El vuelo de Miami a Dallas sale a las siete de la mañana. No he dormido nada en casa. Mi asiento está en clase económica. Hace mucho que no viajo en económica, pero la tarifa de ejecutiva era brutal y me entró un arrebato de avaricia y me resigné a comprar en económica. Pido que me pasen a ejecutiva, sonrío con mi mejor cara de famoso, pero es en vano porque mi tarjeta dorada en American ha expirado hace dos años y no tengo derecho a pedir ningún privilegio.
Ahora estoy en la fila diez y no puedo recordar la última vez que viajé en económica, han pasado muchos años desde aquella tortura cruel, pero la sensación de encogerse en ese asiento duro y angosto y limitar tan cercana y olorosamente con otras personas me provoca una crisis de angustia, ganas de salir huyendo de vuelta a casa y la tardía certeza de que no debí ahorrarme ese dinero. Ya es tarde. Ya estoy atrapado. Debo preservar la calma y procurar dormir.
Para ello no dudo en tragar varios klonopin, xanax y stilnox con el juguito de manzana que he comprado antes de subir, en previsión de que las azafatas de American no me darán ni un maní partido por la mitad ni un vaso de agua, como en efecto ocurrió. El efecto sedante de las pastillas resulta en este caso inútil: en la fila delantera hay tres bebés con sus respectivas madres, que no se distinguen por su carácter taciturno ni su austeridad verbal, y a mi lado se expande un gordo de olores rancios y avinagrados, que puede no haberse bañado en dos días o más, obstinado en leer un periódico en inglés lo bastante ancho como para que sus páginas invadan mi diminuto espacio de viajero pobretón, y en la fila once, justo detrás, tres señoras muy maquilladas y excesivamente peinadas no paran de hablar desde que se sientan hasta que bajan del avión, de un modo compulsivo, enfermizo, irritante, saltando de un tema a otro sin la menor coherencia o fluidez, llenando con pavor el más breve, levísimo silencio: es el tipo de gente que cree que la felicidad consiste en viajar en grupo y hablando sin parar de cualquier cosa pero con un cierto frenesí que roza la demencia pura. Por más pastillas que trago, no consigo evadir la realidad y me siento un rehén de esos bebés chillones y ese gordo apestoso que me arrima su periódico y esas tres señoras parlanchinas que deberían, si no morirse juntas de golpe, por lo menos quedar mudas o mejor sordomudas, si hubiera un Dios impartiendo justicia en esta vida.
Son tres largas horas a Dallas en las que odio a esas personas, a la especie humana en general, a la costumbre majadera que tengo de viajar aun si no es necesario y al ataque de tacañería que me inhibió de comprar el boleto en ejecutiva (la diferencia eran cinco mil dólares y me pareció una frivolidad gastar tanta plata solo por ir en un asiento levemente más ancho y mullido, porque la clase ejecutiva de American es, según definición de mi hija Lola, que la probó recientemente de París a Miami, una caca pura).
Al llegar a Dallas, a duras penas puedo caminar porque he tomado tantas pastillas y no he dormido y entonces pierdo la noción del equilibrio y camino como un borracho, zigzagueando, arrastrando mi maletín negro, con una sola idea obsesiva, la de encontrar una tienda donde vendan cojines y almohadas que me permitan hacer menos incomodo el segundo vuelo que me espera, las cuatro horas hasta Vancouver, British Columbia, donde se han ido a vivir, valiente y admirablemente, mi hermano Javier, su bella mujer Nicole y la hija alucinantemente feliz y adorable que tienen, la princesa Joanne, que, preguntada que le gustaría ser cuando sea grande, no vacila en responder, con toda naturalidad: Reina. Que es lo que ya es, una reina, la Niña más encantadora, refinada, amorosa y perspicaz que pueda uno imaginar.
