19/7/08

DOS HERMANOS SE PELEAN

A fines del año pasado mi hermano Javier viajó a Buenos Aires a pasar unos días conmigo. No conocía la ciudad y yo le había prometido desde que éramos chicos que algún día iríamos juntos a ver buen fútbol y comer rico.
Unos días antes de su viaje le pregunté si tenía ganas de conocer a Martín, mi amigo íntimo, con quien compartía un departamento en esa ciudad. Tenía el temor de que, por razones morales o religiosas, por la educación que habíamos recibido en casa, Javier no aprobase mi relación con Martín y se incomodase al verlo. Por suerte me respondió que estaría encantado de conocerlo.
Le dije que, dado que Martín y yo dormíamos en cuartos separados y no teníamos un cuarto para alojar a los amigos de paso, prefería invitarlo a un hotel muy bonito, en el centro de San Isidro, frente a la catedral. A Javier le pareció una buena idea, así podía moverse con más libertad.
Una noche Martín se quedó en el departamento viendo televisión y Javier y yo salimos a comer. Yo sentía que estaba descubriendo a un hermano. Siempre lo había tenido entre mis favoritos, y por eso quise que fuera el padrino de mi hija mayor, pero estaba sorprendido por su inteligencia, su sentido del humor, sus aptitudes para la conversación risueña y relajada y su encantadora capacidad para tomarse todo con calma. Nunca me había sentido tan amigo de un hermano y tan hermano de un amigo. Era un hallazgo que no dejaba de alegrarme en cada pequeño momento que compartíamos: en el auto, rumbo a los campos de Pilar; tomando el té en la terraza de John Bull; en el bar del hotel Plaza (donde conocí a Martín); caminando por las calles laberínticas de barrio Parque Aguirre, donde le decía que quería irme a vivir cuando me retirase de la vida pública.
Esa noche, después de cenar, caminamos de regreso al hotel y, al llegar, nos sentamos a conversar en el patio de esa vieja casona, oyendo el rumor de los autos que corrían sobre la pista empedrada del casco histórico.
Fue entonces cuando Javier me contó cómo estuvo a punto de matar a golpes a nuestro hermano José unos años atrás.
Se encontraron en una discoteca de Miraflores, bien entrada la madrugada. Javier tenía veintidós o veintitrés años, José estaba por cumplir treinta. Los dos habían tomado bastante, aunque estaban acostumbrados a tomar bastante. En algún momento, José le dijo para llevarlo a casa de nuestros padres, donde ellos todavía vivían. Javier subió a la camioneta de José. Todo estaba bien, hablaban de mujeres, se reían. Siempre habían tenido éxito con las chicas. José salía con una artista muy linda; Javier, con una estudiante de arquitectura de pelo ensortijado y ojos celestes. De pronto, algo se torció. José le preguntó por mí, sabiendo que Javier y yo éramos amigos. Javier dijo que no sabía nada de mí. José dijo algo contra mí. Javier no quiso decirme qué fue lo que dijo José. Pero fue algo que le molestó. Probablemente me criticó por decir que era bisexual o por publicar ciertos libros o por separarme de Sofía, mi esposa, con quien él y nuestro hermano Oscar se llevaban muy bien, casi diría que mejor que yo. Lo cierto es que dijo algo contra mí y Javier se molestó y me defendió. Le he preguntado varias veces a Javier qué dijo exactamente José y, a pesar de la confianza que nos tenemos, se ha negado a decírmelo, lo que me hace pensar que fue algo muy duro, muy tremendo, algo que tiene pena o vergüenza de decirme porque piensa que podría herirme.
