas que querían ser cantantes famosas.

Le había prometido a Martín que daríamos una fiesta peligrosa y excesiva, como supongo que tienen que ser las buenas fiestas, para celebrar sus treinta años que parecen veinte (y que son trece menos que los míos) y ningún doctor ávido por esquilmarme ni mancha negra en mis pulmones me privaría del placer de verlo bailar extasiado toda la noche, lleno de mojitos y estimulantes, que es, por cierto, el único modo en que bailamos, dada mi bochornosa impericia para bailar: Martín dando saltos como un lunático y yo sentado, mirándolo no menos extasiado, saltando imaginariamente con él y bebiendo champagne rosado dulzón.

Saliendo de Ezeiza al amanecer, un viento helado me recordó que había llegado el otoño: cuatro grados, decían los locutores en la radio.

Martín estaba despierto cuando llegué, duchándose porque tenía que ir al médico (él y yo vamos al médico todas las semanas, sólo que él les hace caso), y, apenas se vistió, me enseñó las ventanas herméticas alemanas que habían instalado en la sala y los cuartos, para protegernos del frío y neutralizar los ruidos de la calle. En la cocina, sin embargo, seguía la ventana vieja e inútil de siempre, tan oxidada que no podía cerrarse. No la habían cambiado por decisión de la arquitecta, que convenció a Martín de hacer unas reformas y achicar el tamaño de la ventana. Cuánto habríamos de lamentarnos de no cambiarla (la ventana o la arquitecta) los días siguientes.

Como la ventana de la cocina seguía sin poder cerrarse y el frío se colaba por sus rendijas, manteníamos cerrada la puerta de la cocina para que la crudeza del otoño no se sintiera en todo el departamento, lo que nos permitía vivir en tres temperaturas: la de mi cuarto, muy cálida; la de la cocina, helada; y la del resto del departamento, tibia para Martín, algo fría para mi gusto.

Una madrugada desperté ahogándome. No podía respirar. Pensé que era la enfermedad que había vuelto para estropearme la fiesta. Salí de mi cuarto. No supe dónde estaba. No podía ver qué había en la sala, dónde estaban las cosas: todo estaba cubierto y difuminado por el humo, una densa nube de humo que se había filtrado por la ventana de la cocina y, como Martín había olvidado cerrar la puerta de la cocina al irse a dormir, había invadido todo el departamento, escamoteando de nuestra visión el lugar habitual de las cosas, confundiéndonos en la inquietante ambigüedad de la niebla, que nunca se sabe de dónde viene ni dónde termina. Me asusté. Corrí a despertar a Martín. Le dije: Se está quemando el edificio, salgamos rápido. Martín se puso unas zapatillas y salió corriendo. No tuve que cambiarme porque, como es común en mí, había dormido con ropa de calle y zapatos. Me puse un saco y salí detrás de Martín. Bajé a toda prisa las escaleras llenas de humo. A salir a la calle, advertí con perplejidad que el humo estaba en todas partes: en la vereda y sobre la pista de antiguos adoquines y envolviendo los autos y sobre las copas de los árboles y en las canchas de tenis y escondiendo la luz del semáforo y borrando los suaves contornos del rostro de Martín, que, demudado, parecía un fantasma en ropa de dormir. Podría haber sido un momento romántico, si yo no hubiera empezado a toser.

¿De dónde venía todo ese humo? ¿Qué dioses sañudos nos lo habían mandado? ¿Qué se había quemado o seguía quemándose para que tanto humo se instalara sobre la ciudad, esparciéndose por calles y plazas, entrometiéndose en las casas, penetrando las fosas nasales, infectándonos sin compasión? Recordé lo que les dije a los doctores: ¿Quién no está infectado de algo? El humo había llegado para infectarnos a todos.

Ya era tarde. Ya el departamento había sido colonizado por el imperio del humo. Me puse la mascarilla que uso en los aviones, me eché en la cama y me enteré, viendo la televisión, del origen del humo: alguien había quemado miles de hectáreas en las afueras de la ciudad, obligándonos, deliberada o accidentalmente, casi da igual, a respirar un aire viciado, pestilente, tóxico, aunque a la mañana ciertos diarios asegurasen que el humo no hacía daño, sólo fastidiaba.

Pero a mí, aun con la mascarilla puesta, no me dejaba respirar, lo que quizá era menos culpa del humo que de la mascarilla. Lo cierto es que estaba asfixiándome. Y además discutíamos con Martín, porque yo le decía que si hubiese cambiado la ventana de la cocina no estaríamos tragando humo.

En un momento de angustia fui a la clínica y dije que no podía respirar y pedí que me durmieran y me hicieran respirar de un balón de oxígeno.

Cuando desperté, ya era el cumpleaños de Martín. Le di un abrazo y nos fuimos caminando, yo todavía sedado. El humo seguía allí, pero ya uno se acostumbraba y tal vez hasta lo disfrutaba, como si tuviese una cualidad literaria, como si una ciudad hecha de gente borrada por el humo fuese por eso mismo un lugar propicio para vivir y morir, como si aquella nube maloliente y gris no fuese otra cosa que el recuerdo impertinente de que todos somos también grises y malolientes.

Martín sugirió que cancelásemos la fiesta, pero yo me negué. El humo la hará inolvidable, le dije. Aquella noche Martín bebió todos los mojitos que pudo y yo me quité la mascarilla con la que recibía a los invitados para beber champagne rosado dulzón hasta emborracharme como hacía mucho que no me emborrachaba. Y en algún momento uno de los jóvenes que ponían la música no tuvo mejor idea que disparar una ráfaga de humo sobre la pista de baile. Y Martín estalló en una carcajada al ver que esa ráfaga de humo vino directamente hacia donde yo estaba sentado. Y luego, al verme toser en medio del humo de pastizales quemados y artificios de discoteca, se molestó tanto que cogió la tijera con la que su amigo Nico cortaba las pastillas estimulantes, subió al segundo piso y le dijo al chico que ponía la música que si volvía a dispararme humo lo mataría con esa tijera. Y cuando vino a bailar de nuevo a mi lado lo besé entre tanto humo, sin estar seguro de que era él.

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