21/7/08

GUERRILLAS AMOROSAS

Lo curioso de las peleas amorosas es que a veces se originan por las situaciones más inocentes o por malentendidos absurdos o por sospechas que están divorciadas por completo de la realidad.
Los amantes que más se aman pelean a menudo no por falta de amor sino por exceso de amor, que es como una droga que los intoxica y los hace ver alucinaciones peligrosas.
Esto es lo que me pasó en los últimos días, una guerrilla amorosa de la que todavía no me recupero.
El origen de la pelea estuvo dictado por la casualidad y desprovisto de malas intenciones. Yo estaba editando el programa que presento en Miami y tocaron la puerta. Faltaba poco para el programa y a esa hora no me gusta que nos interrumpan. Abrí. Era Manuel, un reportero chileno del canal. Me dijo que venía de entrevistar a uno de los magnates ecuatorianos que viven en Miami y cuyos canales habían sido incautados por el gobierno de Quito ese mismo día. Me ofreció la entrevista antes de emitirla en el noticiero del canal. La acepté y agradecí el gesto. Se fue presuroso. No estuvo más de un minuto en la sala de edición y no alcanzó siquiera a darme la mano.
Vimos la entrevista y nos pareció valiosa. Extrajimos tres fragmentos. Los pasé durante el programa. Al presentarlos, agradecí a Manuel y dije que era un “excelente periodista”.
Esa noche encontré un correo de Manuel agradeciéndome por elogiarlo en el programa. No le contesté porque estaba cansado.
Al día siguiente regresé de montar bicicleta a eso de las siete de la tarde, cuando el sol ya no quema, la hora más propicia para salir por la isla, y, mientras me quitaba la ropa para meterme en la piscina, mi rutina de todas las tardes, sonó el celular. Era Martín, desde Buenos Aires. Estaba furioso. Martín odia a Manuel, lo odió desde que lo conoció. Piensa que Manuel está enamorado de mí y quiere ser mi novio. Acababa de ver en Youtube las imágenes de mi programa, cuando decía que Manuel era un “excelente periodista”. También había visto un comentario que yo hacía sobre mi renuencia o desinterés en servir a los demás, a la patria. Al parecer había dicho: “Yo sólo sirvo a mis hijas, a la madre de mis hijas (que es como mi hija), a mi madre y a mis amantes incontables. A nadie más”. Pero no había mencionado a Martín, el hombre al que más he amado. Y en ese mismo programa había elogiado a Manuel, el hombre al que Martín más odia en todo el mundo.
Fue demasiado para él. Me dijo que lo había humillado, que lo había traicionado, que era un sujeto sin escrúpulos ni sentimientos, que no me quería ver nunca más, que ahora sí era el final definitivo, que nunca me perdonaría esa agresión tan cobarde e innoble. Me dijo luego algo que me impresionó:
-Sos un negro culosucio. No tenés moral.
Nunca nadie me había llamado así, negro culosucio. Me encantó el insulto.
Por supuesto, no me metí a la piscina. Ya no tenía tiempo. Subí a la ducha, me vestí y corrí a la televisión. La televisión tiene, entre otras ventajas, la cualidad terapéutica de que, cuando el público te aplaude y se ríe de tus bromas, te olvidas de tus problemas amorosos y te sientes un tipo listo e ingenioso (lo que es mentira) y no te sientes para nada un negro culosucio.
Al llegar a casa encontré un correo de la madre de Martín. Se llama Inés y ha sido siempre muy cariñosa conmigo, aunque cuando Martín le contó hace años que estábamos saliendo juntos, ella le dijo: “Preferiría que salieras con Peña que con ese peruano del orto”. Peña es Fernando Peña, un genial actor y comediante argentino, homosexual, ácido, irreverente, provocador, que tiene sida, aunque eso no le impide seguir demostrando su incalculable genialidad.
Inés me había escrito un correo titulado: “Daño al pedo”. Me intrigó el encabezamiento, presentí que me haría reproches por el daño que, sin querer, había provocado en su hijo, al elogiar en televisión a su peor enemigo y al no mencionarlo explícitamente entre las personas a las que declaraba servir, aunque uno podía alegar que él podía contarse entre mis “amantes incontables”, que, por supuesto, son contables, contables con uno o dos dedos, o con los dedos de una mano.
El correo de Inés carecía de introducciones afectuosas. Decía: “Cuando leí lo que escribiste sobre el viaje, me entristecí y me dieron ganas de llorar. ¿Qué se siente cuando se logra angustiar a alguien? No conozco el mecanismo. Nunca hice daño conscientemente”.
Inés se refería a una crónica reciente en la que contaba, entre otras peleas o malentendidos (mi hija menor me pedía euros, mi hija mayor me decía que nadie leía mis libros, Sofía me decía que antes de tener un hijo conmigo prefería adoptar), que, en el vuelo a Buenos Aires luego de tres semanas en Europa, Inés y Martín no se habían hablado una palabra, porque estaban hartos de verse las caras tres semanas seguidas. Esto, al parecer, había lastimado a Inés, que ahora me acusaba de hacerle daño conscientemente, de angustiarla y hacerla llorar.
Estuve a punto de responderle, diciéndole que ella también hacía daño conscientemente, porque de otro modo no me hubiese enviado ese correo, y que si bien yo podía hacer daño cuando escribía, también podía no hacer daño cuando no escribía, por ejemplo cuando la invitaba con Martín a París o cuando le prestaba dinero a Martín para que le comprase un departamento a ella, de manera que mi capacidad de hacer daño literariamente a veces podía contrapesarse o neutralizarse con mi capacidad para no hacer daño o incluso hacer el bien económicamente. Pero me contuve y preferí no decirle nada. Tampoco me disculpé porque nunca me ha gustado disculparme por las cosas que escribo: un escritor escribe de las cosas que tiene que escribir y esas cosas no siempre pueden ser felices y que una madre y su hijo se peleen después de tres semanas juntos es sólo una situación humana, comprensible, que sólo podría resultar hiriente si es mirada con excesivo orgullo.
A la tarde siguiente, porque las pastillas me hacen dormir hasta las tres, encontré un correo de Martín, en el que me informaba que se iba de nuestro departamento, que se llevaba sus cosas, que no lo vería más.
Le rogué que no se fuese, le sugerí que nos diésemos una tregua, le pedí que ante todo fuese mi amigo y no mi novio celoso y le reenvié el mail de su madre. Me respondió: “Seguro que le habrás dicho que no puede criticarte porque la invitaste a París. Es todo tu estilo. Además yo podría decir cosas mucho peores de tu madre”. (Martín y mi madre no se conocen, aunque me encantaría que se conocieran, creo que podrían llevarse bien).
Martín se ha ido a vivir con su madre. No quiere verme más. Le he rogado que vuelva al departamento, que me perdone, pero me ha dicho que lo nuestro se terminó, que no lo veré más, que soy un mal recuerdo para él.
Esta tarde he ido al correo y he encontrado la cuenta de mi tarjeta de crédito. Allí figuran, entre otros gastos, los hoteles en que se han hospedado la bella Sofía y mis adorables hijas en París y Londres y aquellos en que se alojaron el bello Martín y su adorable madre en Madrid y París.
Al escribir el cheque para sufragar los gastos de esas personas a las que sirvo y seguiré sirviendo con el mayor gusto (y a las que no mencioné debidamente en televisión), no pude evitar sentirme un negro culosucio (aunque no sé bien lo que es eso). Pero no me arrepiento, es lo que soy: una buena persona cuando no escribo y una mala persona cuando escribo.

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