En los últimos días las circunstancias me han forzado a tomar dos decisiones en extremo difíciles.
Una fue decirle a Martín que no quiero vivir con él, que quiero vivir solo el resto de mi vida.
La otra fue responderle a Sofía si mantenía la promesa que le hice cuando nos divorciamos: que si ella llegaba a los cuarenta años y no tenía esposo ni novio y no había tenido un hijo, yo me comprometía a darle un hijo.
Lo de Martín fue doloroso porque es el hombre que más he amado y creo que todavía lo amo y lo amaré siempre, aunque él se enamore de otros hombres. Pero no podía seguir postergando esa decisión. Los últimos años nos veíamos una vez por semana en Buenos Aires y así estaba bien para mí. No para él: me decía que quería vivir conmigo como una pareja convencional. Por eso vino a Miami. La fantasía no duró un mes.
No es por falta de amor a Martín que quiera vivir solo. Es porque si vivo con él siento que pierdo demasiada libertad y que mis manías, caprichos, inapetencias y desidias le disgustan y lo irritan y que verlo tan a menudo socava mi cariño por él.
Martín lo tomó como un acto de egoísmo, como una traición. Me dijo que voy a arrepentirme, que lo estoy desperdiciando, que saldrá a buscarse un novio y que no acepta mis condiciones de ser ante todo amigos y vernos una vez al mes en Buenos Aires.
No pierdo la fe de que con el tiempo podamos ser amigos y con suerte seguir siendo amantes.
Lo de Sofía me tomó por sorpresa, a pesar de que cada cierto tiempo mi madre, viendo a alguno de sus nietos, me decía: ¿Cuándo vas a tener un Jaimecito? Yo me reía y le decía que nunca, que con dos hijas ya soy feliz. Pero mamá insistía e insistía, ella es terca y quiere su Jaimecito.
Yo pensaba que Sofía había olvidado la promesa que le hice saliendo de unos cursos que nos obligaron a tomar en Miami cuando nos divorciamos, unos cursos para enseñarnos a ser buenos padres divorciados que, por supuesto, eran una estupidez y eran dictados por unos sujetos que parecían infelices precisamente porque no se habían divorciado. Aquella tarde la noté tan triste que le dije: Siempre te amaré. Siempre. Y si cumples cuarenta años y estás sola y no has tenido un hijo y quieres tenerlo, te prometo que yo te lo daré. Ella me abrazó y me dijo que por eso me quería tanto, porque estaba loco.
No hace mucho, Sofía cumplió cuarenta años y los celebró en Lima con sus mejores amigas y amigos. No pude estar con ella porque tenía que hacer el programa en Miami, soy un esclavo de la televisión. Pero le di una sorpresa: le regalé el auto de sus sueños porque la camioneta que habíamos comprado cuando nos divorciamos y ella volvió a Lima ya le daba muchos problemas. Creo que me quiso un poco más cuando se subió a ese auto tan lindo. Lo merecía sin duda: ella me había regalado dos hijas preciosas, adorables, y ningún regalo que yo pudiera darle compensaría jamás los que ella, contra viento y marea, me había dado.
El otro día estábamos paseando por Le Marais, porque Camila, nuestra hija mayor, pidió ir a París por sus quince, y mientras las niñas se divertían mirando ropa, le pregunté a Sofía: ¿Qué puedo darte para que seas más feliz?
No dudó en responderme: Un hijo, el hijo que me prometiste.
Me quedé helado. No supe qué decir. Pero no podía echarme atrás: le había hecho esa promesa y ahora ella tenía cuarenta y seguía sin tener un hijo ni padre potencial a la vista.
La verdad es que, aunque me sorprendió, me sentí halagado. Lo primero que le dije fue: No creo que sea capaz de tener una erección, las pastillas han acabado con mi apetito sexual. Ella se rió y me dijo que era una excusa tonta y que, si aceptaba el reto, ella se encargaría de derrotar a las pastillas y provocarme una erección (y no dudé de que lo conseguiría sin dificultad). Luego lo pensé un poco, me tomé mi tiempo y comprendí que no podía ser un cobarde, que tenía que cumplir mi palabra, que era mi destino.