En un inesperado golpe de fortuna, encuentro por los pasillos del aeropuerto de Dallas, por los que me arrastro dando lástima, como si fuera un escritor borracho y fracasado, cuando solo soy un escritor fracasado, una tienda que es el paraíso mismo: Brookstone, en la que venden toda clase de objetos y artilugios para que la vida sea más suave, mullida y placentera. Con enorme placer, y coqueteando levemente con el vendedor tejano que me recuerda que por suerte no todo tejano es un vaquero recio, compro sin dudar tres cojines, dos almohadas, una manta, unas pantuflas y un antifaz, de modo que si no me suben a ejecutiva porque mi tarjeta ha expirado poco antes de que expire American como línea aérea, al menos convertiré mi asiento de clase económica en uno casi tan cómodo o más que el de ejecutiva, a fuerza de ponerle cojines para las posaderas, la espalda, la nuca, almohadas flexibles y mantas de una suavidad que mis hijas y yo describimos, sin razón alguna, por amor a esa palabra, como de parafina. Pues la inversión resulta altamente provechosa: una vez colocados los cojines, desplegadas las mantas y almohadas y agazapada mi identidad tras el antifaz, y por supuesto tras tomarme otra sobredosis de sedantes que los médicos me han prohibido y podrían hacerme llegar cadáver a Vancouver (lo que tendría la belleza poética de que mis familiares puedan decir que me mató viajar en económica después de tantos años desacostumbrado a ese flagelo), me hundo en un sueño profundo, abismal, que me devuelve al útero materno y borra mi memoria, mi identidad y la más vaga consciencia de quien soy y qué diablos hago en ese avión que acaba de aterrizar en Vancouver.
Estoy tan felizmente dopado cuando salgo del avión cargando mis cojines, almohadas y mantas qué, cuando el funcionario de migraciones me pregunta que he venido a hacer en Canadá, respondo, la boca pastosa, la mente en blanco: No sé, no me acuerdo. El funcionario se inquieta y me pregunta dónde me hospedaré. Le digo que no recuerdo el nombre del hotel. Me pregunta a qué me dedico. Le digo: solía ser escritor, pero ahora soy adicto a los painkillers. Me pide que me quite el sombrero y los anteojos oscuros, escudriña con desconfianza mi ojos embobados y me pregunta si estoy enfermo. Le digo que por supuesto, cómo podría no estar enfermo después de viajar siete horas en esa mazmorra que es la clase económica y que lo que necesito es dormir para recordar quién soy y a qué he venido a Vancouver. Se ríe. y me dice bienvenido a British Columbia.
Saliendo del aeropuerto, y para redimirme de mi avaricia aérea, me subo a una limosina y le digo a Indy, el conductor hindú, el nombre del hotel y voy medio dormido, medio alucinado, mirando la ciudad más linda que han visto nunca mis ojos miopes y fatigados, sin saber que los días que me esperan en Vancouver, con Javi, Nicole y Joanne puede que califiquen entre los mas felices de mi vida, paseando en limo, montando en bicicleta por Stanley Park, admirando los paisajes sobrecogedores, comprando juguetes para Joanne y recordando para qué vine a la lejana Vancouver: para sentir el orgullo y la felicidad de tener a un amigo como el gran Javier Bayly, arquitecto, escritor, pintor, ciclista, fotógrafo, aventurero, amante de su bella Nicole y padre devoto de su Joancita, y uno de los hombres más buenos y nobles que he conocido, que por suerte resulta siendo, además, mi hermano menor.
Viajaría diez horas o doce horas en económica y sin cojines ni almohadas para darme la felicidad de estar de nuevo con ellos en unos meses. Y que se sepa bien lo que ya sabían Pepe Valle Riestra y el Chino de Romaña, que sabiamente aconsejaron a Javier: que Vancouver ha de ser la ciudad más bella y acogedora del mundo, al menos mirada desde el apartamento de Javi y Nicole, con vista al parque y el mar hechicero y los barcos que surcan esas aguas que por heladas mis pies no tocarán jamás.
