1/5/08

MIGUELITO

La señora D vive sola en una casa grande con muchos cuartos que eran de sus hijos, que ahora ya no están porque se casaron o se fueron a otros países.

La señora D no se siente sola porque es atendida risueña y amorosamente por dos jóvenes a su servicio, Lucy y Manuel, que se conocieron en esa casa y ahora están enamorados y han anunciado que pronto se casarán en una iglesia que todavía están buscando, lo que hace muy feliz a la señora D, que los quiere como si fueran sus hijos y que tal vez dejaría de quererlos como si fueran sus hijos si se casaran civilmente y no bendecidos por la religión que tanto la ha confortado a ella.

La señora D está llena de amor. Ama a su Creador, el Altísimo, cuya casa visita cada mañana antes de desayunar y a quien a veces, al elevar una plegaria, llama Flaquito, Papito o Cholito, pues son ya muchos años de encendidas pláticas con Él y es casi natural que de tan antigua familiaridad surja ese trato de confianza, salpicado de diminutivos afectuosos. Ama a su esposo, que ya no está, a quien imagina en el Cielo, gozando de la paz que le fue esquiva entre nosotros. Ama a sus hijos, a todos sus hijos, aunque comprensiblemente ama de un modo más parejo y consistente a aquellos hijos que comparten su fe religiosa y de un modo más atormentado, pero no por eso menos intenso, a cierto hijo díscolo que, poseído por la soberbia, ese venenillo que le inocula el Diablo en su astucia infinita, se declara agnóstico y se burla del cardenal. Ama a sus empleados domésticos, a los que suele bautizar, confirmar y educar en el camino de la santidad, un camino que ella ha recorrido sin desmayar. Ama a las cajeras del supermercado, a las vecinas pedigüeñas, a los tullidos que la esperan después de misa, al presidente converso, a sus amigas del colegio, a todos los habitantes del país que la vio nacer y del que nunca quiso irse. Y últimamente ama a Miguelito, con quien desayuna, almuerza y cena todos los días.

Miguelito es un pollo pálido y amarillento que nació hace dos meses y llegó a esa casa en compañía de sus cuatro hermanos, metidos todos en una caja de cartón. Uno de los hijos de la señora D tenía que viajar y le pidió a su madre que cuidara a los pollos mientras él estuviera de viaje. La señora D aceptó encantada, sin saber que en pocos días morirían de hambre, frío o tristeza cuatro de los cinco pollos, los que fueron enterrados en ceremonia laica, exenta de rezos, en el jardín de la casa.

Sólo uno sobrevivió, Miguelito. La señora D pensó que también moriría, pues no quería comer, temblaba y caminaba a duras penas. Estaba deprimido, asegura ahora la señora D, acariciándolo en su regazo. Entonces decidió amarlo sin reservas, adoptarlo como si fuera un hijo más. Lo llamó Miguelito, en un acto de amor a uno de sus hijos, que tan feliz la hacía, un muchacho bondadoso, de gran corazón, que la llenaba de besos y regalos y la hacía reír como ella nunca había imaginado que una señora podía reírse, tanto que pensaba que esas risas podían estar reñidas con el ejercicio adusto de la fe. Lo llevaba a misa en su cartera, lo hacía dormir a sus pies (pues Miguelito se rehusaba a dormir en la alfombra y trepaba a la cama), le rezaba el angelus, le cantaba avemarías y hasta lo dejaba picotearle el rosario, le disparaba aire caliente con la secadora y lo sentaba en su regazo cuando comía. Pero Miguelito no mostraba interés en comer.

Hasta que un día la señora D vino a descubrir accidentalmente lo que Miguelito quería comer, aquello que le salvaría la vida y lo haría crecer hasta convertirse en un pollo robusto y trepador, que no se resignaba a vivir a ras del suelo y saltaba a los zapatos de su protectora y escalaba luego hasta sus faldas. Harta de tantas polillas en su cuarto, cogió un matamoscas y aplastó a una sin misericordia. Tan pronto como los restos de ese bicho alado y marrón cayeron en la alfombra, Miguelito corrió jubiloso hacia ellos y los devoró con una determinación que la señora D no había visto nunca en él. Entonces siguió matando polillas y viendo a Miguelito comérselas sin vacilar. Esto cambió la vida del pollo, que empezó a engordar y crecer, como cambió también las de la señora D y Lucy y Manuel, que ahora pasan horas cazando polillas con matamoscas.

A la noche, antes de meterse en la cama, la señora D se obliga a matar diez polillas. Para evitar que Miguelito se las coma al caer, lo encierra en el baño y lo oye piar con un desgarro que la conmueve. Pero ella necesita matar diez polillas para meterlas luego a la pequeña refrigeradora de su cuarto y estar segura de que, al despertar, cuando Miguelito salte de la cama, podrá servirle un desayuno fresco y reparador, consistente en diez polillas refrigeradas, que él comerá sin hacer ascos, aunque sin duda preferiría comerlas “fresquitas”, como dice la señora D, es decir, recién emboscadas y machucadas.

Uno de sus hijos le ha dicho a la señora D que es una locura que lleve a Miguelito a misa en su cartera, que rece el rosario con él, que le sirva diez polillas heladas cada mañana. Pero la señora D le ha contestado que ella quiere a Miguelito como si fuera su hijo, que es un pollito muy sufrido que no conoció a su madre y vio morir a sus cuatro hermanos y que nada de malo tiene amarlo como ella ama a ese pollo con ínfulas humanas.

Como nadie está libre de ganarse enemistades, Miguelito las tiene también, y son las palomas del barrio que, apenas ven que le sirven a ese pollo mimado sus bichos acompañados de maíz, arroz y pan (lo que varía según las instrucciones que da la señora D: sírvanle pan con polilla a Miguelito o sírvanle polilla con arroz para que no se aburra), bajan impacientes, lo asustan a aletazos, alejándolo del plato, y se disputan esa comida que no era para ellas.

Al ver a aquellas palomas comiéndose la comida de su Miguelito adorado, la señora D no ha dudado en subir al cuarto de su marido que ya falleció, sacar la escopeta, meterle dos cartuchos, apuntar desde la ventana y descargar una lluvia de plomo sobre ellas. Nunca imaginó la señora D, declarada enemiga de las armas y la violencia, que sentiría tanta felicidad matando palomas.

Ahora, todas las tardes, después de alimentar a su Miguelito en el comedor de la casa (pues en el jardín el pobre se trauma al ver una paloma y pierde el apetito), la señora D le pide a Lucy que lleve a Miguelito a dormir la siesta, saca la escopeta, se sienta en la terraza y espera pacientemente a que alguna paloma se pose sobre las ramas de los árboles del jardín. Cuando eso ocurre, se encomienda al Creador, apunta a la paloma, dispara, siente un ramalazo de euforia al ver la explosión de plumas volando por los aires y dice, encantada:

-Una cagona menos.

Luego manda a Manuel a recoger la paloma muerta y arrojarla por encima de la pared a la casa del vecino.

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