Cuando llegaron a la casa de mis padres, ya estaban discutiendo violenta y acaloradamente. José seguía criticándome, burlándose de mí o insultándome, no lo sé bien, y Javier insistía en defenderme, cuando hubiera sido mejor renunciar a ese empeño imprudente e inútil. Todos dormían en los cuartos de arriba. Javier y José entraron a la cocina, abrieron la refrigeradora, se sirvieron algo para tomar. Javier no se dejaba intimidar por los modales bruscos de su hermano mayor. Lo seguía enfrentando. José perdió la paciencia y lo empujó. Javier estuvo a punto de caer. Si no repelía la agresión, quedaría como un cobarde. Nunca antes alguien en esa casa de tantos hombres jóvenes (somos ocho hermanos) había osado desafiar la supremacía física de José. Javier fue el primero y por eso lo sorprendió: le dio dos golpes de puño en la cara, llenos de ferocidad, y lo arrojó al piso.
Cuando José se levantó, tenía la cara ensangrentada.
-Te voy a matar -le dijo.
Enseguida se abalanzó sobre su hermano menor, estudiante de arquitectura, notable jugador de fútbol, escritor furtivo de cuentos sobre la amistad y el amor y otros malentendidos, con la certeza de que cuatro o cinco golpes bien dados confirmarían su hasta entonces indiscutido liderazgo como el macho brutal de la casa, al que todos tenían miedo. Menuda sorpresa habría de llevarse: si bien Javier se permitía los modales refinados de un artista, había heredado de nuestro padre un talento para la pelea callejera, la riña física y el combate inesperado con el taxista que se le cruzó en la calle, el peatón que piropeó insolentemente a su chica o el borrachín de la discoteca que se burló de mí, su hermano con fama de maricón, y ese talento lo había entrenado tumbando a golpes a aquellos enemigos ocasionales y lo había fortalecido haciendo pesas, pesas y más pesas en el gimnasio y en su cuarto del tercer piso, como si hubiera estado esperando este momento, el momento de pelearse con José, borrachos los dos, en la cocina de nuestros padres.
Con aplomo y sangre fría, Javier esquivó los golpes, encajó algunos, neutralizó otros y luego dejó escapar a la bestia que llevaba encerrada y lo atormentaba, al hombre lleno de furia que lo hacía chocar carros en el malecón, empujar e insultar a policías uniformados y tomar rabiosamente, con ánimo autodestructivo, en la fiesta por mis treinta y cinco años: fue tal la paliza que le dio a José, que lo dejó en el piso, lleno de sangre, con varios dientes menos y los ojos tan hinchados que no podía ver. Aquella madrugada, por defenderme, Javier estuvo a punto de matar a José, y aun ahora mi madre asegura que cuando bajó corriendo a ver qué pasaba (pensando que habían entrado ladrones), los encontró con cuchillos en la mano, pero Javier lo niega, dice que nadie agarró un cuchillo, que mamá vio tanta sangre que creyó ver cuchillos.
José estaba tan malherido que Oscar tuvo que llevarlo a la clínica Americana, donde estuvo internado unos días. Javier recuerda riéndose que cuando se lo llevaban a la clínica, dejando manchas de sangre a su paso, José alcanzó a gritarle:
-¡Esa judía que te estás agarrando es una puta!
Al día siguiente Javier fue a la clínica a visitarlo y se pidieron disculpas. Pero ya nada volvió a ser igual. Desde entonces, mi padre y mis hermanos entendieron que a Javier había que tratarlo con respeto y que en él cohabitaban extraña y maravillosamente un artista sensible y una bestia peligrosa. Y tal vez entendieron también que si decían cosas vulgares aludiendo a mi sexualidad, podían terminar en una clínica con los ojos reventados.
-No fue la primera vez que tuve que sacarle la mierda a alguien por defenderte, James -me dice Javier, y luego toma un poco de vino tinto.
Luego hace una pausa y añade:
-Y no será la última.


