El avión desciende sobre las arenas de Lima mientras despunta el amanecer. No he dormido. He leído un libro bellísimo, El olvido que seremos, de un escritor colombiano, Héctor Abad Faciolince, al que conocí en Bogotá hace años, una noche lluviosa a la salida del teatro. Me ha conmovido tanto que me ha hecho llorar. Lo he leído con la mascarilla blanca que me dio la doctora cubriendo mi nariz y mi boca para no contaminarme con los miles de bichos invisibles que, según ella, pululan por la cabina helada del avión y saltan de un pasajero a otro, infectándonos a todos.
-¿Llevas una vida saludable? -me preguntó la doctora.
-Sí -respondí-. No fumo, no tomo alcohol, no como mucha grasa, camino todas las tardes por el parque.
-¿Con qué frecuencia viajas? -preguntó.
-Todos los fines de semana -respondí.
-Entonces no llevas una vida saludable -sentenció.
-¿Por qué? -pregunté, sorprendido.
-Porque los aviones están repletos de gérmenes y bacterias que viven allí y recirculan por toda la cabina. Si quieres llenar de bichos tus vías respiratorias, súbete a un avión. Los aviones te están matando.
Le expliqué que no puedo dejar de volar con tanta frecuencia porque he firmado unos contratos que debo cumplir, aunque me llene de bichos.
-Entonces vas a viajar siempre con la mascarilla puesta -dijo ella.
El problema de viajar con la mascarilla puesta es que las azafatas y los pasajeros te miran con lástima y repugnancia y se mantienen a prudente distancia. Bien mirado, quizá no sea un problema.
-¿Estás enfermo? -me preguntó una azafata, mientras colocaba la bandeja con la comida en la mesa plegable del asiento vecino, que por suerte estaba desocupado.
-Sí -le dije.
-¿Qué tienes? -preguntó.
-Siento que estoy en el cuerpo equivocado -le dije.
Me miró alarmada y tuvo el buen juicio de no hacer más preguntas.
No es que quiera ser mujer o que me disgusten mis colgajos. Es que todo mi cuerpo –la panza obscena, la penosa flacidez, las cavernas estropeadas, las canas púbicas que no cubriré de tinte– me parece un error, un cuerpo equivocado.
Héctor Abad dice en ese libro admirable que el alma no es inmortal, es tan mortal como el cuerpo y a veces se muere antes que el cuerpo. Puede que sea mi caso. Tal vez nunca tuve alma. Tal vez nací desalmado, no lo sé. Pero si tuve alma, la mía era mortal y me parece que se murió por exceso de maquillaje y horas de televisión, se murió en algún estudio de televisión y yo seguí hablando, ya sin alma.
Después de dormir dos horas boca abajo y con los zapatos puestos, voy a ver a la doctora. Le llevo escupitajos en un frasco esterilizado. ¿Será eso lo que queda de mi alma? La doctora me toca, me palpa, me ausculta, soba mi espalda, me regala chocolates. Luego me pregunta si me inyecto drogas. Le digo que no. Me dice que tengo bichos en la sangre. Me dice que tengo los pulmones infectados. Me dice que tiene que sacarme sangre ahora mismo. Le digo que necesito ir al baño. Pero no voy al baño. Salgo de su consultorio, bajo cinco pisos por las escaleras, camino media cuadra, compro una cremolada de uva borgoña, subo a la camioneta y me alejo de allí, recordando con una sonrisa el diagnóstico de la doctora:
-Gordo, estás lleno de moco.
Llegando a la casa, leo un correo electrónico de una amiga que me recomienda inyectarme Neurobion para reforzar mi sistema inmunológico. Voy a la farmacia, compro varias cajas de Neurobion, vuelvo a la casa y le pido a Sofía que me ponga la inyección.
Sofía me ponía inyecciones cuando vivíamos en Washington, conoce bien mis nalgas y sabe lo que tiene que hacer. Me lleva a su cuarto, prepara la inyección, coloca una toalla blanca y me pide que me tienda boca abajo. La escena no carece de un cierto erotismo, al menos para mí, que no tengo alma o que la escupo a menudo.