LA DEDICATORIA
Yo quería dedicarle mi nuevo libro, El canalla sentimental, a Martín. No lo dudaba. Se lo merecía.
Martín es mi amante argentino, el hombre que más he querido. En realidad se llama Luis Martín. Pero en la novela lo llamo Martín como a Sandra, la mujer que más he amado, la llamo Sofía.
Le dije a Luis que quería dedicarle el libro pero no sabía qué escribir porque mis dedicatorias rozaban siempre la cursilería. Le dije que había pensado escribir: a Luis, a Luisito, a Lulito, a Pipito, a Popito, a Popi, a Lulini, a Luli, a vos, a mi chico, a L. Porque generalmente en la intimidad le digo Pipito, Popi o Lulito. Casi nunca le digo Luis, sólo se lo digo cuando estoy molesto, del mismo modo que él sólo me dice Jaime si está furioso, porque lo usual es que me diga Jaimín.
La opción que descartamos fue a L. Parecía cobarde, una manera de encubrir su identidad masculina y sugerir que podía ser mujer.
Decidimos que lo apropiado era simplemente a Luis. Nada más. Ningún añadido de esos que me salen tan cursis: que me enseñó el amor, que me hizo hombre, que me hizo su aparato (porque Luis suele decir que soy un aparato, es decir, alguien bochornoso, impresentable). Así quedó escrito en la primera versión que le mandé a Ana a Barcelona: a Luis.
No había duda de que el libro era en gran parte suyo porque cuenta la tensa intimidad, los malentendidos cómicos y los enredos sentimentales entre Martín (o sea Luis), Sandra (o sea Sofía, mi ex esposa y la madre de mis hijas), Jaime Baylys (escritor mediocre, perezoso e itinerante, o sea yo) y nuestras hijas Camila y Paola.
Les pregunté a Cami y Paoli si preferían cambiar sus nombres o si podía dejarlos en la novela. Camila me dijo que prefería llamarse Camila y que si le cambiaba de nombre sería una estupidez porque todo el mundo sabría que era ella igual. Paola me dijo que le gustaba Isabela pero que también le gustaba Lola y como yo nunca le digo Paola sino Lola o Lolita, me pareció mejor llamarla Lola porque así la reconozco más.
Luego todo se jodió porque al final todo se jode siempre, es la vida.
Luis había venido a Miami con la promesa de quedarse tres meses, todo el verano, harto de su madre, su familia y el frío de Buenos Aires. Lo traje en primera clase, como merecía. Acomodé la casa para él. Tenía la ilusión de que pudiésemos pasar el verano juntos. Pero a las tres semanas decidió que quería irse un mes a Europa con su madre (de quien solía quejarse cuando estaba en Buenos Aires). No me opuse. Organicé y financié parte del viaje. Pero me dolió. Sentí que Luis era demasiado frívolo, inestable y caprichoso y que no le interesaba tanto estar conmigo sino viajar por el mundo. No entendía cómo podía dejarme a poco de haber llegado e irse con su madre a Europa. Lo dejé ir, disimulando mi fastidio, pero cuando se fue, sentí que algo se había roto.
Me quedé triste, pero también aliviado, porque me gusta estar solo y Luis estaba todo el día limpiando obsesivamente la casa, ordenando la ropa, comprando ropa, viendo programas de concursos de diseñadores de ropa, reprochándome mi desinterés en el sexo. Sentí que había recuperado mi libertad, el silencio, las ganas de hacer lo que quisiera sin negociar con él ni darle explicaciones a nadie. Me sentí libre y raramente feliz. Y tal vez por eso empecé a tomar pastillas para dormir y antidepresivos. Y fueron un mes o dos de inmensa felicidad porque dormía muchísimo, diez o doce horas diarias, cada vez con más pastillas, y no extrañaba nada a Luis. Entonces llegué a una conclusión egoísta y definitiva: así es como quiero vivir mi vida, a solas y en silencio y sin justificarme ante nadie.