LA ENTREVISTA

La primera vez que le pedí a mi madre que me diera una entrevista en mi programa de televisión me dijo que no era el momento porque mi padre, su esposo de toda la vida, el padre de sus diez hijos –yo, el tercero de ellos–, había muerto hacía poco y ella todavía estaba muy triste.

La segunda vez que se lo pedí me dijo que le diera unos días para pensárselo bien. Pasados esos días, me dijo que tenía ganas de venir al programa, pero que algunos de mis hermanos, enterados de la invitación, se habían escandalizado y se lo habían prohibido. Del modo más conciliador, me explicó que no quería problemas en la familia y que por eso prefería no darme la entrevista.

La última vez que se lo pedí, hace menos de un mes, no lo dudó:

-Ahora sí estoy segura de que quiero ir.

Le pregunté si mis hermanos, aquellos que se habían opuesto, no le harían problemas.

-No les voy a decir nada –respondió en tono risueño–. No les tengo que pedir permiso.

La felicité y le dije que a su edad, sesenta y ocho años, debía hacer lo que a ella le pareciese bien, sin dejarse intimidar por nadie.

Al día siguiente volví a llamarla y le pregunté si había cambiado de opinión.

-Yo no cambio de opinión –me dijo–. El domingo estaré en tu programa.

Para que estuviera tranquila, le dije que no saldríamos en directo sino que grabaríamos, así no tenía que acostarse tarde esa noche, pues ella suele dormirse antes de las diez, la hora en que comienza el programa, y que podría ver una copia de la grabación en su casa y decirme si algo no le gustaba para suprimirlo antes de que saliera al aire. Se quedó contenta con la idea de grabar por la tarde y tener derecho a veto por si decía algo de lo que luego se arrepentía (un privilegio que, por cierto, no le había dado nunca a ningún invitado, pero era mi madre y era el día de la madre).

Todo estaba bien un día antes de la grabación. Era sábado, acababa de llegar a Lima y pasé por casa de mi madre a saludarla, comer empanadas y asegurarme de que todo estuviera bien para la grabación al día siguiente.

No sabía de qué hablaríamos, qué le preguntaría, sólo sabía que debía escucharla con cariño, sin cuestionarle nada, sin discrepar o tratar de rebatir sus argumentos, sin plantear temas conflictivos ni ponerla en aprietos. Tenía claro que, ante todo, debía evitar dos territorios minados: el de mi sexualidad y el de la religión. Siendo ella del Opus Dei, y teniendo la certeza de que el amor entre personas del mismo sexo ofende su sentido de la moral, no debía preguntarle lo que me hubiera encantado:

-¿De verdad crees, mamá, que soy heterosexual? ¿Por qué crees que el amor homosexual es malo? ¿Sabes que hace años estoy enamorado de un hombre? ¿No te gustaría conocerlo?

Pero si nunca le había preguntado nada de eso en privado, tampoco debía sorprenderla e incomodarla preguntándoselo en televisión.

Mi plan era halagarla, darle mucho amor, preguntarle cosas simples de su vida, cómo era de joven, por qué le gustaba correr olas, por qué le gustaba saltar a caballo, cómo conoció a papá, por qué se enamoró de él, por qué tuvieron diez hijos, qué le hubiera gustado estudiar en la universidad, cómo entró al Opus Dei, si había leído mis libros, qué pensaba de ellos, cosas así, pero evitando en todo momento el menor atisbo de discusión, dándole siempre la razón y expresándole mi amor sin reservas, después de tantos desencuentros que, debido principalmente a mi sexualidad disidente y a mi condición de agnóstico, habíamos tenido y seguíamos teniendo.

Aquel sábado en casa de mamá hablé con mi hermano Arturo y luego por teléfono con mi hermana Carol y mis hermanos Javier y Miguel y ninguno me dijo nada de la entrevista. Supuse que mamá había mantenido el plan en secreto y nadie en la familia sabía nada.

Pero el domingo a mediodía sonó el celular. Era mi hermano José. Me dijo que, junto con mi hermano Oscar, quería reunirse conmigo esa tarde. Le dije que estaba viendo un partido de fútbol argentino y que pensaba almorzar luego con mis hijas. Le pregunté de qué se trataba. Me dijo que mamá no debía venir al programa, que era una falta de respeto a la memoria de nuestro padre, que si él estuviera vivo no lo permitiría, que mamá no era un personaje público y por eso no debía salir en televisión, que al llevarla a mi programa yo estaba dividiendo a la familia y creando problemas. Lo escuché con calma y le dije que respetaba su opinión pero no la compartía y que al final quien debía decidir libremente era mamá y que ella ya había decidido venir. José alegó que mamá no quería venir al programa pero que lo hacía como un sacrificio para sacarme del hoyo negro en que yo vivía. Insistió en reunirnos con Oscar. Dijo que toda la familia se oponía a la entrevista. Le dije que no valía la pena reunirnos porque sería una discusión tensa y desagradable y que aun si todos mis hermanos se oponían a la entrevista, la decisión final era de mi madre y sólo de ella y de nadie más.

Mamá llegó radiante, serena y guapísima al estudio. Parecía feliz. Era su noche. Se sentía querida. La acompañaban Carol y Miguel, con gran generosidad. Quizá tenían temores o reservas comprensibles pero, ante todo, respetaban su decisión, como correspondía. Le dije a mamá que hablásemos como si estuviésemos en la sala de su casa, con naturalidad. Así será, me dijo.