Me bajo los pantalones, me tiendo en la cama que trajimos desde Miami en barco, la cama donde hacíamos el amor cuando teníamos alma, me bajo luego los calzoncillos y exhibo con orgullo recatado el único talento que poseo, aquello que me ha permitido abrirme paso en la vida, mi bien más preciado, la clave de todos mis triunfos: mis nalgas. Poco importa que se te muera el alma si tienes unas nalgas altivas, pundonorosas y justicieras como las mías, unas nalgas que han sobrevivido a mil batallas ásperas y siempre están dispuestas a dar una pelea más en nombre de mi honor.
Sofía pasa un algodón con alcohol por mi nalga combativa, juega con ella, me hinca las uñas tratando de prepararme lenta y amorosamente para el dolor que se avecina y yo levanto las nalgas con gallardía y espero el aguijón.
En ese momento, sin que ella ni yo lo advirtamos, su madre, que mucho no me quiere, y cuya alma seguramente expiró antes que la mía, llega a la casa, se acerca al cuarto de Sofía y escucha a su hija decirme:
-Te va a doler cuando te la meta, pero te va a doler más cuando te la saque.
La madre de Sofía, que no ignora mis veleidades amorosas, se detiene, sin poder creer lo que acaba de oír, y se asoma discretamente, escondida detrás de la puerta. Lo que ve la llena de estupor, la horroriza, le provoca escalofríos: yo estoy tendido boca abajo, los ojos cerrados, las nalgas desnudas y enhiestas, a la espera del ansiado castigo, y digo, con una voz sospechosamente optimista:
-Métela sin miedo. Métela de una vez.
-Pero te va a doler.
-No importa. No será la primera vez. Ya estoy acostumbrado.
La madre de Sofía da un paso atrás, espantada, y siente que va a desmayarse. Luego escucha a su hija decirme con voz amorosa:
-Te va a doler más porque está un poco gelatinosa.
Esto ya es demasiado. Ella, una dama honorable de alta sociedad, ya sabía que yo era un mal bicho, un pervertido, un sátiro, un degenerado, un sodomita descarriado. Pero jamás imaginó que escucharía a su propia hija, educada en Washington, Philadelphia y París, decirme:
-¿Dolió mucho cuando la metí?
Y a mí contestarle:
-No dolió gran cosa. Métela toda. Métela hasta la última gota.
Y a ella, en control de la situación, disfrutando del dominio que ahora ejerce sobre mí en la cama, decirme:
-Te va a doler cuando te la saque.
Y a mí rogarle:
-Por favor, sácala ya. No aguanto más.
Y a ella negarse:
-Todavía no. Falta un poco más. Aguanta. Esto te va a hacer bien.
La madre de Sofía sale de la casa llorosa, mareada, aturdida, preguntándose qué cosas habrá hecho tan mal para que su hija acabe sodomizando con algún artilugio a ese escritor mediocre y haragán, que ha destruido todo lo bueno y noble que alguna vez tuvo su hija y la ha corrompido con su espíritu disoluto y sus ideas libertinas.
Al pasar al lado de la ventana, seguida por los perros tan odiosos que no paran de ladrar, se detiene, nos ve abrazados detrás de la cortina y me escucha decirle a Sofía, invadido por esa forma de amor que no conocíamos cuando hacíamos el amor en aquella cama que trajimos de Miami:
-Nadie lo hace mejor que tú, gordi.
Luego se marcha a toda prisa, pensando que ha llegado el momento de envenenarme, sin saber que ya estoy envenenado y que por eso su hija ha hincado mi nalga y la ha infiltrado de un medicamento seguramente inútil.
7/4/08
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2 comentarios:
jajaja...que risa me imagino la cara de la senora mientras escuchaba lo que se decian...parece una historia de cartoon. Este post estuvo muy bueno.
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