Entonces, ya Luis de vuelta en Buenos Aires y con ganas de volver pronto a Miami, le escribí diciéndole que quería vivir solo y que fuésemos amigos, de vernos a menudo y tocarnos si nos apetecía, pero nada de novios, pareja convencional o maridos. Porque él a veces hablaba de mí como mi marido y eso me aterraba. Y porque solía contar los días que pasábamos alejados como si fuesen un crimen: ¡hace dos meses que no nos vemos!
Luis lo tomó mal, como era previsible, y me dijo que si no quería ser su novio ni vivir con él, no quería ser mi amigo ni verme nunca más.
La noche que me escribió eso, que no le interesaba ser mi amigo ni verme nunca más, era la última para mandar la versión final con las correcciones definitivas a Barcelona para El canalla sentimental. Pensé: si Luis no quiere ser mi amigo, no merece la dedicatoria. Porque una dedicatoria es para toda la vida y él decía que no quería verme más. Lo dudé mucho, porque sentí que estaba ofuscado y me iba a arrepentir si le quitaba la dedicatoria prometida, pero a última hora, seis de la mañana en Miami, mediodía en Barcelona, mandé las correcciones con una nueva dedicatoria: a Lola.
Elegí a mi hija menor por varias razones, aunque no tendría que enumerarlas, bastaría con decir que es mi hija y la amo. Pero mi último libro se lo había dedicado a Mercedes, la empleada doméstica de mis hijas, y el anterior a Camila (que me enseñó a amar), y nunca le había dedicado uno a Lola, que es tan seca y comedida para demostrarme su amor, pero que siempre que le pregunto si preferiría tener un papá más normal que yo, me dice: No, estás loco.
Y sentí algo tan simple como esto: que mi amor por Lola era para toda la vida y mi amor por Luis estaba en duda porque no le interesaba ser mi amigo. Digamos que ese correo suyo (y el viaje caprichoso con su madre) cambiaron la dedicatoria.
Después se lo dije a Luis y me dijo que era una traición, que le había clavado un puñal, que era algo muy feo prometerle una dedicatoria y luego quitársela. Y dijo que él se merecía el libro mucho más que Lola (lo que me pareció discutible) y que nunca olvidaría esa mezquindad, esa humillación.
El otro día llegó el libro a la casa. No me gustó la portada: un cocodrilo llorando. Pero el título me gusta, El canalla sentimental, una frase que le robé a Borges, que en alguna entrevista decía admirar al canalla sentimental, aquel rufián desalmado que mataba sin compasión a sus enemigos y luego llegaba a su casa y daba de comer alpiste amorosamente al canario.
No quise leer el libro. Nunca leo mis libros. Me aburren, me parecen malos, infinitamente malos comparados con una novela de Cercas (sobre todo La velocidad de la luz), o de Coetzee (sobre todo Desgracia) o de Gina Montaner, que pronto publicará La mala fama, una novela admirable y conmovedora que deben leer.
A minutos de recibir el libro del mensajero y mirar con cierta reticencia la portada (demasiado juguetona para mi gusto), leí un mail de Luis lleno de amargura, reprochándome pequeñas cosas, peleando de nuevo por nimiedades. Y entonces sentí que había acertado, que la novela le correspondía a Lola y no a él, porque Luis seguía furioso debido a que yo no quería ser su novio sino verlo de vez en cuando, sin renunciar a mi libertad.
Entonces, cruelmente y con toda mala intención, le escribí: Acabo de leer tu mail y enseguida llegó el libro de España y sentí que la dedicatoria quedó perfecta a Lola. Besos, besos.
Cuando estaba editando en la tele de Miami, sonó el celular. Era Luis. Como siempre, puse altavoz para evitar el cáncer. Me dijo: Me has destruido el corazón y cortó. César y Eleazar, mis editores, me miraron y se quedaron callados. No dije nada. Seguimos editando.
13/9/08
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Buena decision, "A Lola" nadie lo tendria mejor merecido.
Bss
Publicar un comentario