Poco antes de comenzar me contó que mi hermana Doris, su hija mayor, la había llamado para decirle que no debía venir al programa, que era una tonta, que no tenía sentido del humor, que era muy aburrida, que iba a quedar mal, que yo me iba a burlar de ella y que le prohibía que mencionásemos su nombre en la entrevista. Me sorprendió, pero luego recordé que alguna vez Doris me había escrito un correo prohibiéndome hablar o escribir de ella y, en particular, de los años en que fue monja. Le dije a mamá que nadie podía prohibirle hablar libremente de sus hijos y que no tuviera miedo, que ya era una mujer mayor y tenía que ser libre de ir adonde quisiera y decir lo que pensara, sin dejarse asustar o manipular por nadie.

Nunca quise y admiré tanto a mi madre como esas dos horas en que hablamos en televisión. Estuvo tranquila, valiente, divertida, elegante, amorosa, irradiando la bondad que siempre la iluminó y la hizo tan adorable y especial. Sentí su cariño y creo que ella sintió el mío y por suerte no hablamos de las cosas que nos separan sino de las demás, que nos unen tanto. Sentí que, aunque sea del Opus Dei y nunca pueda presentarle al chico al que amo, era mi madre y la amaba exactamente como era y no necesitaba que fuera distinta o mejor para amarla completamente.

Por eso, cuando esté por llegar el día en que ella y yo nos alejemos para siempre, tal vez recuerde aquellas horas en televisión como uno de los momentos más estupendos y memorables de todos los años en que tuve la inmensa suerte de ser hijo de mi madre.


EL PERFECTO IDIOTA NORTEAMERICANO

Hace ocho años voté por primera vez como ciudadano norteamericano en un colegio de Key Biscayne. Lo hice por George W. Bush. Me parecía que Gore era soso, aburrido y altanero y que había cierta justicia en que Bush vengara la derrota que su padre había sufrido ante Clinton y Gore. Recuerdo que cuando estaba esperando mi turno para votar unas señoras ricachonas decían que había que votar por Bush porque Gore era un comunista encubierto.

No tardé en arrepentirme. Ya entonces empezaba a sospechar que yo era capaz de gruesas idioteces y que esas idioteces eran tan repetidas y sistemáticas que parecían configurar un claro patrón de conducta. Aquel voto por Bush el año 2000 (uno de esos votos tan disputados en la Florida que acabaron por darle el triunfo, tras el escándalo de los recuentos chapuceros y las protestas de Gore) fue la prueba definitiva e irrefutable de que yo era un idiota peligroso y sin cura. En efecto, fui uno de esos habitantes de la Florida que, demostrando que el sol hace daño, le dimos el triunfo a Bush. Sé que merezco un castigo. Ya Dios se ocupará de ello. Después de todo, es su oficio.

Años después conocí a Gore en unas conferencias pintorescas (y muy bien pagadas) a las que nos invitaron en Guayaquil y le dije que había votado por él y que debía volver a ser candidato para impedir la reelección de Bush. Gore me agradeció secamente, obsequiándome no una sonrisa sino el aborto de una sonrisa, pero creo que, no siendo tonto, advirtió mi condición de embustero. Su esposa Tipper, una mujer encantadora, me trató con más simpatía. Nos hicimos fotos, conversamos durante la cena de asuntos naturalmente frívolos, nos reímos y en algún momento me contó que no conocían el Perú. Le dije que era dueño de un hotel en Machu Picchu y que estaban invitados cuando quisieran, lo cual por supuesto era mentira, porque el hotel no era mío sino de la familia de mi esposa y yo no lo había visitado nunca porque la familia de mi esposa me detestaba (su familia, no ella) y no sólo no dejaría entrar a un invitado mío sino que tampoco me dejaría entrar a mí, como en efecto nunca me invitó ni me dejó entrar. Tipper, sin embargo, me creyó y apuntó mis teléfonos en Miami y por supuesto nunca me llamó y a la mañana siguiente se fue muy temprano a las Galápagos con Al y las chicas.