Puse, sin embargo, ciertas condiciones: el niño nacería en Miami, de ninguna manera en Lima; Sofía y nuestras hijas se mudarían a Miami; yo seguiría viviendo solo, en una casa a distancia que pudiese recorrerse caminando o en bicicleta de donde ellas eligieran vivir, es decir que estaban obligadas a vivir en la isla de Key Biscayne; y preservaría mi absoluta libertad sexual o amorosa.
Ninguna de esas condiciones fue aceptada, salvo la última.
Sofía me dijo tranquila y amorosamente que el niño nacería en Lima, que ella no quería irse de Lima y nuestras dos hijas tampoco, y que estaba loco si pensaba que se mudarían a Miami, una ciudad que ella no soportaba en verano y a duras penas podía tolerar en invierno.
Sin embargo, aceptó que siguiera viviendo solo. Es más: para mi sorpresa, me lo pidió. Me dijo: Yo no quiero vivir contigo. Yo quiero tener un hijo contigo, pero seguir viviendo sola con las niñas. Tú puedes vivir donde te dé la gana y venir a visitarnos cuando quieras.
Me quejé. Le dije que me parecía injusto condenar al niño a vivir en una ciudad donde crecería a la sombra de mi fama oprobiosa y que en los Estados Unidos sería más libre y feliz y que además en el Perú un candidato de izquierda ganaría las próximas elecciones presidenciales y no podía tolerar que mi familia viviera bajo un régimen socialista autoritario que conculcaría las libertades.
Sofía me dijo que yo siempre predecía catástrofes políticas que nunca ocurrían y que no estaba dispuesta a ceder: el niño y ellas vivirían en Lima, punto.
Le pedí que al menos fuera a dar a luz a Miami para darle al niño la ciudadanía norteamericana, que nuestras hijas ya poseen, dado que nacieron en Washington y Miami, y que Sofía y yo también poseemos, gracias a ella, claro está.
Sofía me dijo que haría el embarazo y el parto en Lima y que el niño podía ser ciudadano norteamericano aun naciendo en Lima, sólo había que inscribirlo en el consulado.
No me quedó más remedio que aceptar sus condiciones. Tenía que cumplir mi promesa de impregnarla de un varón y era rigurosamente justo que ella eligiese con toda libertad en qué circunstancias lo traería al mundo.
Surgió luego el espinoso tema del nombre, pero por suerte hubo coincidencia inmediata: De ninguna manera se llamaría Jaime. No podíamos traumatizarlo de ese modo. Pero quizá podíamos llamarlo James o Jimmy o Jim o Jimbo. Era cosa de ir pensando.
Me sentí orgulloso de que, después de tantos años, Sofía siguiera considerándome un buen padre, una persona confiable. Pero sobre todo me halagó que siguiera deseándome en cierto modo, que estuviera dispuesta a hacer el amor conmigo una o varias veces, todas las que fuesen necesarias para quedar embarazada.
Esa fantasía se difuminó apenas me dijo: Lo que sí te pido es que me des tu esperma en un pomito, si no te molesta.
En ese momento me sentí tan humillado que le dije que si quería tener un hijo conmigo, estaba obligada a hacerme el amor todas las veces que fuesen necesarias, que de ninguna manera le daría a mi hijo en un pomito.
Era sólo una broma, me dijo ella, y me abrazó.
Pero no estoy tan seguro de que fuese una broma.
28/7/08
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1 comentario:
Entonces si fuiste a Paris en Verano???Pense que habias decidido quedarte en miami. Que delicia volver a tener un hijo, y que romantico que sea con la mama de tus hijas, yo pienso que aunque exista martin y exista el que sea, el amor de Sofia es el amor verdadero por que es el unico que ha permanecido a pesar de todo y de todos. Lo mejor de la vida para ti aun esta por venir. Bss
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