En las elecciones del 2004 no dudé en votar por Kerry. Lo hice a pesar de que en una ocasión agentes del servicio secreto me impidieron trotar por una calle adyacente a su imponente mansión de cuatro millones de dólares en Georgetown (que no hace mucho vendió en cinco), interrumpiendo bruscamente mis ejercicios aeróbicos y conminándome a mostrarles unos documentos de identidad que no llevaba conmigo y burlándose cuando les dije que era peruano y profesor de literatura por un semestre en la universidad de los jesuitas en aquel muy estimable barrio de Georgetown. Lo hice porque pensaba que Bush era probadamente incompetente (algo que debí saber cuando voté por él), porque no me parecía razonable invadir un país para derrocar a un dictador e implantar a sangre y fuego la democracia (un modo de exportar la democracia que ponía en entredicho su proclamada superioridad moral) y porque me parecía injusto pagar mis impuestos para que los iraquíes se comportasen como suizos, cuando ellos no parecían interesados en comportarse como suizos sino en que las tropas norteamericanas se largasen cuanto antes para seguir entrematándose los sunnis, kurdos y chiitas sin que vengan unos forasteros a matarlos a ellos. Pero también voté por Kerry porque su esposa Teresa, la reina del ketchup, me parecía brillante y porque si él se había casado con una viuda con un patrimonio de dos mil millones de dólares, su inteligencia estaba fuera de discusión.

Este año no sé por quién votar y tampoco sé si, siendo políticamente el perfecto idiota que soy, debería votar. Los tres candidatos en carrera me gustan. Barry Obama (Barry le dicen sus amigos) me gusta porque es joven y habla claro y se opuso a la guerra y ha demostrado ser un candidato formidable que hizo crujir la maquinaria de los Clinton, que se creía imbatible. Y me gusta porque es negro, hijo de un africano, con una abuela en Kenya que no habla inglés y cría gallinas. Hillary Clinton me gusta porque cuando el mundo supo que Bill le manchaba el vestido de Gap a Monica y la descarada no lo lavaba y además se lo contaba a una amiga que no era tal, Hillary actuó como una mujer de Estado y no como una mujer despechada y sólo por eso merece ser presidenta, porque se ha tragado millones de sapos para serlo y ahora viene un tremendo sapo llamado Barry Obama que quiere estropearle el sueño y ella, claro, no se lo va a tragar. John McCain me gusta porque lo torturaron en Vietnam y no se volvió loco o no del todo y no dejó atrás a sus compañeros de combate y es duro y leal y cree que la guerra debe seguir toda la vida y después también y tiene el coraje de decirlo a sabiendas de que es inmensamente impopular y uno siente que, a diferencia de Bush, si él pudiera ir a la guerra iría encantado y pelearía en primera fila, y me gusta también porque su esposa Cindy tiene cien millones de dólares que heredó de la industria cervecera de su padre, lo que revela que, como Kerry, McCain tiene buen criterio para elegir a sus colaboradoras.

El problema es que ninguno me gusta del todo. Obama no me gusta porque durante veinte años fue a una iglesia en el sur de Chicago donde el pastor Jeremiah Wright decía cosas racistas y venenosas contra los blancos y los judíos, decía por ejemplo que los Estados Unidos crearon el sida para matar a los negros y que se merecían los atentados terroristas del 11 de setiembre y que Dios debía maldecir a ese país, y porque Obama eligió a ese charlatán, que vive por supuesto en una mansión y maneja dos Mercedes, para que lo casara con Michelle, bendijera su casa (la casa que le compró un rufián de Chicago) y bautizara a sus dos hijas, y además tomó el título de un sermón de Wright, The audacity of hope, para su segundo libro. Hillary no me gusta porque ya estuvo ocho años cogobernando y ahora quiere ocho años más en la Casa Blanca, después de doce años de Bush padre e hijo sumados, ¿no será mucho? Y tampoco me gusta porque dice que quiere contestar el teléfono rojo a las tres de la mañana, cuando ningún presidente debería contestar nunca el teléfono a esa hora porque, sin dormir bien, seguro que tomará la decisión equivocada, que si Bush y Blair hubiesen dormido la siesta, a lo mejor no invadían Iraq. Y McCain no me gusta porque tiene setenta y un años y a esa edad nadie debería postular a un cargo público ni a ninguna forma de trabajo honrado y porque quiere que las tropas norteamericanas se queden en Iraq un siglo más si fuera necesario, lo que a estas alturas no se entiende y parece un trauma de sus años cautivos.

Entre tantas dudas, lo que es seguro es que le haría un favor a mi país adoptivo si lo exonero de mi voto y que si algún día improbable me encuentro con alguno de los tres candidatos le diré que voté por él y enseguida lo invitaré a mi hotel en Machu Picchu.

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